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Iconografía del terror

El prisionero arrodillado y enfundado en una blusa de color naranja y el guerrero vestido de negro y enmascarado, cuchillo en mano, dispuesto a degollarle, componen la estampa con la que el Estado Islámico difunde su propaganda para reclutar a jóvenes ávidos de sangre y aterrorizar al resto de los mortales. El nutrido grupo terrorista que encabeza el iraquí Abubaker al Bagdadi, varios millares de combatientes organizados en un buen número de países, se diferencia en muchas cosas de Al Qaeda ?la organización que dirigió Osama bin Laden y encabeza ahora Ayman al Zawahiri?, pero una de las más notables es iconográfica. En la postal que definía a la ya vieja Al Qaeda, fundada probablemente en 1989, y ahora en franco declive frente al Estado Islámico, veíamos a unos tipos vestidos con los hábitos salafistas de los piadosos compañeros del profeta, con el Kaláshnikov en los brazos naturalmente, ante una cueva de una remota región montañosa. Al Qaeda reclutaba y entrenaba a los jóvenes que querían revolverse contra el mundo impío occidental y sobre todo contra quienes había mancillado el territorio sagrado del islam, inspirándose en la lectura coránica y en las azoras de contenido más belicista. El Estado Islámico, en cambio, busca su iconografía en el pasado más reciente, y lo que es más astuto, en las actuaciones del enemigo occidental en Irak. El califa autoproclamado Al Bagdadi en el púlpito de la mezquita de Mosul, con ese reloj de pulsera que no puede ocultar, impresiona mucho menos que los iconos extraídos de la guerra global contra el terror, que son el prisionero de Guantánamo o Abu Graib, encapuchado y con blusa naranja, y el marine o el agente privado, armado hasta los dientes, enmascarado y enfundado en su mono negro de combate. Obama ha sacado a la Cuba de los Castro del limbo internacional y está a punto de hacer lo propio con el Irán de los ayatolás. Entraba en sus propósitos, pero no prometió ninguna de las dos cosas. Sí era una promesa electoral en cambio la clausura de la prisión de Guantánamo, donde todavía quedan unos 120 detenidos. Sigue funcionando, por tanto, el icono de la blusa naranja como símbolo del limbo jurídico y de una represión sin normas ni control. También sigue funcionando el otro icono, el del soldado exterminador de civiles, transmutado en los últimos años en drones que asesinan ciegamente. Y esto a pesar de que la justicia estadounidense, cuando puede, cumple con su deber, como ha sido el caso de la cadena perpetua y las penas de 30 años impuestas a cuatro mercenarios de la compañía de seguridad Blackwater, la principal contratista privada durante la ocupación de Irak, acusados de una de las peores matanzas de toda la guerra, la de 14 civiles en una plaza de Bagdad en 2007. A Obama le servirá de poco, pero vale la pena que cunda el ejemplo.

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16 de abril de 2015
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La seriedad del rodaballo

Cuando un país pobre cae presa de la gastronomanía es de esperar lo peor. La exquisitez culinaria hay que reservarla para los países de vientre abultado, como Francia, en donde la gula no daña la mente. En lugares sin defensa cultural, la gastronomía lo arrasa todo. Es hoy muy difícil ver alguna cadena de televisión que no tenga varios cocineros en pantalla. Los mayores éxitos populares de los últimos tiempos son concursos en los que unos actores disfrazados con gorro de chef torturan, desprecian y humillan a unos contratados que figuran de pinches.

No es España el único lugar en donde campa el analfabeto gastronómico. En 1995, Bob Parker, el más célebre catador de vinos del mundo, le dio la máxima puntuación (cien) a un Burdeos, el Petrus 1921. De inmediato irrumpieron los millonarios (ya entonces los había chinos y rusos) exigiendo botellas del lujoso caldo. La inspección antifraude bordelesa analizó en Nueva York una botella comprada por el potentado Bill Koch. La etiqueta había sido envejecida con agua, jabón e intemperie. El corcho era una porquería. Todo, incluido el vino, era falso. Bob Parker no volvió a levantar cabeza.

Esta historia la cuenta Miquel Sen, un especialista de la mesa, en sus muy divertidos recuerdos Confieso que he comido. Hay pocas personas tan inteligentes y tan honestas en un mundo que es una termitera de farsantes. Sen, que llegó a tener un programa pionero en la televisión nacional catalana, ha conocido lo mejor y ha probado lo considerado inmejorable de nuestra cocina. Sus juicios son emocionantes.

Miquel Sen es otro de los miles de exiliados catalanes que han huido en busca de aire fresco, en su caso, a Galicia, pero conoce sobradamente el mundo gastronómico catalán y opina que tiene mucho en común con Japón. Seguramente, dice, la falta de recursos agroalimentarios de ambos lugares, unida a una obsesión estética, han sido la causa que ha llenado Barcelona de restaurantes japoneses, al tiempo que los mejores cocineros de la región (Ruscalleda, Hernández, Balaguer), se han establecido en Tokio. Ilustrativo.

Desde el momento en que ese mundo se convirtió en espectáculo para masas, múltiples han sido los inventos gastronómicos, seguidos casi siempre por el fraude. Cuenta Sen, por ejemplo, el uso depetazetas para dar a los platos un crujido efervescente entre los más hábiles imitadores de Adriá. Corrupciones que le llevan a recordar lugares irrepetibles como Príncipe de Viana, Zalacaín, Viridiana o Sacha en Madrid, Quo Vadis y Reno en Barcelona, o los once magníficos vascos. ¿Dónde están las nieves de antaño?

La cocina gastronómica cree Sen que "será terrorífica a medida que prosperen las falsificaciones", pero lo dice con una simpática ironía y sin levantar la voz. Se comprende: hace poco, el maître de la marisquería más importante del Paralelo barcelonés le soltó una bronca "con la insolencia de un salvaje" porque había osado decirle que no apreciaba la salsa dulce que acompañaba al rodaballo. El salvaje le bramó que no sabía nada de cocina. Pero es que, se justificaba Sen, "los rodaballos son peces muy serios". Hablaban con los pescadores del mar Báltico que iban a por ellos, según Andersen, y eran persuasivos.

¡Ah, qué finos poetas hay entre los gastrónomos honrados!

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15 de abril de 2015
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Asuntos Metafísicos 93: Preliminares de la Ciencia y de la Filosofía

En estas columnas retorna a intervalos la interrogación sobre la finalidad  de las mismas, es decir, el  objeto de la metafísica,  interrogación que  a su vez remite a la pregunta clásica e inevitable sobre el objeto mismo  de la filosofía. He intentado bajo múltiples formas delimitar cuando cabe decir que la filosofía da comienzo, qué separa la disposición de espíritu del filósofo respecto a la del científico o la del poeta, y cuándo cabe razonablemente conjeturar que la filosofía tiene su punto de arranque.

El problema del origen  se plantea en particular respecto a la  filosofía y la ciencia, pues a la palabra poética y al arte en general no parece poder atribuirse otro punto de arranque  que el de la propia humanidad. Es en efecto imposible imaginar que la disposición artística no surge de inmediato cuando en la historia evolutiva se asiste a ese momento de total ruptura, a esa emergencia que supone la mutación de un código de señales en lenguaje. Nunca es ocioso insistir en esta radical diferencia:

Los signos de  un código sirven a una finalidad práctica, y por definición su operatividad es proporcional a la ausencia de equivocidad; los signos lingüísticos por el contrario sólo parcialmente están subordinados a intereses exteriores al propio signo y además su potencial equivocidad es un arma para su propio despliegue, precisamente bajo forma de palabra poética.

Marcado por el hecho de que en ocasiones  el deseo de hablar (el pinkeriano "instinto de lenguaje") prima sobre las exigencias prácticas,  el hombre extiende  esta disposición más allá del lenguaje  y así convierte en símbolo cosas de su entorno que eran  susceptibles de constituir un instrumento para la vida práctica, o ser material del mismo.

 Interrogándose sobre la polaridad medios- fines, el genetista Francisco Ayala  señala el peso enorme de la capacidad para hacer esta distinción en el desarrollo de la cultura humana: "el cuchillo para  cortar, la flecha para cazar, la piel de un animal para proteger el cuerpo del frío" (Lectio con motivo de su doctorado Honoris Causa en la Universidad de Valencia). Mas precisamente por ello cabe enfatizar la enorme importancia en que esta finalidad del objeto es abolida: vasijas excesivamente pequeñas  para  almacenar agua o  excesivamente grandes para ser transportadas, arcos demasiado pesados  para ser alzados, espadas carentes de filo y de acuidad... objetos sin valor instrumental, preciosos sin embargo como prueba de ofrenda. Cabe conjeturar que está aquí  una de las vías en el deslizamiento que conduce de la techne en el sentido de técnica, a la techne en el sentido de arte

Pero lo que aquí quisiera enfatizar es otro singular aspecto del singular código de señales de los humanos: la información no determinada por objetivos exteriores a la misma, es decir, la inteligibilidad.  La abeja que contempla la danza de su congénere  recibe una información  llena de matices, la cual es desde luego preciosa con vistas a dar con el lugar dónde se halla el botín alimenticio. Sin duda cabe atribuir a ambas abejas algún tipo de afección  positiva en el hecho de estar actualizando una potencialidad simbólica que es propia de su especie ("danzar" y aprehender el sentido de tal danza), pero no parece razonable sin embargo separar tal satisfacción del objetivo vital.  No parece razonable conjeturar que tras  la danza que señala el lugar de la riqueza  y   la percepción del sentido de tal danza por la segunda abeja esta última acudiera a descubrir el lugar dejando intacto el objeto.

Es indiscutible que tal limitación no se da en el caso de la utilización de la información por los humanos. La información sobre la naturaleza  que el lenguaje proporciona puede llegar a ser deseada, no sólo dejando intacto aquello sobre lo cual tal información se da sino sin extraer utilidad alguna de la misma. El lenguaje humano intrínsicamente equívoco (a diferencia de los códigos instrumentales) lucha contra su interna  equivocidad  a fin de alcanzar información relativamente  inequívoca o inteligible, pero esta búsqueda de inteligibilidad puede llegar a ser libre, es decir, tenerse a sí misma como fin. ¿Quiero ello decir que esta búsqueda desinteresada es ya la ciencia? No necesariamente. La ciencia exige algo más, exige que lo inteligible no sea contingente, exige una determinada concepción del orden natural. Me ocuparé de ello en la siguiente columna.

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15 de abril de 2015
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Wert en el teclado

Cincuenta periodistas culturales reunidos durante dos días en el palacio de la Magdalena de Santander a fin de tumbar a su oficio en el diván. Psicoanálisis de urgencia: desde la crítica y la crónica del género hasta las tendencias y las resistencias. ¿Crisis del género o fin de época? ¿Autocrítica y ombliguismo de los demasiados periodistas que escriben sólo para sus colegas? Los equilibrios presupuestarios que han reducido contenidos y contenedores aunque por otro lado han avivado nuevos formatos para exquisitas minorías: desde emisoras en internet como El Extrarradio hasta publicaciones para pensar como Letras Libres. Unos exigen higiene deontológica: no hay que conocer al autor antes de entrevistarlo, mientras que otros quieren seguir celebrando la afinidad: “No contemplo los rigores protestantes, me gusta escribir de los amigos, no creo en la pureza de raza”, dijo Antonio Lucas, pantalón caído y calcetines de color rosa. “Tenemos que encontrar el pálpito de nuestro tiempo, ser transversales, creativos”, reclamó la escritora Eva Díaz Pérez. La cultura en televisión se ha convertido en cuña. Toni Puntí, el gran resistente junto a Óscar López -el único programa de libros que se emite hoy en televisión-, pasa al 33 entre Doraemon y Shin Chan, cápsulas picadas semejantes a minihamburguesas dietéticas. De la cultura animi de Cicerón al patrimonio cultural entendido como bien público heredado de los ilustrados que incluye el buen gusto y las pulidas costumbres, la cultura es servida desde los medios de comunicación como alimento y espíritu de los tiempos, guarida ­pero también ascensor social y mental. Más allá del entretenimiento: “La cultura es un arma de transformación de la sociedad”, dijo ­Pepe Ribas-Ajoblanco. “Estamos en la industria del entretenimiento a la espera de montar la del conocimiento”, aseguró Borja Casani-El Estado Mental. “La cultura es aquello que permite limpiar lo que otros ensucian”, afirmó el organizador del acto, Basilio Baltasar, director de la Fundación Santillana, quien mentó la bicha: “A mí me sonaba mucho el nombre de Wert, y es que lo tenemos alineado en nuestros teclados, recordándonos sine die el estrangulamiento a la cultura”. El manual de urgencia ha quedado servido en bandeja en “Una crónica del periodismo cultural” dictada por uno de sus máximos demiurgos, Sergio Vila-Sanjuán -camisa color coral, barba precisa- . “Pasión por la cultura, capacidad de percibir lo realmente nuevo, voluntad de documentarse, estilo cuidado y antitópico, pensamiento crítico, saber combinar lo trascendente y lo anecdótico. Y buen ojo”. Además de contar con el favor de las musas para enfocar el espejo entre la realidad y la ficción.

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15 de abril de 2015
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La alegría

La alegría es un peculiar estado del alma. Todos podrían calificarse como diferentes pero la alegría es particularmente peculiar. ¿Qué quiere decir peculiar? Fácilmente se deriva de la palabra pecunio. La alegría es un tesoro, una fortuna o una potencia. Gracias a ella se puede crear y sin ella nos disponemos a resistir el dolor que acecha. Todo advenimiento de la alegría, sin importar la causa, es como un profuso riego del sistema central. ¿Dulce? ¿Picante? Lo mejor de la alegría es que no conoce parangón ni en el sabor ni en el decir ni en tampoco en el pensar. La alegría sigue un curso autónomo, tan falto de objetivo, que cuando incide en nuestro organismo se convierte en una festividad sin propósito ni finalidad.

Y de ahí deriva su carácter tanto altruista como azaroso como benefactor. La alegría, podría decirse, se comporta con la arbitrariedad de la meteorología o como los polvos de oro que de vez en cuando Dios, habitualmente cicatero en todo, desprende para contentar al feligrés con su eyaculación.

El contento del alma sin pecado se aproxima a la alegría perfecta del devoto, pero para ser alegre de verdad, sin militancias religiosas, se necesita olvidar los paraísos de la religión. Se está alegre porque nos aman, porque hemos sido reconocidos, porque, al cabo, esa persona confía decididamente en mí. Yo soy el macetero de esa planta frugal pero ¿cómo lograr que se inserte en nuestro vulgar abono? No es asunto fácil ni humanamente reglamentado. La alegría sobreviene, en ocasiones, como si se tratara de un fenómeno imprevisible que nos roza por error o casualidad. Pero entonces ¿cómo no sacar provecho de esa brisa errática? Los creadores, los pintores en concreto, sienten una pereza física ante el cuadro. Hay que pintar haciendo fuerza, concentrándose, escogiendo entre los materiales y sus pigmentos,  preocupándose por su resultado y su interlocución.

 Todo ello que expuesto como labor resulta arduo es, sin embargo, un  navío gozoso en la elaboración. Estar alegre es llevar agua de sobra para todos. Para uno en primer lugar, tranquilizado ante la necesidad de beber pero también paran los otros que ya no sufrirán por nuestra parte ninguna sed. Es así que la alegría es líquida, mientras la tristeza es sequedad. Es así que la alegría es agua de colonia mientras la tristeza conlleva el olor de la carne chamuscada y al pescado en  su putrefacción. 

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15 de abril de 2015
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Cuba sí, Yankis sí

A estas alturas es ya un lugar común repetir que el encuentro entre Barak Obama y Raúl Castro durante la Cumbre de las Américas en Panamá, representa un hito histórico. Por supuesto que lo es, y tiene consecuencias para todo el continente, porque cambia la naturaleza de las relaciones entre América Latina y los Estados Unidos, dándoles un nuevo tono.

Si el entendimiento entre los dos países sigue progresando, hay dos fantasmas que parecen destinados a regresar a sus tumbas, y son el antimperialismo y el anticomunismo, aunque la extrema derecha del tea party en Estados Unidos, y los adalides del socialismo del siglo veintiuno entre nosotros, van a agitar esos fantasmas mientras puedan darles réditos políticos.

La frase bien meditada de Raúl Castro exculpando a Obama de las agresiones imperialistas del pasado, y dándole la calificación de "hombre honesto" encuentra un complemento adecuado en otra del propio Obama, cuando dijo: "Nuestras naciones deben liberarse de los viejos argumentos, debemos compartir la responsabilidad del futuro. Este cambio es un punto de inflexión para toda la región".

Es un acercamiento que promete; pero para que pueda volverse irreversible, será necesario que algunos de los pasos previstos se den a lo inmediato, como son el que Estados Unidos ponga a Cuba fuera de la lista de países terroristas, y que se establezcan las plenas relaciones diplomáticas. Esto abriría el camino para que las restricciones del bloqueo económico puedan seguir siendo aliviadas, y el sucesor de Obama en la Casa Blanca se encuentre con una situación de no retorno, si es que ese sucesor viene de las filas republicanas más radicales.

El argumento de quienes adversan este entendimiento en marcha, es que el gobierno de Cuba pone muy poco de su parte, en cuanto a derechos humanos y libertades democráticas, mientras todas las concesiones vienen a ser hechas por Estados Unidos. Sin embargo, cuando se habla de derechos humanos y libertades civiles en Cuba, no se trata de meras concesiones, sino de asuntos que conciernen a la naturaleza del sistema político: el poder de un solo partido, el control de la sociedad civil, y el monopolio de los medios de comunicación. Aquí es donde Raúl Castro se ha mostrado intransigente al afirmar que Cuba no cambiará su sistema, y entonces todo parece quedar en un punto muerto.

Pero no hay puntos muertos de aquí en adelante. Obama, que se acerca al fin de su último mandato, y quiere que su apertura con Cuba sea parte visible de su legado presidencial, tiene al otro lado de la mesa de negociaciones a un líder histórico de la revolución cubana que pasa ya de los ochenta años, y que ha anunciado él mismo que no buscará un nuevo período a la cabeza del régimen.  Raúl Castro representa  una generación que se despide. Por tanto, en Cuba habrá necesariamente un relevo generacional, con dirigentes que ya nada tendrán que ver con la familia Castro. Si estos nuevos dirigentes se atendrán a la ortodoxia política, y se aferrarán a la idea del partido único, es algo que está por verse. 

Seguramente todo está siendo minuciosamente planeado para que los actores del relevo no se aparten de la línea tradicional, y sigan tolerando la apertura económica, pero no la apertura política. Pero la historia ha demostrado reiteradamente que el futuro no puede ser dictado para que se cumpla al pie de la letra. Una vez que una generación desaparece, ni desde la tumba ni desde el lecho de muerte se pueden controlar los acontecimientos del mañana, que no dependen de una voluntad conservada en formol, sino de un sinfín de elementos que chocan y se entrecruzan: nuevas concepciones del mundo, nuevas necesidades, nuevas realidades, cambios abruptos del entorno: la vieja dialéctica que vuelve siempre por sus fueros.

El cambio generacional se vuelve determinante para derribar barreras, dejando la intransigencia para los viejos, y esto tendrá que ver también con los cubanos de dentro y de fuera. Los jóvenes nunca quieren el pasado entregado en bandeja, para que se repita de manera incesante. Tienen su propia idea de futuro, que desborda el corsé ideológico, sobre todo en un país como Cuba, donde han demostrado creatividad en tantos sentidos, empezando por el artístico,  y sin duda el económico, como emprendedores, desde que se autorizó el funcionamiento de pequeños negocios, y han aprendido a moverse en aguas antaño prohibidas, las de la iniciativa privada.

Por otro lado está la cercanía geográfica, que ha jugado un papel esencial, aunque no pocas veces negativo, en la historia moderna de Cuba. Si nos acordamos bien, señalar que Cuba y Estados Unidos se encuentran a una distancia de apenas 90 millas el uno del otro, se volvió recurrente durante la guerra fría en el discurso de las dos partes.  Hoy, al levantarse las barreras, esa cercanía tendrá sin duda un signo positivo.

Por eso es que ese encuentro de Panamá entre los gobernantes de dos países largamente enfrentados es histórico, porque ha quitado cerrojo a las puertas del futuro, que será sin duda novedoso.

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15 de abril de 2015
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Mística y lascivia del deporte

La fotogenia del atletismo deportivo es infalible, incluso cuando repugna lo que hay detrás de esos turgentes músculos sudorosos o el airoso vuelo de una jabalina. Repugna, por ejemplo, adivinar en las gradas a los berlineses que aplaudían las proezas olímpicas filmadas en 1936 por Leni Riefenstahl, cineasta oficial del régimen nazi, e incluso sin llegar a esos extremos, siempre el público enardecido por la pelea implícita en el deporte despierta, al menos en mí, la sospecha de lo gregario, cuando no el rechazo de lo lesivo. El documental de Gabe Polsky ‘Red Army', coproducido por Werner Herzog, mezcla también política con uno de los deportes menos sexy que ha dado la historia, el hockey sobre patines. Polsky sigue, con entrevistas diversas y material de archivo, el destino de quien fue la gran estrella del equipo nacional de la URSS en la época estalinista, Slava Fetisov, así como su posterior desgracia, pero confieso aquí mi aburrimiento de espectador ante las evoluciones por el hielo de unos jugadores vestidos con un traje recauchutado, un casco, unas botas con tobilleras de pastorcilla alpina, unas manoplas, y en la mano esa vara torcida para intentar meter la bola en la diminuta portería contraria. Cuando el entrenador del equipo soviético les dice a sus muchachos que jueguen en la cancha como si bailaran el ‘swing', el impulso liberador de la danza del que hablaba Nietzsche no hay quien lo vea por ninguna parte.

De otro tipo de épica deportiva con trasfondo político trata ‘Foxcatcher', la película que, tras unos interesantes tanteos anteriores, consagra a Bennett Miller como uno de los mejores directores del nuevo Hollywood. Miller llamó la atención en 2005 con ‘Truman Capote', el primero de los dos ‘biopics' realizados con un año de diferencia. El suyo contaba con un reparto más bien modesto pero encabezado por el gran Philip Seymour Hoffman, confeccionador de una prodigiosa imitación del autor de ‘A sangre fría' que, por su propia naturaleza mimética y fanfarrona, resultaba muy inferior al fino trabajo de recreación llevado a cabo por Toby Jones en el segundo ‘Capote' de Douglas McGrath, film muy ornado de estrellas pero de menos empaque narrativo. Entre ‘Truman Capote' y ‘Foxcatcher', Miller hizo, con guión de los celebrados y para mi gusto sobrevalorados guionistas Aaron Sorkin y Steve Zaillian, ‘Moneyball' (en España subtitulada ‘Rompiendo las reglas'), que resulta muy curiosa, revisada hoy, como una especie de borrador escolar demasiado prolijo de la magistral antiepopeya que es ‘Foxcatcher'. En ‘Moneyball' el deporte era el béisbol, y Billy Beane, el director del equipo de los ‘A´s' (‘Athletics') de Oakland, era Brad Pitt; ‘Foxcatcher' fija su atención en la lucha libre, de nuevo con un mentor del conjunto de púgiles, el millonario John Du Pont (Steve Carell, en una interpretación más que memorable, hipnótica), puesto frente a un joven medallista olímpico, Mark Schultz (excelente Channing Tatum), al que Du Pont invita misteriosamente a su mansión para hacerle, en momentos de depresión y desconcierto de Mark, una proposición imposible de rechazar.

Así como ‘Moneyball'' se detenía en la mecánica del béisbol, en su entramado financiero, en sus trilladas convenciones, a las que se enfrentaba, al modo habitual del héroe americano solitario, su protagonista, Billy Beane,  ‘Foxcatcher', sin eludir el trasfondo de las manipulaciones y los entresijos de todo gran negocio rentable y popular, concentra su atención morbosa, aunque nunca explícita, en la relación que el magnate ornitólogo y filatélico establece con su pensionado hijo adoptivo Mark y con el hermano mayor de éste, Dave, también figura internacional de la lucha libre, que en inglés llaman ‘wrestling', sin necesidad de adjetivo. Todos los personajes de estas dos obras de Bennett Miller vivieron de verdad (a veces romanceada) lo que se cuenta, y el director ha querido hacer cine histórico contemporáneo y muy intrínsecamente estadounidense. En ‘Moneyball', lastrada por una peripecia familiar y un personaje filial de poca monta, se destaca el carácter visionario del auténtico transformador del béisbol que fue Beane, el hombre que "quería decir algo" a través de ese estrambótico juego de bolas lanzadas al aire y carrerillas de un extremo a otro del césped. ‘Foxcatcher' apunta más lejos, y llega en todo adonde se propone su director.

Es una de las películas más desasosegantes y amenazadoras que he visto en los últimos tiempos, e incluyo en el lote los títulos oficialmente góticos y ‘gore'. Al principio, el espectador confiado, como yo trato de serlo siempre, piensa que va a asistir a una saga de crisis profesional y mejoramiento espiritual, aderezadas ambas por las figuras de estilo de la lucha. Todo cambia desde que Mark, con sus andares pesados de bolo humano, entra en la grandiosa propiedad que da título al film y se encuentra con ese hombre de apariencia más bien insignificante de quien desconocía, hasta su llegada, que se trata de uno de los más acaudalados de América (los hechos reales ocurrieron en el último tercio del siglo XX), luchador obseso, patriota obtuso y desequilibrada figura paterna que nutre, mima y apremia a sus pupilos como su propia madre Jean Du Pont (extraordinaria pero, para desgracia nuestra, demasiado breve prestación de Vanessa Redgrave) le trata a él mientras mantiene en los terrenos de la finca su cuadra de purasangres.

En ‘Foxcatcher' sí hay ballet en las atractivas escenas de combate, coreografiadas como un ritual de cuerpos que se enlazan para castigarse y sentirse. Pero la trágica historia, que no contaremos, pues tiene un desenlace sorprendente, discurre como una danza macabra movida por el deseo reprimido que Du Pont siente por los fornidos hombres de su equipo, y en especial por Mark, a quien, no atreviéndose a declararle su inclinación, acecha en la oscuridad (turbadora escena de Du Pont/Carell vestido de esmoquin mirando por el ventanuco de la casa de invitados donde duerme Mark), le golpea bajo el pretexto del entrenamiento y lo trata de convertir en una versión carnal y disoluta de su propio sueño místico: un americano puro, sano, triunfal, belicoso, que ha perdido el norte y busca su salvación en las armas.

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15 de abril de 2015
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