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La secta

Podríamos entretenernos con la moral del Estado y hacer un poco de demagogia contraponiendo el legalizado blanqueo de divisas que engordaron con el buen pienso bancario de la bella Suiza y la legalizada marginalización de miles de personas que sólo pueden mantener la luz encendida en una habitación de la casa, si es que aún la conservan. La moral del dinero es tan esquiva como relumbrante. Por ella, la sociedad patalea, aherrojada por un discurso cada vez más aceptado que glorifica el sacrificio y penaliza el privilegio. ¡Ay, la moral de Estado, y la desprotección de la vida de los sí nacidos! Ni piedad ni solidaridad sino un gargajo tirano desde el núcleo duro de la tan añorada ideología. ¿No ha sido acusado este Gobierno, desde todos los púlpitos y pálpitos, de incumplir la letra pequeña (y la grande) de su programa? ¿No gobernó el mismo partido durante ocho años sin tocar una coma de una ley, la de 1985, que incumplía los plazos que la mayoría de países europeos exigen? Pues parece que en esta España fracturada y empobrecida era urgente penalizar el aborto. Lo más conveniente para terminar el año alimentando la alarma social, y no sólo entre mujeres -son múltiples las voces de hombres que consideran esta amenaza de ley como una vulneración de la libertad de conciencia o una perversión-. La misma que aviva el recuerdo de los métodos caseros como las agujas y el perejil; no en vano, el aborto clandestino es la primera causa de muerte entre embarazadas allí donde está penalizado. La que subyuga a la mujer; a la imprudente, sí, pero también a la accidentada, o a la doliente, cuyo neonato sufre severas malformaciones que, en caso de vida, procurarán un sádico padecimiento. La que nos sitúa a la cola de una Europa incrédula ante la gallardonada. Nadie está a favor del aborto, ese infortunio. La náusea de la que se sabe gestando vida y entiende que es vana y terrible. Me azora, y me cuesta, imaginar a prostitutas nigerianas adolescentes solicitando un doble diagnóstico de peligro para su salud mental. Tanto como me turba revivir los viajes a Londres de las niñas de buena familia católica, con forfait de clínica, hotel y Harrods. Porque esta es una ley que en caso de ser votada, será inaplicable y tan sólo servirá para desviar la mirada bajo la hipocresía política del “yo ya he cumplido”. Es bien improbable que, consolidados como están los fundamentos de un Occidente pragmático, se trate ahora de contentar a los más reaccionarios; ni de, a estas alturas, bailarle el agua a la Iglesia; o hacer proselitismo de una superior moral provida -como si el resto fuéramos promuerte-. No, resulta más bien consecuencia de una iluminación de índole mesiánica. Cínica, déspota, que se atreve a secuestrar la voluntad de las mujeres. Citaré tan sólo una frase que lo corrobora y que pertenece al presidente del PP de Gipuzkoa, Borja Semper: “Los partidos no deben ser sectas”. (La Vanguardia)

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30 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El yudoca y el canario

Con su voz tersa y oscura, el primero lleva años encandilando al resto del mundo -y a la mitad de sus compatriotas- con sus trinos a favor de la igualdad y en contra de la discriminación o su inspiradora lucha personal; el segundo, en cambio, ha terminado sin falta dibujado como nuestro villano prototípico: agente secreto reconvertido en falso demócrata, atleta exhibicionista y, para colmo, artero perseguidor de sus rivales. Hasta hace poco, la narrativa central de nuestra época no admitía vacilaciones: Barack Obama como el único líder capaz de devolvernos la esperanza y Vladímir Putin como encarnación viva de los tiranos del pasado.

Tal vez los estereotipos no escapen del todo a los hechos pero, si nos obstinamos en asentar el rasgo más relevante de este 2013, quizás no deberíamos fijarnos en el jesuita disfrazado de franciscano o en el adalid de la trasparencia cobijado por quienes más la combaten, sino en el cambio de percepción en torno a los dos hombres más poderosos de nuestro tiempo. Porque, sin duda, este año ha sido uno de los peores en la carrera del presidente estadounidense y uno de los mejores en la del ruso.

            Cuando Obama obtuvo la reelección nos hizo creer que su histórico "sí se puede" al fin podría verificarse; que su lucha a por un sistema de salud universal en Estados Unidos se convertiría en una realidad; que su Premio Nobel de la Paz lo predispondría contra toda tentación bélica y que su retórica en torno a la responsabilidad pública habrían de vencer todos los obstáculos, en especial los representados por la antediluviana oposición del Tea Party, para dar paso a una auténtica transformación de la política global.

A lo largo de los últimos meses, estas ilusiones se han venido abajo: si bien Obama logró defender con las uñas su reforma sanitaria, su puesta en práctica se ha resuelto en un sonoro desastre; sus ataques con drones, realizados con una escandalosa opacidad, han supuesto una cifra incalculable de víctimas civiles; tras años de indiferencia frente a la guerra civil siria, se obstinó en lanzar un ataque contra el régimen de Al-Assad sin el apoyo de Naciones Unidas -como Bush Jr. con Irak-; y, a partir de las revelaciones de Edward Snowden, aparece como el responsable del mayor plan para vigilar a todos los ciudadanos del planeta. (Y, en el caso mexicano, habría que añadir las miles de expulsiones de inmigrantes que ha ordenado.)

En el extremo opuesto, al inicio del año la imagen de Vladímir Putin no podía resultar menos favorable: luego de suprimir violentamente las protestas tras su cuestionada reelección como presidente, cerró aún más los espacios para la disidencia; encarceló sin recelos a sus opositores, entre ellos a las integrantes de Pussy Riot; se negó a liberar al oligarca Mijaíl Jodorkovski pese a que su condena había expirado; y, por si fuera poco, encabezó una sórdida campaña contra los homosexuales. Sin embargo, valiéndose de una astucia ilimitada, durante la segunda mitad de este año articuló una campaña que en buena medida ha logrado revertir su pésima reputación.

Primero, se aprovechó de un desliz de John Kerry, el secretario de Estado norteamericano, y se atrevió a impulsar el diálogo entre el régimen sirio y la comunidad internacional sobre el uso de armas químicas, conjurando la posibilidad de una nueva intervención militar en Oriente Próximo; luego, apoyó enfáticamente las conversaciones de Ginebra entre las potencias occidentales y el gobierno iraní; a continuación, se atrevió a ofrecerle asilo a Snowden -el quebradero de cabeza de Obama- ; y, en un movimiento inesperado, concedió amnistía a varios presos políticos, entre ellos a su odiado Jodorkovski y a las Pussy Riot.

Lo ocurrido este año no significa que el presidente estadounidense se haya convertido en el gran villano de nuestra era o que el ruso, sin jamás acercarse a la condición de héroe -aunque hoy sus méritos para el Nobel de la Paz parezcan superiores a los de su némesis-, haya conseguido lavar su rostro autoritaria para siempre. Pero en esta suerte de nueva guerra fría que libran las dos potencias (frente a la sigilosa mirada de China), Putin ha recuperado un amplio margen de maniobra en el escenario mundial al tiempo que Obama luce paralizado dentro y fuera de su país. Por más que pueda tratarse sólo de una percepción -recordemos que en política la imagen lo es casi todo-, 2014 se abre como un año mucho más favorable para el yudoca que para el canario.

 

Twitter: @jvolpi



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29 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Recuento

Para mí, este fue el año de Joao Guimarães Rosa. Había leído antes Gran sertón: veredas, así que decidí ponerme al día con los libros de cuentos, entre ellos Sagarana y Primeras historias. Sagarana (Adriana Hidalgo) debería estar en nuestra lista de imprescindibles del siglo XX, junto a Ficciones o El llano en llamas. La música de su lenguaje a ratos remite a Joyce, en su capacidad para juntar neologismos con arcaísmos y sacarle brillo a palabras que usamos todos los días sin darnos cuenta de su potencial. Primeras historias muestra a un Guimarães Rosa más condensado pero no menos brillante, profundizando en su proyecto de convertir al sertón en un territorio universal poblado de seres alucinados, grandes en la persecución de sus obsesiones; por esas arbitrariedades de la industria editorial y los caprichos lectores, el libro no tiene ediciones recientes en español. ¿Será que Adriana Hidalgo nos vuelve a salvar?

Otros autores presentes en mis lecturas: Anton Chéjov, gracias al descubrimiento (para el lector en español) de los cuentos y viñetas de sus inicios, en una edición ambiciosa de Paul Viejo para Páginas de Espuma; Shirley Jackson, que tuvo tiempo, pese a su escasa obra -que cuenta con títulos como Siempre hemos vivido en el castillo y La maldición de Hill House--, para dar cabida a una versión del horror gótico que influiría tanto en Joyce Carol Oates como en Stephen King; James Tiptree Jr., que encontró en la ciencia ficción el espacio ideal para narrar, en complejos registros estilísticos, sobre temas tan variados como la ansiedad ante el contagio o el lugar de la mujer en una sociedad dominada por el hombre; Rodrigo Lira, porque su obra abrió vías que recién comienza a transitar de verdad la poesía latinoamericana (lo descubrí gracias a que este año Ediciones UDP publicó su Proyecto de obras completas [1984]); Salvador Benesdra, por El traductor, la novela más relevante sobre el mundo del trabajo en los tiempos del capitalismo salvaje (es decir, sobre nuestro mundo); Paolo Bacigalupi, por los cuentos de La bomba número seis, un inventario de las preocupaciones actuales de la ciencia ficción.

Grandes lecturas de libros publicados este año por primera vez: Los estratos, de Juan Cárdenas (una novela perfecta sobre el fracaso de los sueños de modernización en el continente); The Flamethrowers, de Rachel Kushner (una gran novela política sobre el lugar de las vanguardias en el presente); Leñador, de Mike Wilson (una novela-enciclopedia radical sobre la búsqueda de la trascendencia a través del despojamiento); Técnicas de iluminación, de Eloy Tizón (este cuentista español parece saber hoy más que nadie que la forma es el fondo); Librerías, de Jorge Carrión (una inteligente crónica-ensayo sobre la historia y el presente de las librerías como "espacios rituales", "topografías eróticas" de la ciudad que nos dan materiales para ver el mundo); Tránsitos, de Alberto Fuguet (un recorrido intenso por una forma muy personal de hacer crítica, en la que importa tanto lo que dice el libro como lo que revela de quien lo lee, con puntos altos en los textos dedicados a Bolaño, Donoso y Gustavo Escanlar); Los muertos indóciles, de Cristina Rivera Garza (un ensayo magistral sobre cómo, entre otras cosas, las tecnologías digitales permiten nuevas formas de escritura, apropiaciones de otros textos, incluso una reconfiguración de la escritura como un espacio no sólo individual sino también comunitario). Mención aparte a Locke and Key, de Joe Hill, con ilustraciones de Gabriel Rodríguez: esta novela gráfica con la historia de los hermanos Locke, recién concluida después de seis años de duración, es uno de los grandes triunfos del horror contemporáneo.

Termino este recuento incompleto con 98 segundos sin sombra, de Giovanna Rivero, que acabo de leer en manuscrito. Escrita con una prosa llena de latigazos chispeantes, la novela narra la educación sentimental de una adolescente en una provincia boliviana en los años ochenta, entre profetas de cultos gnósticos, el avance del narcotráfico, la "ciencia" de divulgación popular de la revista Dudas y las amigas que sueñan con Madonna. Será publicada por Caballo de Troya en marzo, pero es ya uno de mis títulos de este año.          

 

(La Tercera, 28 de diciembre 2013)    

 

 



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28 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Witz el verde

El domingo 10 de agosto de 1535, a la hora de misa, se abolió la misa, y los fieles procedieron al pateo, incendio y destrucción de los cuadros y estatuas por heréticos, malignos y contrarios a la verdadera religión.
 

Del cuadro reproducido arriba, panel de un tríptico del altar mayor de la catedral de Ginebra, los hugonotes rasparon piadosamente a cuchilla las caras de las figuras, por falsas. En cambio, el lago Tiberíades les debió de parecer auténtico. En todo caso, este panel se salvó, aunque las caras que se ven ahora en el museo de arte e historia son resultado de al menos cuatro intervenciones mayores, la primera antes de 1689, luego en 1835, en 1915-1917, y por fin, en 2011-2012. 
 

Esta obra está reputada como la primera pintura de un paisaje natural. Hasta entonces, los artistas sólo había reproducido ciudades y monumentos. Ahí puede contemplarse una vista del lago Lemán en 1444 (el gran surtidor quedaría a la izquierda, tras el último remero).
 

El autor es Konrad Witz (el cuadro está firmado en el marco por “conradus sapientis” traducción latina de su nombre), que era en efecto un chistoso que pintó Ginebra sin Ginebra, puso a la derecha esa torre arruinada que parece nada, pero oculta cuidadosamente la urbe, la muralla y la catedral, y se centró en los verdes, la refracción, la atmósfera, y esas minucias.
 

¿Por qué un paisaje real? Faltaban cuatro siglos para la invención del paisaje como categoría mística. Éste se pintó pensando en quienes lo iban a reconocer, y pone en escena la paz, riqueza y orden del gobierno encargante de la obra. Hay, por ejemplo, unas mujeres que lavan y tienden la ropa en la orilla del lago, cosa sólo posible en una ciudad segura.

Es como esa parte del escudo de Aquiles en la Ilíada, donde se describen las afueras y campos de una ciudad laboriosa y pacífica, una ciudad que sus habitantes reconocerían, y cuyo gobierno les regalaba epopeyas.


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28 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La verdad en marcha

Misión cumplida. Tiene 30 años, pero habla como si lo hubiera hecho todo en la vida. ?Todo lo que quise intentar lo he conseguido?, ha dicho en vísperas de Navidad al Washington Post. ?Yo no quería cambiar la sociedad, sino dar a la sociedad la posibilidad de decidir si quería cambiar ella misma?. No es un profeta, ni un líder religioso. Pero su balance es exacto. En medio año ha conseguido dar un vuelco a las estructuras de poder más secretas y peligrosas del planeta. El espionaje ha empezado a cambiar a toda velocidad tras las filtraciones de Edward Snowden el pasado mes de junio, cuando reveló el alcance y la profundidad del control global de las comunicaciones por parte de la Agencia Nacional de Inteligencia (NSA) de Estados Unidos, institución para la que había trabajado. Ningún obstáculo se oponía hasta ahora a la recolección de miles de millones de datos privados por parte de la agencia especializada. La facilidad venía dada por la extensión de las tecnologías, que convierte a los usuarios en inconscientes agentes informadores de sus propias comunicaciones. Las principales empresas del sector han colaborado en el suministro directo de estos datos a la inteligencia estadounidense. Sobre el papel, solo eran metadatos, datos sobre datos --identidad, duración o lugares desde donde se producen las comunicaciones--, pero en ningún caso los contenidos de las conversaciones o los mensajes, aunque basta con su recolección y procesamiento en cantidades astronómicas para obtener informaciones de gran relevancia. Eso no era suficiente para la NSA. Gracias a la colaboración del Gobierno británico y de Google y Yahoo, los espías de Washington pincharon las redes de fibra óptica de todo el mundo, accediendo así a contenidos de mensajes emitidos y recibidos también por estadounidenses sin someterse a control jurídico ni parlamentario. Las escuchas de mandatarios extranjeros mediante el pinchazo de sus móviles es la anécdota picante que adereza esta siniestra ensalada de espionaje global, con sus correspondientes protestas diplomáticas. Al final, hemos sabido algo que no debíamos ignorar, que también los aliados y amigos se espían y apenas hay reglas de juego en el espionaje. Las que hay satisfacen la distribución del poder en el mundo. El alcance de los documentos sustraídos de la NSA todavía se desconoce, pero el daño sufrido en el prestigio de EE UU y de Obama ya es incalculable. La primera reacción fue tachar de traidor y bellaco al filtrador. Pero la siguiente ha sido la exigencia de límites y de reglas de juego, por parte de las empresas, la justicia e incluso los expertos del Gobierno. La verdad está en marcha y nada la frenará. Lo dijo Snowden cuando todo empezó, emulando al escritor francés Emile Zola. De momento lleva razón y este es sin duda el acontecimiento más trascendente del año que termina. ¡Feliz 2014!



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28 de diciembre de 2013
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