En febrero del año 2012, la editorial madrileña Demipage publicó ‘Donde dejé mi alma', magnífica novela de acentos ‘conradianos' de un autor hasta entonces desconocido en España y ya para entonces muy célebre en Francia gracias al premio Goncourt obtenido meses antes por ‘El sermón sobre la caída de Roma'. Extraño y nada feo título que alerta sobre una de las fuentes retóricas de este excelente escritor pero no refleja del todo la naturaleza de su narrativa, que alterna el gran estilo oracional e imprecativo con el relato vivaz de los nudos familiares y las escarpadas tierras de Córcega, de donde Jérôme Ferrari es originario. No hay que exagerar el carácter aislado de los isleños, y menos en este autor, de vida trashumante entre Ajaccio, París, Argel y Abou Dhabi, donde ahora enseña filosofía. Pero sí me parece pertinente señalar en su caso el predominio del desarraigo, que el narrador de otra novela suya anterior, ‘Un dieu un animal', resumía bien: "Te fuiste, el mundo no te ha abrazado y, cuando has vuelto, ya no había casa propia".
Libero y Matthieu, los dos protagonistas de ‘El sermón sobre la caída de Roma' (Mondadori, 2013), sí la tienen, en la medida es que éste es un libro de raíces y vínculos ancestrales, que ambos jóvenes tratan de eludir con estrategias de auto-engaño a la postre fallidas. Tras un brillante arranque de saga fundacional, Ferrari, que posee una variedad de registros muy rica, pasa a describir con pinceladas de intenso vigor y colorido el pequeño drama que se produce en el pueblo cuando la encargada del bar principal, la marroquí Hayet (personaje importante de ‘Balco Atlantico', la novela que difundió el nombre del escritor en Francia), desaparece. El desconcierto de los lugareños da pie a escenas de alta comedia agreste, aunque ninguna alcanza la aguda comicidad del largo episodio final del capítulo segundo, en el que encontramos a los dos amigos haciendo sus tesis de filosofía en la Sorbona (sobre San Agustín y Leibniz, respectivamente) y desplazados entre el divismo pomposo de unos y la digna obsolescencia de otros. Así que Libero y Matthieu abandonan sus estudios y vuelven al pueblo próximo a la capital corsa para ocuparse del desfalleciente bar, escenario central de ‘El sermón...'.
La sorpresa de ese giro argumental es una de las muchas que ofrece el libro. En los cuatro títulos suyos que conozco, las pasiones privadas se funden con los trasfondos históricos, las guerras coloniales y mundiales, la tortura, el terrorismo, la migración, sin que falte en ninguno -y ése es diría yo el ‘toque Ferrari'- la elocuencia de los textos sagrados: el evangelio, la patrística, la arenga marcial, y en el libro del que aquí hablamos, la oratoria agustiniana, que le da a la novela familiar un correlato salmódico y cristaliza en un final de gran belleza verbal y sugerente fusión de los personajes y tiempos narrativos.
En la amplia historia de la familia Antonetti, de la que desciende Matthieu, más protagónico que su inseparable Libero, tiene cabida el relato dentro del relato, como el del abuelo Marcel en África, conmovedor y extraordinariamente contado. Los contrastes vienen del lado de la barra y la pista del bar, donde los nuevos propietarios triunfan, en pleno olvido de la filosofía, y conquistan a un plantel de camareras entusiastas, entre las que destaca Izaskun, una vasca pasada por Zaragoza. Pero hay un destacado contrapunto femenino, por no decir vértice, en el libro, Aurélie, la hermana de Matthieu. Va surgiendo de modo sutil en el relato hasta apoderarse de él, gracias a la interesante trama arqueológica que nos lleva hasta los propios despojos del obispo de Hipona. Es también el personaje más recio, más noble y mejor compuesto de toda la novela.
Ferrari es un escritor refinado y ha tenido suerte en las dos traducciones al castellano de que disponemos, la de Sara Martín Menduiña (en la citada ‘Donde dejé mi alma') y ahora la de Joan Riambau, que sabe pasar con acierto de la invocación monologal, un recurso frecuente, al cuadro pintoresco, alguno tan potente como el de la castración de los puercos, en la que el maestro capador, "emitiendo diversos gruñidos modulados que se suponía que sonaban agradables a oídos de un cerdo", atrapa finalmente "en el cepo implacable de sus gruesos muslos al animal desconcertado que profería unos gritos abominables, sin duda presintiendo que no le iban a hacer nada bueno". Riambau, en una decisión irreprochable, cita los breves fragmentos de San Agustín según la versión española canónica, la de la Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), que, por las muestras, no posee la misma calidad de matices del francés, en el que Ferrari usa la traducción del latín de Fredouille. Por ejemplo, el epígrafe "Lo que el hombre hace el hombre lo destruye" queda según la BAC en un pobre "Un hombre hizo aquello, otro hombre lo destruyó". Desconozco el original latino, pero no es lo mismo.
