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¿Qué cultura defender?

El nuevo sitio mexicano Horizontal me pidió responder a su cuestionario ¿Qué cultura defender? Aquí mis respuestas.

 

1. ¿Qué debe entenderse hoy por "cultura"? ¿Qué distinguiría a los productos y prácticas culturales de otros muchos productos y prácticas (mercancías, políticas públicas, actividades de la vida cotidiana, etc.)?

2. ¿Tiene sentido todavía la dicotomía entre "alta cultura" y "cultura de masas"? ¿Por qué?

3. ¿Es necesario "defender" la cultura? ¿Se debe otorgar, desde el Estado y otras instancias, un tratamiento especial al campo cultural y sus actores?

4. En una cultura globalizada, ¿cómo conviven los circuitos locales, nacionales y transnacionales? ¿Hay todavía un centro y una periferia? ¿Qué agentes culturales predominan y cuáles son marginados? ¿Qué tipos de obras son favorecidas por la lógica global y cuáles son relegadas?

7. ¿Cómo concebir hoy las dinámicas de la recepción cultural? ¿Cuál es el papel del público?

 

Frente a las definiciones académicas -antropológicas, filosóficas, históricas, semióticas e incluso de corte literario-, lo que distingue a nuestra época es que, en términos comunes, la palabra cultura ha perdido cualquier especificidad y ha pasado a aplicarse casi a cualquier práctica humana ("cultura nacional", "cultura chilanga", "cultura cívica" o "cultura científica", aunque también "cultura del agro" o "cultura de la corrupción"). Convertida en un término comodín, ha perdido el valor que se le asignaba en el pasado, cuando se le vinculaba fundamentalmente con las humanidades y las bellas artes, prácticas a las cuales se incorporaron poco a poco la "cultura popular" y la "cultura de masas", hasta convertirla en un recipiente universal que apenas evoca cierta superioridad, vagamente relacionada con el "alma", el "espíritu" o la "mente",  frente a manifestaciones más prosaicas: sólo con dificultades la cocina o el deporte se han sumado a sus contenidos, mientras que todavía hay quien se empeña en excluir de su ámbito a la tecnología y sus últimos productos (por ejemplo, los videojuegos).

            En nuestro orbe neoliberal, cuyo epítome se encuentra en sociedades como la estadounidense o la británica, todas las prácticas y productos culturales son susceptibles de ser considerados bienes y servicios, y por tanto de incorporarse al mercado en una lógica que privilegia las reglas de la oferta y la demanda, así como la desregulación y la privatización, frente a la intervención estatal que fue la norma desde el Romanticismo hasta los años setenta del siglo pasado. Frente a esta tendencia, unos cuantos países se aferran a la visión anterior, en particular Francia con su "excepción cultural", así como las naciones que copiaron su modelo, como la mayor parte de América Latina y en especial México, cuyo régimen revolucionario se valió de la cultura como una herramienta fundamental para su afianzamiento ideológico. Pero se trata de eso, de excepciones, en un mundo que, desde Reagan y Thatcher, invita a reducir al Estado a su mínima expresión por considerar que en vez de impulsar la creación individual tiende a restringirla.

            Esta idea del mundo ha propiciado que las prácticas culturales que logran ser autosuficientes, es decir, que se financian por sí mismas, sean las más visibles y las únicas que se consideran "exitosas". La cultura de masas o la cultura popular ya no dependen tanto de su valor -un parámetro severamente cuestionado en nuestra era "multicultural"- como de su extensión. "Popular" y "de masas" es tanto la ópera (o, a juicio de los puristas, esa falsificación de la ópera que se retransmite en las pantallas de cine) como el pop; tanto una gran exposición (el reciente caso de Yayoi Kusama en el Tamayo) como un novelista (Bolaño o Murakami); y tanto un blockbuster de Hollywood como una serie de televisión (el nuevo paradigma de nuestra era, como lo fue la ópera en el siglo XIX y el cine en el XX). La distinción entre alta cultura y cultura popular, tras la cual se filtraba un baremo aristocrático de calidad o sofisticación, ha perdido su eficacia. Alta cultura es hoy sinónimo de aquella que no llega a ser un auténtico producto comercial, o que lo es sólo para una élite muy restringida: la ópera y el ballet (en vivo), el jazz, el rock y la novela más "experimentales" y esas dos artes que en otro momento fueron consideradas las mayores expresiones de la humanidad y que hoy apenas sobreviven entre los mismos que las practican: la poesía y la nuevas obras de concierto que englobamos bajo la etiqueta de "música contemporánea".

            ¿Hay que defender a la cultura? Aquellas prácticas culturales que consiguen el favor del público -otros dirán: de los mercados- no necesitan defensa alguna. Más aún: en ocasiones, casi necesitaríamos defendernos de ellas. Si entendemos la cultura como un "ecosistema" (para evocar la polémica expresión de González Iñárritu), en efecto hay especies sumamente exitosas en términos evolutivos que no sólo han sabido adaptarse al ambiente, sino que no tienen empacho en devorar a las más débiles. Baste pensar en las majors de Hollywood y en su ansia por erradicar cualquier competencia, así como en las estrategias comerciales de los grandes conglomerados mediáticos -de Universal o Sony a Penguin Random House y Amazon- que buscan apoderarse de las mayores cuotas de mercado aun si ello representa aniquilar a sus competidores más pequeños.  

            ¿Hay que defender la cultura? La respuesta es un decidido , siempre y cuando se trate de defender aquellas prácticas culturales que no podrían sobrevivir si dependiesen sólo de las leyes del mercado. Los ideólogos neoliberales insistirán en que se trata de una protección artificial y volverán al argumento de que, si no pueden sobrevivir por sí mismas, lo mejor sería dejarlas morir en paz: a fin de cuentas así se esfumaron la poesía épica o los valses de salón. El argumento resulta doblemente tramposo: si dejáramos que las puras leyes de la oferta y la demanda determinen todas nuestras prácticas culturales, condenaríamos a la extinción -o a la irrelevancia- a disciplinas artísticas completas e impediríamos que el público tuviese siquiera la capacidad de decidir y modelar sus gustos.

             Se impone defender la intervención del estado en la cultura de la misma forma que en la economía. No se trata de volver al sueño estatista del pasado, pero los estragos de la Gran Recesión deberían recordarnos que, si cedemos ante los designios neoliberales, bordearemos irremediablemente la catástrofe. La lógica consiste en que el Estado recomponga -o ayude a recomponer- las deformaciones propiciadas por el mero juego de la oferta y la demanda.

La globalización propicia que la cultura mainstream -es decir, aquella que se sigue produciendo en el centro o que es asimilada por éste, y aquí me refiero en específico al mundo anglosajón- inunde todas las periferias; y, en contraposición, no sólo limita, sino que impide, que las periferias se comuniquen y tengan intercambios entre sí. Frente a esta realidad inevitable, también se impone que los Estados periféricos creen mecanismos que contribuyan a recomponer esta deformación auspiciada por la fuerza de los grandes mercados frente a los más débiles. 

Los productos y servicios culturales no son como el resto de las mercancías o las acciones: su valor no es sólo económico -aunque también lo sea-, sino humano, puesto que es capaz de otorgar nuevos sentidos a los individuos y las sociedades en una medida difícilmente cuantificable. Los responsables de las políticas culturales tendrían que entender que el arte no es un simple entretenimiento -o no sólo eso-, sino un instrumento de transformación social e individual. Y que merece, por lo tanto, auspiciarse con los impuestos por su carácter de servicio público.  

En efecto, se requieren subsidios y ayudas que, sin descuidar la transparencia o la rendición de cuentas, permitan que continúen existiendo la ópera y la danza; la música, el teatro y las artes visuales y la literatura "experimentales"; y, por supuesto, la poesía y la música contemporánea, lo mismo que los intermediarios que apuestan por ellas: editores, distribuidores, programadores, etc.  Del mismo modo, vale la pena apoyar el trabajo de los artistas jóvenes, así como el de quienes se arriesgan a explorar nuevos caminos en aquellas áreas que resultan comercialmente viables, como el cine, la televisión, la creación multimedia o los juegos de video. No se trata de que el Estado mantenga a los artistas -desde luego no por largo tiempo y menos de manera vitalicia, como quisieran algunos-, sino de permitir que éstos puedan dedicarse, durante un tiempo razonable, a la creación obras que de otro modo no podrían llevar a cabo.  

En el otro extremo de esta operación se encuentran, por supuesto, los "consumidores", es decir, los públicos de la cultura. La labor del Estado debería ser, aquí, todavía más enfática. Si la educación formal no se encarga de proporcionar elementos a los niños y jóvenes para que aprecien las distintas manifestaciones artísticas y culturales, de la poesía a las series televisivas y de la música clásica al cine, jamás tendremos un "ecosistema" propicio para la creación. Es allí, en la educación formal y en especial en la educación pública, más que en cualquier programa de fomento a la lectura o a las demás artes, donde el Estado tendría que valerse de todos sus recursos. Un sistema educativo pobre, en donde la cultura es vista como accesoria o como un mero entretenimiento, jamás dará paso a ciudadanos capaces de elegir conscientemente aquellas manifestaciones culturales que en el futuro estarán dispuestos a sostener con sus propios recursos.

En este sentido, tampoco hay que desdeñar los sistemas de mecenazgo privado presentes en otras partes, en particular en el mundo anglosajón: otra forma de que el Estado contribuya a la cultura consiste en otorgar beneficios fiscales claros a aquellos empresarios -o individuos- dispuestos a invertir en productos culturales. Las experiencias ya logradas con el cine y el teatro en México son la prueba de que esta alianza entre lo público y lo privado podría extenderse a otras disciplinas: pienso en áreas diversas de la música y la danza.

Por último, vale la pena señalar que los públicos que ya se interesan por la cultura son cada vez más sofisticados en sus búsquedas y cada vez más "interactivos". Exigen una retroalimentación constante, auspiciada por el nuevo entorno digital. Editores, programadores, curadores y funcionarios culturales, así como los propios artistas, tendrían que estar más conscientes de ello y aplicar los mismos razonamientos anteriores a la difusión y promoción de las diversas manifestaciones culturales.

 

5. ¿Cómo han transformado los medios digitales las nociones de "creación" y "autoría"?

 

En realidad la idea de "autoría" (y su derivado económico, la "propiedad intelectual") es una invención reciente: un paréntesis en la historia de la creación. Antes del siglo XIX, los autores no tenían empacho en utilizar las ideas de otros, incluso de modo textual, para enriquecer sus propias obras. En un contexto en donde las élites compartían la misma educación, estas citas implícitas se consideraban parte de un patrimonio común. No es sino hasta el advenimiento de la Revolución industrial que las ideas -y las creaciones artísticas- se incorporaron a una lógica de mercado, la cual implicó que, a falta de mecenas, sus inventores o creadores se esforzasen por vivir, e incluso enriquecerse, a partir de ellas. La revolución digital en realidad está poniendo en marcha prácticas que ya existían en otros momentos, sólo que potenciadas por los nuevos instrumentos tecnológicos. La colaboración entre distintos autores se vuelve más sencilla, lo mismo que la apropiación y mutación de las creaciones ajenas. Sin duda, el nuevo paradigma digital pone en cuestión la idea misma de autoría y la lógica de mercado asociada con ella. 

No deja de ser un símbolo de las tensiones que se viven en nuestra era que, a la par de la voluntad de disponer de contenidos gratuitos en la Red o de la pasmosa extensión de la piratería, haya una suerte de obsesión por detectar plagios, considerados crímenes nefandos. Se trata, sin embargo, de tendencias que todavía se encuentran en proceso y cuyos alcances aún no alcanzamos a vislumbrar. Por lo pronto, seguiremos viendo este choque entre la dilución de la autoría y la fascinación por defender sus beneficios a toda costa.

 

6. ¿Cuál es la función de los agentes de mediación (críticos, curadores, editores, gestores culturales, etc.) en la cultura contemporánea?

 

Nos hallamos, aquí, frente a otra paradoja: por una parte, la multiplicidad de contenidos y la posibilidad de acceder a ellos con una facilidad inusitada haría pensar que los mediadores serían más necesarios que nunca para guiar al público (a los "consumidores") hacia las manifestaciones culturales (los "productos") en una oferta tan variada como caótica; pero, por otro lado, la noción misma de autoridad se ha desvirtuado a grados extremos, de modo que ya casi nadie hace caso a los intermediarios especializados (en particular a los críticos) y el público se deja llevar más bien por las opiniones consensuadas que alientan las nuevas plataformas digitales: las estrellas y reseñas en Amazon o Netflix, las recomendaciones en blogs y redes sociales y, entre los más jóvenes, las directrices de los nuevos gurús de YouTube. (Estudios recientes demuestran que por lo general estas reseñas anónimas o colectivas tienden a coincidir con los juicios de los críticos profesionales.) Por desgracia, a veces no resulta fácil distinguir la propaganda -controlada por los dueños o distribuidores de los contenidos- de las opiniones de los usuarios. En resumen, nos enfrentamos a un momento de transición, en el que algunos intermediarios tienden a perder toda la influencia que les quedaba (los críticos), otros conservan más o menos su mismo estatus (editores y programadores), y otros más se convierten en auténticas estrellas, desplazando con frecuencia a los propios creadores (los curadores de arte).

 

8. ¿Tiene el artista un compromiso político? ¿Qué compromiso? ¿Tienen efectos políticos las prácticas culturales? ¿Qué efectos?

 

La figura del intelectual comprometido o engagé, surgida a partir de Zola, cristalizada a mediados del siglo XX en figuras como Sartre, Camus o Foucault, y copiada desde entonces a lo largo y ancho de América Latina -aunque casi sin influencia en el mundo anglosajón-, ha sido otra de las víctimas del fin del socialismo real, el triunfo del neoliberalismo y la expansión de la democracia que se sucedieron desde los años ochenta de la centuria pasada. Durante las largas décadas en que los regímenes dictatoriales o autoritarios fueron la regla en nuestra región, éstos cumplieron un papel necesario como portavoces de los oprimidos y defensores de las buenas causas, a cambio de lo cual se les confirió un enorme poder simbólico -y real. En medios dominados por la censura, sus opiniones resultaban imprescindibles para oponerse al orden establecido. Hoy, la normalización democrática de América Latina, sumada al auge de las redes sociales, permite que cualquiera puede opinar sobre cualquier tema posible (aunque sin demasiada resonancia o con una resonancia efímera).  

            La extinción del intelectual público en América Latina, tal como lo hemos conocido hasta ahora, se vislumbra inevitable. Por un lado, las muertes sucesivas de sus principales figuras, de Octavio Paz a Eduardo Galeano, de Carlos Fuentes a José Emilio Pacheco y de Carlos Montemayor a Carlos Monsiváis, hace difícil suponer que pueda haber alguien capaz de relevarlos; y, por el otro, las nuevas condiciones políticas y sociales de la región hacen casi imposible que la influencia que llegaron a alcanzar pudiera ser retomada por escritores o artistas de las generaciones sucesivas.

En el panorama actual, no se exige ya a ningún escritor, artista o científico que se comprometa con causas sociales; opinar sobre asuntos de interés público se ha vuelto una decisión privada. Hay, pues, quienes siguen manifestándose y quienes, por el contrario, prefieren concentrarse en sus propias obras (lo cual supone ya una decisión política). Pero tampoco hay que llamarse a engaño: entre los escritores y artistas de las nuevas generaciones que celebran la muerte del intelectual público, al tiempo que presumen su distanciamiento de lo político, se cierne la ominosa sombra del neoliberalismo, uno de cuyos principales triunfos ideológicos consistió en convencer a los ciudadanos de desentenderse de lo público (de la "asquerosa política") para concentrarse en su "trabajo individual" (expresión utilizada una y otra vez por poetas y novelistas jóvenes). Pero, como bien nos hizo saber Barthes, no opinar también es opinar, y con frecuencia el silencio equivale a un tácito sostenimiento del statu quo.

 

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20 de mayo de 2015
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A la suiza

Haber cumplido los 50, hace tan sólo dos décadas, marcaba a las mujeres a fuego; o mejor dicho, venía a ser algo así como el elixir de Lewis Caroll: las empequeñecía hasta hacerlas invisibles. Cualquier intento por validar su feminidad resultaba tan heroico como fuera de contexto, por lo que causaron sensación las pioneras que sortearon la edad sin perder cintura ni encanto, pero sobre todo habiendo alcanzado el poder. Hoy, cuando Hillary Clinton -que cumplirá 68- se presenta como candidata a la presidencia de EE.UU. o Aguirre y Carmena se disputan la alcaldía de Madrid sin ganas de jubilarse, las cincuentonas, hijas del baby boom se han plantado en la política con la misma naturalidad que sus colegas. Carina Mejías, que considera a Hillary uno de sus grandes referentes, sabe que la corrección es un grado, y que flaco favor le haría a su imagen si comportara alguna estridencia, porque ahí es donde suele hacer daño la tuitología. La imagen de las mujeres públicas continúa provocando comentarios de verdulería en los confidenciales, pero también en las tribunas. Trajes de corte ejecutivo al estilo Sheryl Sandberg -blazer y camiseta-, más pantalón que falda, apenas joyas, cara despejada, y los rictus precisos de la edad sin relinchos de botox. Una de las partes de su físico en la que más invierte es el cabello, con su melena mechada, de peluquería, que ha ido enrubieciendo,puede que para dulcificar el cartel o por cuestiones prácticas. Una mujer con aplomo, algo seca dicen algunos, estirada, que se muerde los labios, dicen otros. Ella encarna la moderación y la seguridad: “Arriesgar todo o nada no va conmigo”, ha dicho. Declara con orgullo que es hija de una familia tradicional -de padre militar y numerosa- y que ella misma ha constituido otra. Le pregunto qué entiende por ello, y sale por la tangente: “Una pareja con un proyecto de vida común”. Prefiere no autonombrarse feminista, “creo en la igualdad de oportunidades”. Su censura al burka fue una de sus grandes batallas. Su oferta política se basa en la prudencia, el legalismo -es abogada- y la experiencia -fue diputada en el Parlament por primera vez, por el PP, de la mano de Piqué-. Tranquilidad al frente de un buque que, ante todo, no quiere bandazos. Lo que me trae a la cabeza a Orson Welles, de quien se celebra el centenario estos días, que en El tercer hombre daba una taxonomía de la política: “Durante treinta años, bajo los Borgia, Italia sufrió guerras, terror, asesinatos… pero produjo a Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento. En Suiza tuvieron amor fraternal: quinientos años de democracia y paz. ¿Y qué produjeron? ¡El reloj de cuco!”. Mejías podría ser una política suiza, cuya principal misión -dictada por su jefe, Albert Rivera- es la de aplicar detergente con lejía al cuco. (La Vanguardia)

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20 de mayo de 2015
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Asuntos Metafísicos 97: ¿Qué ocurrió para que la reflexión sobre la physis viniera a ser reflexión sobre el observador de la misma?

Jesús Molongwa Bayi Bayi, egiptólogo de formación, ha presentado en la Universitat Autònoma de Barcelona, un trabajo de fin  de Master en Filosofía  bajo el título "El paradigma egiptológico como nuevo lugar del filosofar en África", tema que se propone ampliar en una tesis doctoral. En realidad ese  lugar para la filosofía  sólo sería "nuevo" por el hecho de haber sido perdido...y encontrado: reencuentro con el verdadero origen, es decir,  restauración de la civilización del Bajo Nilo en un  trono que nuestra tradición historiográfica, al menos desde Gomperz,  otorga a la Anatolia jónica. De alguna manera cabría decir que los jónicos, Tales de Mileto en primer lugar, no sólo adquirirían en las fuente del Nilo su conocimiento, sino incluso la idea de necesidad natural que en estas columnas   he considerado como la que marca la frontera que conduce primero a la ciencia y después a la filosofía

Mientras escuchaba las reflexiones de Jesús Molongwa me venían a la mente las palabras que, a decir  de Platón, escucha Solón "el más sabio de entre los siete sabios" en  la ciudad egipcia de Sais de boca de un sacerdote egipcio: "Solón, Solón, eternos niños sois los griegos, no es viejo el griego... Ninguna arcaica tradición oral ha podido inculcar  en vuestras almas opinión fundada ni ciencia emblanquecida por el tiempo".

He tenido  ya ocasión de evocar aquí  las razones explicativas  de esta  supremacía   de Egipto sobre Grecia:

Ambos países estás amenazados  por inevitables catástrofes cíclicas que anulan la vida civilizada. La catástrofe no tiene el mismo peso cuando la provoca el fuego o cuando la provoca el agua, pues solo en el caso del fuego la destrucción es total. Pero aun tratándose  de la calamidad causada por las aguas,  hay una diferencia en la modalidad que adopta la catástrofe en uno y otro lugar, y esta diferencia  tiene enormes consecuencias: la gravedad depende de si las aguas  descienden torrencialmente o bien, como en Egipto,  se trata del desbordar de un gran río.  Pues en el segundo caso, en la llanura misma, aunque desaparecen las plantas, los animales y el hombre, se salvan los templos y las inscripciones que en ellos conservan la memoria colectiva. De ahí que, cuando  las aguas descienden y  los supervivientes en las cimas  montañosas bajan a la llanura, restauran con ayuda de esa memoria escrita los cimientos de su civilización, lo cual hubiera sido mucho más difícil en base al contingente recuerdo subjetivo.

Así pues, mientras  la catástrofe relativamente menor que supone el desbordar  del  Nilo  preserva en Egipto lo esencial, en Grecia  la  torrencial destrucción cíclica  hace que sus habitantes estén a intervalos condenados a empezar a cero.

 Así pues la sabiduría de Solón tendría en Egipto algo más que matriz. ¿Sería también el caso de la  ciencia y la filosofía de Tales? Simplemente carezco de competencia  filológica o historiográfica para discernir con claridad en este fascinante asunto, y por ello mismo acompañaré con gran ínterés a Jesús Molongwa en sus investigaciones. En el interín me atengo a los pensadores griegos  y retomo  una  pregunta de alguna manera elemental:  ¿qué pasó para que la interrogación de  Tales de Mileto o de Anaximandro relativa a cual es el elemento primordial del orden natural haya dado paso a una interrogación sobre el peso relativo de las facultades del sujeto humano en la configuración del orden físico?   Traigo una vez más a colación la controversia entre el intelecto  y los sentidos del texto que Galeno atribuye a Demócrito: 

"Por mera convención nos referimos al color, y también por convención hablamos de  lo dulce, por convención asimismo nos referimos a  lo amargo; en realidad sólo hay átomos y vacío" aserta el intelecto. Mas al escuchar  tal cosa los sentidos (aistheseis) responden al intelecto: "Pobre intelecto, pretendes vencernos a nosotros que somos las fuentes de tus evidencias. Tu victoria será tu derrota"

Los sentidos vienen a decir que al rebajar  el peso de los mismos, al  afirmar que lo único real en la naturaleza son los inasibles  átomos y vacío, el intelecto sólo consigue vencer a su matriz, es decir  la única fuente a partir de la cual cabe llegar a sus  pretendidas evidencias. Sin duda el intelecto tendrá alguna  respuesta, que a su vez levantará objeciones.  Pero lo  esencial es que la diatriba ha emergido, emergencia que es una de los rasgos definitorios de la filosofía.

¿Qué pasó, repito, en el seno de la física nacida en Jonia para que la cuestión del sujeto aparezca con una radicalidad que ya nunca será abandonada, y cuyos avatares se confunden con la historia misma de la filosofía? Pregunta  tanto más relevante cuanto que la historia parece haberse repetido y desde hace ya  más de  un siglo la física misma se ha visto, casi por escrúpulo intelectual, forzada a abrirse a la interrogación metafísica, a retomar la polémica el texto de Galeno y de alguna manera también la cuestión trascendental de la Crítica de la Razón Pura, se decir: se ha visto obligada   a pasar de la reflexión inmediata sobre la naturaleza a una reflexión sobre el ser que reflexiona.

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20 de mayo de 2015
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23. Encarar a los tuyos

De la misma forma que el espejo, como recordaba el neurocientífico Francisco Mora y citábamos en La literatura egódica, nos acostumbra varias veces al día a nuestro aspecto, evitándonos la áspera sensación de vernos envejecer de golpe, las redes sociales están permitiendo que nos acostumbremos de forma gradual e imperceptible al crecimiento o envejecimiento de las personas de nuestro entorno próximo. Las continuas fotos -propias o ajenas- que comparten nuestros amigos y contactos testimonian sus minúsculos cambios faciales, sus pérdidas o ganancias de peso, sus cambios de peinado, sus decoloraciones o alopecias, sus diminutas variaciones expresivas. Cuando me fui a vivir al extranjero y transcurrían los meses sin ver a mis amigos, al regresar les notaba muy distintos: multitud de pequeñas diferencias, casi inapreciables, creaban la impresión de una mutación en ellos, como si un primo o un mellizo hubieran usurpado su personalidad. Poco a poco esos amigos fueron abriéndose perfiles en la red, y subieron fotos de sí mismos y de otros amigos comunes; ver esas imágenes de pronto era como estar (visualmente al menos) allí con ellos, compartiendo sus microevoluciones faciales, las leves alteraciones de su rostro, su modo de encarar o arrostrar el tiempo.

 

            Por ese motivo, cuando me reencontraba con ellos algo sucedía que era nuevo por completo, y es que una frase típica de los anteriores reencuentros había desaparecido, había dejado de pronunciarse: esa de cómo has cambiado.

 

            Observar vuestra imagen, casi igual pero algo distinta cada vez, va actualizando vuestro perfil en mi memoria, haciendo vuestro yo de hoy indistinguible de los pasados, porque no hay transición ni cambio, sino deslizamiento paulatino entre etapas.

 

            Acostumbrados a la percepción constante de las variaciones minúsculas, inmersos en este presente continuo en el que nada cambia, crecemos y envejecemos pensando que somos siempre los mismos.

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20 de mayo de 2015
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Utilidades de la imaginación

La escritura de imaginación, lejos de ser una banalidad, abre perspectivas infinitas en la conciencia de los seres humanos.

Al imaginar personajes diversos, el escritor explora mentes diversas, y por tanto mundos diversos, necesariamente contradictorios, y a partir de allí pone ante los ojos del lector a una diversidad de opciones críticas. Y esa es la esencia de la escritura de invención, abrir espacios de cuestionamiento, provocar preguntas en lugar de dar respuestas,  sin lo cual la libertad de pensamiento no es posible.

Leyendo novelas y relatos se pueden multiplicar las posibilidades del mundo real y alterarlas. Imaginar ese mundo de manera diferente, y de allí partir hacia una visión nueva pero siempre insatisfecha. Si algo enseña la imaginación es a sobrevolar fronteras, o a dinamitarlas. Abolir los empecinamientos ideológicos, renegar de los fanatismos políticos o religiosos, rechazar los nacionalismos exacerbados, todos los cuales tienen una naturaleza odiosa y destructiva, porque parten de la intolerancia.

La literatura, igual que el arte, es una escuela de libertad, y conviene sentarnos en sus aulas. Y también es una escuela de pluralidad, de respeto por las diferencias y por la heterogeneidad del mundo, que nos resulta más rico y atractivo cuanto más diverso. Pluralidad de pensamiento, pluralidad de credos, diversidad étnica, diversidad sexual. Diversidad de la palabra creadora.

Más allá de la tolerancia, las palabras deben ayudar a situarnos dentro del otro, a trasladarnos al espacio en que viven aquellos a quienes debemos aprender a conocernos mejor, y desde allí, desde su propia posición, buscar cómo entender el mundo. Es la manera de ganar la convivencia, y que sean las ideas, más que el odio y la discriminación, las que nos muevan hacia adelante. Esa es nuestra ética del siglo veintiuno.

Las palabras son nuestra herramienta y no debe haber límites para usarlas. Los periodistas y dibujantes de Charlie Hebdo pagaron el más alto precio, que es el de la vida, por la libertad de palabra, que incluye la irreverencia, la risa y el humor y el sarcasmo, por hirientes que puedan parecer. Pagaron el precio de no imponerse a sí mismo la censura ante la amenaza del terror fanático que parece regresar hoy desde las cavernas de la historia.

Hay quienes aún reprochan a los irreverentes de Charlie Hebdo sus excesos, su insolencia, su burla de los prejuicios religiosos, sus blasfemias, y aún su grosería y vulgaridad. Si se hubieran moderado, si hubieran sido más cautos, sino hubieran causado ofensa a sus asesinos, estarían con vida. O se les acusa de ser unos provocadores. Y algunos van todavía más allá al decir que no pueden rendirles homenaje, aún muertos, porque no se identifican con su anarquismo destructivo.

Todo esto acaba de debatirse en el Festival Voces del Pen Club de Nueva York, cuando Charlie Hebdo recibió el Premio al Coraje en la libertad de expresión, y quienes se opusieron al homenaje y se negaron asistir a la ceremonia, muchos de ellos escritores renombrados, acusaron al semanario de intolerancia cultural e islamofobia.

Pero un estudio publicado por Le Monde en febrero, demuestra que solamente un 2% de las portadas de la revista, examinadas a lo largo de diez años, se burlaban del Islam o de Mahoma, de una manera que un creyente  de esa religión puede  tomar por blasfemia. "Hay una distinción crucial entre la blasfemia, que ataca un sistema de creencias, y el racismo que ataca a la gente de esas creencias", escribió en el New York Times el crítico literario Adam Gopnik.

No hay que dejar de tomar en cuenta, tampoco, que hay diversas clases de blasfemia, que el poder considera trasgresoras y merecedoras de castigo: blasfemias políticas, blasfemias ideológicas, además de las religiosas.

Decenas de periodistas pagan con la vida en América Latina el precio de no callarse frente a los carteles que trafican con drogas y personas, ni tampoco frente al poder gubernamental corrompido por el crimen organizado; y no callarse es una manera de blasfemar. Los medios de comunicación siguen siendo reprimidos, y se inventan leyes para intervenirlos, o para acaparar el espacio cibernético, y someter a censura las redes sociales. También son maneras de castigar la blasfemia.

El poder, cuando no es democrático, quiere siempre el silencio. Y no acatar el silencio que se impone desde arriba siempre trae riesgos. Pero bajo el silencio la escritura no existiría como instrumento privilegiado de la libertad, ni existiría la invención, que nos hace aún más libres. Es lo que Erasmo enseñó a Cervantes, y Cervantes no enseñó a todos nosotros.

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20 de mayo de 2015
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Un modelo

Las sociedades de transición son instructivas. Domina en ellas con fuerza todo lo que las ha conducido a la ruina, pero todavía no se divisa lo que va a sustituirlo. Ejemplo clásico fue la República de Weimar, periodo de entreguerras en el que Alemania se hundió en el caos y del que emergió disparada por la tiranía nacional socialista.

En esos periodos de naufragio y corrupción suelen darse escritores de gran interés: han de ser testigos del horror y mantener, sin embargo, la dignidad de la escritura. No hay caso mayor de lucidez en medio del caos que el atormentado Joseph Roth, el más radical de aquella pléyade de artistas centroeuropeos, muchos de ellos judíos, hoy casi olvidados. Murió en 1939, en su exilio parisino, a los cuarenta y cinco años de edad, destruido por la desesperación, el agotamiento y el alcohol.

A pesar de que la sociedad germana estaba pidiendo a gritos el panfleto, el libelo, una escritura al servicio de la política inmediata, nunca abdicó. Sabía que la literatura política carece de raíces y no tiene recorrido. Sólo la leen los fanáticos y los ignorantes. Sus novelas son un prodigio de exactitud moral sin renunciar un ápice al gran estilo. Por eso hoy las leemos como si fueran actuales. De hecho, son actuales.

Su traductor habitual, el excelente escritor Eduardo Gil Bera, ha editado una biografía de Roth, "Esta canalla de literatura", que es también una antología de su mejor prosa en aquellos años durante los cuales trató de respirar y se ahogó en alcohol. Años en los que ni siquiera se engañaba sobre sus hermanos: "Los judíos ricos alemanes pensaron, al principio, que Hitler sólo se refería a nosotros, los judíos orientales". Es decir, a los pobres. Los nazis no matizaron: Roth tenía parientes ricos. Todos fueron asesinados. Conviene leer a Roth ahora que algunos exigen una nueva transición.

Artículo publicado en El País. 

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19 de mayo de 2015
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La fuerza del pensamiento

Lo más sobresaliente del pensamiento es el extraordinario ejercicio de su poder creador. El pensamiento asume o corrige la realidad si posee una calidad superior y entera. El pensamiento puede hacer, en efecto, más  oscuro un porvenir indeterminado, pero también dotarlo de una esperanza que construye con su luz o su energía. Ciertamente no logrará reformas materiales instantáneas pero, al cabo, lo que importan no son los milagros inmediatos sino la tendencia que el pensamiento instala hacia el futuro.

En tiempos felices el pensamiento se deja mecer, pero en los adversos debe ponerse en pie y trabajar con ahínco. Sin pensamiento no hay voluntad de pensamiento. Y viceversa, no hay voluntad sin un pensamiento voluntarioso. La voluntad de cambiar las cosas indeseables empieza por cambiar la pena del diagnóstico que el pensamiento ha dejado cundir sobre ellas. Por esto, cambiando su actitud, se constituye en  el capitán de la siguiente acción constructora. 

Sin duda, no es de ninguna manera fácil proceder así porque, en general, hallándose las circunstancias torcidas el pensamiento deberá empeñarse en la dura voluntad de invertir  o retorcer la malaventura para repensar positivamente. Parece un imposible  este bucle de querer queriendo o pensar el bien repensando desde el mal pero es así como se alcanza la salvación, el alivio o la asunción serena.

 Un pensamiento endeble dejará el ser  a la deriva. Pero un pensamiento con firme voluntad de vencer dirige el rumbo hacia lo mejor, sea la paz del mal, la pasión del bien o la fe en forjar el destino propio, aun dolorido.

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19 de mayo de 2015
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Tanta Teresa

Hay tantas Teresas en la santa de Ávila que resulta difícil elegir una u otra, ahora que se presentan ante nosotros con motivo del quinto centenario de su muerte. Por todas siento fascinación y todas me acompañan, excepto la que se castiga el cuerpo y el alma por amor a un dios que en mí no manda. Santa Teresa es una alta montaña de la literatura y, haciendo un fácil juego lingüístico, es nuestro Montaigne, por la riqueza deslumbrante de su prosa, por la lucidez penetrante de su mirada, y por su manera franca de contarse a sí misma, aunque naturalmente, el escritor francés tenía un espíritu más jovial y mundano, y, aun siendo un piadoso hombre del ‘establishment', no se sometió, como sí lo hizo Teresa, a la servidumbre voluntaria de Jesucristo.

       Se la reedita y se escribe sobre ella; del montón de libros que veo en las tiendas me llaman la atención los dos que ha publicado Lumen, una edición muy pulcra del ‘Libro de la vida', con prólogo de Lolita Bosch, y en especial ‘Malas palabras', que es una novela a dos voces, una tomada de la propia monja carmelita, y la otra superpuesta y entreverada de manera brillante por la joven novelista Cristina Morales. Morales recrea, expande y comenta narrativamente un episodio central de la vida de Teresa de Cepeda, con una rica escritura que hace justicia (y nunca sombra) a la de la santa, tomándose  libertades imaginarias muy sugestivas, como en el episodio de los juegos infantiles (páginas 70-72) y en el delicioso trazo de un espíritu de la coquetería (páginas 153-156). Y es muy ocurrente hablar de la "teología de la experiencia".

     También es de recomendar la edición de la obra poética teresiana que acaba de sacar la editorial Vitrubio bajo el título ‘El ser que no se acaba'. Muchos españoles, incluso aquellos que ignoran de quién son, pueden citar de memoria los versos "Vivo sin vivir en mí, / y tan alta vida espero, / que muero porque no muero". Pertenecen a uno de sus celebrados poemas místicos, pero hay otras composiciones en su obra, que comprende asimismo la poesía festiva y didáctica, igual de buenas. Por ejemplo el bellísimo ‘Coloquio de amor', un diálogo entre Dios y el Alma inquieta: "Lo que más temo es perderte".

      En algunos pasajes del ‘Libro de la vida', y también en su otro gran texto de carácter doctrinal, el ‘Libro de las Fundaciones', el lector no abocado a la religión puede sentir cierto agobio laico. Para ese lector, y yo soy uno de ellos, el libro por el que comenzar la subida a la cumbre de la literatura de Teresa de Jesús es sin duda ‘Las Moradas', también llamado ‘Castillo interior' Se trata de una alegoría espiritual contada como un relato de aventuras en el que la narradora busca las puertas de la fortaleza divina donde le espera su salvación. Hasta llegar a ella y ver la luz, hay lóbregas estancias que atravesar, y en el tránsito por los misteriosos paisajes del alma el viajero puede llegar a ser un personaje de Kafka, ansioso pero esperanzado.

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19 de mayo de 2015
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¿Nos hallamos en una decadencia abismal o se trata de mirar el problema desde otro ángulo?

Lo dije en un texto del mes pasado: en el año 2009 Elena Tchoudinova publicó en Rusia la novela La mezquita de Notre-Dame, 2048, que fue editada en Francia en el 2009, y donde vemos una Europa abducida por el Islam, con Notre-Dame convertida en gran mezquita y toda Francia islamizada.

Cinco años después, en el 2014, aparece la novela de Jean Rolin Les événements (Los acontecimientos), donde viajamos a una Francia escindida que se halla en plena guerra civil, en la que intervienen por supuesto los musulmanes.

En enero del 2015 aparece finalmente Sumisión de Houellebecq. Se trata pues de la tercera entrega de la gran epopeya Europa bajo el Islam.

En la novela de Tchoudinova la islamización se produce por emigración, en la de Houellebecq por conversión y prestidigitación política, y en la de Rolin por algo parecido a una rebelión, si bien Rolin se dedica sobre todo a describir la guerra con precisión hiperrealista, como acostumbra a hacer, más que a explicar las causas del conflicto.

En dos de los tres casos se trata de argumentos muy forzados. Se ve demasiada voluntad narrativa para hacer de algún modo creíble el asunto. Hasta ahí todo normal, lo que me inquieta es la dimensión que está tomando esta paranoia tóxica.

Si uno hiciera caso a los proclamadores del declive francés y del declive de toda la cultura occidental, estaríamos en la última fase de la decadencia y a punto de abrir las puertas a la barbarie total.

Pero hay otras formas de verlo. ¿Y si en lugar de estar en la última fase de la decadencia estuviésemos en un período parecido al del emperador Adriano, cuando la civilización se convierte en civilización sin Dios? China ha sido siempre una civilización sin Dios, y ahí está una vez más, con todo su poderío, como si fuese un imperio recién nacido. Se trata del único imperio milenario que todavía persiste, y ahora mismo parece más joven que el imperio americano. ¿Cómo explicar esa paradoja?

La persistencia del imperio chino es esperanzadora, y te ayuda a relativizar mucho los vaivenes de la historia, también los de la historia de tu propia cultura. Dicho de otra manera: quizás estamos viviendo un período muy interesante, de exploración del abismo humano en todo su gloria y en toda su atrocidad, sin que los imperativos religiosos coarten nuestra visión del mundo. Más que una decadencia sería el despliegue cada vez más amplio de la razón laica, por más que los políticos y los economistas se empeñen en conducirnos al grado cero del pensamiento y de la conciencia social. Obran así porque, creyéndose los reyes del presente, son espectros del pasado.

Puede que en el futuro cambiemos de dioses, como hicieron los romanos, pero algunos signos indican que van a ser dioses muy diferentes a las divinidades patriarcales que hemos conocido, quizá porque la figura del patriarca y su divinización resultan cada vez más difíciles de sostener en todas las culturas de la tierra, en parte por influencia occidental.

Con el correr de los tiempos, cabe pensar que se irá produciendo una feminización cada vez más acusada de la divinidad, ya que se detectan bastantes flechas que apuntan en esa dirección. Todo lo contrario de lo que anhela el fundamentalismo, tanto el religioso como el desplegado por las plañideras del declinismo francés.

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19 de mayo de 2015
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En palabras del poeta

No existen dos disciplinas más antagónicas en cuanto a la naturaleza del oficio: la política y la poesía. Sentirse llamado a hacer grandes cosas para mejorar el mundo, frente a la soledad desmañada de quien arranca pequeños sorbos de palabras con la voluntad de mejorar la cuartilla. Pero, a la vez, la larga tradición que las une demuestra que al político le empuja una impe­riosa necesidad, una fijación, de arañar algún verso para ennoblecer su discurso. Bien lo saben quienes los escriben: deben de ser certeros en su elección, en la procedencia del autor y su idoneidad. ¡Qué fatigados deben estar los espíritus de Cervantes, Machado, Espriu, Pla, Borges o Neruda, por citar algunos de los que no suelen fallar en las alocuciones de los cabezas de cartel! Con demasiada frecuencia los versos son pronunciados frente al atril, sea mitin o discurso solemne, como un pegote de silicona, un embe­llecimiento fútil que, lejos de provocar una corriente de electricidad entre la audiencia, de sentir el cosquilleo de las imágenes que el poeta sacó de su prodigiosa chistera, produce una sensación pretenciosa e incluso amarga. Aún recuerdo aquellos días azules que un bucólico Mariano Rajoy deseaba a todos los españoles: “Tendremos un mañana colmado de días azules y soleados”, voceó en un pueblo de Cá­ceres. Posteriormente, en una entrevista, Gloria Lomana le preguntó por su inusitada poética, y el presidente le explicó que había fusilado a Machado y Pessoa. Un retruécano imposible propio de un estudiante de secundaria: los últimos versos escritos por el poeta andaluz: “Esos días azules y ese sol de mi infancia”, fusionados con la saudade del portugués: “No sé lo que traerá el mañana”. En su último acto como alcaldesa, Ana Botella quiso también embellecer su verbo, y según las crónicas “tomó prestadas las palabras del poeta Joan Margarit para decir que ‘pese a todo y siempre, en los peores momentos, mi familia ha sabido hacerme misteriosamente feliz’”. ¡Qué extraña pareja: Botella y Margarit! Cuando los nuestros viajan fuera, salen preparados, a la manera de Artur Mas en una reciente conferencia en la Universidad de Columbia de Nueva York. Por un lado, tuvo buen gusto al elegir a un exquisito de la poesía norteamericana, Robert Frost, y su El camino no elegido, pero hizo de él una interpretación errónea. Se trata de unos versos populares, que conocen bien los universitarios, y que derraman un lúcido estoicismo: “Dos caminos se separaban en un bosque, y yo¿ yo tomé el menos transitado. Y eso lo ha cambiado todo”. El propio Frost advirtió de su trampa: no hay un camino más difícil que otro, son casi iguales, pero lo que hace la diferencia es la decisión que uno toma. Bien lo sabe Susana Díaz, que estos días no precisa sonetos, acaso de haikus, y que en su soledad errante habrá recordado aquel consejo que un día le diera su padre: “Niña, no te metas en política”. (La Vanguardia)

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18 de mayo de 2015
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El Boomeran(g)
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