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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Apaches

Junto con Warlock (1958) y  Malas tierras (1978), Apaches (1986) completa la  inmensa trilogía que Oakley Hall (1920-2006) dedicó al otrora llamado “salvaje oeste”. La acción transcurre en  la década de 1880 en Nuevo México y se reparte en tres grandes ejes: los indios, concretamente los apaches Sierra Verde, están en vísperas de su aniquilación, y antes que autodestruirse en inhóspitas reservas regentadas por los ojos pálidos (después de tantos años de “rostros pálidos” cuesta un poco acostumbrarse a esta nueva denominación) prefieren escaparse en dirección a Sierra Madre cometiendo salvajadas con las que vengar las sufridas por ellos. Ello da ocasión a la intervención de la Caballería, que es la segunda gran línea narrativa de la novela, con el teniente Cutler, un soldado raso ascendido varias veces a capitán y degradado otras tantas a teniente por su indisciplina y su habilidad para atraerse el odio de sus superiores. Al mando de sus infalibles rastreadores hoyas, también  apaches pero enemigos de los sierraverdes,  Cutler protagonizará los mejores momentos de la narración: cómo se desarrolla una persecución, trucos de los rastreadores hoyas para descubrir las huellas de los fugitivos, cómo se planea una emboscada, cómo hacer para alcanzar una posición de dominio y superioridad aun siendo menos, cómo despistan los guerreros a sus perseguidores para dar tiempo a que escapen las squaws cargadas con la impedimenta y los niños, todo ello estupendamente contado. Hall no era ningún analfabeto y cita  Bernal Díaz del Castillo con la misma facilidad con que describe las diferencias que hay entre la monta a la brida (practicada por los soldados españoles herederos de la caballería medieval y copiada por el ejército estadounidense) y la monta al jinete (copiada de los árabes y también traída por los españoles pero los no militares, y que fue adoptada por los indios porque preferían conducir al caballo con las rodillas y así tener libres las manos para manejar el arco y las flechas). Parece mentira las cosas que se aprenden leyendo a los autores que saben de lo que hablan.

                La tercera gran línea narrativa se centra en los civiles, los grandes hacendados que saben haber perdido el control del territorio a manos de los aventureros que todavía buscan fortunas fáciles en el Oeste, los comerciantes que trafican con bienes de primera necesidad y crean las llamadas Redes, unas asociaciones de tipo mafioso que además de estafar a los indios y venderles licor, practicaban  la usura y servían  a sus amos ejecutando sentencias y embargos a granjeros morosos; los funcionarios estatales encargados de los asuntos indios; los jueces, sheriffs, alcaldes y gobernadores y fiscales tan corruptos que resulta casi imposible trazar una línea de separación entre ellos y los cuatreros, forajidos, pistoleros y demás marginados sociales que van rebotando de Texas a Nuevo México y vuelta buscando un medio de supervivencia. Todos ellos son muy conscientes de que la “civilización” está a punto de barrer el viejo orden, por llamarlo de alguna manera, para sustituirlo por un nuevo sistema que ya se perfila y que se parece sospechosamente al actual. La conciencia de fin de época es tan clara que incluso el nuevo gobernador, un general e historiador especializado en  Pedro de  Alvarado, cambia de especialidad y decide escribir historia contemporánea con nombres y apellidos reales. Esta tercera vía narrativa podría resultar la menos interesante de no ser por la minuciosa atención que Hall presta a las mujeres. En lugar de recluirlas, como  siempre, en el prostíbulo y el saloon, Hall sigue con gran simpatía la lucha titánica de varias mujeres (la gran dama, las esposas de militares, la hija de familia rica mexicana e incluso las squaws indias) por sobrevivir y luchar por ganar un poco de dignidad en un medio apabullantemente masculino y vehiculado por la violencia, ya sea la costumbre apache de cortar la nariz a la adúltera o la fijación del ojo pálido por considerar que ellas no son más que botín. Que Apaches sume más 650 páginas de texto apretado puede parecer intimidante, pero quien lleve tiempo buscando un novelón del oeste como los de antes está de suerte.

 

Apaches

Oakley Hall

Traducida por Benito Gómez Ibáñez

Galaxia Gutenberg



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16 de junio de 2014
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La leyenda negra del ?trafficking?

Me empujó hasta el portal, me decía guapa y me sobaba… vi que no iba armado y me zafé de él. Conseguí que girara la llave. Su chaqueta se quedó enganchada en la puerta”. Es el relato de una joven de treinta y tantos, ocurrió el pasado viernes en Barcelona: un intento más de agresión sexual, de los tantos que, al quedarse en amago, son anécdota silenciada. A pesar del progreso, del vuelco social y los derechos ciudadanos, de nuestras “ciudades seguras”, de las cámaras de vigilancia, de las campañas de prevención y, sobre todo, del endurecimiento de la ley, el fantasma de la agresión sexual sigue acechando a las mujeres desde el umbral de la adolescencia. Como un déjà vu, un lugar común que antes se ocultaba a fin de no dejarse la piel en ello ni marcarse a fuego. Violencia sexual gratuita, criminal, banal, pasmosamente cotidiana en muchos lugares del mundo. “Pero, en realidad, ¿de qué tienes miedo?”, me preguntó mi hija de 16 años cuando la noche del viernes pactamos el horario de vuelta a casa: “De que te violen”, le respondí sin eufemismos, a sabiendas de que hay un tipo de miedo que debe de conservarse para mantener en alerta los seis sentidos. Estos días he recordado los testimonios atroces de las pequeñas que vivían en la casa de acogida de Afesip, en las afueras de Phnom Penh, fundada por Somaly Mann. Se había convertido en una activista carismática, modélica y muy valiente. Con buena foto y habilidad para conseguir apoyo internacional, se dedicó, desde 1997, a liberar a las chicas de los burdeles o la peor de las calles y rehabilitarlas. Niñas educadas para prostituirse, algunas vendidas por los padres, otras que actuaban bajo el tácito acuerdo de no preguntarse de dónde llegaba cada día el dinero para comprar arroz. Ahora se ha revelado que Somaly Mam incluyó grandes dosis de impostura en su biografía. Inventaba dramáticos casos de agresiones, como el que aseguró que había sufrido su propia hija: drogada y violada por las mafias del trafficking como vendetta. Consiguió el Príncipe de Asturias, y tenía excelentes relaciones, desde Hillary Clinton hasta la reina de España. Su fabulación es doblemente desoladora, pues significa un sabotaje a la propia causa, una lucha aún incipiente para proteger a las más inocentes, como esas escolares de Nigeria que siguen secuestradas y ultrajadas por los islamistas radicales de Boko Haram. Es verdad, como razonan sus afines, que Mam logró grandes resultados, aunque ¿algún fin justifica los medios cuando son patrañas para engordar una leyenda personal? Existen demasiados testimonios verdaderos como para socavar la credibilidad de una causa que aún dista mucho de estar controlada. ¿Por qué la mala literatura acaba dañando lo que apenas necesita adjetivos para ser contado? En España, cada hora y media se produce una agresión sexual, justo lo que dura una película.

(La Vanguardia)

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16 de junio de 2014
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Rosa ruso

Mientras la Rusia de Putin sueña con el imperio, el dictador elegido en las urnas se prodiga, en ridículos ‘selfies' heroicos, cantando himnos bélicos, pasando revista a su marinería o cabalgando por la estepa con el torso al desnudo y los pectorales trabajados de quien hizo en su día rudos ejercicios de policía. Alguna de esas imágenes, y en especial la del jinete despechugado, tienen un rancio aroma de fantasía homoerótica, pero para disipar las dudas sobre su virilidad, Putin aprovecha cualquier ocasión para hostigar y humillar a los homosexuales de su país y del resto del mundo que, nos tememos, querría hacer suyo si le dejaran. Cito algo que el poeta ruso Dmitry Kuzmin ha escrito recientemente, denunciando una "situación en la que Rusia se desliza cada vez más y más hacia su propio y oscuro pasado, [y] en la que es evidente que para Putin, como para Hitler, la persecución de las minorías dentro del país y la agresión militar a otro país vecino sólo están separadas por un paso".

     La cita proviene del prólogo de un fascinante libro con el que inicia su labor Dos Bigotes, una nueva editorial pequeña e independiente (los adjetivos parecen ya ir intrínsecamente juntos en nuestro panorama), y que lleva por título ‘El armario de acero. Amores clandestinos en la Rusia actual'. No es una obra de agitación ni un panfleto, sino una amplia antología de textos literarios en la que autores en su mayoría jóvenes y muchos de ellos residentes en Rusia exploran sin disimulos no sólo su condición sexual sino la libre inspiración de la que surgen novelas, poemas o cuentos que en nada se distinguen de los que hoy escriben sus contemporáneos europeos o americanos. Sólo les distingue, por desgracia, el riesgo de ser golpeados, asesinados o encarcelados por la libertad de expresión que sus palabras manifiestan.

    Traducido por Pedro Javier Ruiz Zamora, el libro, como toda obra antológica, contiene un material diverso, mixto (hay abundancia de poetas, y se agradece) y rico, en el que cada lector podrá encontrar sus preferencias. Las mías van hacia Slava Mogutin, Maksim Zhelyaskov, Margarita Meklina y, con veintitrés años el más joven de los seleccionados, Sergei Finogin, nombres que me eran hasta ahora desconocidos y me gustaría conocer más en profundidad. Confiemos, de nuevo, en las pequeñas editoriales que tanto animan nuestra no siempre suculenta dieta literaria.

    ‘Improvisación sobre un tema de Bunin' es el título del ocurrente relato de Zhelyaskov, y ‘La muerte de Misha Beautiful' el de la mejor pieza de Mogutin, un autor ahora residente en Nueva York y del que se incluyen también dos interesantísimos poemas. Pero su evocación, entre la estampa nostálgica y el apunte biográfico, de ese personaje real del ‘underground' moscovita, Misha Beautiful, es memorable por su fuerza narrativa y el perfil tan sugestivo del trágico muchacho. No se puede olvidar en este recuento al prologuista Kuzmin. Su poema en prosa ‘Linor' es, a mi juicio, de lo mejor que hay en ‘El armario de acero', y también él cierra el volumen con un epílogo lleno de interés, tanto por lo que revela de la "histeria antigay" resurgida en su país como por lo que reflexiona sobre su propia trayectoria literaria y personal, centrada esta última en la deliciosa reacción de su madre cuando el hijo publicó su primer libro.  

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16 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El sueño dorado

Son, sin duda, los mejores de entre nosotros. Los más valientes. Los más arriesgados. Quienes están dispuestos a cualquier sacrificio para alcanzar una vida mejor. Quienes están dispuestos a inmolarse para que sus hijos alcancen una vida mejor. Los auténticos dreamers. Juan, Chauk y Sara. Tres adolescentes, casi niños, de Guatemala. Tres de los 47,000 menores que, según el secretario de Seguridad Nacional de Estados Unidos, sólo entre junio de 2013 y octubre de 2014 se arriesgaron a atravesar la frontera sin la compañía de un adulto. Tres de los miles que han sido robados, golpeados y ultrajados -o aviesamente ejecutados- en nuestro territorio sin que nosotros hagamos nada para salvarlos. Peor aún: sin que siquiera los veamos.

            No sabemos de dónde vienen y carecemos de cualquier información sobre sus familias cuando los descubrimos a punto de cruzar esa frontera sin frontera que se extiende entre Guatemala y Chiapas. Antes, en una de las escenas más escalofriantes de la película, hemos visto cómo Sara se corta el cabello y se venda el torso para disfrazarse de hombre. Quizás sea una soñadora, pero carece de inocencia: aunque prevé los peligros que le aguardan a una muchacha joven y guapa como ella, está decidida a proseguir su periplo a toda costa. Una y otra vez hasta lograrlo. O hasta ser secuestrada. O asesinada.

Acompañada por su amigo-novio Juan, y seguidos de cerca por el indígena maya Chauk, Sara se adentra en ese corazón de las tinieblas en que se ha convertido México para los centroamericanos que osan descolgarse por su espina dorsal. Si durante años nos hicimos a la idea de que la frontera entre México y Estados Unidos era una especie de raja o herida de dos mil kilómetros -imagen fijada en La frontera de cristal de Carlos Fuentes-, películas como La jaula de oro, de Diego Quemada-Díez, nos obligan a alterar drásticamente la metáfora: el trayecto de La Bestia, el tren al que trepan miles de guatemaltecos, salvadoreños, hondureños y nicaragüenses, ha convertido a todo el país en un territorio fronterizo. Ahora todo México es la frontera.  

            Road movie que se muestra al mismo tiempo como una desoladora educación sentimental, La jaula de oro (2013) tendría que proyectarse una y otra vez en nuestro país. Sin dejar de lado su vocación artística, Quemada-Díez torna visibles a los invisibles, esos miles de centroamericanos que atraviesan nuestras tierras o que han tenido que quedarse en ellas -vivos o muertos. Poco importa que las noticias nos hayan alertado sobre las amenazas que los persiguen o nos hayan narrado algunos de sus tristes destinos -baste pensar en los cadáveres de los 72 migrantes de Tamaulipas-: contemplar durante dos horas los rostros y los cuerpos de Sara, Juan y Chauk, y atisbar sus ilusiones y sufrimientos, sus esperanzas y su desolación, es la única forma que nos queda de atisbar una de las tragedias humanitarias más exasperantes de nuestro tiempo. No sólo ya la de los millones de mexicanos que intentan cruzar la frontera, sino de los cientos de miles de centroamericanos que se hallan aquí, entre nosotros.

            Quemada-Díez no oculta su punto de vista: el mismo título de la película, La jaula de oro, señala el círculo de explotación. Los tres jóvenes intentan escapar de una vida atroz sin imaginar que sus sueños son, en el mejor de los casos, espejismos. La "vida mejor" por la que tanto han luchado, por la que incluso han muerto, no es tal. Sobre todo ahora, cuando cualquier intento de reforma migratoria se halla otra vez paralizado por las fuerzas de la derecha estadounidense. Queriendo curarse en salud, Jeh Johnson, el mencionado secretario de Seguridad Nacional, ha exigido recientemente a los mexicanos y centroamericanos que dejen de enviar a sus hijos a Estados Unidos porque no tienen ninguna probabilidad de ser legalizados.

             Y es aquí donde yace el meollo del asunto: la idea de que existan personas ilegales. Como los 12 millones de ilegales sin derechos que viven actualmente en Estados Unidos. O las decenas de miles de ilegales centroamericanos que se encuentran en México. El pretexto para uno de los ejercicios de discriminación más abyectos de que se tenga memoria. La atroz discriminación sufrida por mexicanos y centroamericanos en Estados Unidos. Y la atroz discriminación que los centroamericanos sufren en México. Con La jaula de oro, Díez-Quemada nos ha hecho un gran servicio: mostrar cómo las víctimas nos convertimos, también, en victimarios.

 

Twitter: @jvolpi

 

 



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15 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La larga conversación de Eduardo Coutinho

El pasado 2 de febrero, el cineasta brasileño Eduardo Coutinho (1933-2014) fue asesinado por su hijo Daniel. Daniel, que padecía de esquizofrenia, acuchilló a los padres (la madre recibió cinco cuchilladas y sobrevivió); al ver que su padre había muerto, fue a entregarse donde un vecino, a quien le dijo que había "liberado" a Eduardo. La noticia causó conmoción en el Brasil, pero pasó relativamente desapercibida en el resto del continente: los medios reportaban la muerte por sobredosis del actor Philip Seymour Hoffmann.

Llama la atención que alguien como Eduardo Coutinho, uno de los más importantes documentalistas latinoamericanos del siglo XX, no sea más conocido entre nosotros; es una de nuestras asignaturas pendientes con la cultura brasileña. A lo largo de cincuenta años, desde las primeras tomas que hizo casi por accidente a principios de los sesenta, Coutinho se especializó en captar la agitación del pueblo brasileño, en escuchar a gente de extracción popular y de clase media contando sus dramas; sus documentales se basaban sobre todo en el recurso de la entrevista. En plano medio o en close-up, Coutinho enfocaba a su entrevistado y se largaba a rodar; es sintomático de su estilo que uno de sus documentales más aplaudidos, Edificio Master (2002), en el que cuenta la vida de los habitantes de un edificio en Copacabana, no hay una sola imagen de exteriores: no se ven las bulliciosas calles ni la belleza natural que rodea a ese privilegiado lugar de Río. Todos sus documentales juntos pueden verse como una larga conversación de Coutinho con el pueblo del Brasil.

Coutinho hizo muy buenos documentales, pero es Cabra marcado para morrer (1985) la que le asegura la permanencia en la historia del cine. Simplemente, Cabra es el documental de un genio. Hacia 1962, Coutinho llegó a una región rural en el estado de Paraiba y se enteró de la muerte de un líder campesino a manos de la policía militar, en connivencia con latifundistas. Conmovido por la denuncia de la esposa del campesino, Elizabeth Teixeira, Coutinho pensó que sería una buena idea filmar su testimonio y recrear lo ocurrido utilizando a los mismos campesinos como actores del drama; hacía docu-ficción antes de que este subgénero echara a andar. En 1964, sin embargo, ocurrió el golpe militar, y Coutinho debió interrumpir su filme. Pensó que podría volver a filmar en un par de años, pero se equivocaba: al final, debió esperar hasta el final del período militar, en 1982, para retomarlo.

Coutinho contactó a Elizabeth, que había estado viviendo en la clandestinidad, y a los actores campesinos de las primeras tomas. Los reunió y les mostró lo que había filmado dieciocho años antes: pocas tomas más a la vez posmo y auténticas que las de los campesinos viéndose a sí mismos actuar cuando eran jóvenes. Cabra intercala escenas en blanco y negro de principios de los 60 con nuevas entrevistas a color de los años 80, y cuenta la forma en que los hijos de Elizabeth fueron entregados a parientes y amigos y perdieron contacto con su madre, y los intentos de recuperar ese contacto. El documental es un brillante testimonio del paso del tiempo en la vida de los campesinos, del paso de la historia por el Brasil profundo y luchador que sufre la represión militar y la ausencia de una verdadera reforma agraria. Es también la historia viva del género, desde el realismo social del cinema novo hasta el uso de recursos más vanguardistas en los años ochenta.

 

(La Tercera, 14 de junio 2014)  

    

 

 



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14 de junio de 2014
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El mundial, la guerra y las euforias colectivas

Hace doce años, para el inicio del Mundial de Fútbol de Corea y Japón, el diario argentino La voz del interior estaba preparando un suplemento con experiencias personales de escritores y periodistas sobre cada uno de los mundiales pasados. A mí me pidió una columna sobre el Mundial 82, el de la España de naranjito, el que empezó en los días finales de la Guerra de las Malvinas.

Hoy, a dos días del estreno de Argentina en este Mundial de las protestas callejeras en Brasil, rescato ese texto. Mantengo intactas las sensaciones de entonces: las perplejidades ante un fenómeno que me atrapa tanto como me repugna, y un radical rechazo por el sentimentalismo barato y el uso político y económico del opio del fútbol que nos idiotiza en estas fiestas sacras de lo banal.

*          *          *

Siempre pensé que, para nosotros los argentinos, el fútbol es una guerra y la guerra es un partido, lleno de gritos, de polvo en los ojos y de cerrar los puños. Pero nunca como ese día se nos mezclaron tanto la muerte y los goles, la rendición y el silbato final, los disparos y las patadas.

Fue el 13 de junio de 1982, un día antes del final de la guerra de las Malvinas. Les cuento dónde estaba yo, para que me entiendan mejor: tenía 19 años, era un conscripto flaco y desgarbado, me estaba convirtiendo en un futuro ex combatiente (aunque todavía no lo sabía) y acababa de sonar la alerta roja por los altoparlantes en las calles frías y empinadas de Puerto Argentino.

Estábamos en la casa del funcionario inglés que los oficiales de Marina habían tomado como cuartel general y el teniente acababa de prender la radio que había sobre una mesa con mantel floreado en el centro de la cocina.

Las noticias de la guerra no podían ser peores. Esa mañana un grupo de soldados y suboficiales habían traído a la cocina historias de gurkas nepalíes que degollaban a los pibes que dormían en sus pozos. El general Menéndez había dicho por los altoparlantes que no nos íbamos a rendir, que íbamos a luchar hasta el último hombre. Los ingleses ya habían tomado las montañas alrededor de Puerto Argentino y nos cercaban por tierra, mar y aire.

Y el teniente, mientras tanto, aplicaba su oreja al vetusto aparato sobre la mesa y con la perilla trataba de sintonizar Radio Rivadavia, esmerándose en conectar con la voz familiar del “Gordo” José María Muñoz, el relator deportivo estrella de entonces. Argentina, con Kempes, Bertoni, Maradona y Ramón Díaz, iba a liquidar a Bélgica en el partido inaugural del mundial donde la gloriosa escuadra albiceleste defendía el trofeo conseguido en el Estadio Monumental en el ‘78. La radio era vieja y había que agarrar la antena con la mano para que se escuchara algo, para que se pudiera adivinar un partido remoto en el verano español de la movida y la transición.

Recién había empezado el partido cuando sonó la alerta roja, señal de que los Sea Harriers estaban por atacar y había que correr al pozo que habíamos cavado en el jardín de la casa del funcionario inglés. Pero no podíamos dejar la radio, y el partido, y el Mundial de España. El teniente nos instruyó para que todos nos escondiéramos debajo de la mesa de la cocina, y a mí me tocó levantar la mano para sostener la antena de la radio. Imagínense la escena.

Así estuvimos todo el partido, metidos debajo de la mesa, escuchando el partido, y yo con la mano agarrando la bendita antena, mientras afuera los ingleses cercaban el pueblo y los soldados heridos ya bajaban de las montañas con sus caras de fantasmas y su paso de viejos.

*          *          *

Al final, Argentina perdió uno a cero ese partido inaugural, y la semana siguiente, cuando volvimos de Malvinas por la puerta de atrás, muchos descubrimos con sorpresa que nuestra guerra y el Mundial eran tomados por los argentinos, los que nosotros llamábamos “del continente”, con el mismo espíritu de banal fiesta deportiva.

Después, Argentina perdió con Brasil y con Italia y se fue de ese Mundial sin pena ni gloria. Después se fueron los militares, vino Alfonsín, el equipo de Bilardo ganó el Mundial de México en el ‘86, vino Menem, se hundió Maradona, y así. Pasaron los mundiales y los presidentes y se nos fue pasando la vida.

*          *          *

Ayer (esto lo escribí en mayo de 2002), cuando le dije a mi amigo alemán Sebastian Schoepp que estaba escribiendo este artículo y le conté la anécdota de la radio y la mesa y el bombardeo, me regaló una historia suya.

En 1998 Sebastian estaba de vacaciones en las Islas Británicas y vio el partido Argentina-Inglaterra del Mundial de Francia desde un pub en un barrio obrero del norte de Inglaterra.

Mi amigo dice que cuando empezó la tanda de penales, después del partido intenso y empatado, no se escuchaba ni las respiraciones. Cuando Argentina ganó y los jugadores ingleses se tiraron en el pasto a llorar, se hizo un silencio de muerte en el pub. Entonces un viejo aficionado, de esos con venas en la cara, se paró sobre una mesa y empezó a gritar: “¡Nos ganaron un partido pero nosotros les ganamos la guerra! ¡Ganamos todas las guerras!” Y empezó una arenga pastosa sobre el imperio.

Cuando Sebastian me lo contó, vi una secreta y sutil relación entre ese encallecido obrero inglés trepado a una mesa gritando que ellos perdieron al fútbol pero ganaron en las Malvinas y mi teniente, agachado debajo de una mesa escuchando el partido en medio del bombardeo. Ahora siento que tal vez la relación sea demasiado tenue, demasiado traída de los pelos.

Cuando la vida es absurda, a veces tratamos de buscar relaciones y darles un sentido a las cosas.

Lo que sí es seguro es que cada vez que empieza un Mundial, yo me acuerdo de las Malvinas, del terror de las historias de los gurkas, de la radio y su antena, de la guerra y sus momentos de comedia delirante.

Y me sube por la garganta una risa tan triste que ni les cuento.

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14 de junio de 2014
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La reina, el banquero y los júniors

Madrid y Barcelona sin taxis, desprovistas por un día del zigzagueo de los autos que, desde hace un tiempo, vienen quejándose de la falta de trabajo y añoran aquellas noches de emisoras colapsadas y listas de espera. El universo de las aplicaciones llega al taxi de la misma forma que lo júnior reemplaza a lo sénior en política, y lo multirracial se cuela por los pliegues del etnocentrismo patrio. Porque un gran número de taxistas sienten la misma nostalgia que los intelectuales, la distancia de un tiempo en el que su autoridad resultaba insoslayable, a diferencia de hoy, en franca posición de marginalidad social, resignados en sus cenáculos y reclamados de vez en cuando como monos de feria para decorar un evento o una mesa redonda dominada por la generación de nativos digitales “disruptivos” que hablan en siglas. Por su parte, los políticos han empezado a abdicar en cadena: de Rubalcaba a Duran Lleida, pasando por Patxi López o Pere Navarro. Y una extraña sensación de quitarse de en medio refuerza la idea del fin de una estirpe de viejos líderes, reemplazada por el espíritu de los community managers. A una semana de la coronación de Felipe VI, el Congreso luce dispuesto para revista. La revista ¡Hola! dedica monográficos a la familia Real, buscando el equilibrio entre solemnidad y publirreportaje. Y sus miembros continúan recibiendo cerrados aplausos, como el del pasado miércoles a la Reina en el Patronato de Mujeres por África. Doña Sofía, vestida de amarillo pálido, fue ensalzada por medio Ibex 35 reunido gracias al arrojo o los favores debidos a Maria Teresa Fernández de la Vega, presidenta de la Fundación. Resultaba insólito ver a Emilio Botín que, jovial y vehementemente tomó la palabra, y a los mandamases de Endesa, Mapfre, Iberia, FCC o Florentino Pérez, comprometidos con programas para taxistas, estudiantes, víctimas sexuales africanas, o mujeres estigmatizadas como las del proyecto “Stop Fístula”, un drama que asola a quienes sufren las consecuencias de partos de riesgo. La amistad de la Reina con Graça Machel, viuda de Mandela, ha sido un importante vínculo con la causa africana. “Con vuestra incesante labor y compromiso, discreción, cercanía, os habéis ganado la admiración y reconocimiento de todos los españoles” le dijo Botín a doña Sofía. Y se cruzaron las miradas, esbozando en el aire la moviola de todo aquello que puede llegar a compartir un banquero con una reina. El Botín posibilista, el santanderino con prisas, Emilio II, tan amable con Zapatero como apoyo crucial del gobierno Rajoy, se halla inmerso en una cruzada que conecta a las mejores universidades del mundo con el talento sin recursos. En España carecemos del pedigrí de los Bill y Melinda Gates, o de los Soros, porque aquí siguen mandando las familias de banqueros de siempre que se han entregado vigorosos a la responsabilidad social. Y es que ya lo adelantó Cioran, cínico entre cínicos: “Un español siempre da la impresión de que echa de menos algo”. La fama útil Invitaban a la par, Irene Meritxell e Imanol Arias, aunque las fotografías las firmara sólo ella: Miradas de Anantapur. Pareja del actor desde hace ya más de seis años, Meritxell se ocupa de la foto fija en rodajes de televisión y cine, como en el biopic de Vicente Ferrer, al que dio vida su novio. De esa estancia en India surge esta exposición. “Nos impactó la profundidad y nobleza con las que se vive allí” dijo Imanol, que sabía que encarnar al santo laico representaba mucho más que un papel. La recaudación de la muestra servirá para crear hospitales rurales y de VIH. Esa es la utilidad de las cámaras: la mirada de los niños de Anantapur buscando futuro, en pleno barrio de Salamanca. La vida inventada Su verdadero nombre es Hokulani (estrella celestial) y han tenido que pasar 46 años, 31 películas, e incalculables pinchazos faciales para que se atreviera a confesarlo a In Style. Ni es australiana -nació en Hawái- ni sus padres la llamaron Nicole. Inventó su vida, pero no menos que las leyendas que siempre ha fabricado Hollywood para que sus estrellas brillen más. A Kidman se le acusa de ir siempre pasada de photoshop. En algunas agencias de comunicación han dado órdenes de no clipear nada sobre ella para ir borrándola de Google, y más después del errático biopic de Grace. Aunque no será tan fácil olvidar Moulin Rouge o Eyes wide shut. ¡Cuántos precipitados réquiems! 40 años no es nada Los joyeros españoles más internacionales celebraron esta semana, entre amigos, sus cuarenta años de matrimonio. Benito y Lola se conocieron en Bilbao, cuando chicos y chicas aún paseaban por la calle y se cruzaban miradas. Él heredó la tienda-taller familiar a los 36 años, cuando sus padres fallecieron en accidente de coche; ella era enfermera. Se les murió su primer hijo, pero continuaron adelante levantando una familia y una empresa que hoy extiende sus tentáculos por todo el mundo. Los Suárez son ya más madrileños que vascos, cosmopolitas y discretos en sus acciones solidarias. Esta semana regaron con amor la hierba fragante después de llover, como si acabaran de empezar. (La Vanguardia)

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14 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Plegarias desatendidas

Mucho se ha rezado por la paz. Pero más se ha rezado por la guerra. Tiene todo el sentido que representantes de las tres religiones se hayan reunido a rezar en favor de la convivencia después de haber rezado separados durante siglos en favor de la destrucción mutua. Si hay alguien que ha querido invertir la tendencia es el papa Bergoglio hace justo una semana con su iniciativa de oración en unos jardines del Vaticano convertidos en espacio meramente humano y laico. El Papa sabe mucho de símbolos. En su viaje a Palestina e Israel los utilizó con sentido político, pero también con sensibilidad hacia todos. Rezó en el Muro de las Lamentaciones en Jerusalén, pero quiso meditar también ante el muro de separación en Belén, en una simetría molesta para el Gobierno de Israel que compensó con la visita a la tumba de Theodor Herzl, el fundador del sionismo. Y luego convocó a la oración a tres en el Vaticano. Se reza porque ya se han agotado todos los otros recursos. Se apela a la fuerza del espíritu cuando tanto la fuerza bruta como la diplomacia han llegado a su límite. Solo nos queda rezar. Y eso es lo que ha hecho Bergoglio respecto al proceso de paz, liquidado formalmente el 29 de abril pasado, cuando venció el último plazo de las conservaciones patrocinadas por Washington en mitad de la mayor indiferencia internacional. De no ser por su iniciativa, nadie hablaría ahora de esa nueva y enésima oportunidad perdida, mientras sigue o quizás se incrementa la violencia. Rezar no es una actividad reservada a los creyentes. Expresar fervientemente un sentimiento o un deseo solo tiene que ver con la fe si creemos en la eventualidad de que un ser superior atienda nuestras plegarias. Desear que llegue la paz en la región del planeta donde la paz no ha llegado nunca desde hace casi un siglo es lo menos que podemos hacer todos. Al menos, desear la paz tras siglos de desear la guerra. Orar puede ser también un ejercicio político, pero no dirigido al Dios de los ejércitos para que pare, sino a Benjamín Netanyahu para que se comprometa en la paz. El primer ministro cree que el Gobierno de unidad palestina entre Hamás y Al Fatah impide cualquier negociación, pero no puede obstaculizar el rezo de tres ancianos cada vez más desposeídos de poderes terrenales: Bergoglio, 77 años, al frente de las divisiones acorazadas de la fe; Mahmud Abbas, 79, presidente de la Palestina dividida y sin Estado y con mandato caducado; Simón Peres, 90 años, presidente sin poderes ejecutivos y a pocas semanas de pasar el relevo a un nuevo presidente israelí que no rezará por la paz. En la debilidad está su fuerza. Sin esta fuerza no hay oración. La fe queda en evidencia en tantas plegarias desatendidas y apela a la acción humana tras el silencio divino. Vale rezar para después actuar. ¿Alguien lo hará? O



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14 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Brasil que yo vi, más allá del orden y progreso

A cien metros del departamento en que me alojaba en la Rua Santa Clara, en Río de Janeiro, había un pasadizo lleno de grafitis y murales. Un día vi un mural nuevo asomar en una de las paredes; contra un fondo rojo, aparecía un rostro y una exclamación: "¿Usted está ciego? No se respetan los derechos de las personas, ¿y va a gritar gol?" Ese mural captaba el tono del momento que vivía Brasil. En el país del fútbol, a poco días del mundial, apenas se respiraba un clima de entusiasmo. Los colores verdeamarillos aparecían, tímidos, en las vitrinas de las tiendas y restaurantes de la Avenida Nossa Senhora de Copacabana. Marvio, un periodista de O Globo, me dijo que el entusiasmo tardaría en explotar pero llegaría; lo que se estaba intentando era no provocar a los manifestantes opuestos al mundial ("la gente está equivocada: no somos el país del fútbol sino el de la fiesta; y el mundial es una gran excusa para tener varios días feriados y muchas fiestas").

Una noche, en la plaza Tiradentes, en una reunión de organizadores anti-mundial, escuché el resumen de su propuesta: las urgencias del país en materia de educación y salud debían ser más prioritarias que la organización de un evento deportivo. Los manifestantes eran sobre todo de clase media, blancos y de las principales universidades de Rio (querían ser progres y en muchas cosas lo eran, pero, anarquistas y todo, entre ellos discriminaban a las mujeres que tomaban la palabra). Su gran preocupación era establecer lazos con los habitantes de las favelas, pues ellos eran los que más sufrían la pobreza, la discriminación y la falta de infraestructura básica (agua potable, electricidad).  

Había visto cómo funcionaba esa discriminación. Una vez me invitaron a una fiesta en la favela Tabajares, entre Botafogo y Copacabana; costó encontrar un taxi que se animara a subir al morro, y eso que Tabajares es una de las favelas "pacificadas". Otro taxista, camino al aeropuerto, las señalaba mientras pronunciaba un discurso acusador: "vienen los campesinos a la ciudad, y viven en los morros y tienen muchos hijos y como no saben de qué vivir se dedican al crimen". Me dijeron que podía ser hincha de cualquier equipo en Río, menos del Flamengo, pues ése era de "favelados" (esa palabra puede definirse como: "gente ruidosa y vulgar que causa destrozos cuando pierde su equipo").

Un guía que hace tours de favelas -prohibidas por el gobierno de Río-- cuenta que los cariocas saben menos de ellas que algunos turistas; puede que sea cierto, que muchos habitantes se desenvuelvan dándole la espalda a esos cerros que salpican la ciudad y que están al lado de los barrios más lindos, los hoteles cinco estrellas, el hedonismo playero (de hecho, se recomienda no visitar las más grandes, como Alemão o Maré, en las que la policía militar se halla en plena guerra contra el narcotráfico). Pero las favelas no son invisibles, por más que uno se esfuerce en no verlas; están muy imbricadas en el día a día de la ciudad, desde el trabajo hasta el placer.

Los habitantes de las favelas se quejan del constante maltrato policial. Hablan de abusos por parte de los policías militares, mal entrenados y de gatillo fácil. A mí me sorprendió la forma en que los policías desenfundaban sus armas en lugares públicos; vi tres incidentes -uno de violencia doméstica, otro una infracción de tránsito y el último un robo a transeúntes--, en el que policías vestidos de civil aparecieron muy rápidamente para restaurar el orden. Sí, la policía estaba por todas partes, quizás en exceso, para asegurarse de que no habría incidentes que lamentar durante el mundial; pero no tranquilizaba nada la forma en que los policías sacaban el revólver y apuntaban a culpables e inocentes apenas se sucedía algo distinto a lo habitual (por cierto, también vi una manifestación de policías llevando a sus hijas en brazos y con pancartas en las que se quejaban de la violencia contra ellos).

El mito del Brasil es el del "hombre cordial" (una expresión acuñada por el historiador Sérgio Buarque de Holanda). Cordial, sin embargo, no significa solo "amable", como se suele entender, sino movido por sus pasiones, por intuiciones viscerales que van más allá de la razón (algo que Buarque entendía como producto de la mezcla de la cultura portuguesa con la negra y la indígena). Eso puede verse todos los días en el Brasil, a pesar de que en su bandera se lea la frase positivista "orden y progreso". Una noche asistí a una ceremonia de umbanda y vi a esos brasileños tan atildados durante el día, tan en traje de oficinistas, entrar en trance al compás de los tambores, cerrar los ojos, desmayarse. Hubo un momento de la ceremonia en que tanto desorden de los sentidos me perturbó; la matrona de la casa de oración se sentó en una silla en medio del recinto, fue coronada de flores, y regresó la paz. El Brasil turístico está al alcance de la mano, pero para encontrar al Brasil profundo no se necesita escarbar mucho.   

Los brasileños a veces actúan como si no supieran que viven en un imperio, que a pesar de sus problemas son una nación poderosa. Cuando les digo que estoy leyendo a uno de sus escritores, se sorprenden, como si no se sintieran merecedores de tanta atención. Se saben un gran país, pero de ahí a concitar la atención del mundo por el solo hecho de ser Brasil hay un largo trecho. Ahora los medios están pendientes de ellos, al menos por las próximas semanas. Hay quienes quisieran que Brasil solo mostrara su cara amable, pero no será así, por suerte. Veremos un Brasil más complejo del que se suele conocer. Un Brasil cada vez más capaz de mostrar su descontento ante un estado de cosas que podría ser mejor para mucha gente.

 

(El Deber, 8 de junio 2014) 

 

 

 



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13 de junio de 2014
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