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El yudoca y el canario

Por 29 de diciembre de 2013 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Jorge Volpi

Con su voz tersa y oscura, el primero lleva años encandilando al resto del mundo -y a la mitad de sus compatriotas- con sus trinos a favor de la igualdad y en contra de la discriminación o su inspiradora lucha personal; el segundo, en cambio, ha terminado sin falta dibujado como nuestro villano prototípico: agente secreto reconvertido en falso demócrata, atleta exhibicionista y, para colmo, artero perseguidor de sus rivales. Hasta hace poco, la narrativa central de nuestra época no admitía vacilaciones: Barack Obama como el único líder capaz de devolvernos la esperanza y Vladímir Putin como encarnación viva de los tiranos del pasado.

Tal vez los estereotipos no escapen del todo a los hechos pero, si nos obstinamos en asentar el rasgo más relevante de este 2013, quizás no deberíamos fijarnos en el jesuita disfrazado de franciscano o en el adalid de la trasparencia cobijado por quienes más la combaten, sino en el cambio de percepción en torno a los dos hombres más poderosos de nuestro tiempo. Porque, sin duda, este año ha sido uno de los peores en la carrera del presidente estadounidense y uno de los mejores en la del ruso.

            Cuando Obama obtuvo la reelección nos hizo creer que su histórico "sí se puede" al fin podría verificarse; que su lucha a por un sistema de salud universal en Estados Unidos se convertiría en una realidad; que su Premio Nobel de la Paz lo predispondría contra toda tentación bélica y que su retórica en torno a la responsabilidad pública habrían de vencer todos los obstáculos, en especial los representados por la antediluviana oposición del Tea Party, para dar paso a una auténtica transformación de la política global.

A lo largo de los últimos meses, estas ilusiones se han venido abajo: si bien Obama logró defender con las uñas su reforma sanitaria, su puesta en práctica se ha resuelto en un sonoro desastre; sus ataques con drones, realizados con una escandalosa opacidad, han supuesto una cifra incalculable de víctimas civiles; tras años de indiferencia frente a la guerra civil siria, se obstinó en lanzar un ataque contra el régimen de Al-Assad sin el apoyo de Naciones Unidas -como Bush Jr. con Irak-; y, a partir de las revelaciones de Edward Snowden, aparece como el responsable del mayor plan para vigilar a todos los ciudadanos del planeta. (Y, en el caso mexicano, habría que añadir las miles de expulsiones de inmigrantes que ha ordenado.)

En el extremo opuesto, al inicio del año la imagen de Vladímir Putin no podía resultar menos favorable: luego de suprimir violentamente las protestas tras su cuestionada reelección como presidente, cerró aún más los espacios para la disidencia; encarceló sin recelos a sus opositores, entre ellos a las integrantes de Pussy Riot; se negó a liberar al oligarca Mijaíl Jodorkovski pese a que su condena había expirado; y, por si fuera poco, encabezó una sórdida campaña contra los homosexuales. Sin embargo, valiéndose de una astucia ilimitada, durante la segunda mitad de este año articuló una campaña que en buena medida ha logrado revertir su pésima reputación.

Primero, se aprovechó de un desliz de John Kerry, el secretario de Estado norteamericano, y se atrevió a impulsar el diálogo entre el régimen sirio y la comunidad internacional sobre el uso de armas químicas, conjurando la posibilidad de una nueva intervención militar en Oriente Próximo; luego, apoyó enfáticamente las conversaciones de Ginebra entre las potencias occidentales y el gobierno iraní; a continuación, se atrevió a ofrecerle asilo a Snowden -el quebradero de cabeza de Obama- ; y, en un movimiento inesperado, concedió amnistía a varios presos políticos, entre ellos a su odiado Jodorkovski y a las Pussy Riot.

Lo ocurrido este año no significa que el presidente estadounidense se haya convertido en el gran villano de nuestra era o que el ruso, sin jamás acercarse a la condición de héroe -aunque hoy sus méritos para el Nobel de la Paz parezcan superiores a los de su némesis-, haya conseguido lavar su rostro autoritaria para siempre. Pero en esta suerte de nueva guerra fría que libran las dos potencias (frente a la sigilosa mirada de China), Putin ha recuperado un amplio margen de maniobra en el escenario mundial al tiempo que Obama luce paralizado dentro y fuera de su país. Por más que pueda tratarse sólo de una percepción -recordemos que en política la imagen lo es casi todo-, 2014 se abre como un año mucho más favorable para el yudoca que para el canario.

 

Twitter: @jvolpi

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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