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Viaje al país del siempre jamás / IV. En bagazo los ideales

2013. Tener ideales que es lo mismo que tener cojones, valga la redundancia. En una reunión de conspiradores en San José de Costa Rica se planeaba el ataque al cuartel de San Carlos en el río San Juan en 1977, y entre quienes iban a participar en la acción se hallaba el Chato Medrano, fugado del hospital donde convalecía después que le habían cortado medio intestino grueso, y mientras señalaba con una mano un mapa con la otra se sostenía la bolsa por la que defecaba y así se fue al combate donde lo mataron. Santidad, si es que no tiene otro nombre.

De él me acordé cuando perdimos las elecciones en 1990, aturdido entre la bruma de la rota inesperada, porque cómo iba el pueblo a votar en contra de una revolución popular; y cuando la revolución se fue por el caño de otra derrota peor que fue la derrota ética, me acordé de Panchito Gutiérrez muerto mientras disparaba una ametralladora .50 contra el cuartel de Rivas en 1978 y dejó huérfanos a sus tres hijos, más muertos que recordar sólo que ahora no había remedio.

Cayó el muro de Berlín, la ciudad divida donde yo viví en los setenta y se acabó el fementido socialismo real. Esos noventa cuando mueren los sesenta, los sueños colectivos hechos trizas y el pensar en los demás se convierte en el pensar solamente en uno mismo que es la gran derrota de la aventura humanista, el futuro tan luminoso de los himnos de victoria que pervirtió el egoísmo. He visto a los más valientes de mi generación destruidos por la codicia, guerrilleros heroicos convertidos en millonarios, protagonistas de la más grande de las tragedias éticas de esa historia. Envilecidos por el poder y por la idea de poder para siempre. Pero también he visto a otros que también estuvieron a la cabeza de la revolución y jamás tocaron un centavo ajeno y viven en digna pobreza: esos son los imprescindibles.

Si miro atrás me veo como fui entonces, y me digo que volvería a hacer lo mismo que entonces hice. Nunca podré arrepentirme de haber creído porque sería arrepentirme de haber vivido, ni tampoco cedo a la tentación de corregirme a mí mismo. Pero, ay, no puedo regresar a cobijarme bajo la sombra del lozano árbol dorado de la juventud, y las teorías, tan grises que fueron siempre y ya ni hablemos de las tétricas ideologías mamotréticas, ideologías redentoras que cuando terminan en maquinarias de poder transforman en bagazo los ideales.

Siempre rechazaré el poder malévolo que se disfraza de benefactor para oprimir, esa rueda que da siempre las mismas vueltas y muele las mismas palabras engañosas y numerosas porque la mentira es siempre exuberante. La verdad que no cambia en mi vida sigue siendo un compañero de aula tendido en una losa de la morgue esperando ser lavado por una manguera.

Entré en una revolución, no en la política, qué importante se vuelve a estas alturas la semántica, y lo hice abandonando mi oficio de escritor que luego recuperé cuando ya no hubo más revolución, mi territorio para siempre donde vivo a gusto y el más libre que uno pueda imaginar. Piensas, luego existes; existes, luego imaginas. Pero el viaje por el otro territorio de la revolución me trajo una experiencia de vida inolvidable, y recogí tantas cosas que aún no acabo de vaciar mi equipaje. Me haría falta otra vida para escribirlas y describirlas todas.

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8 de enero de 2014
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Amaxofóbicos

Pertenezco a ese ínfimo porcentaje de adultos que no conducen. No es fácil adjetivarlos. Contaré que, de pequeña, siempre me mareaba con las curvas, sobre todo en el Coll de Lilla, donde tantas veces vomité procurando no mancharme la punta de las merceditas. A los veinte ya había dejado pagadas tres matrículas de autoescuela, y a lo más que llegué fue a llevar una Mobylette por cuarenta kilómetros de carreteras comarcales entre cerdos y almendros. Y siempre he soportado con desagrado el olor a goma quemada y a gasolina, los tubos de escape humeantes o ese no lugar tan inhóspito que son los parkings subterráneos. La primera vez que me preguntaron por qué no conducía me escabullí con la excusa de falta de tiempo. Después, alentada por algunos de mis amigos, acabé por aceptar que mi conducta evitativa encubría una decisión cabal: algo más profundo me inhabilitaba para ejecutar esforzadas maniobras pero, sobre todo, para salir de mi ensimismamiento a cien por hora. “¿Cómo una mujer moderna como tú no conduce?” me han repetido aquellos que no sabrían vivir sin su coche. Amaxofóbicos se denomina a los que padecen ansiedad y parálisis frente a un volante. Algunos han sufrido malas experiencias en la carretera; otros, cuando maduran, empiezan a menguar en el asiento; ignoro si el concepto también engloba a quienes nunca hemos sentido el más mínimo interés por conducir y hemos levantado un muro mental ante un motor. Cierto es que viajar no es lo mismo que trasladarse. Pla prefirió visitar España en autobús, como Peter Handke. Cela se puso choferesa negra. De Fernán Gómez a Umbral, pasando por Antonio Gala, Pere Gimferrer, Luis Antonio de Villena o Joaquín Sabina, y periodistas como Juan Cruz, Fernando Rodríguez Lafuente, Pedro J. o Carmen Rigalt, curiosamente, la lista de amaxofóbicos entre plumas y plumillas es abultada. ¿Otro tipo de bloqueo? El caso es que no puedo sentirme más dichosa ante la extraordinaria noticia de los 183 muertos menos en carretera que en el 2012. La cifra más baja desde que existen estadísticas -1960, cuando se contaba un millón de coches frente a los treinta y uno que circulan hoy-. En medio siglo se han reducido en un porcentaje gigantesco -de más del 90%- los accidentes mortales, un gran triunfo en el inacabable proceso civilizatorio. Y ahí están los encomiables esfuerzos en materia de seguridad vial. Aunque algunos psicólogos aseguren que el coche -a cierta edad y entre la población masculina- figura la potencia del falo, hoy ya no es símbolo de estatus ni de conexión; resulta mucho más necesario un portátil o un smartphone. Las nuevas fórmulas propiciadas por la crisis como el compartir coche, las rebajas en la alta velocidad o los vuelos low cost también han contribuido a matizar su centralidad. Sea como sea, me pregunto si a esa fobia influye que musicalmente siempre haya preferido el Born to be alive al Born to run, incluso sobre cuatro ruedas. (La Vanguardia)

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6 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El túnel del tiempo

Una extravagante lógica nos impulsa a creer que las naciones se hallan destinadas al progreso, que la línea de la Historia conduce de un pasado de barbarie a un porvenir civilizado, que poco a poco los individuos ganan nuevos derechos y que muy pronto el orbe se acercará a una utopía de libertad y justicia. Por más que guerras y genocidios nos desmientan, nos resistimos a dejar atrás esta ilusión. Quizás por ello sorprenda tanto que un país que en tiempo récord dejó atrás una tiranía, tramó un admirable negociación entre sus facciones, se encaramó en un vertiginoso ascenso económico y se abrió como pocas a la tolerancia y la diversidad, hoy sea capaz de retroceder en todos estos rubros a una velocidad mucho mayor.

A la muerte de Franco, España acarreaba un sinfín de patrones autoritarios, sus regiones parecían volcadas a una fuga paralela a la de Yugoslavia, la Iglesia y el ejército continuaban como poderes dominantes y la democracia se abría paso con timidez en el anacrónico sistema dinástico heredado por el Caudillo. Y, sin embargo, las fuerzas cívicas desatadas en la Transición lograron imponerse para generar una de las sociedades más dinámicas y ejemplares de los últimos decenios.

Entre 1983 y 2009, los diversos grupos políticos parecían haberse puesto de acuerdo sobre el modo de conducir a España hacia los más altos niveles de vida, no sólo de la Unión Europea -el motor que la impulsaba-, sino del planeta. En lo que hoy luce como un parpadeo, la monarquía recobró su prestigio como garante de la estabilidad institucional, el sistema autonómico logró conservar la unidad territorial -pese a las amenazas del terrorismo vasco-, los sectores clericales fueron arrinconados y una inesperada riqueza alentó un crecimiento sin precedentes.

En medio de esta euforia, España se atrevió a presentarse de nuevo como potencia global -algo inédito desde el siglo xvii-, fuese como líder de una pujante comunidad de 400 millones de hispanohablantes, fuese a través de los exabruptos de Aznar en los noventa. Como fuere, los signos del progreso fueron acompañados por un gran salto adelante en materia de derechos y, tras una primera norma de 1985, en 2010 una importante mayoría secundó las leyes que permitían el aborto (en un avanzado sistema de plazos) y el matrimonio homosexual.

Por desgracia, en ese mismo año las marejadas del crash estadounidense arribaron a las costas de la Península y estas ilusiones se decantaron en pesadilla. El endeudamiento de la banca, sumado a la burbuja hipotecaria, barrió millones de empleos (y esperanzas). Ahogada por la inmovilidad del euro y la austeridad decretada en Berlín, en estos cuatro años España se convirtió en un zombi: un muerto viviente que hoy no hace sino lamentarse de sus pérdidas. Pero lo más desasosegante es que la crisis puso en evidencia que los acuerdos de la Transición no resistieron el fin de la bonanza. La monarquía, celosamente blindada, exhibió su honda corrupción; el sistema autonómico hizo aguas, de modo que hoy la Península se halla tan cerca de desmembrarse como a fines del siglo xviii; la clase política ha alcanzado el culmen de su desprestigio; y, como si se tratara de la más ominosa metáfora del deterioro general de una nación, las reformas sociales de los últimos años están a punto de ser echadas por la borda.

Cuando los electores le dieron la mayoría absoluta al PP para castigar el pésimo desempeño económico de los socialistas, no calcularon que sus miembros la aprovecharían para cumplir su anhelo de devolver a España al pasado en términos de moral pública. Así es como el PP no dudó en presentar una iniciativa para penalizar el aborto que no sólo retrotrae los derechos de las mujeres a antes de 1985, sino que las coloca bajo una tutela externa sin parangón en casi toda Europa (peor, incluso, que en México).

La retórica de la propuesta hace pensar que atravesamos el túnel del tiempo para situarnos en pleno franquismo. No sólo bloquea del todo la posibilidad de que una mujer aborte voluntariamente, sino que se elimina el supuesto de malformación del feto y sólo admite la interrupción del embarazo si se pone en riesgo la salud física o mental de la mujer, previo dictamen de dos facultativos (en un sistema disciplinario de raigambre medieval). Si valiéndose de su mayoría absoluta el PP sanciona esta norma, será el mayor símbolo de que una sociedad puede retroceder en el tiempo, dejando atrás no sólo sus conquistas sino su memoria.

 

Twitter: @jvolpi



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5 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La política de la chequera

El tirano sabe cómo deben hacerse las cosas. Con un sable en una mano y una chequera en la otra. No admite negativa al soborno. La hoja afilada atenderá a quien lo rechace. Así ha venido comportándose la monarquía saudí desde que encontró en el árido subsuelo de la península arábiga el mayor depósito de riqueza mineral del mundo, los hidrocarburos que la han convertido en una potencia regional y un aliado hasta ahora indispensable de los Estados Unidos de América. La política del sable y la chequera fue fundamental para la estabilidad de Arabia Saudí durante la primavera árabe de 2011. Centenares de jóvenes fueron a las cárceles y multitud de manifestaciones por las redes sociales fueron desarticuladas antes de que reunieran a más de cien personas. Pero un chorro de dinero para vivienda, subsidio de paro y pagas extras para los funcionarios, por valor de 130.000 millones de dólares, fue el líquido más disolvente de manifestantes que podía imaginarse.Desde entonces, la familia Saud no ha dejado de regar la entera geografía árabe. En Túnez se ha gastado 750 millones en proyectos civiles; en Marruecos, 1.250 millones en infraestructuras, sobre todo turísticas; en Yemen, 3.250 millones en ayuda militar y financiera; en Jordania, 1.000 millones en ayuda a los refugiados sirios; en Siria, 400 millones en armas para los rebeldes que combaten contra Bachar el Asad, y en Egipto, 5.000 millones de premio a los militares después de que desalojaran del poder a los Hermanos Musulmanes. La última manguerada es la que acaba de anunciar el presidente libanés Michel Suleiman, en forma de créditos para el ejército por 3.000 millones de dólares, que casi duplican el presupuesto militar de Líbano y triplican la ayuda de Estados Unidos desde 2006. El regalo forma parte de la estrategia saudí en la guerra de Siria: servirá para contrarrestar la fuerza excesiva de Hezbolá, el partido chiita y proiraní que apoya a El Asad; también para distanciarse de Washington y mostrar sus propias cartas en la negociación con Irán sobre el programa nuclear: las armas que comprarán los libaneses serán todas francesas. El arma de la chequera está muy experimentada. La expansión del rigorismo wahabí se ha hecho cheque en mano. Así se han financiado las madrasas paquistaníes. Así se hizo la guerra de los talibanes contra los soviéticos en Afganistán. Arabia Saudí no es el único Estado petrolero que practica la política de la chequera. Con un estilo distinto, también lo hace Qatar. Sirve para hacer política exterior e, incluso, para actuar militarmente fuera. Sus efectos políticos pueden ser visibles a corto plazo, pero a la larga son incontrolables y perversos. El dinero saudí sirvió a la causa occidental en la guerra fría, pero plantó las semillas del fundamentalismo y del terrorismo. Veremos qué frutos da la siembra de ahora.



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4 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Intemperie

 

De las diferentes  casas en las que viví  durante el tiempo que pasé en Londres hay una de la que  guardo un recuerdo especialmente  grato, y eso que lo mejor, lo que tenía de especial y memorable no estaba en la casa misma sino enfrente y al otro lado de la calle, varios números  más abajo. Me refiero a un pequeño  cine especializado en satisfacer las insaciables necesidades cinematográficas de la colonia india del barrio. Era un local  modesto y destartalado y en el que todavía se podía fumar durante unas sesiones que empezaban a las diez de la mañana y seguían ininterrumpidamente hasta las doce de la noche. Si así lo querías, y  por un precio tirado, podías entrar un rato a ver qué estaban proyectando, marcharte a trabajar o irte de copas y a la vuelta entrar otra vez para terminar de ver lo que dejaste a medias. Todo ello en medio de un continuo ir y venir de familias enteras con las meriendas, los biberones y los abuelos a los que era preciso contarles el argumento a gritos, aparte del reiterado recuento de niños para estar seguros de no haber perdido  ninguno de ida o de vuelta a los lavabos. 

Por descontado  que desde el nombre de la película y de los actores hasta los títulos de crédito y los horarios de proyección parecían  estar escritos en hindi, aunque tampoco estoy muy seguro de si el idioma predominante en el barrio era el bengalí, el urdo, el punjabí o vete a saber cuál de los 1.500 idiomas que se hablan en la India. El caso es que no se entendía una sola palabra de lo que decían, pero tampoco importaba porque aquellas películas  contaban historias  universales y primigenias, y por lo tanto comprensibles para todos los públicos del mundo: daba lo mismo que fuesen situaciones actuales o de época, rurales o ciudadanas, épicas o líricas porque en definitiva lo que  allí se contaba era cómo se las arreglaban los diferentes personajes para llegar vivos al día siguiente. Recuerdo como especialmente emocionante la historia de un padre de familia  que tenía esposa y cinco o seis hijos (aparte de algún padre u otro tipo de pariente recogido). Para ese hombre,  poeta de profesión, la posibilidad de regresar a casa con un paquete de arroz y un puñado de verduras  dependía de que a los habitantes de las aldeas  que visitaba  les gustasen sus poesías lo bastante como para privarse de unas pocas monedas y dárselas a ese rapsoda  que a lo mejor les había regalado una metáfora especialmente afortunada.  Las restantes historias solían ser igual de precarias o más.

Curiosamente, leyendo Intemperie he vuelto a sentir una emoción muy similar a la que me provocaban aquellas películas indias. La historia de esta novela no puede ser más sencilla: un niño todavía lo bastante pequeño como para no poder valerse por sí mismo, prefiere la incertidumbre de vivir a la intemperie antes que resignarse a la certeza de lo que le espera si se queda en su casa, y opta por escaparse.   A partir de ahí todo consiste en averiguar cómo se las arreglará para subsistir frente al hambre, la sed y los rigores  del sol; cómo logrará escapar de las autoridades que le persiguen, qué recursos le caben frente a la desproporcionada y odiosa  violencia oficial  o de qué manera adquirirá los conocimientos que le permitirán  sobrevivir en esa tierra dura y hostil a la que pertenece pero que todavía debe hacer suya.

El autor ha borrado deliberadamente cualquier huella temporal, geográfica o personal que permita al lector asirse a nada que no sea el puro lenguaje, el cual, por cierto, es de una riqueza y un rigor impropios de estos tiempos.  A los personajes se les conoce por su condición (“el niño”), o su oficio (“el cabrero”, “el aguacil”, etc), pero ni siquiera el perro pastor o el burro encargado de transportar la impedimenta tienen nombre. Sin embargo, junto a actos de una violencia extrema y propios de quienes están al borde del abismo, también se crean poco a poco vínculos personales que van más allá de la necesidad.  Por eso las relaciones del niño con el cabrero que le acoge son secas, antipáticas  y duras, pues apenas les queda espacio vital para la expresión de sentimientos. A pesar de lo cual, y más por los hechos que por las palabras, se acaban creando entre ambos unos lazos de solidaridad, abnegación y reconocimiento mutuo que bien podrían ser el germen de un compromiso social al que podrían sumarse otros en el futuro, en el supuesto de que pueda haber un futuro para ellos. 

Los accidentes geográficos y meteorológicos, los nombres de los vegetales y los animales y la gradación de los estados de ánimo o incluso de las funciones coporales están rigurosamente definidos y al mismo tiempo desprovistos de cualquier rasgo o dato definitorio, de forma que el marco geográfico o la época en que se sitúa el relatro son al mismo tiempo singulares y universales. De todas formas da lo mismo porque aquí como en aquellas películas indias,  lo verdaderamente  importante es que se trata de un relato muy bien escrito, con una riqueza de lenguaje sorprendente y una potencia de recursos capaz de mantener la tensión  narrativa sin necesidad de acudir a elementos ajenos a las propias reglas de juego. Y en esta época del año,  tan dada a los recuentos y las clasificaciones, valga mi  voto como una modesta contribución a resaltar  una de las mejores novelas española de 2013.


 Intemperie


Jesús  Carrasco


Seix Barral


 



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3 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Elocuencia del olor

Muchos lectores sólo saben de Proust lo de la magdalena, y es probable que no lo lean jamás. Pero también ellos debieran saber que en ese pasaje de la más aparente trivialidad, Proust analiza por primera vez un universal: un olor trae un mundo. Se trata de un rasgo esencial de los mecanismos de la memoria humana, que opera con más rapidez y precisión que cualquier deducción lógica. 
En la Oratoria de Quintiliano hay una frase famosa donde contrapone el hablar rústico y el urbano: verba omnia et vox huius alumnus urbis oleant "que todas las palabras y su acento recuerden al hijo de la ciudad". O sea, que suenen, anuncien, traigan a la memoria la forma de hablar urbana. Pero notemos que Quintiliano dice que las palabras y el acento “huelan”. Las acepciones de oleo (“oler”) con sentido intelectual, o sea proustiano avant lui son muy reveladoras: adivinar, indagar, desenterrar un tesoro, recordar. El vasco tomó del latín ese sentido figurado de recordar vinculado al olfato (olui, olitu > oroitu). La ecuación entre olor e indagación también es patente en checo antiguo, donde jadati (literalmente “oler”) significa “buscar”.
Una semántica histórica demostraría que esa ecuación no sólo existió en indoeuropeo, sino que también se renueva sin cesar. Por ejemplo, el griego osmé (olor) que pasó del bizantino al latín tardío, y cuya acepción indagatoria está presente en todos los romances: husmear, osma, humer, ormare, osmer, usmar, urmà… y también en vasco usnatu, somatu, susmatu… Lo que Proust llama à la recherche, se decía a la osma (al acecho, en busca, venteando el rastro) en romance navarro. 
 
Cuando decimos “evocar una atmósfera”, apelamos al mismo mecanismo intelectual que (de)construye olores. A la hora de descifrar y asociar olores, nuestro cerebro opera de manera mucho más rápida, precisa y honda en nuestro ánimo que el entendimiento hablante. Por eso hay un mérito específico en Proust, cuando muestra la complejidad de lo nimio y aplica la morosidad literaria a un fenómeno instantáneo y crucial de la memoria que, en sí, se sustrae a la fijación verbal, porque es anterior y más “natural” que el habla.


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3 de enero de 2014
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Mis óperas de 2013 II: La conquista de México como encuentro y elevación

En septiembre, a punto de comenzar la temporada 2013-2014, lo echaron de mala manera de la dirección artística del Teatro Real de Madrid mientras se trataba de un cáncer en Alemania. Pero para que los artistas que él convocó no se rebelaran y para presentar una temporada que él planeó y soñó, tuvieron que volverlo a llamar, inventando para él a la posición de “asesor artístico”. Gerard Mortier volvió sin rencor y con su sabiduría intacta, a presentar las dos primeras obras, que tienen que ver con uno de los temas que siempre lo desvelaron: la conquista de México.

Así, esta temporada de ópera en Madrid comenzó con dos obras poco conocidas pero que me dejaron una experiencia estética e intelectual inolvidable. Dos visiones profundas y muy diferentes sobre el cruce, encuentro y choque de dos mundos tras la llegada de Hernán Cortés a América.

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Primero vino una ópera moderna, La Conquista de México (Der Eroberen von Mexiko) compuesta entre 1987 y 1991 por el alemán Wolfgang Rihm.

Montezuma (la soprano Ausrine Stundyete) es conquistado/a por Hernán Cortés (el barítono Holger Falk), pero por lo que se ve y escucha en el escenario, podría ser cualquier pareja en conflicto, reconciliación, desencuentro y guerra doméstica. Parecen representar a dos culturas enfrentadas, marchando hacia el cataclismo, acompañados por textos del gran pensador del “teatro de la crueldad” Antonin Artaud, de un poema del Nobel mexicano Octavio Paz y de breves aforismos de fuentes anónimas precolombinas.

Con estos mimbres textuales, Rihm construye una partitura abstracta, unas veces vibrante en su pulsión rítmica y otras espiritual en su lenta agonía melódica. La música es rara pero atrapa, suena contemporánea y al mismo tiempo mantiene un poder de comunicación emocional que viene directamente de la ópera tradicional.  

El joven director argentino Alejo Pérez, especialista en obras contemporáneas, guió a la gran masa dispersa con mano segura. Y pocas veces vi a los músicos tan repartidos: el coro venía grabado, la percusión estaba esparcida entre palcos de dos pisos a ambos lados del foso y en el Palco Real, y a cada lado, una cantante acompañada de un puñado de instrumentos interpretaba inquietantes melismas sin letra en interludios que confluían en total armonía con las extrañas danzas guerreras del emperador azteca y su conquistador español.

No era música para disfrutar: apelaba a la mente y junto con los versos de Paz y de Artaud, pintaba un México abstracto, soñado pero extrañamente solar y cercano. No encuentro otras palabras para explicar un arte musical que se desvanece dejando en la mente ideas más que melodías.

El director de escena, Pierre Audi, recurrió a la emoción desnuda de la danza moderna y a proyecciones en video con imágenes vagamente aztecas y otras que recordaban al renacimiento español y que fluían como movidas por el viento.  

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Esto fue en octubre, para la inauguración de la temporada. Un mes más tarde, volvió el tema de la conquista de México en otra reinvención sutil y melancólica: la reescritura completa de La reina india (The Indian Queen) la última e incompleta ópera de Henry Purcell, que estrenó en Madrid uno de los más creativos y osados directores de escena de los últimos años, el norteamericano Peter Sellars.

The Indian Queen se representa muy poco porque las escasas escenas que dejó terminadas Purcell al morir no suman un todo orgánico: son como exquisitos ingredientes de un plato imposible: un coro de conquistadores victoriosos, un dúo de sacerdotes mayas, un diálogo de amor y desencuentro de una reina indígena y un capitán español, el lamento de unas víctimas.

Por eso sentí en este caso que la introducción de otras músicas y textos contemporáneos que incluyó Peter Sellars no cambiaba el sentido de una obra cerrada, sino que completaba los fragmentos: usó el libreto original del poeta isabelino John Dryden, que más que contar una historia relata impresiones románticas que llegaban a la Inglaterra del siglo XVII, mezclándolo con himnos y plegarias (la mayoría para coro a capella) del mismo Purcell y con largos fragmentos de la novela La niña blanca y los pájaros sin pies, de la escritora nicaragüense Rosario Aguilar.  

A diferencia de la ópera de Wolfgang Rihm, en The Indian Queen ya no hay caída de Tenochtitlan ni Moctezuma ni Cortés: esta es una etapa posterior de la conquista.

El gobernador Don Pedrarias Dávila (el cautivante tenor lírico Markus Brutscher) trajo a la provincial que controla a su esposa doña Isabel (la impecable soprano dramática belarusa Nadine Koutcher). Ella se siente sola, fuera de lugar y asqueada por lo que ve a su alrededor. Para aplacar a los nativos, el gobernador casa a su lugarteniente Don Pedro de Alvarado (el excitante tenor afroamericano Noah Stewart) a la princesa indígena Teculihuatzin (Doña Luisa para los españoles). El escenario del Real se encendía con los movimientos sinuosos y dramáticos y la voz dulce, tan apropiada al barroco, de la soprano mulata Julia Bullock.

Completaban el elenco un grupo danzante de dioses mayas, que pelean por su supervivencia cultural y por el alma de Doña Luisa, desgarrada entre el amor a su pueblo y la pasión por el conquistador foráneo, como una versión americana de Aída.

Pero las cotas más altas de emoción y angustia de este fascinante coctel (tan barroco en su combinación de elementos dispersos) era el uso de himnos de Purcell por los miembros del coro de la ciudad rusa de Perm. Como una única voz en muchas gargantas, las lentas melodías de Music for a while o de Hear my prayer, O Lord, se desvanecían como levísimos copos de nieve mientras los indígenas desarmados caían por las ametralladoras de conquistadores transformados en marines actuales. En un momento de dramatismo extremo, asesinos y asesinados, sacerdotes mayas y curas católicos cantan juntos una melodía suspendida en el aire, mientras la masacre negaba la salvación que prometía la plegaria.  

Entre coros y arias de Purcell, la actriz puertorriqueña Maritxell Carrero narraba con pathos griego la tragedia de Teculihuatzin y Don Pedro de Alvarado. En su perfecto inglés estadounidense, que viraba al castellano cuando aparecían los nombres de los conquistadores, percibí otra dimensión de esta historia de conquistas y encuentros culturales: Carrero personificaba sutilmente esa otra identidad doble: latina y ‘anglo’ norteamericana.  

*          *          *

Al final, ni la ópera belicosa de Wolfgang Rihm, presentada como un oratorio suspendido por Pierre Audi y el director de orquesta Alejo Pérez, ni la nueva y compleja obra de Peter Sellars con la colaboración del director griego Teodor Currentzis a partir de la ópera póstuma e incompleta de Purcell cuentan la historia de la conquista de América. Son meditaciones e imágenes cautivadoras sobre la complejidad de las relaciones humanas en los encuentros entre culturas y sensibilidades dispares.

Tal vez esa sea la moraleja que deja en la capital de España la extraña historia de la llegada y partida de Gerard Mortier, un brillante soñador de espectáculos musicales, que nos hizo pensar y que iluminó el Teatro Real por un breve momento con una luz extraña, delicada, inolvidable. 

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3 de enero de 2014
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