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Los Panero (2). El suicida fallido

Los primeros suicidios que sufrí en mi vida fueron emprendidos por Ramón Moix, antes de catalanizar su nombre de pila a lo latino, y por Leopoldo María Panero, y en ambos actuó de intercesora o reparadora Ana María, la hermana menor de Terenci. Los tres han muerto, muchos años después de superar aquellos impulsos juveniles y sobrevivir, luchando bravamente los hermanos Moix contra el mal de los fumadores, y desmoronándose Leopoldo, sin dejar, hasta el último aliento, de hacer resonar en muchos lectores incondicionales el timbre de su incomparable voz. Con la desaparición de Ana María y Leopoldo, ocurrida en el transcurso de una semana, se acaba además, si no me equivoco, la huella genética de dos familias que marcan una época y a mí me hicieron distinto y mejor de lo que era al conocerles.

Aunque me angustió sobre todo la primera ingestión de barbitúricos, 'presencial' (como se dice ahora) y teniendo yo 19 años, aquellos suicidas no querían llegar hasta el último confín de la muerte; la desearon sin duda brevemente, por sufrimiento o desconsuelo, la creyeron resolutoria, más que necesaria, y antes que nada la escenificaron para media docena de espectadores a quienes iba dirigido el mensaje de su desespero. En un interesante artículo escrito para la revista francesa ‘Le Gai Pied', Michel Foucault se ríe de la antigua asociación entre suicidio y homosexualidad (el texto es de 1979) y habla más seriamente de la voluntad de quitarse la vida; los que sobreviven, dice Foucault, "no ven en torno al suicidio [...] más que soledad, torpeza, llamadas sin respuesta". Ramón Terenci y Leopoldo (y también Ana María en su propio intento conocido por mí, a través de una agitada conferencia telefónica, ella en Barcelona, yo en Madrid) debieron ver de cerca esa antesala lóbrega que prefigura a la muerte; quizá por ello, acabado el periodo de sus sacrificios incruentos, se aferraron los tres con lujuria, casi con avaricia, a la vida.

De mi generación, Leopoldo María era el genio que brillaba con mayor apresto, si bien su incandescencia tuvo pronto alguna opacidad, algún apagón, que no le impidieron escribir al menos tres de los libros mayores de la poesía novísima. A sus dieciocho años, cuando nos encontramos por primera vez, ya no podía ser literalmente precoz, pero su madre, Felicidad Blanc, tenía pruebas documentadas de algo que precedía a la precocidad de ese segundo hijo; el deseo de darlas a conocer se acentuó con las desdichas de aquél. Felicidad era una mujer de gran capacidad fantástica, pero no creo que su buena educación le permitiese mentir cuando, en su hermoso libro memorial ‘Espejo de sombras' (1979), reproduce un poema escrito por Leopoldo María -el "poetiso" de la casa como gustaba de llamarse él mismo- a los cinco años. Parece el poema póstumo de un niño dotado de misteriosos poderes de anticipación, y que escribe versos como estos: "yo me hallaba en la tumba / echado con las piedras, yo / decía / Sacadme de la tumba pero / allí me dejaron con los habitantes / de las cosas destruidas / que no eran ya más que / cuatro mil esqueletos".

Esa hoja de papel del hijo de cinco años guardada por la madre tiene toda la truculencia, y también el don de la imagen inesperada y convulsiva del autor de ‘Así se fundó Carnaby Street', el primer libro suyo. Leopoldo María era un grafómano, y lo ha sido, por lo dado a conocer, hasta el final, aunque hace tiempo que algunos dudaron de que todo lo que publicaba bajo su nombre hubiera sido escrito por él. La leyenda, una de las que le acompañarán siempre, es que recogía las palabras sueltas que sus compañeros de internamiento clínico escribían en cualquier paquete de cigarrillos o servilleta manchada, les daba el ‘imprimatur' paneriano y las mandaba a algún editor complaciente. ‘Así se fundó Carnaby Street' es de 1970, asimismo año de aparición de la antología de Castellet, ‘Teoría' del 73, ‘Narciso en el acorde último de las flautas' del 79; son a mi entender los tres grandes títulos de su obra, aunque el poeta siguió produciendo versos de calidad extraordinaria por lo menos hasta la mitad de los años 1980. El libro ‘Poesía 1970-1985' que editó Visor en 1986 es así el compendio más riguroso del escritor.

Dejamos de vernos por aquel entonces. No era fácil seguirle en su desorden febril, ni tampoco sostener una conversación que reprodujera la elocuencia dislocada pero nunca intrascendente del Leopoldo María joven. Una vez, debió de ser en 1988, siendo yo profesor de Filosofía del Arte en la Universidad del País Vasco, los alumnos de los cursos superiores, que le adoraban, lo trajeron desde el manicomio de Mondragón a dar una charla. El aula magna de la desvencijada facultad de Zorroaga (un antiguo asilo) estaba llena hasta los

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21 de abril de 2014
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El precio de Eldorado

“Haz una foto, aprovecha…”, me anima un empresario libanés ante el despliegue de maquetas de Lusail, la nueva ciudad dentro de Doha que acogerá el estadio para el Mundial del 2022. El hombre no entiende mi desinterés por la proyección arquitectónica en miniatura que se expone sobre diez mesas. Advierto que entre los mandamases del Golfo mostrar maquetas al visitante es parecido a cuando un niño te enseña su ciudad de Lego o cuando una mujer te muestra su joyero. En los despachos de los jeques sobran metros y falta decoración. Afuera, las obras rugen las veinticuatro horas. Prefiero hacer fotos de las grúas en un país de arena en permanente construcción. Hombres curtidos con la mirada aturdida, procedentes de Bangladesh o Sri Lanka, son los encargados de ensuciarse las manos para levantar las torres de cristal y acero firmadas por arquitectos estrella. En Abu Dabi, Kuwait, Qatar u Omán el futuro galopa a cien por hora. Inversiones millonarias, a las que aspira España. Una ley no escrita asegura que los árabes del Golfo difícilmente llegan a decirte no, adverbio de pésima educación en su cultura. Con su hospitalaria pachorra atienden al occidental que llama a sus puertas oliendo el dinero. Pero no cederán si no hay un buen valedor de por medio. La clave es la influencia, acceder a su mundo a través de alguien al que consideren familia, de quien se fíen y respeten. Estos días, durante la visita oficial del Rey y un puñado de ministros y empresarios al Golfo, los periódicos publicaron la foto del séquito contemplando la maqueta de la ciudad financiera de Al Maryah, en Abu Dabi, un centro libre de impuestos, el Singapur pérsico. Los bancos más importantes ya están allí. Y en Kuwait, ahuyentando las sombras del saqueo de KIO, la KIA anuncia inversiones, e incluso Ana Pastor se pone la abaya -túnica negra que cubre la ropa- para visitar al ministro del ramo. En el dress code de las noches de jazz en el hotel Saint Régis de Doha dice, en cambio: “Prohibida la vestimenta local”. Una frontera invisible separa ambos mundos, el de las mujeres con el rostro cubierto que no pueden salir de noche en su propia ciudad, y el Oyster Bay & Bar for the reggae donde británicos, suecos y libaneses beben champán, ellos con camisas de lino, ellas con escotes en uve. Una alfombra tupida de sutilezas, códigos culturales y kilos de burocracia lo cubre todo. Hacer negocios en el Golfo implica mucho más que tener un buen proyecto y unos buenos mercaderes. Dicen que una legión de listillos se ha quedado por el camino porque no supo atravesar la tormenta de arena que inevitablemente hay que sortear para llegar al nuevo Eldorado.

(La Vanguardia)

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21 de abril de 2014
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García Márquez cronista y el recuerdo de un gran momento en Noticia de un secuestro

Cada uno tiene su Gabriel García Márquez personal. El mío empieza en Cien años de soledad, que leí en un largo fin de semana durante los años de soledad de mi adolescencia, y que recuperé para mi investigación bananera, tres décadas más tarde, con la misma fascinación.

Sus novelas y cuentos cortos me acompañaron siempre, y tuve la dicha de conocerlo como anciano pequeñito y carismático. Con él pasamos una veintena de jóvenes periodistas latinoamericanos una mágica semana en marzo de 2001, mientras Ryszard Kapuscinki flotaba con elegancia sobre su taller de la FNPI en el DF y los Zapatistas llegaban al Zócalo.

Pero García Márquez también me acompaña como profesor, como un talismán y un maestro beneficioso, desde hace más de diez años. En universidades, talleres y seminarios enseño su periodismo centrándome en sus tres únicos libros de no ficción: Relato de un náufrago, la aventura de Miguel Littín clandestino en Chile y Noticia de un secuestro.

Los tres son relatos desde adentro (en los dos primeros, el protagonista cuenta su drama en primera persona) de personas al borde de la muerte, movidos por el miedo, una rara esperanza y un extraño poder que los empuja a sobrevivir. Al teniente Velasco lo persiguen los tiburones, a Littín los ‘pacos’ de Pinochet y a los 10 colombianos secuestrados por los narcos, la sombra implacable de Pablo Escobar.

En estos días de duelo, quiero compartir aquí un fragmento de mi Periodismo narrativo, en el que relato la forma que encontré de explicar lo que hace grande a este gran muerto nuestro como periodista: como entrevistador genial, como narrador único de hechos reales.

*          *          *

Para ejemplificar en clase el partido que saca García Márquez de su método de preguntar, preguntar y preguntar hasta agotar todos los detalles que recuerdan los personajes, suelo terminar mi clase sobre su obra leyendo un fragmento de Noticia de un secuestro que me parece especialmente terrible, especialmente genial. Lo rescato ahora porque sé que de todos los libros de García Márquez que se recordarán por el mundo en estas fechas, pocos hablarán de su extraño, fascinante, último libro periodístico.

La escena viene al final del capítulo 5, poco antes de la mitad del libro, cuando las negociaciones de liberación de los secuestrados están estancadas y todos sospechan que los narcos harán algo para obligar a negociar al gobierno.

En una de las casas-cárcel tenían a Maruja, funcionaria del área de cultura y conocida intelectual, a su asistenta Beatriz, y a Marina, que llevaba varios años secuestrada y que Maruja y Beatriz apenas conocían cuando se encontraron en cautiverio.

*          *          *

 ‘El Monje’, uno de los vigilantes, le acababa de ordenar a Marina que tomara sus cosas y se preparase porque la iban a liberar. Marina prometió estar lista en cinco minutos. La escena está contada en tercera persona, pero está más que claro el punto de vista. Así comienza el final de la escena:

“Marina se demoró en el baño mucho más de cinco minutos. Volvió al dormitorio con la sudadera rosada completa, las medias marrones de hombre y los zapatos que llevaba el día del secuestro. La sudadera estaba limpia y recién planchada. Los zapatos tenían el verdín de la humedad y parecían demasiado grandes, porque los pies habían disminuido dos números en cuatro meses de sufrimientos. Marina seguía descolorida y empapada por un sudor glacial, pero todavía le quedaba una brizna de ilusión”.

Beatriz y Maruja se pusieron de acuerdo sin palabras para seguirle el juego de la liberación. Le encargaron que transmitiera mensajes a sus familias. Marina les respondía contenta, se perfumaba. Pero “en realidad estaba al borde del desmayo. Le pidió un cigarrillo a Maruja y se sentó a fumárselo en la cama mientras iban por ella. Se lo fumó despacio, con grandes bocanadas de angustia, mientras repasaba milímetro a milímetro la miseria de aquel antro en el que no encontró un instante de piedad y en el que no le concedieron al final ni siquiera la dignidad de morir en su cama”.

Maruja le llevó unas pastillas, pero Marina no pudo encontrarse la boca, por el temblor de las manos. La vinieron a buscar los guardias. Beatriz y Maruja se despidieron de ella intentando frases de aliento y esperanza.

“Marina se entregó a los guardianes sin una lágrima. Le pusieron la capucha al revés, con los agujeros de los ojos y la boca en la nuca, para que no pudiera ver. El Monje la tomó de las dos manos y la sacó de la casa caminando hacia atrás. Marina se dejó llevar con pasos seguros. El otro guardián cerró la puerta desde afuera.

“Maruja y Beatriz se quedaron inmóviles frente a la puerta cerrada, sin saber por dónde retomar la vida, hasta que oyeron los motores en el garaje, y se desvaneció su rumor en el horizonte. Sólo entonces entendieron que les habían quitado el televisor y la radio para que no conocieran el final de la noche”.

*          *          *

Suelo estar de pie, en medio del salón de clase, y a pesar de las veces que he leído este fragmento en voz alta, siempre me cuesta dominar la emoción. Cuando doy vuelta la página para iniciar el Capítulo 6, no se oye ni una mosca. Los alumnos saben lo que va a venir, pero están en manos de García Márquez.

“Al amanecer del día siguiente, jueves 24, el cadáver de Marina Montoya fue encontrado en un terreno baldío al norte de Bogotá. Estaba casi sentada en la hierba todavía húmeda por una llovizna temprana, recostada contra la cerca de alambre de púas y con los brazos en cruz. El juez 78 de instrucción criminal que hizo el levantamiento la describió como una mujer de unos sesenta años, con abundante pelo plateado, vestida con una sudadera rosada y medias marrones de hombre. Debajo de la sudadera tenía un escapulario con una cruz de plástico. Alguien que había llegado antes que la justicia le había robado los zapatos”.

Leo esto casi al final de la clase, porque después no puedo decir mucho más. Es obvio que para un novelista, falta la escena en que la llevan al descampado y la matan. Pero eso no lo vieron los entrevistados de García Márquez. Y en este, su último gran relato de no ficción, García Márquez vuelve a ser un periodista grande y ético.  

¿Debería haber contado la muerte de Marina? El agujero pesa, pero no siento que falte. Cuando las armas del periodismo narrativo se usan como las usa aquí el Maestro, el efecto es aún más escalofriante. Y cada uno de los detalles que apelan a los cinco sentidos hacen que la ropa, el frío y las palabras se nos claven como alfileres y se queden clavados, en nuestra memoria, para siempre.   

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20 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El poder y los medios en García Márquez

El Gabriel García Márquez que descubrí unas vacaciones en Santa Cruz, durante mi adolescencia, era el conocido por todos: el realista maravilloso dedicado a explorar cómo lo extraordinario es cotidiano en la cultura rural del Caribe y, por extensión, de América Latina; el que privilegiaba una forma de conocimiento mágica, pre-moderna de las cosas, contrapuesta a la mirada científica, racional, dominante en Occidente. Con los años descubrí que había otros García Márquez en los márgenes de ese mundo hegemónico; me sigue fascinando el primero, pero me interesa muchísimo uno que lo subvierte y está a contrapelo del más conocido: este escritor tiene una enorme lucidez para hablar de los medios masivos y las nuevas tecnologías como elementos centrales de la sociedad moderna.

En La hojarasca (1955), los medios de masas están asociados a valores foráneos. En uno de sus monólogos, Isabel, hija de un antiguo compañero de armas del Coronel Buendía, dice: "En Macondo había un salón de cine, había un gramófono público y otros lugares de diversión, pero mi padre y mi madrastra se oponían a que disfrutáramos de ellos las muchachas de mi edad. ‘Son diversiones para la hojarasca', decían" (76). Treinta años después, en El amor en los tiempos del cólera, los medios son un elemento positivo: sin el telégrafo, en el que trabaja Florentino Ariza, su relación sentimental con Fermina Daza no podría continuar. La novela narra el amor en los tiempos de la tecnología.

Entre ambas obras, se encuentran Cien años de soledad (1967), en que la visión de los medios y la tecnología está cerca de la visión negativa de La hojarasca, y El otoño del patriarca (1975), la más compleja de todas al abordar este tema: en ella García Márquez nos entrega una visión de un mundo en la que la magia está subordinada a la tecnología y el poder sabe preservarse a partir de una perversa utilización de la imagen. Quizás no podía ser de otra manera: uno de los escritores más mediáticos de la historia tenía que saber algo acerca del impacto de la fotografía y la televisión en la vida cotidiana; uno de los escritores más fascinados por el poder debía estar interesado en las formas que tenía éste de perpetuarse.  

En El otoño del patriarca hay una clara conciencia de la forma en que el poder se sirve de los medios masivos para transformar al dictador en mito popular. El narrador colectivo ni siquiera conoce en persona al dictador; solo sabe de él a través de su imagen omnipresente: "su perfil estaba en ambos lados de las monedas, en las estampillas de correo, en las etiquetas de los depurativos, en los bragueros y escapularios". Esas imágenes, por cierto, no son originales, sino "copias y copias de retratos que ya se consideraban infieles en los tiempos del cometa". El patriarca puede envejecer y encontrar la muerte, pero su historia es transformada en mito gracias a litografías, grabados y fotos que congelan el tiempo y lo presentan a sus súbditos eterno, incapaz de envejecer, y proyectado al infinito.

Pero el dictador no es el personaje más fascinante de El otoño, sino su feroz asesor Sáenz de la Barra. Es él quien lleva al extremo la manipulación de la imagen del patriarca, para seguir en el poder incluso después de la muerte de éste. En una escena que los teóricos del simulacro deberían leer -para así dejar de citar tanto a Borges-- el General se sorprende contemplándose a sí mismo en la televisión, diciendo cosas "con palabras de sabio que él nunca se hubiera atrevido a repetir". El fantasmagórico misterio es aclarado después por Sáenz de la Barra, quien le dice que ese "recurso ilícito" ha sido necesario "para conjurar la incertidumbre del pueblo en un poder de carne y hueso". Sáenz de la Barra lo ha grabado y filmado sin que se diera cuenta y ha elaborado con esos fragmentos de voces e imágenes una realidad artificial que sustituye, para el pueblo, a la verdadera y confusa vida real.

Sáenz de la Barra ha descubierto una cualidad fundamental de las sociedades modernas: el poder necesita de la complicidad de los medios para sostenerse. García Márquez sabía más de lo que sospechábamos acerca del funcionamiento de las sociedades modernas en la era de la imagen y su reproducción masiva.

(La Tercera, 20 de abril 2014)



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20 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Yo, yo, yo

¿Cómo saber cómo se comportará nuestro adversario en el futuro? ¿Cómo prever sus movimientos, sus estrategias, sus argucias? ¿Cómo defendernos de sus ataques o colaborar con sus llamados de concordia? ¿Cómo adivinar lo que se oculta detrás de sus facciones luminosas o siniestras, y en cualquier caso engañosas? Y, lo más importante, ¿cómo negociar con esos desconocidos que nos rodean y que esconden sus verdaderas intenciones? La respuesta es simple: todo lo que hacen es en busca de su provecho. Todo. ¿Cómo lo sé? Porque yo soy igual: nada me importa excepto mi propio beneficio. Mejor aceptémoslo de una vez. Asumamos que el egoísmo es el único motor del ser humano, y el único motor de la sociedad contemporánea.

            Esta reducción del ser humano a una sola explicación omnicomprensiva -a un totalitarismo como tantos del pasado- se instauró de manera permanente entre nosotros hace apenas unas décadas, cuando economistas como Friedrich Hayek o Milton Friedman la asumieron como punto de partida de sus teorías, y sobre todo cuando la ideología neoliberal la adoptó como piedra de toque de sus planteamientos. La caída del Muro y la extinción del bloque soviético -de la patraña comunista- encausó su edad de oro: desde entonces ningún economista y ningún líder cuestionan su validez. De pronto todos pasamos a ser tan sencillos como previsibles: dado que sólo nos importa nuestro yo, predecir nuestro comportamiento resulta tan fácil como introducir unos cuantos algoritmos en una computadora y esperar unos segundos para obtener el resultado.

            Pero, ¿cómo ocurrió este acto de prestidigitación que nos transformó en unos seres tan sosos, tan inocuos? En Ego. Las trampas del juego capitalista (Ariel, 2014), Frank Schirrmacher realiza una genealogía de esta peligrosa idea que ha terminado por contaminarnos sin remedio. El codirector del Frankfurter Allgemeine Zeitung sitúa su origen en la teoría de juegos desarrollada por John von Neumann y Oskar Morgenstern y luego ampliada por John Nash -el excéntrico matemático de Una mente brillante que aún deambula por el campus de Princeton-: a fin de encontrar una estrategia para entender la conducta ajena, hacía falta inventar un modelo de ser humano puramente racional cuyo única obsesión fuese el egoísmo. Pero de allí a asumir que los seres humanos somos idénticos a ese engendro -al que Schirrmacher denomina el "Número 2"- no sólo hay un abismo, sino un desplazamiento moral que acaso sea el causante de muchos de los grandes problemas de nuestro tiempo.  

            En Ego, Schirrmacher sigue el sorprendente itinerario de esta mutación, desde el momento en que los economistas neoliberales se valieron de la teoría de juegos para poner en marcha sus propias ideas -en particular su pasión por el homo oeconomicus, sus aproximaciones al rational choice y a los mercados eficientes de Eugene Fama- hasta el momento en que sus algoritmos computacionales se han extendido por doquier, de la mercadotecnia a la política y de la educación a la criminología, asumiendo que ese Número 2 ha pasado a ocupar nuestro sitio.

            Schirrmacher pinta una nueva criatura de Frankenstein, por supuesto. Un monstruo inventado por nosotros como una mera aproximación a la realidad -un modelo teórico como cualquier otro- que hoy controla infinitos ordenes de nuestra vida política, económica y social. De nuestra vida cotidiana. La concepción de que el yo es lo único que cuenta, trasladada al mundo financiero, ha sido una de las causas de la Gran Recesión de 2008, pero también de los anuncios dirigidos de Google o Amazon, que intentan adivinar nuestras elecciones a cada instante, o de que la política haya terminado reducida, gracias al poder de las encuestas, a un simulacro al servicio de los mercados. Los ciudadanos se vuelven clientes y el Estado una gran computadora que nos impone comportamientos predeterminados.

            Por alarmante que suene, quien escribe estas páginas no es un reportero amarillista, sino el codirector de uno de los diarios más influyentes del planeta -hasta donde los diarios aún pueden serlo. Su denuncia de un mundo regido por la "democracia de mercado" y por la "economía de la información" basadas en una reducción del ser humano a un puro ego previsible constituye una poderosa alerta sobre los peligros que se ciernen sobre nosotros mientras nos mantengamos ciegos a las diarias conquistas del Número 2. 

           

Twitter: @jvolpi



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20 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Yo vi a Nick Drake

Esta colección de narraciones cortas y largas merecería llevar un subtítulo que manifestase su condición de páginas de sabiduría sobre las relaciones humanas. Porque de eso tratan, de las viejas, manidas, socorridas y sin embargo siempre ignotas y fascinantes relaciones humanas, pero con un matiz que estoy empezando a creer que es generacional porque ya he tenido una sensación parecida leyendo a gente —por otra parte tan dispar entre sí incluso por la edad— como Marina Perezagua, Jesús Carrasco, Miguel Ángel Hernández y ahora Eduardo Jordá, que probablemente sea el más veterano de los mencionados Y al hablar de un matiz común me refiero a una actitud previa al hecho de escribir que les permite a todos ellos encarar sus narraciones con la (falsa) convicción de que nunca nadie ha contado antes lo que ellos cuentan y que por lo tanto no tienen ningún tipo de compromiso o servidumbre con el pasado y gozan de la libertad y la inocencia de quien parte de cero. No sé hasta qué punto es un elogio, pero no parecen escritores españoles. Ni imitan ni tratan de no imitar, y tampoco van a favor o contra nadie en tanto que militantes o portadores de aquellas etiquetas que tanto gustaban antes, llámense “generación perdida”, “escritura social”, “prosa experimental”, “dirty” o cualquier otro de los inventos pensados para crear imagen de marca y vender.

                Por descontado que la inocencia previa y la falta de compromiso es falsa. Por referirme sólo a las presentes narraciones de Eduardo Jordá, no hace falta ser un experto para apreciar la cuidada elaboración y el enorme bagaje de experiencia que permiten a relatos como “Lugar de Espinas Grandes” o “Eurodisney” transmitir un aire de frescura y ligereza tan notable.

                Las cinco narraciones encabezadas por “Yo vi a Nick Drake” tienen como asunto las relaciones humanas, muchas veces centradas en el sempiterno desencuentro de la pareja, aunque también puede ser la pugna soterrada entre dos machos alfa (un director cinematográfico de éxito y un novelista con más prestigio que ventas) con la conquista de la hembra (la mujer del novelista) como tema de fondo en “Un día de verano”. Sin prisas y sin aspavientos, el perfil de los contrincantes de este relato se va haciendo progresivamente más nítido: el director de éxito padece una enfermedad terminal y, al tiempo de revisar el pasado tratando de dilucidar si mereció la pena, da la sensación de que se esté despidiendo del mundo y de los puntos de referencia más importantes, uno de los cuales podría ser el novelista. Éste le guarda cierto rencor porque el único guión que escribió para su amigo nunca se llevó a la pantalla, y aunque se le pagó tan generosamente que pudo comprarse su casa actual, el resquemor por no haber visto apreciada su obra no le ha abandonado pese a los muchos años transcurridos desde entonces. A todas estas, la hembra es una figura desvaída y lejana y no hace acto de presencia hasta más o menos la mitad del relato, aunque desde entonces irá cobrando protagonismo hasta convertirse en el eje vertebrador de la narración.

                Pero justamente por eso digo que la sencillez y la inocencia es falsa, pues al poco de empezar a leer cualquiera de los relatos caes en la cuenta de que no hay una sola coma que no esté ahí porque es indispensable, de la misma forma que están minuciosamente planificados el orden de aparición de los acontecimientos, la intensidad de los roces, las intenciones que abriga cada cual o las consecuencias de todo ello. Con el valor añadido de que aun tratándose de relaciones humanas no siempre se corresponden con las conclusiones previas que saca el lector basándose en su propia experiencia o en otras lecturas, y pongo por ejemplo el relato titulado “Eurodisney”. Un viaje regalo a Eurodisney pone de manifiesto una más de las muchas disensiones latentes que dificultan la relación de un matrimonio joven y por lo tanto repleto de propósitos y perspectivas no del todo mutuamente satisfechas. A él pasar un fin de semana en Eurodisney le da una pereza inmensa, en tanto que a ella no sólo le parece bien interrumpir la monotonía cotidiana sino que está dispuesta a presionar lo que haga falta para que el hijo de ambos vea satisfecha la visita a ese mundo de fantasía que tanta ilusión le hace. El lector es informado desde el primer momento que va a ser un viaje iniciático, pero una vez embarcado en el mismo descubrirá que no tiene mucho que ver con lo que había imaginado porque el iniciado no va a ser el niño. Ni mucho menos.

                Y lo mismo vale para los restantes relatos. El autor se ocupa de situar a sus personajes en ambientes que por sí mismos ya atraen la atención, ya sea una playa de surferos en la costa mexicana del Pacífico, una casa en la playa de Long Island, el  mencionado Eurodisney o un hotel de segunda categoría y fuera de temporada en la costa de Túnez, aunque luego la acción se trasladará a una cala de Ibiza en la que vivió y murió el asesino de Jaurés. Escenarios y pasiones para todos los gustos. Y una sensibilidad narrativa extraordinaria, como la relación de las últimas horas de un buen perro llamado Sonny Boy y que sin duda pasará a formar parte del imaginario canino de todo lector para el que los perros sean algo más que unos convecinos ruidosos y no del todo limpios en sus hábitos higiénicos.

 

Yo vi a Nick Drake

Eduardo Jordá

 

Editorial Rey Lear          

                  



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20 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Apolo y Dioniso

Una vez que se extingan las ceremonias fúnebres y se adormezca el duelo, que se agoten los homenajes y las exequias, y se desdoren las figuras públicas y se olviden las antipatías abruptas o las declaraciones estertóreas, se volverá una convicción natural lo que algunos han vaticinado desde hace décadas: que los dos colosos surgidos de esa brillantísima Edad de Oro de la narrativa latinoamericana que se prolongó durante la segunda mitad del siglo XX fueron Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez. Los dos escritores más influyentes y poderosos de nuestra región y nuestra lengua. Los dos más admirados e imitados en el orbe. En ese juego de dualidades que tanto nos gusta, nuestro Platón y nuestro Aristóteles. O, mejor, nuestro Apolo y nuestro Dioniso.

            Sin duda fueron acompañados por una asombrosa cohorte de titanes, con poéticas al gusto de cada uno, de Rulfo a Vargas Llosa, de Donoso a Fuentes, de Sábato a Ibargüengoitia, de Ribeyro a Cortázar, pero las voces más oídas, más singulares, más originales -si entendemos por originalidad una mutación insólita entre las enseñanzas del pasado y la serena rivalidad con sus contemporáneos- fueron las del poeta y cuentista argentino y las del cuentista y novelista colombiano, suma de todos los esfuerzos que los precedieron, de Machado de Assis y Jorge Isaacs a Macedonio Fernández y Alfonso Reyes, y umbrales de todos aquellos que los han seguido, de Roberto Bolaño a quienes hoy publican, a su sombra, sus primeros libros.

            A la distancia no podrían parecer más contrarios, más distantes. De un lado, el escritor ciego y puntilloso, tan acerado como melancólico, hierático hasta casi fungir como profeta, dueño de un sutilísimo humor aún malentendido, el hombre cercano -a su pesar- a la derecha, el vate unánimemente venerado que jamás recibiría el Nobel. Del otro, el escritor jacarandoso y bullanguero, tan dotado para desenrollar la sintaxis como para reconducir los mitos, sonriente hasta convertirse en amigo de todas las familias -esas que sin conocerlo hoy sin pudor lo llaman Gabo-, el hombre cercano a la izquierda y a Fidel Castro, el bardo unánimemente adorado que recibió el Nobel más joven que ningún otro en América Latina.

            Sí: en lontananza encarnan vías antagónicas. Borges es, evidentemente, el apolíneo. El escultor que pule cada arista y cada ángulo. El prestidigitador que obsesivamente trastoca cada adjetivo y cada adverbio. El criminal que siempre esconde la mano. El modesto anciano que odia los espejos y la cópula y sin embargo multiplica los Borges a puñados. El detective que en su búsqueda esconde que al mismo tiempo es el delincuente. El filósofo nominalista y el físico cuántico que se pierde en la Enciclopedia. El autor de las paradojas y bucles más aventajado desde Zenón. García Márquez es, en cambio, el dionisíaco. El torrencial demiurgo de genealogías y prodigios. El audaz dispensador de metáforas y laberintos de palabras. El cartógrafo de la jungla y el cronista de nuestra circular cadena de infortunios. El ídolo sonriente que trasforma la Historia -y en especial la sórdida trama colombiana- el mil historias entrecruzadas, tan tiernas y atroces como inolvidables. El bailarín que, al conducirnos a la pista, nos obliga a seguir su hipnótico ritmo a rajatabla. El sagaz escriba que se burla de los tiranuelos con los que tanto ha convivido. El desmadrado cuentero que finge no seguir regla alguna fuera de su imaginación, excepto que las que él mismo se -y nos- impone.

            Apolo y Dioniso. Y sin embargo estas dos vías, como ya apuntaba Nietzsche, no son excluyentes sino complementarias. Las dos mitades del mundo. De nuestro mundo. Para empezar, García Márquez no hubiese escrito como García Márquez sin aprender de Borges, su predecesor y su maestro. Y Borges no habría encontrado mejor continuador que este discípulo rejego, dispuesto no a copiar sus trucos o su doctrina sino a usarlos en su provecho para huir de la Academia y fundar una nueva, exitosísima escuela, el realismo mágico. Ninguno tiene la culpa, por supuesto, de su ingente legión de copistas: sus invenciones resultaban demasiado deslumbrantes como para que cientos de salteadores de caminos no quisieran agenciárselas.

Los dos han sido justamente elevados a los altares. O, mejor aún, a los altares privados que cada uno erige en su hogar: son nuestros penates. Imposible no adorarlos y no querer, a la vez, descabezarlos. Imposible no aspirar a reiterar -Vargas Llosa dixit- su deicidio.

                          

Twitter: @jvolpi



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19 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El vencedor del tiempo

Corrían las primeras semanas de 1967 y Gabriel García Márquez, quien estaba a punto de cumplir 40 años, era considerado un escritor talentoso y un brillante periodista, pero en cualquier caso una figura menor si se le comparaba con sus compañeros de promoción, ese grupo mitad literario, mitad político -suerte de trasuntos de los Beatles en América Latina-, conocido como el Boom. Carlos Fuentes estaba a punto de ganar el Premio Biblioteca Breve con Cambio de piel y hacía ya cinco años de que Mario Vargas Llosa había hecho lo propio con La ciudad y los perros, en tanto que Julio Cortázar había publicado Rayuela en 1963. Y entonces ocurrió el milagro.

La anécdota ha sido contada cientos de veces, como si formara parte de la novela misma: de camino a Acapulco con su familia, el narrador colombiano al fin creyó hallar el tono y el estilo de su próxima obra, dio media vuelta, volvió a la ciudad de México, vendió su coche para sufragar los gastos cotidianos y, mientras su esposa Mercedes se las arreglaba para sobrevivir, se sumergió en la prolongada composición de Cien años de soledad. Un par de años después, García Márquez se había convertido en el escritor más celebrado de América Latina y, en menos de una década, de todo el mundo. Y, apenas quince años después -un parpadeo en la historia literaria-, recibía el Premio Nobel de manos del rey de Suecia.

La historia de este libro, y de su autor, cargada con esa aura a la vez épica y mítica que asociamos con sus páginas, resulta hoy casi inverosímil. Es la a historia de un éxito literario y personal que habría de transformarse en un hito para América Latina. Muy pocos libros han tenido un efecto tan poderoso sobre la realidad como Cien años de soledad, por más que se le siga viendo como un libro fantástico -o parte central de esa etiqueta, tan artificial y engañosa como todas las etiquetas, de "realismo mágico". Porque su publicación no sólo alteró drásticamente nuestra vida literaria, sino que modificó para siempre la percepción que el resto del mundo habría de tener desde entonces sobre esta parte de la Tierra.

Desde 1959, América Latina había dejado de ser un ámbito desconocido, más o menos salvaje y más o menos olvidado, para esa otra engañosa ficción que aún llamamos Occidente. En plena Guerra Fría, parecía como si de pronto nuestros países hubiesen sido llamados a ser un nuevo "laboratorio para el fin de los tiempos", en el que tanto nuestros líderes guerrilleros como nuestros intelectuales debían ocupar un lugar fundamental. Amparados, pues, con esa iluminación a la vez política y literaria -con esa antorcha dual de la Revolución-, los miembros del Boom se decidieron a emprender una auténtica guerra para abrirse paso en los centros de poder de todo el orbe.

Hartos de soportar tanto a sus detractores tradicionales -en especial a los nacionalistas irredentos de cada uno de sus países- como la irrelevancia a que los condenaba el orden global del momento, Fuentes, Vargas Llosa & Cía. se batieron ferozmente con sus libros, sus artículos y sus declaraciones públicas para transmutar violentamente el espacio imaginario latinoamericano, en una guerrilla mucho más exitosa que la llevada a cabo por sus contemporáneos armados en las selvas y las cordilleras del continente. Pero no sería hasta que García Márquez -el menos preparado de entre ellos- publicase Cien años de soledad que su paradójica victoria quedaría asegurada.

Porque, a diferencia de La casa verde o La muerte de Artemio Cruz, novelas políticas donde la imaginación aún estaba al servicio de la historia, o de la propia Rayuela, un artefacto puramente literario, en Cien años de soledad la Historia -la gran historia de Colombia como metonimia de la historia de toda América Latina- quedaba sometida al gran poder del lenguaje y de una imaginación desbordada y sin límites, como si sólo entonces América Latina hubiese sido capaz de liberarse por completo de la subyugación discursiva proveniente de Europa y Estados Unidos. Más que cualquier triunfo guerrillero, Cien años de soledad fue -y aún es- el mayor triunfo de América Latina.

Un libro, sí, que cambió el mundo. A la distancia puede reprochársele que, en pos de una imagen de América Latina radicalmente distinta a la que le había sido impuesta secularmente, Cien años de soledad haya construido otra, tan hegemónica como la anterior, en la que la supuesta "magia" que impregna al libro es usada como pretexto para explicar -o anular- todas las anomalías de la región, pero la culpa de esta lectura sociológica no es por supuesto de García Márquez. Él, como ningún otro escritor de nuestra región, supo batirse con toda la tradición literaria que cargaba a cuestas, triturarla, y fraguar el mejor espejo de la realidad de la segunda mitad del siglo xx, y no sólo para América Latina, sino para el mundo entero. Pese a su bonhomía, él fue nuestro mayor revolucionario. Y por ello, paradójicamente, hoy hemos perdido -sí- a nuestro mayor clásico.

 



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19 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

Lo que queda de Yugoslavia

Entre el público reunido por Lola Larrumbe en su librería hay serbios residentes en España, expertos en literatura eslava y algún que otro diplomático. Siguen con atención mi comentario al libro de Tamara Djermanovich pero no traslucen en su rostro ni aprobación ni censura. Son el público que los conferenciantes temen, pues no hay manera de saber qué opinión les inspira lo que uno dice. Resignándome a la diatriba que puedan alentar tras su educada compostura, prosigo:
"El libro de Tamara Djermanovich cuenta el viaje emprendido tras las huellas que dejo siendo niña en su país ya inexistente.
La crónica de Tamara sobre lo que hoy queda de la antigua Yugoslavia no es un libro de viajes al uso sino un violento ejercicio de confrontación: dejó su país cuando empezó la guerra y regresa 18 años después para ver qué hay de todo aquello, cuántos entrañables amigos sobrevivieron a la gran matanza, cuántos fueron pasto de las llamas, de los francotiradores, de los fusilamientos, o cuántos cayeron víctimas del odio y del rencor.
El único equipaje de Tamara para este peligroso viaje son los recuerdos de una infancia feliz y lo emprende con la armadura de una sorprendente ternura.
Mientras evoca la educación sentimental de su adolescencia, Tamara observa lo que va a consternar al lector desde el primer momento: "ni remotamente podía imaginar que mi mundo cambiaría radicalmente y que algo así puede suceder cuando menos te lo esperas".
Sugiero al público que recuerde lo que hacíamos en la década de los noventa. Disfrutábamos los fastos de la Olimpiada barcelonesa, jaleábamos la caída del Muro de Berlín, nos disponíamos a celebrar el Fin de la Historia, dábamos por triunfalmente liquidada la (primera) Guerra del Golfo y no nos mostrábamos inclinados a tolerar que una guerra balcánica arruinara nuestro delirio de prosperidad.
Sin embargo, las noticias que llegaban de los remotísimos Balcanes corroían nuestra presunción. No dejábamos de alardear con nuestros flamantes logros, pero en secreto se incubaba el presentimiento de lo peor: la épica nacionalista perdía su elocuencia romántica para mostrar el feroz aspecto del discurso identitario; las tropas de la OTAN se mostraban impotentes para frenar la matanza genocida; la prosperidad fomentaba un grado insólito de hipnosis colectiva y anestesiaba a una sociedad dispuesta a ser engañada; la geografía imaginaria construida durante la Guerra Fría desplazaba a Yugoslavia lejos y mucho más allá de "nuestra" Europa...
En definitiva, digo en la Librería Alberti, con la Guerra Yugoslava comenzó el temblor de la década larga. El fin del siglo XX, encajonado entre dos tremendas demoliciones: -la caída del Muro de Berlín y la caída de las Torres Gemelas- simboliza la consternación que aún hoy nos sacude.
La memoria literaria de Tamara Djermanovich describe la normalidad de un país incapaz de temer lo que se le venía encima. Bajo la apacible rutina de las vacaciones escolares, los encuentros familiares, los discursos oficiales del Mariscal Tito, las banderitas de los desfiles, la orgullosa disciplina de un régimen tan ajeno al imperio soviético como al norteamericano, se incubaba un despiadado juramento. En nombre de la identidad nacional, religiosa, tribal, en beneficio del poder que los gerifaltes del régimen deseaban conservar, se desencadenó una infernal matanza. Eslovenos, bosnios, croatas, montenegrinos, kosovares, serbios, católicos, ortodoxos, musulmanes, hasta entonces apacentados por la disciplina autoritaria de la Gran Yugoslavia, revelaron las emociones aletargadas bajo su fraternal sonrisa. Los que unos días antes del primer estallido parecían sestear apaciblemente a la sombre del régimen protector, se levantaron para obedecer la consigna del anti-evangelio: devoraos los unos a los otros.
No todos fueron agentes activos de la locura que poseyó al país, pero la lucidez siempre perece sepultada bajo la furia. Como la de ese personaje citado por Tamara, Buric-Buro, que en su jardín de Tuzla proclamó "yo y mi familia nos independizamos de la locura nacionalista colectiva que se aproxima". Lo hizo en abril de 1991, apenas unos meses antes del primer balazo disparado en nombre de la identidad.
Cuando Tamara llega a Srbenica, escribe: "aunque uno no tenga nada que ver con éstos crímenes, sí que hay que sentirse responsable por lo que se ha hecho "en nombre de los serbios".
En la librería Alberti, el embajador de Serbia, cortésmente atento al discurso, permanece impasible, sin mostrar criterio ni juicio alguno ante la requisitoria que yo destaco con malévola intención. Como corresponde al proverbial oficio del diplomático.
Leyendo el viaje de Djermanovich a su país ya inexistente, percibiendo la tristeza infinita que se esconde bajo su benevolencia, uno comprende mejor el legado europeo que estamos obligados a custodiar: un suave escepticismo -que neutralice el fervor de las doctrinas militantes; una conciencia lúcida -sobre el vigor de la ferocidad que late bajo nuestras máscara civilizatoria; una inteligencia espiritual -que someta las recurrentes pulsiones de la condición humana.
La autora de esta recomendable y educativa obra, cita un fragmento de la carta enviada por su abuelo, reclutado en las batallas de la Segunda Guerra Mundial, a su esposa: "cuando me escribas, olvídate de todas las cosas negativas y escribe como siempre he deseado: como si fueras un ángel".
Siguiendo los consejos de su abuelo, Tamara recuerda los destellos luminosos de su infancia, la resonancia mítica de los lugares enclavados en la costa dálmata, las risas y las voces familiares, la feliz expresión de los amigos reencontrados... La evocación adquiere su fuerte tensión emocional gracias a una ternura inconcebible, una ternura más fuerte que el dolor de vivir que sufren los supervivientes.
En el centro del libro de Tamara se cuenta la leyenda de Naum, el ermitaño enterrado en el Monasterio de Ohrid: santo cuyo corazón no ha dejado de latir bajo la fría lápida que cubre su tumba desde el año 910.
Este es el latido de vida que acompaña a la niña rubia que pasea con sus pies descalzos sobre los cadáveres de un país desolado por el odio: para administrar con su inocencia la absolución, la redención.

*Viaje a mi país ya inexistente. Tamara Djermanovich. Altair, 2013

 



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19 de abril de 2014
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El Boomeran(g)
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