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Un gin-tonic con Pedro

Madrid tiene estas cosas, en un pispás puedes organizar una tertulia con un líder sin padecer los estragos de la cansina burocracia; basta con levantar el teléfono y llamar a the right people, como se dice ahora. No hace falta un salón de actos, mejor el cuerpo a cuerpo en un bar, como siempre han gustado las tertulias verdaderas. Hace tres días, Pedro Sánchez llegó al Válgame Dios, un restaurante-lounge regentado por Beatriz Álvarez, protectora de artistas -habrá que ir pensando en montar asociaciones que los amparen igual que a los animales ante la tan arraigada pretensión de que la cultura es gratis-, dispuesto a conversar sin otro objetivo que el de dejarse conocer fuera de la pantalla, y de paso sumar migas. Entre el público, mezclilla de seda y lana: Garrigues Walker -esa derecha que votó a Felipe-, el músico Carlos Jean -”fui del PP veinte años, hasta que lo dejé”-, los hijos de Paco de Lucía, la investigadora del Elcano Carola García-Calvo, José Luis García Berlanga, o los periodistas Màxim Huertas y Fernando Rodríguez-Lafuente repartidos entre sillas y sofás vintage. Los contertulios le preguntaban sobre los jueces, futuribles pactos, el efecto Podemos; la aristócrata María Figueroa -hermana de Natalia-, que reconoció haber votado siempre al partido, reclamó una urgente regeneración, y añadió: “Por cierto, ¿qué pensáis hacer con Pedro J.?”. No había micro. Con sed, pero sobre todo con audacia, Sánchez pidió un gin-tonic. A medida que bajaba la lima, mostraba su fair play. Tanto que ni chistó cuando le llamamos “fontanero discreto de Pepe Blanco” -”se pueden interpretar así las cosas”, dijo-. Ni cuando se le recriminaron las herencias de Felipe y Zapatero y el peso del aparato. Más zorro que bambi, qué a gusto se despachó con Podemos, ahora que él también coge el autobús en Bruselas y va en low cost: “Lo fácil es montar un partido político, lo difícil es el cambiar uno que ha sido el primero. Con Podemos tengo que descubrir qué quieren ser de mayores”. Más allá de los 1.800 euros de la beca de Errejón (“mi sueldo en la universidad era de 1.200″), Sánchez se presenta como un joven que no está quemado y que se ha rodeado de un equipo de desconocidos para la renovación, una vez descorchado el tapón generacional por Felipe VI. Una apuesta en consonancia con la tendencia de profes líderes como Pablo Iglesias y Alberto Garzón. Pdr Snchz, que ha eliminado las vocales para ser más ¿austero, original, 3.O?, también ha tenido que lidiar con el mito del guapo idiota. En el Válgame prometió colgar trimestralmente en internet una relación de viajes, gastos, sueldos y patrimonios. Tampoco se olvidó de Catalunya: “El problema existe”, “hay que cambiar la Constitución”, y, cómo no, unas briznas de ironía: “Pujol nos ha demostrado que Catalunya no es Suiza”. No fue un gin-tonic, fueron dos.

(La Vanguardia)

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24 de noviembre de 2014
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El círculo de los Mahé

Cuando concedió su tantas veces citada entrevista a la Paris Review, Georges Simenon podía vivir en una soberbia mansión de Connecticut porque para entonces ya era un hombre mundialmente famoso y, por ende, fabulosamente rico. Según calculaban el entrevistador y él, tardaba  semana y media en escribir unas novelas a las que dedicaba dos días completos (¡dos días!) para tomar unas notas sobre las carpetas que después irían recibiendo el fruto de su labor diaria (unas ochenta páginas mecanografiadas). Una vez puesta la palabra Fin, esas novelas eran sometidas a una corrección que consistía fundamentalmente en borrar todo rastro de “literatura”. Es inútil buscar en sus libros una metáfora, un pensamiento filosófico o un juicio moral y ni siquiera la descripción de un atardecer particularmente hermoso.  Si el atardecer lo merece se dice “era hermoso”, y punto. Como decía Julian Barnes en un artículo que le dedicó cuando a mediados del siglo pasado Penguin reeditó todas las novelas de Maigret, Simenon escribe en blanco y negro y en los momentos más brillantes puede recordar una fotografía de Cartier Bresson o un fotograma de Jean Gabin con el sombrero, la pipa y el gabán, todo en tonos rigurosamente grises.  

                Otra acertada observación de Barnes es lo antiguo, por no decir desaparecido, que resulta a los ojos de hoy el universo de Simenon, extraído directamente de la Francia profunda, provinciana,  algo desencantada, polvorienta y recién salida de unos coches de caballos todavía en uso en algunas remotas zonas rurales a las que, helás, también llegaba la maldición del crimen. Pero lo curioso es que, y sigo parafraseando a Barnes, aun siendo un universo ya desaparecido los  motivos, anhelos, pasiones y tabúes que impulsan y condicionan a los personajes resultan perfectamente reconocibles hoy porque, en cierto modo, son impersonales, atemporales y, vaya por Dios, personales en el sentido de que eso mismo que atenaza, obsesiona y en definitiva destruye al protagonista de El círculo de los Mahé podría aquejarle a cualquiera. Porque esa es otra de las tesis favoritas de Simenon y que está presente tanto en las novelas de Maigret como en las que él llamaba “duras”: el crimen no es un acto excepcional y reservado a seres de excepción porque en el fondo de toda persona yace un criminal. Que éste salga o no a la superficie es una cuestión casi de azar, o una jugarreta taimadamente planeada por el destino.  Quién no se harta un buen día, dice Simenon con toda naturalidad, de su mujer, sus hijos, sus amigos, su casa, su carrera y, por fin, su vida. Cómo no sentir que alguien (por ejemplo esos omnipresentes Mahé que llevan generaciones  dejado su huella en toda la región) ha diseñado tu vida como si ya hubiera pasado antes por ahí y supiera de antemano ofrecerte todo aquello que aceptarás sin rechistar porque es lo que en el fondo deseas. Hasta que un día, oscuramente, mitad de forma consciente y mitad porque es un anhelo que surge de lo más oscuro, dices basta y empiezas a desmontar todo lo que otros (sin ir más lejos, tu propia madre) montaron para ti.

                El desencadenante, el equivalente al anzuelo que el doctor Mahé lanza una y otra vez desde la barca con la obsesiva esperanza de pescar una corvina negra, es una adolescente misérrima que está sacando adelante a sus hermanos pequeños con el trabajo de sus manos y por la que el desencantado doctor desarrolla una morbosa obsesión (ni siquiera él se atreve a llamarla amor). Y este es otro de los sentimientos a los que Julian Barnes se refería al mencionar su carácter de universal, primero porque le pueden aquejar a cualquiera, pero sobre todo porque son una cuestión intemporal: tanto en la Francia provinciana y años treinta que describe Maigret como en cualquier país civilizado hoy, acosar públicamente  a una menor sin ni siquiera ofrecer la coartada del amor está mal visto y quien pese a todo acabe destrozando la vida de esa criatura lo terminará pagando, ya sea porque la sociedad le pasa la correspondiente factura o porque el propio malhechor se quite de en medio antes que asumir su desvarío.

                Gran parte de las noticias que daba el propio Simenon sobre su sistema de trabajo  (dos días para pensar la novela, una semana y media para escribirla a razón de ochenta páginas al día y una corrección que no entrañaba reescribir, reinventar o reorientar lo escrito porque el objetivo era quitar cualquier asomo de “literatura”) son rastreables en El círculo de los Mahé. Y es asimismo cierto que son perfectamente visibles las limitaciones y vacilaciones y todo el resto de detalles accesorios cuya revisión podría aliviar el texto y redondear la historia. Pero no es menos cierto que a cualquier otro que no sea Simenon le resultaría imposible ofrecer un relato con la intensidad y la dimensión trágica que él es capaz de transmitir en sólo ciento y pico de páginas.  Con el agravante de que encima puede decirse lo mismo de las quinientas novelas que al parecer escribió.

 

 

 

 

El círculo de los Mahé

Georges Simenon

Traducción de Núria Petit

Acantilado

                 

 

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24 de noviembre de 2014
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Entre el viejo y el nuevo mundo

En el viejo mundo, glosas, églogas y elegías en nombre de la duquesa de rompe y rasga, la rebelde, libre, la más moderna, aún con esa mota melancolía que tiñe el rictus de las herederas. “La señora era muy sencilla”, dicen los vecinos, una frase que encierra un mundo. El jueves, los sevillanos salieron a la calle como solo saben hacerlo ellos, a golpe de emoción desbordada. No en vano fue la más flamenca -y se descalzaba con la misma desvergüenza que las gitanas-, siendo 14 veces Grande de España. “Pura conmoción, nunca se había visto nada igual”, me cuenta el Loco de la Colina mientras rescata las entrevistas que le hizo. Quintero hubiera tenido que entrevistarlo a él, a Alfonso Díez, seguro que la duquesa lo hubiese deseado. “Cuidad de él cuando yo no esté”, les pedía a los amigos más cercanos. Este fin de semana, Díez, 64 años, de familia bien palentina, funcionario en excedencia, se ha convertido en el nuevo viudo de España. El que creían un remake de Porfirio Rubirosa, Rubi para los amigos, que sedujo a Doris Duke (dueña de Camel) y a Barbara Hutton, pero con target más maduro. El machismo arraigado y la querencia de los españoles por el chiste zafio contribuyó a que se acusara a Díez de casi todo lo imaginable, de cazaherencias a gay con complejo de Edipo. La tradición, a la inversa, de los ancianos Ecclestone que se casan con veinteañeras. O de los mitómanos que se ponen los trajes de ella. Marguerite Duras lo escribió así: “Me ha ocurrido esta historia a los 65 años con Y. A., homosexual. Es sin duda lo más inesperado de esta última parte de mi vida, lo más terrorífico, lo más importante”. Se llevaban 40. Acaso lo que resulta más sorprendente en las crónicas del fallecimiento de la duquesa que abrió el tarro de los amores tardíos, indolente a burla y escarnio, es el detalle con que se pormenoriza el reparto de la herencia de la Casa de Alba. Sin duda algo inaudito haber hecho testamento en vida para que familia y casta bendijeran al sospechoso y apuesto Alfonso. “Espero que te haya podido demostrar lo que te quise, lo que te quiero y lo que te querré” escribió él sobre la corona de rosas rojas. En el nuevo mundo, otra mujer abandera una avanzadilla bien distinta, equilibrando tradición, códigos culturales y lujo. ¿Puede ser moderna una mujer musulmana? Con cincuenta y cinco años, la madre del emir (y de seis hijos más) ha retado a la negra abaya que lucen obligatoriamente sus correligionarias con trajes de alta costura, y sustituye el velo con sus audaces turbantes que cada vez dejan asomar más pelo. El periódico local Península publica casi diariamente sus fotos en portada visitando escuelas de niños desfavorecidos con looks informales o luciendo sus Cartier de esmeraldas en actos internacionales. Cuando aparece en las bodas de la realeza, como la última en Marruecos, nos transporta a las atmósferas cargadas de shisha y rasoul, y trae un eco de Sherezades modernas que exhiben sus hiyabs fashion a fin de salir de la negritud que las envuelve en la vida pública. En su vida privada, no tengan duda, mujeres de rompe y rasga. Prototipo sexy ¿Qué tendrán en sus genes las antípodas, tierra de canguros y koalas, desiertos, lana, vino, ópalos y la gran barrera de coral, para engendrar señores con la envergadura de Chris Hemsworth o Hugh Jackman? La revista People -¡qué seríamos sin listas!- acaba de elegir al marido de Elsa Pataky “el hombre vivo más sexy 2014″, honor mediático que inauguró hace 19 años su compatriota Mel Gibson. Rubio, 31 años, 1,90, siempre se deja fotografiar en las playas australianas con Elsa y los niños, o surfeando. “Ya no tengo que lavar los platos, ni cambiar más pañales: estoy por encima de eso”. La broma se le atraganta, aunque debe de ser muy embarazoso ir a comprar Fairy sabiéndose el “vivo más sexy” del mundo… Repóquer A primeros de los noventa Josep Font -entonces firmaba con Luz Díaz- esculpía patrones sobre las tendencias minimalistas alentadas por los japoneses en la pasarela. Su delicadeza y timidez era casi enfermiza. Le he seguido de cerca, he acudido a desfiles aquí y en París; extraordinarias siluetas entre Dior y Alma Tadema. Y lo he visto triunfar en Nueva York: Cate Blanchett, las Santo Domingo y otras it girls visten ahora DelPozo (firmada por él). Ha recibido el premio Nacional de Diseño de Moda (30.000 euros) tras un repóquer de grandes, como Pertegaz o Blahnik. Se le reconoce por su prêt-à-couture manierista, sólida. “Lo que más ilusión me hace es donar el premio a la lucha contra el cáncer y el alzheimer”. Puro Font, alma elegante. Un señor editor Me descubrió a los grandes contemporáneos, me presentó a Emmanuel Carrère, y de vez en cuando me envía un correo dictado a su secretaria, empeñado en ser off line. Son razones suficientes para considerar a Herralde mi editor estrella, con el permiso del excelso gremio. Hace poco he recibido Deconstructing Anagrama, un catálogo con la selección de los títulos vivos de Anagrama, que este año cumple 45. Pocos escritores se le han resistido -no consiguió a Borges-, algunos se han ido diciendo que paga mal, otros temen tanto su criterio implacable como bendicen que sepa reírse tan bien. Y están los que celebran que haya rescatado tantos clásicos “negligidos” como dice él, con su brillo en unas retinas que no miran, taladran, forever young. (La Vanguardia)

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22 de noviembre de 2014
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A los asesinos de todo el mundo

Francia sabe de qué va la cosa. No es un Estado y no es islámico. Es una banda de asesinos, armada hasta los dientes y dotada de las más sofisticadas capacidades de comunicación; dispuestos a exhibir la máxima crueldad y a utilizarla para aterrorizar a sus enemigos y seguir reclutando a su ejército terrorista. Darle el nombre de Estado Islámico de Irak y de Siria es legitimarla y acreditar la veracidad de lo que dice el enunciado, el mítico califato de los primeros tiempos de expansión del islam. La última superproducción difundida por la banda acredita la aspiración proselitista de estos asesinos cortadores de cabezas. Una hilera de jóvenes barbudos, casi todos de origen europeo, avanzan en fila india y en uniforme de combate, cada uno llevando por el cuello a un prisionero del ejército sirio. La estética y los movimientos parecen inspirados en los juegos de la violencia ninja, que tanto éxito ha cosechado entre los jóvenes ususarios de consolas digitales. También hay planos cortos que nos acercan los rostros de unos y otros y el gesto repetido con que cada uno de los verdugos recoge de una caja el puñal con el que degollarán a sus víctimas. Son en total una veintena, que se colocan en fila y en pie, con los reos arrodillados, antes de que uno de ellos, enmascarado y distinguido por su vestido negro, probablemente el yihadista británico que decapitó a los anteriores rehenes occidentales, se dirija amenazante a la cámara. Son occidentales que matan a occidentales, franceses muchos de ellos, al servicio de una causa que agota todo su sentido en el propio sinsentido de los asesinatos en serie. Por eso no merecen, según el gobierno francés, la denominación propagandista de Estado Islámico, sino la de Daesh, acrónimo árabe de la misma expresión (al Dawla al Islamiya al Iraq ua al Shams), que en la lengua del Corán tiene connotaciones negativas por su proximidad a palabras que significan opresión y división. Esta última superproducción, junto al asesinato del rehén estadounidense Peter Kassig, llega después de varias noticias negativas para el grupo terrorista. Su máximo dirigente, el autoproclamado califa Al Bagdadi, estuvo a punto de perecer y puede incluso que esté herido como consecuencia de un ataque aéreo. La ciudad siria de Kobane, fronteriza con Turquía, ha resistido al cerco del ISIS y evitado así la victoria propagandística de su conquista por los yihadistas. A falta de éxitos militares, el vídeo es la respuesta a estas dificultades y por tanto una demostración de debilidad, como ya han señalado algunos expertos. No hay terrorismo sin propaganda. Pero las decapitaciones de Daesh son a la vez banderín de enganche; terrorismo y oferta de trabajo a los asesinos de todo el mundo, que tienen la oportunidad de desplegar sus instintos sanguinarios bajo la bandera de este califato primitivo y criminal.

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22 de noviembre de 2014
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¿Cómo es posible no escribir siquiera una vez de las grullas?

Al país de Homero, donde las grullas, alegria del éter, están rodeadas de montes de lejano crepúsculo, allá quería ir Hölderlin porque había oído que los poetas son libres.
 
Estos días y noches de alegría del éter se oye a las grullas que pasan y hacen variaciones corales con las onomatopeyas que las saludan en todas las lenguas. Luego sale el sol que reverbera en sus barrigas blancas y en el retiemblo de sus alas, y las grullas renuevan sus asambleas revolucionarias y sus gritos de alegría por encima de los tiros.
 
En vasco de esta comarca, la grulla se llama lertxun, que es también el nombre del álamo temblón. Dice el botánico Lacoizqueta que la grulla, “ave que se eleva y vuela muy alto” da nombre al árbol “aludiendo a la altura y esbeltez de esta especie que se eleva en los bosques sobre los árboles inmediatos”.
 
Pero lertxun está emparentado con ler, que es pino; por lo tanto sería un dendrónimo acendrado. Eso sugiere que en vasco se ha nombrado al ave con la característica del árbol: ese particular tembleque que propician los peciolos flexibles de las hojas del álamo que se agitan y reverberan a la luz como una bandada de grullas, esas aves vistosas y viajeras que siempre llamaron la atención de poetas y videntes. 
 
Los vascos antiguos leían el futuro en el vuelo de los pájaros y los actuales, al menos los de Baztán, aún ofician danzas ceremoniosas que remedan los movimientos de ciertos pájaros para oficiar el buen augurio, si bien luego madrugan para matarlos a tiros. Y por encima pasan las grullas como ramas de álamo que lleva el río del éter.
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21 de noviembre de 2014
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Estimado ayatola

Cuatro son las cartas que ha escrito Barack Obama al ayatola Jamenei, el Guía Supremo de la Revolución iraní. Desde que llegó a la Casa Blanca, nunca se ha olvidado de felicitar a los iraníes con motivo del año nuevo persa, el Nouruz o día de inicio de la primavera. Lo hizo por primera vez el 20 de marzo de 2009 cuando todavía impresionaban su tez morena y su segundo nombre Hussein, el mismo que el del tercer imán del islam chiita. Fue su estudiada respuesta a la carta de felicitación por su elección que le mandó el presidente Mahmud Ahmadinejad y que había quedado sin respuesta. Obama prefirió dirigirse directamente a los iraníes y eligió una fiesta nacional que incluye a todas las religiones y no únicamente al chiismo. A cinco años vista, está claro que Obama quiere terminar durante su presidencia la prolongada ruptura de relaciones entre la República Islámica de Irán y Estados Unidos que provocó la ocupación y toma de 66 rehenes de la embajada americana en Teherán en 1979. La normalización de relaciones con Irán se ha ido configurando como un objetivo similar al que supuso la normalización con China para Nixon, principalmente de cara a la estabilidad de Oriente Próximo y a la no proliferación nuclear en la región. Pero no está claro que Obama pueda conseguirla, justo cuando ha entrado ya en la segunda mitad de su segundo período, el tiempo conocido como del pato cojo, con las dos cámaras del Congreso en manos de los republicanos. La correspondencia entre el presidente de los Estados Unidos y el Guía Supremo no está al alcance del público y si hemos conocido de su existencia ha sido porque lo ha contado The Wall Street Journal. Las primeras dos cartas, de 2009, eran sobre todo para ofrecer seguridades a Teherán de que Washington no iba a promover un cambio de régimen. También había un mensaje implícito respecto a sus propósitos pacíficos, en el mismo momento en que Benjamin Netanyahu, recién instalado como primer ministro, señalaba el programa nuclear iraní como la mayor amenaza existencial para Israel y propugnaba un ataque preventivo que al menos retrasara unos años la obtención del arma atómica. Todas las cartas hacen referencia al programa nuclear, pero la última se interesa también por la amenaza que representa el Estado Islámico. Jamenei ha sostenido que este grupo terrorista, al igual que Al Qaeda, es una creación de Washington dirigida a dividir a los musulmanes y, aunque ha autorizado las negociaciones nucleares y el acuerdo provisional alcanzado hace un año en Ginebra, mantiene una actitud muy intransigente respecto al acuerdo definitivo. Al final, no será el presidente Hasan Rohani, principal promotor de las negociaciones nucleares, sino el anciano ayatola quien tendrá la última palabra este 24 de noviembre, cuando vence el acuerdo provisional y corresponde cerrar con el grupo llamado P5+1 (los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad más Alemania) el acuerdo definitivo que ponga fin al problema de la bomba iraní o buscar, en caso contrario, una vía de escape en forma de otra prórroga de las negociaciones.

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20 de noviembre de 2014
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Críticos de cocina

Recuerdo la primera vez que vi comer en el cine. En la pantalla de un cine, quiero decir; comer se comía mucho cuando iba a las grandes salas de mi infancia, que quedaban al acabar la segunda sesión alfombradas de cáscaras de pipas y pieles amarillas de altramuz. Esa masticación vehemente no era dadá, como la que André Breton y su mentor Jacques Vaché llevaban a cabo  -riéndose de la mímica de las actrices mudas-  con los labios untados de foie gras y descorchando botellas de vino en los cines de Nantes, donde se conocieron en 1916, Vaché convaleciente de sus heridas en la primera guerra y Breton como interno de neurología en el mismo hospital. Mis amiguitos y yo, cuarenta años después, éramos menos díscolos; las películas solían ser en technicolor y de piratas, y comíamos frutos secos para saltarnos la triste merienda del pan con chocolate.

      La primera vez que vi comer sobre la pantalla temblorosa de un cine al aire libre de Alicante fue en ‘Los cuatrocientos golpes' de Truffaut, la película con la que empieza mi memoria cinéfila. El niño Antoine Doinel sí que era rebelde de un modo a veces para-surrealista, pero tras enredar y ser castigado por el odioso maestro, Antoine, solo en casa, sirve la mesa, empieza sus deberes y se aburre antes de la cena: la sopa clara, el pescado quemado, el padre bonachón, el cigarrillo altivo de la madre guapa. El director francés que más provecho sacó, sin embargo, de los ritos alimenticios de la burguesía fue Chabrol, gourmet él mismo y especialista en plasmar lo fácil que es que la degustación de un exquisito ‘boeuf bourguignon' preceda a un horrendo crimen.

      Es posible que esté naciendo un género, el cine culinario, que poco tiene que ver con el desasosiego de aquellas comidas de la Nouvelle Vague. Dos títulos de éxito, ‘Chef', de Jon Favreau y la recién estrenada ‘Un viaje de diez metros', de Lasse Halström, coinciden no sólo en la exaltación de los cocineros, los príncipes de la blanda cultura actual, sino en la relevancia de la figura del crítico de restaurantes en sus tramas; es significativo que en ambas aparezcan como seres esquinados y recelosos, dando la razón así al célebre dictamen del escritor irlandés Brendan Behan: "Los críticos son como los eunucos del harem; saben cómo se hace, lo ven hacer todos los días, pero ellos mismos son incapaces de hacerlo".

     El sentimentalismo dulzón también las caracteriza, si bien se ve con mucho más agrado ‘Un viaje de diez metros' (‘The Hundred-Foot Journey'), cuyos escenarios centro-europeos resultan además más amenos que los de Los Angeles y Miami en ‘Chef'. Tampoco hay color entre ver de protagonista omnipresente al propio guionista y director, el estomagante Jon Favreau  (la presencia muy secundaria de Scarlett Johansson y Dustin Hoffman no compensa), y ver a Helen Mirren dando una de sus lecciones de virtuosismo interpretativo, en este caso hablando en inglés (su lengua, claro) con estudiado acento francés. La relación padre/hijo es capital en las dos historias, del modo edificante que suele darse en el ‘mainstream' de Hollywood, y los cocineros, el padre en ‘Chef' y la madre (muerta al comienzo de modo trágico) en ‘Un viaje de diez metros', son los héroes de esta pujante épica de los fogones. Los hijos, un niñito muy despabilado en la primera y un joven hindú soso en la segunda, admiran a sus figuras patriarcales y las emulan, con tal de que el edificio de la familia mantenga vivo su fuego ancestral, desafiando los vaivenes del amor, el mal de los celos y la crueldad aviesa de los críticos que hacen sus reseñas y puntúan. Recordé otras dos comedias españolas sobre chefs, ‘Fuera de carta', de Nacho G. Velilla (con el siempre agradable de ver Javier Cámara), y ‘Bon appétit', de David Pinillos, las dos con poca gracia, una más gruesa que otra. El último festival de San Sebastián ha albergado una sección autónoma de cine culinario; el género, por mucho que se diga, no sube de lo mediocre.

      Para quienes sufrimos el efecto de los críticos en nuestra propia carne (practicándolo, en mi caso, a la inversa), las dos películas que aquí se reseñan tienen su morbo, como lo tiene la italiana ‘Viajo sola', dirigida por Maria Sole Tognazzi y en cartel todo este verano; en ella, Irene, la crítica (de hoteles), es la heroína, y resulta un alivio que su perfil no esté magnificado. Es pundonorosa, culta y muy elegante, y también una espía y una frustrada acusica. La frase de Behan.

       ‘Un viaje de diez metros' destaca por su empaque, como no podía ser menos en una producción a medias entre Steven Spielberg y Oprah Winfrey, basada en una novela de éxito de Richard C. Morais (que no he leído) y bajo la dirección del sueco de origen Hallström, que hizo hace años obras tan estimables como ‘Mi vida como un perro' o ‘Atando cabos' (‘The Shipping News'). Para mí tiene una bonificación particular, que ya se advierte en sus planos de arranque y reaparece en la moraleja: el elogio del erizo de mar, el manjar más delicioso que conozco (al margen de sus legendarias propiedades lúbricas). No a todos les parece un plato de gusto. Hay otros valores, al menos de intención: el canto al cruce de civilizaciones, la abominación del racismo, y algo menos edificante pero más pertinente: la sátira del nuevo imperio de la comida de laboratorio, que en las escenas del restaurante de París donde fichan al genio de la cocina que es Hassan, tiene toques vitriólicos muy de agradecer. El inserto del critico de las guías Michelin tomando apuntes a escondidas, o la ansiedad histérica en el remozado restaurante El sauce Llorón por saber si han ganado la segunda estrella Michelín hacen reír, y sus connotaciones son extensibles a otros mundos donde el concurso y la moda priman. La música, de A. R. Rahman, a tenor de la fotografía, es melosa y empachosa.

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19 de noviembre de 2014
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El mundo de los dos pulgares

 

Siempre me ha seducido imaginar a un monje medioeval de esos que habían pasado la vida entera copiando libros a mano en el encierro de los conventos, cuando una mañana oye gritar desde la calle que se ha inventado una máquina portentosa para imprimir los libros en decenas de copias; y este viejo monje de mi imaginación piensa, con susto y tristeza, que su antiguo oficio manual ya no servirá de nada en el futuro y, por tanto, sólo quedan para él el olvido y la muerte; y cuando la polilla se coma los pergaminos en los que ha trabajado toda su vida, se lo comerá también a él.    

Este monje, a lo mejor medio sordo, de modo que el pregón que anunciaba la invención de la imprenta entró apagado a sus oídos, sólo tenía una manera de no ser comido por la polilla, y era colgar los hábitos, salir a la calle, buscar uno de los talleres donde se imprimían libros, preguntar, indagar, meterse entre los tipógrafos, aprender a componer planas con los tipos móviles de madera, enterarse de cómo funcionaban las prensas manuales, de cómo trabajaban los encuadernadores. Y aceptar, antes de nada, que el mundo tan antiguo en el que había vivido se hundía para siempre en las tinieblas.

A veces me siento como ese viejo monje, confundido y desorientado en medio de la nutrida selva de invenciones, donde se agrega un nuevo árbol que nace cada noche y a la mañana siguiente ya ha desarrollado su follaje, y donde los libros, que se imprimen digitalmente o se leen en las pantallas, también digitalmente, no son más que uno de esos árboles conectados entre todos por la tecnología cibernética, igual que el cine, la música, la información, el entretenimiento, la vigilancia policial, el agua potable, la electricidad, las compras a domicilio, los juegos, los vuelos aéreos, el funcionamiento de los automóviles, los trenes, los semáforos en las esquinas.

Nuestra memoria vive en una nube, es decir, la memoria de la humanidad archivada en la nada virtual. Lo que escribo cada día, lo que invento, lo que medito, es registrado de manera inmaterial, tanto que cuando apago la computadora mis palabras regresan a esa nada virtual, y sólo volverán delante de mí cuando yo las convoque. No necesito viajar con ellas; adonde llegue, me estarán esperando para bajar a mí desde la nube.

Todo esto sería demasiado para el monje de mi historia, pero alguien como yo, que empezó tecleando en las máquinas de escribir mecánicas, y creció con la radio imaginando a los personajes encarnados en las voces, debe librar una lucha a brazo partido con ese ángel de la ultra modernidad que cambia en cada momento de figura, y al que si no logro asir en mi abrazo, al rayar el alba se alejará y me dejará derrotado; e igual que Jacob en la historia bíblica debo decirle: no te soltaré si no me bendices.

Sino entras en ese cono de luz, lo que te espera es la oscuridad, y la soledad. No sabrás de qué están hablando los demás, que son en su inmensa mayoría jóvenes. No podrás ni siquiera viajar. Aún me acerco con terror a las máquinas que te dan en los aeropuertos los pases de abordar; de repente hay aún un empleado piadoso que te auxilia, pero pronto desaparecerán. Pronto tampoco habrá nadie en la ventanilla cuando quieras comprar un boleto para entrar al cine.

Alguien de mi generación se quejaba delante de mí hace poco, de lo caótico que es el mundo de las redes sociales. No lo es, le decía yo. Si vives dentro, si aprendes a conocer bien esas reglas juveniles que lo animan, te vas a dar cuenta de cómo funcionan los códigos que los adolescentes han inventado para nosotros. Tienes que aprender a usar la carita feliz, las abreviaturas, los neologismos que te parecen tan arbitrarios, tienes que aceptar que el idioma es hoy más híbrido y mutable que nunca, tienes que saber usar los dos pulgares para escribir porque se acabó la era de la digitación con los demás dedos.

Quizás siempre hubo un abismo entre generaciones, me dirá mi amigo, esta misma preocupación por no quedarse atrás, aislado en el páramo. Soy el primero en aceptarlo, por eso empecé contando la historia de mi monje medioeval que oye gritar que afuera ocurre un cataclismo después del cual el paisaje ya no será nunca el mismo.

 Pero este cataclismo que nos toca, es el cambio más radical de civilización que ha vivido la humanidad, y apenas empieza. Apenas cimbra con sus primeros movimientos telúricos la tierra. Y si te traga una de las grietas que se abrirán mientras huyes, no volverás a ver la luz del sol.

La vejez es entonces eso, quedarse fuera, no entender que el mundo es otro, y que para vivir en él es necesario adaptarse, como ha sucedido a lo largo de los milenios con todas las especies. Y ahora apago la computadora, y mando estas palabras a la nube que navegaba invisible sobre mi cabeza.

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19 de noviembre de 2014
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