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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Noticias del Lejano Oriente

China ha amenazado con no renovar los visados a un numeroso grupo de corresponsales occidentales, principalmente de medios estadounidenses. Las autoridades chinas, molestas con las informaciones sobre la corrupción y el enriquecimiento ilícito de sus líderes, también han bloqueado páginas de Internet e impuesto nuevos controles en forma de exámenes de marxismo a sus periodistas. El caso llegó a suscitar la intervención del vicepresidente de Estados Unidos, Joe Biden, durante su viaje oficial a Pekín, así como las gestiones de propietarios y directores de medios. Asia vive estos días una atmósfera enrarecida, con reminiscencias de guerra fría. El joven líder norcoreano Kim Jong-il se ha manchado las manos con sangre de su familia, concretamente la de Jang Song Thaek, esposo de su tía, liquidado en una purga que ha levantado la inquietud en Pekín. En la capital china ha caído en desgracia Zhou Yongkank, un exzar de la seguridad interior, el cuadro más alto purgado desde 1989, aunque en su caso bajo acusaciones más económicas que políticas, puesto que el represaliado y su familia controlaban los negocios del petróleo. Xi Jinping, en el poder desde hace un año, se está asentando con una autoridad por primera vez indiscreta para un régimen habitualmente sigiloso. China cabalga en solitario en la carrera del espacio y acaba de colocar en la Luna un vehículo no tripulado, 37 años después de que llegara la última nave rusa al satélite. No es tan solo una exhibición tecnológica, sino también un alarde de capacidad militar, que proyecta su sombra amenazante sobre los sistemas de satélites estadounidenses. Antes del verano, Pekín creó una nueva prefectura para incluir el rosario de islas y peñascos disputados con Vietnam y Filipinas; ahora ha ampliado su espacio de control aéreo para proyectar su irredentismo sobre las islas Diaoyu, Senkaku para Japón, que ejerce su soberanía sobre ellas. Los incidentes menores con barcos y aviones japoneses y americanos están al orden del día. Y Japón no se queda con los brazos cruzados y se dispone a incrementar su presupuesto de defensa y a revisar la limitación constitucional a su actividad militar. Nada sería peor que la caída de un nuevo telón de acero sobre China. La tecnología y la globalización reman en dirección contraria, pero es lo que demandan los peores reflejos del régimen de Pekín. Los medios de comunicación occidentales, ensimismados en las peleas de nuestro patio de vecinos, se ven tentados a entregar valores a cambio de los intereses, como ya han hecho Murdoch y Bloomberg, y a inhibirse de lo que sucede en Asia como si no fuera con nosotros. Pero allí es cada vez más necesaria la presencia de periodistas con márgenes de acción, para poder disponer de las noticias de ese Lejano Oriente donde se juega con frecuencia el rumbo del planeta. 



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21 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La natación del yo

El ser un isleño o vivir en una isla no es igual a hallarse aislados. Los habitantes de una isla tienden, por el contrario, a encontrar relaciones con casi cualquier cosa de su exterior. En cierto modo, ser un isleño fue igual a vivir en la España de Franco donde cada ciudadano que mereciera ese nombre se preocupaba, ansiosamente, por conocer las circunstancias que se cocían afuera. El humo del guiso internacional era una suerte de vaho y actualidad que aliviaba de las barreras fronterizas, entonces impuestas por la autarquía y, generalmente, en la geografía, impuestas por el mar.

Una isla es un lugar muy codiciado por los aventureros porque les permite ilusionarse con la idea de haber dejado el mundo atrás y ganar con ello el alma de la desaparición. Para un isleño, sin embargo, lo codiciado sería formar parte del mundo con o sin traslación.

La distancia que separa las costas del continente y su satélite es igual a la variable impaciencia del corazón. Paradójicamente, cuanto pasa en el continente es el contenido. Y lo que pasa en esta tierra australiana y aislada, incluso tan extensa como Estados Unidos, es un acontecer de sucursal.

Los australianos viven en la isla mayor del mundo. La llaman, en los libros, continente y, sin embargo, no terminan sus límites en su perfil. Toda isla lleva a sentirse en un patio de butacas mientras la representación discurre sobre una escena más allá. No importa que Nicole Kidman o Russell Crowe triunfen en Hollywood y demuestren con ello su integración global. Por mucho que luzca en el exterior no dejan de ser gentes de un feudo ensombrecido, fragmentado y dependiente. Pueden ser islas afortunadas, islas de esmeralda, islas de oro pero son, con ello, pendientes del oído (o la oreja) del mundo.

La subordinación es un factor que crea una influencia proporcionalmente inferior a su distancia y con ello Australia, sin importar cuánto haga, siempre será una construcción de menor publicidad.

Las islas británicas, se diía, fueron, no obstante, un imperio del marketing pero claro está que las Islas Británicas cuando fueron poderosas impusieron su archipiélago colonial en patrón supremo.Tan superlativo que ha llegado hasta este cabo del mapa austral con Nueva Zelanda en la misma esquina.

Una isla no sabe qué hora le corresponde sino en relación al continente y el continente no consulta el reloj periférico saber la hora. La hora es la hora y a la isla le corresponde un más o un menos. De ahí, acaso, la impresión de que los diarios australianos, su radio o sus periódicos no parezcan, con frecuencia, estar al día. La sensación, positiva, es que se han salido de la circulación y gracias a ello no les atropelló el criminal ferrocarril de la crisis. La sensación, negativa, es que Dios sabe que les pasará sin penalidad.

¿Liberados? Claro que no. Ni aislada puede librarse la isla de la epidemia humana. En el corazón de la inmaculada Australia se ha consolidado una excrecencia de decenas de miles de sucios y feos aborígenes con una probabilidad de contraer graves enfermedades tres y cuatro veces mayor a la media nacional. La mortalidad de un ciudadano común ronda los 82 anos pero un aborigen no pasa de los 72.

No solo están más enfermos, aislados incluso de su identidad. Porque a diferencia de los isleños de vida y corazón, no buscan, ni esperan, ni se abocan al exterior. Su agujero negro es sobrevivir y cuanto más fuera del tiempo, mejor. Ambulan pues desarreglados, sin reglas ni dirección como los zombis, y nadan a diario en un disolvente mar alcohólico mientras en Bondi Beach, los ricos surfean, aunque siempre aislados, sobre su bendita isla del yo.

 

 



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20 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Ganapierde alemán

Los liberales perdieron las elecciones y los socialdemócratas han ganado el Gobierno, que es como si hubieran ganado ellos las elecciones y no Angela Merkel. El peso de sus seis ministros y de las carteras que ocupan en el Gabinete es mayor que el que le dieron las urnas. El contrato de coalición, aunque no se sale de las políticas ortodoxas de consolidación presupuestaria, incluye el salario mínimo interprofesional por primera vez en la historia y la doble nacionalidad para hijos de inmigrantes, además de mejoras en el sistema de pensiones y jubilaciones anticipadas que afectarán al gasto. Si al anterior Gobierno de coalición con los liberales le apetecía bajar impuestos, este tendrá la apetencia contraria. En este camino levemente escorado hacia la izquierda, ha quedado bien claro quién manda en la socialdemocracia tras años de incertidumbre y superposición de rostros insuficientemente definidos. Una buena negociación de la coalición y una consulta vinculante con los militantes de su partido, ganada ampliamente con un 78% de los votos, han dado a Sigmar Gabriel el liderazgo indiscutido que ya le sitúa en disposición de aspirar a la cancillería en una siguiente ronda.  No queda descolgado del todo el anterior candidato del SPD, Frank-Walter Steinmeier, que regresa a la cartera de Asuntos Exteriores que ya ocupó en la anterior gran coalición con Merkel de 2005 a 2009. El ministerio de Exteriores alemán ha sido una plataforma extraordinaria donde han brillado personalidades como Hans Dietrich Genscher, Joschka Fischer o el propio Steinmeier, con un radio de acción a veces superior al del canciller, que quizás ahora es más dificultoso. Parte del fiasco liberal ha sido el pobre papel desempeñado por Guido Westerwelle, que no supo aprovechar la oportunidad, arrastrado por la concentración de las relaciones europeas en todas las oficinas del jefe de Gobierno y de los ministros de Finanzas que ha provocado la crisis del euro. Para la canciller queda el grueso de la política europea, con el más que fiable Wolfgang Schäuble de mano derecha, y por supuesto la gloria de la cancillería en su tercer mandato, el que la propulsa hacia el Olimpo de los grandes cancilleres. Merkel ya es una canciller de tres mandatos, con 12 años de perspectiva de no mediar percances. Superó muy pronto a los dos cancilleres menores que fueron Ludwig Erhard (1963- 1966), tres años y una única victoria electoral aunque fuera el padre de la economía social de mercado, y su sucesor, Karl-Georg Kiesinger (1966-1969). Ha superado ya a Willy Brandt (1969-1974), con la apertura hacia el Este comunista que abrió el camino a la caída del Muro; a Helmut Schmidt (1974-1982), con el mérito del sistema monetario europea y la arquitectura de cumbres internacionales; y a Gerhard Schröder (1998-2005), que incorporó a los Verdes al Gobierno y reformó el Estado de bienestar alemán al precio de castigar duramente las bases socialdemócratas. Solo dos cancilleres, de su mismo color conservador, la superan todavía ampliamente en longevidad y envergadura: Konrad Adenauer (1949-1963); y Helmut Kohl (1982-1998). Para ser como ellos debe culminar con éxito su actual periodo y vencer de nuevo en 2017, todo a costa, naturalmente, de sus socios y rivales electorales del SPD, además de realizar la proeza equivalente a la fundación de la República de Bonn del primero y de la unificación del segundo, que en su caso solo podría ser dar a Europa el primer gobierno político del euro.



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19 de diciembre de 2013
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Asuntos metafísicos 29. Ni el fuego ni la palabra

Enfatizaba en la columna anterior el hecho de que la vida es ante todo una emergencia, de ahí su radical irreductibilidad a las formas (inferiores) de la physis, es decir, los etes compuestos  que se agotan en la yuxtaposición de sus componentes. Pero  el pensamiento de lo emergente  tiene aún ante sí un fundamental envite. Los animales intercambian información útil para su vida individual  y para la vida de la especie. Y lo hacen mediante un código, una pluralidad interrelacionada de cosas físicas, sonidos por ejemplo,  que dejan de valer por sí mismas para convertirse en signos (nada extraño puesto que la vida supone ya interconexión e intercambio). Estos códigos pueden alcanzar una  elevada complejidad, que en muchos casos  los estudiosos del comportamiento animal  han llegado a descifrar con elevada precisión.

Hay sin embargo una especie animal (o quizás un género un conjunto de especies, tesis esta cara a Eudald Carbonell)  que tiene un extraño código. Un código que en ocasiones sirve a la vida, pero en otras parece tener como finalidad el enriquecerse a sí mismo, hasta alcanzar   sorprendentes estructuras que a veces carecen de finalidad práctica como es el caso de ciertos  sistemas simbólicos y el del conocimiento puramente teorético, sea éste  filosófico o científico:  Un singular   código cuyo poseedor hace del mármol materia para el Taj Mahal y llega a tener como objetivo vital el mantener la potencia de forjar metáforas y encadenar fórmulas.

Tarea irrenunciable de la paleontología y la filosofía, sustentadas firmemente en la   lingüística y la genética, es intentar establecer el estado de la cuestión sobre ese radical caso de emergencia que en la historia evolutiva supuso  la aparición del complejo hombre-lenguaje, contribuyendo así a determinar dónde reside exactamente  la especificidad humana, y sobre todo  lo que esta especificidad  posee de singular. Se acepta por los neurofisiólogos que el lenguaje es un fenómeno emergente que surge como resultado del ejercicio de los circuitos nerviosos, pero añadiré por mi cuenta que esta práctica es más bien una condición de posibilidad que una condición exhaustiva del tipo de emergencia que manifiesta el lenguaje. 

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19 de diciembre de 2013
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Los raíles de un sueño

El tren es, sobre todo, un estado de ánimo. La vida en tránsito, y con ventanas. Con su ritual absolutamente hiperestésico: el silbato de la máquina; los chasquidos gomosos del freno; esa figura, entre hiperrealista y fantasmal, del revisor con visera en el andén; la mezcla de olores: alquitrán, azufre y café. Las estaciones de tren han forjado la historia de Europa, desafiando fronteras y cauces hasta franquear el círculo polar Ártico. De la imperial Victoria Station de Londres, de ladrillo rojo y piedra de Portland, por la que pasan al año más de 73 millones de viajeros, a la modernísima Berlin Hauptbahnhof, que, haciendo borrón y cuenta nueva con el pasado, es el mayor nudo ferroviario de la Unión. ¿Y las parisinas, con sus nombres llenos de resonancias? Como el pasado heroico al que remite la Gare d’Austerlitz, o la Gare de Lyon, provista de ese emblemático reloj, vestigio de la belle époque, donde ahora llega el AVE de Barcelona. El ir y venir de pasos y equipajes reproduce el coladero humano que sintetiza una estación. Los trenes nocturnos saturan novelas y películas, reproduciendo la escena universal de amor, separación y muerte. En ellos cristaliza con esa mezcla de dulce sopor y cabeza recostada la auténtica idea del sueño. El AVE Barcelona-París llega en un momento afanoso. Histórico también: la determinación de la consulta como un sueño posible, agitando el antiguo debate del derecho a decidir. En El dret d’escollir de Brian Clark, que dirigió e interpretó Josep María Flotats en el Poliorama hace ya más de dos décadas, Mateu Artigues, el protagonista, razonaba ante el juez que “cualquier definición razonable del hecho de vivir incluye la idea de la autosuficiencia”. Autosuficiencia e independencia igual a suicidio colectivo, dicen los unionistas, todos aquellos que consideran la voluntad de querer devenir Estado, y Estado libre, como una especie de eutanasia. Pero una gran parte de los catalanes desean ser desconectados de la máquina de España. De sus mecanismos inalterables, del agónico aliento que obliga a monitorizarle pulmón y corazón. Mal negocio posponer cualquier debate sobre el derecho a escoger, y más en una gran Europa en la que, desde la caída del Muro, se han movido la mitad de sus fichas: todas las antiguas repúblicas soviéticas; Bosnia, Croacia, Eslovenia, Macedonia, Montenegro y Serbia, desgajadas de Yugoslavia; Chequia y Eslovaquia… Y veremos Escocia. Unos tienden al provincialismo, otros a la identidad global. Pero la experiencia en otros países ha demostrado claramente que a pesar de que las fronteras se muevan, los vínculos entre habitantes apenas se alteran. Los raíles ya están. (La Vanguardia)

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18 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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No hay que esperar al choque de trenes

Hay algunas cosas que deberían saber quienes quieran resolver el conflicto con Cataluña si es que efectivamente hay alguien que quiera resolverlo. Artur Mas tiene mucha responsabilidad personal en lo ocurrido. Ha cometido muchos errores. Pero no ha sido Mas quien ha creado el problema. Ni siquiera ha sido Convergència. Si acaso han contribuido a empeorarlo. Pero no han sido los únicos. En el capítulo de los errores habría que contar también con otros: por ejemplo, quienes instalaron mesas petitorias para celebrar una consulta contra el Estatuto catalán, instigaron el boicot a los productos catalanes o presentaron el recurso ante el Tribunal Constitucional. No tan solo Aznar, claro está, también Rajoy. Y muchos más que han contribuido al desvarío. Seguro que no es difícil documentar manipulaciones en los medios y esfuerzos de adoctrinamiento en las escuelas catalanas. Pero la denuncia de estas intromisiones gubernamentales en la sociedad catalana, sean imaginadas o sean reales, no cambiará en nada la realidad de la decantación de la opinión pública en favor del derecho a decidir ni mitigará la fuerza del independentismo. Sin contar por descontado con las manipulaciones en los medios y en las escuelas del otro lado, tan perfectamente documentadas como las anteriores por sus respectivos adversarios, y que al final explican muy poco: a fin de cuentas los jóvenes antifranquistas salieron del adoctrinamiento franquista. El catalanismo ha sido hasta ahora pactista y moderado, comprometido en la democracia y en la estabilidad españolas, algo que algunos solían interpretar de forma malévola y arrogante como síntoma de un tipo de acción acomplejada y débil, insuficientemente obstinada y consecuente. Ahora hay que reconocer, al parecer, que ?los catalanes van en serio? y que están dispuestos a que todo vaya mucho peor antes de que vaya mejor, aunque probablemente ninguno de los dos juicios advierte la seriedad del catalanismo en toda su historia centenaria ni la vocación pactista y moderada de muchos de los que se sienten actualmente arrastrados hacia un callejón sin salida. Es posible, y probablemente muy necesario, desnudar el problema de los personalismos y de las culpabilizaciones fáciles. Ahora se trata de resolver, a ser posible definitivamente y cuanto menos para la próxima generación, lo que quedó pendiente y en una nube de ambigüedad en la negociación de la Constitución. Y esto consiste en saber si España es capaz de seguir aceptando como parte integrada de sí misma a Cataluña con su lengua, su personalidad diferenciada y su voluntad de autogobierno o si no hay más remedio que reconocer lo contrario, que se trata de realidades incompatibles y de suma cero, de forma que lo que añades a una lo restas a la otra y viceversa. Eso sería la nación de naciones, la España plural o el federalismo plurinacional, también la Espanya Gran de Prat de la Riba y Cambó, objetos identificados en la actualidad como obsoletos, desconocidos o incluso indeseables por unos y otros. O dicho de otra forma: el final del café para todos y el regreso al proyecto inicial de la Transición de reconocimiento de las nacionalidades históricas. Cataluña no es ni puede ser como Murcia, aunque el presidente Valcárcel se sienta autorizado a tachar de fascistas a los independentistas catalanes. Si estamos por la primera hipótesis, mejor que nos pongamos a dialogar y pactar lo antes posible, no fuera caso que los malentendidos y las tensiones nos conduzcan finalmente a la segunda. Si estamos ya en la segunda, como muchos nos tememos y algunos desean fervientemente, entonces es obligado que respondamos a una pregunta muy sencilla antes de que pasemos a la siguiente fase: ¿cómo se piensa gobernar este país en el futuro con una parte de su territorio y de su población, 7,5 millones de ciudadanos, 19% del PIB, un tercio de las exportaciones, en permanente estado de desafección y de alejamiento electoral respecto a los dos partidos de Gobierno en España y con una abierta expresión, cada vez que se convoca a las urnas, de una creciente voluntad de constituirse en Estado independiente? Habrá quien quiera resolverlo a garrotazos. Quien esté imaginando este camino debe saber también que quien va a perder de forma súbita y estrepitosa será quien cometa la primera falta. Esta es una regla de juego no escrita que al parecer no saben algunos independentistas, pero sí la sabe el presidente Mas. Tampoco la saben los gatos al agua ni los santos neofalangistas, pero la sabe muy bien el presidente Rajoy. A la primera ilegalidad que cometa alguna autoridad o institución catalana su causa estará ya perdida, sobre todo para la fase llamada de internacionalización: la solidaridad entre socios europeos, la exigencia de estabilidad no tan solo monetaria sino política y social, y el respeto al Estado de derecho caerían sobre las cabezas de quienes jugaran a romper la regla de juego y a situarse fuera de una construcción cimentada en la cooperación entre Estados democráticos y en el derecho. Pero exactamente lo mismo vale para el Gobierno central: suspender la autonomía o encarcelar al presidente Mas, como aúlla la caverna, sería entregar una baza preciosa al independentismo. Porque ni la UE ni la comunidad internacional se quedarían con los brazos cruzados ante el abuso de corte balcánico y serbio por parte de la España centralista de siempre con la pequeña Cataluña democrática y republicana. Declarar la independencia como inevitable es tan osado como declararla imposible. Ambos son dos actos de lenguaje con funciones más próximas a la superstición que al conocimiento racional. La palabra así utilizada actúa como una rogatoria para que llueva, es decir, para afirmar un deseo. Aunque es verdad que aplicada con intención negociadora también busca funciones disuasivas sobre el adversario. Todos sabemos que nada está escrito y que los lodos de mañana vendrán de los polvos de hoy. Nada hay imposible en política y todo es evitable cuando sabemos aprovechar la oportunidad que nos ofrece la fortuna y ponemos la inteligencia y el empeño necesarios. O así debiéramos comportarnos si todavía conservamos una chispa de esperanza en la libertad política y en la fuerza de la voluntad democrática. Si nada se hace para regresar al territorio donde se fraguan los pactos y los consensos, no puede descartarse ninguna de las dos hipótesis más extremas: ni que los independentistas se encuentren con el peor negocio de la historia para ellos y para todos los catalanes, es decir, compuestos con menos autonomía y sin el novio de la independencia; ni que sus adversarios se vean obligados a tragar con una consulta y con una negociación sobre el estatus futuro de Cataluña, incluida la eventualidad de la independencia, después de haberse negado a una y otra cosa con el propósito de regresar a su España unitaria de siempre. Entre tanto, sin embargo, queda muy corta la idea de la suma cero entre dos realidades que se declaran por esencia incompatibles y se fastidian una a la otra tanto como pueden y cada vez que tienen ocasión de hacerlo. Corresponde hablar de sustracción como operación opuesta a la capacidad inclusiva de una España capaz de aceptar a Cataluña tal como es: su resultado final es menos España y también menos Cataluña, disminuidas ambas tanto dentro como fuera, justo en el instante en que el poder en el mundo se desplaza desde el Atlántico al Pacífico y cuando los europeos entramos en una etapa de peligrosa irrelevancia. Por tanto, una sencilla pero eficaz contribución a nuestra decadencia. Esto es lo que ya está ocurriendo y lo que va a intensificarse, a menos que medie un golpe de timón que nos devuelva a todos la cordura, sin necesidad de esperar a que se produzca el profetizado y tan enigmático choque de trenes. De hecho, a poco que reflexionemos veremos que no hace falta esperar al choque de trenes; ya se produjo. Y lo peor es que no ha sido el hijo de dos voluntades fuertes sino del encontronazo entre dos debilidades que se afirman en su empecinamiento.



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18 de diciembre de 2013
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