Desde la exitosa Samantha Schweblin hasta la misteriosa Rita Indiana, pasando por autores cuyas...

Desde la exitosa Samantha Schweblin hasta la misteriosa Rita Indiana, pasando por autores cuyas...
Hubo periodistas que mostraron grandes esperanzas porque abundaba el candidato joven. Poner esperanzas en generaciones o en juventudes es una levedad orteguiana. Sobre todo cuando no tenemos ni idea de lo que van a hacer esos jóvenes con la Dirección General de Tráfico o con el déficit energético. Bien es verdad que tampoco sabemos lo que piensan, ni si piensan. De Podemos sólo conocemos su impulso negativo, pero nada de lo afirmativo, si lo hay. De Ciudadanos sabemos un poco más, pero es insuficiente. Las primeras medidas anunciadas por futuros alcaldes son un desatino de patio de colegio. Y el Podemos de Colau, como era de esperar, ya es independentista.
Que desaparecieran el PSOE y el PP traería mucha diversión, pero esos monstruos clientelares no van a esfumarse en el aire. La metamorfosis de Alianza Popular en el PP fue un ejemplo de cómo se reproduce el zoco. En cuanto al PSOE, se extinguirá, quizás, en Cataluña, pero seguirá llenando la bolsa en Andalucía. ¿Ya no son casta?
Nos esperan meses políticos muy interesantes. Eso sí, sin el menor peligro de que los nuevos elegidos sean mejores o más inteligentes por el mero hecho de que sepan usar una tableta o un teléfono chulo. De momento el resultado de las elecciones es: ¡Qué bien, ya estamos un poco más cerca de Grecia!
Hay que tomar a cada uno por su palabra. Artur Mas ha perdido la batalla de Barcelona. Sin la capital, el proceso soberanista diseñado por el presidente catalán se enfrenta a una cuesta más empinada de lo previsto y probablemente insuperable, al menos para él. Muchos fueron los factores que facilitaron el viraje de Convergència hacia el independentismo. Uno de ellos fue la extensión de su poder institucional, simbolizado por la conquista en 2011 de la inalcanzable alcaldía de Barcelona. Los presupuestos y las instituciones a disposición de CiU, directamente a través de la Generalitat e indirectamente del Ayuntamiento y de la Diputación barcelonesa, le han proporcionado una potencia de fuego excepcional, con un control irrepetible de medios de comunicación, instituciones culturales, publicidad, subvenciones y nombramientos políticos. Otro de los factores que facilitaban la apuesta de Mas fue la incorporación también por primera vez de parte del empresariado, el mundo de los negocios e incluso de las clases más altas a su proceso independentista. El derrotado alcalde Trias era el exponente municipalista de la culminación en la toma del poder en las instituciones y a la vez de una cierta sintonía del nacionalismo con la burguesía barcelonesa. Con Ada Colau de alcalde, Artur Mas se encuentra de nuevo con un contrapoder al otro lado de la plaza de Sant Jaume, que ya reclama antes de entrar en la alcaldía las deudas contraídas por su gobierno durante los cuatro años de sequía, y sin la figura conciliadora y pactista que simbolizaba en su independentismo sobrevenido y esforzado el giro nacionalista de la burguesía barcelonesa. Pero la caída de Barcelona tendría un valor escaso si se limitara a estos dos factores, por visibles y simbólicos que sean. Si de contar con la capital de Cataluña se trata, es evidente que Mas no podrá regresar al uso abusivo de las arcas municipales, pero no puede descartarse que Ada Colau entre en tratos en algún momento con el soberanismo y termine entregándole alguna baza, previo pago de las contrapartidas correspondientes. En cuanto a un eventual estrechamiento de la base social del independentismo, no hay que precipitarse en el análisis de la caída, a la vista de un mapa electoral barcelonés en el que CiU mantiene un altísimo nivel de voto. Los resultados del distrito más rico de la ciudad, Sarrià-Sant Gervasi, un 41'5%, no son los de un partido del que han desertado sus votantes. Trias fue el más votado en otros tres distritos burgueses, de composición más mezclada, como Les Corts, Eixample y Gràcia. En los otros seis, en cambio, Barcelona En Comú es quien gana, seguida en cinco de ellos por CiU, siempre por delante de ERC. Solo en Nou Barris, CiU queda desplazada al quinto lugar, con un exiguo 10%. Nou Barris es la excepción barcelonesa: con los resultados de los otros nueve distritos, Trias habría empatado en votos con Colau. Pero es la regla metropolitana: en las grandes ciudades del extrarradio barcelonés CiU queda también malparada, el conjunto del soberanismo no supera el 21% e incluso la adelanta ERC como primera fuerza independentista. Del mapa electoral salen tres Barcelonas bien diferenciadas. Hay una Barcelona soberanista, en la que la suma de los votantes de CiU, ERC y CUP supera el 50%: Eixample, Gràcia, Les Corts y Sarrià-Sant Gervasi. Hay otra Barcelona, a la que podríamos llamar mestiza, en la que gana Ada Colau pero mantiene un voto soberanista muy alto, entre el 33 y el 39%, gracias a que CiU se sitúa como segundo partido: Ciutat Vella, Horta-Guinardó, Sant Andreu, Sant Martí y Sants-Montjuïc. Esas dos Barcelonas son muy parecidas al resto de Cataluña y si todo el país fuera así, la decantación hacia mayorías independentistas intratables sería un hecho. Pero hay una tercera Barcelona, a la que podríamos llamar española, en la que el soberanismo queda superado por PSC, Ciudadanos y PP. No solo es el decisivo distrito de Nou Barris sino la gran metrópolis, donde ERC es una fuerza emergente, y CiU es el partido del establishment en decadencia. En la corona metropolitana el soberanismo apenas se ha hecho un hueco y, cuando lo hace, es desde la izquierda, ERC o incluso la CUP. CiU es en la periferia de Barcelona lo que es el PP en Cataluña. El liderazgo de Artur Mas encuentra ahí un valladar infranqueable. Si alguien quiere saltarlo, deberá hacerlo con un programa en el que los ejes social y nacional sean uno solo e inconfundible, algo que hasta ahora solo existe en las palabras y los deseos del independentismo voluntarioso.
En las mesas electorales del colegio Pintor Rosales, el domingo día 24 los votantes enarbolaban las papeletas del PP igual que si fueran banderines para animar a los indecisos. “Aún estáis a tiempo -parecían decir los vecinos de Chamartín- para impedir la debacle, si no ¿quién cuidará de nuestro dinero?”. Hace algunos años eran mayoría quienes se guardaban de admitir públicamente que votaban al PP, temiendo el efecto insecticida. Aquello acabó con la llegada de una generación de sorayos, cuya verdadera ideología no era sino la economía, y que asumió la doble P como atrezo. Aunque su actual y conflictiva resistencia no ha sido suficiente para evitar el estropicio que ha descabalgado a alcaldes varones y varonas. De los derrotados, la única que muestra un fuelle aerodinámico es ese personaje de registro interpretativo tan coloreado, Esperanza Aguirre. La que no podía hablar sin tacones, que está a punto de calzarse una alpargata Castañer para reivindicarla en los antros donde se organicen los nuevos soviets. ¡Soviets en el Madrid del Cristo de Medinaceli y de Santa Gema milagrera! El castizo y rancio, sí, pero también en el exquisitamente bien educado. La sonrisa madrileña necesita un capítulo aparte. Porque, en la capital, la gente es amable, empática y aduladora -nadie habla mejor de Barcelona que los madrileños-. También pasean por ella restos de la aristocracia surrealista: “Me divierte Carmena. Lo primero que dijo a la cámara después de los recuentos es que tenía que ir al lavabo”, me confiesa una duquesa descalza. En el mercado de Potosí, donde las señoras van a comprar con la filipina, se ofertan picantones de las Landas y kilos de percebes gallegos: “Aprovechad antes de que llegue Manuela… nos quedan cuatro días”, vocea don Francisco. “¿Pero dónde se ha visto que los rojos cantaran a Julio iglesias?: ‘como espiga en primavera, como luna llena es mi amor, Manuela¿’”. Los tenderos aquí son como los camareros franceses, con uniforme y vehemencia. “Con Tierno Galván vivimos ‘muy agradablemente’”, dice uno. Un sentimiento de desgobernanza se despliega en los cafés de periodistas, relamiendo el momento único: la llegada del activismo a los sillones donde antaño se sentaran el conde de Romanones o Rius i Taulet. “Madrid es comunista”, gritan unos. “No, no lo es”, replican empresarios temblorosos que temen tanto a las comunas como a las subidas de impuestos. No cesan de entrar watsaps de los artistas e intelectuales que hicieron plica votando al tándem Carmena-Gabilondo, alertando acerca de un nuevo tamayazo. “Se está comprando a algunos tránsfugas”, alertan. “No pueden permitir que salga todo lo que se esconde bajo las alfombras”, me decía Luis Eduardo Aute. La primavera petaliza en Madrid entre el deshielo pepero y un comunismo de iPhone 6. (La Vanguardia)
Al hilo del artículo que Clara Ferrero ha publicado en El País sobre el sexismo en la lengua (Por qué ser una zorra es malo y ser un zorro es bueno) creo oportuna una reflexión sobre la palabra “barón” que quisiera compartir con vuesas mercedes.
Ignoro en qué momento el concepto barón empezó a emplearse metafóricamente para designar a los dirigentes de los partidos políticos, pero me consta que en los años sesenta el semanario socialdemócrata francés Le Nouvel Observateur acuñó el término “barones del gaullismo” para designar a miembros relevantes del partido conservador. Es posible que a partir de entonces se empezara a hablar también de los barones del Partido Socialista en la misma Francia, y de Francia pasó a España, quizá. Es algo que no he contrastado porque en el fondo me da igual. Me preocupa más el significado de la palabra que localizar el momento en que empezó a ser utilizada en el ámbito de la política.
Los diccionarios etimológicos tienden a decir que varón viene de barón, y que en realidad se trata de la misma palabra. Barón tendería a significar “hombre fuerte”. En otras palabras: “macho dominante”. Y ello sería así tanto si procede del latín como del germano.
No hace falta se un lince para saber que es un concepto machista.
Como título nobiliario, habría que ubicarlo en la baja nobleza. El barón se hallaría por debajo del vizconde, y sólo por encima del señor y del hidalgo.
Uno se pregunta por qué se eligió “barón” para designar a los miembros de la élite política. Aventuro una respuesta: no los podían llamar duques o condes porque quedaría muy grotesco, muy pomposo y demasiado ancien régime, de modo que eligieron un título más modesto, perteneciente a la petite noblesse. No optaron por títulos más bajos como señor o hidalgo por razones obvias. Decir los señores del PP o los señores de PSOE puede sonar a señores de la guerra, y llamarlos hidalgos apestaría demasiado por lo que ha supuesto la hidalguía en nuestra historia. Por eso eligieron un título de apariencia más neutra. Erraron como siempre, ya que en realidad se trata del título más machista de todos al incidir en la idea de “hombre fuerte” o “supermacho”.
Tenía la esperanza de que los nuevos partidos se librasen de ese sambenito. Vana ilusión: una vez más han podido los arcaísmos masculinistas.
El uso de barón (o macho dominante) en un régimen democrático, laico y que aspira a la igualdad de sexos es una aberración. Pero más aberrante me parece que los viejos partidos hayan aceptado con complacencia ese presunto “título”, y les agrade verse tratados como barones de pacotilla en los periódicos, o más bien como barones de opereta. Confieso que toda vez que leo esa palabra en lo periódicos me cuesta seguir leyendo.
Como Podemos y Ciudadanos acepten ser definidos con esa terminología sexista, cursi, kitsch, arrogante, ajena a la horizontalidad democrática y a la igualdad de género, los ciudadanos de a pie (que ni somos barones ni aspiramos a serlo) podríamos empezar a dudar de ellos.
Una cultura verdaderamente democrática evitaría esas metáforas y empezaría por hablar del ciudadano Iglesias, la ciudadana Colau, el ciudadano Rivera, la ciudadana Carmena... Los otros pueden seguir llamándose barones, hasta que ese título bufonesco les acabe pareciendo, también a ellos, tan hiriente como patético.
Por encima de las instituciones y de lo que representan, o bien somos todos ciudadanos o el sistema se envilece y se arcaiza.
Asombrosamente, no creo que los periódicos se den cuanta de lo mucho que envejece la política esa palabrería ancien régime de la que tanto abusan y que tanto hiede.
Si los nuevos partidos quieren imponer un nuevo estilo, a tiempo están se sublevarse contra esa terminología ubicada en el campo semántico del machismo. Se quejaban los periódicos del uso populista de la palabra “casta” y sin embargo ellos no dudan en abusar de conceptos como barón, rigurosamente inseparables de la idea de casta superior y hasta de superhombre.
Todo cambio verdadero empieza por un cambio en el lenguaje.
A menudo compruebo, como si fuera una ley, que tanto las buenas noticias como las muy malas, llegan cuando menos se las espera.
Movido por esta certeza he procurado olvidarme de que en ese día se fallaba un premio al que había concurrido porque siempre cuando no he podido evitar el anhelo concreto he perdido en su resolución
Parecería pues como si la atención al acontecimiento deseado (o al temido) lo espantara. Igualmente, son más de temer los periodos en que todo parece en buen orden porque, por lo general, algo vendrá insospechadamente a desbaratarlos.
Vivir sin expectativas es imposible pero hacer de lo deseable y de lo indeseable un cuadro que se activará o se desactivará gracias a nuestra íntima voluntad es darse de bruces con lo inexorable.
Lo inexorable se echa encima y nos bruñe o nos desuella. Lo inexorable, a la espalda de nuestra visión, se amaga como un animal que, al modo salvaje de los reportajes de la tele, se halla siempre al acecho para saltarnos al cuello en los momentos en los que no emitimos sonidos ni hacemos comentarios en una u otra dirección. La fatalidad es muda, arbitraria y ciega. Es ella la que sin presupuestos ni indicio alguno, siega las ataduras de la libertad, los lazos del amor, la alegría o la muerte. Fin pues de esta irresponsable disertación.
Hay conceptos que nunca he soportado por su naturaleza pútrida, uno de ellos es la nostalgia, sentimiento que rara vez he padecido pues no soporto las fugas al pasado en ninguna de sus variantes. Tampoco soporto el concepto felicidad por toda la falsedad que conlleva y porque lo vinculo a una forma de sentimentalidad que aborrezco.
Por ciento que Amélie Nothomb (que a pesar de haber estado cinco años en Japón sabe menos japonés que yo) ha tenido la feliz idea de titular una de sus nouvelles La nostalgia feliz, basándose en una palabra japonesa que interpreta a su manera, falseándola desde su misma raíz. Pero no voy a enjuiciarla porque no acostumbro a hablar de las novelas que no me gustan. Es mi política. Cuando hablo de una novela que no me gusta le quito espacio a otras que sí me gustan, y eso me parece una forma de injusticia ahora que están cerrando dos librerías por día. Si algo se puede salvar, salvemos lo mejor, que no está el horno para bollos ni para ir de matarife a sueldo.
Sí que voy a hablar sin embargo del último discurso de una señora de la Edad Media vinculada al partido conservador donde aparecen los conceptos de felicidad y nostalgia. Cito textualmente: Como siempre que hay una gran mutación, emergen las nostalgias, y la nostalgia puede ser Ada Colau con una idea, o Podemos con una idea de una Arcadia comunista feliz, o puede ser ISIS que yo no diría que es una vuelta al siglo XVII, es una nostalgia del siglo XI...
De entrada parece el delirio de un borracho, también parece un texto surrealista concebido por un poetastro que olvidó en alguna parte las reglas de la sintaxis. El fragmento está lleno de contradicciones y confusiones históricas.
Veamos: el concepto mutación se opone muy a menudo al concepto nostalgia. La nostalgia mira hacia atrás y la mutación suele mirar hacia adelante, si bien no siempre. La nostalgia puede mutar, como la melancolía, pero en el caso de la señora que mento tendría que hablarse de nostalgia inmutable, porque su partido es pura nostalgia, lo ha sido siempre, pero además es una nostalgia inmóvil como el granito de San Lorenzo de El Escorial.
La señora a la que me refiero nos dice que la nostalgia puede ser Ada Colau (en una frase que no sabe acabar y que queda en el aire, siguiendo su estilo deshilachado y senil), a pesar de que resulta bastante evidente que Ada Colau es la negación de la nostalgia y la apuesta por la acción. Y la acción se opone muy a menudo a la nostalgia que suele ser paralizadora, como bien sabía Sastre.
Seguidamente vincula a Podemos con una presunta “Arcadia comunista feliz”, con el Estado Islámico y con el califato cordobés del siglo XI.
Digamos que para esta señora un mundo de pastores como fue la Arcadia de los poetas es lo mismo que un estado comunista y que el estado islámico, y lo mismo que la Córdoba solar, llena de cultura, de refinamiento y de grandeza del siglo XI. Nadie ignora que vincular ISIS con la Córdoba de los Omeya es un disparate, si bien menor que el que supone vincular a Podemos con la Arcadia pastoril o con el mítico califato, porque eso ya es simplemente un delirio sin el más mínimo sentido.
En España sólo conozco una nostalgia paralizante y de un arcaísmo aterrador: la nostalgia oligárquica del PP, que nunca ha sabido ser un partido realmente liberal, como ya advertí en un articulo publicado en El País el 18 de enero del 2013 titulado ¿Liberalismo o barbarie?
¿Dónde habrá aprendido historia esta representante de la derechona?, me pregunto lleno de estupor. Ella sí que representa el populismo en estado de máxima descomposición, además de representar el grado cero del pensamiento.
Miento, su discurso está muy por debajo del grado cero y es todo él una aberración sin paliativos. Jamás en mi vida había asistido a semejante parada de los monstruos, jamás en mi vida había visto hacer tanto el ridículo a un partido político.
Y mientras ella hilvanaba esas palabras tan precarias y estúpidas, los hornos y las guillotinas de los ayuntamientos de Madrid trabajaban a destajo. Toneladas de papeles comprometedores ardían o se convierten en viruta. Se trata de la forma más grotesca de sentirse limpios: ahogándolo todo en materia oscura y dificultando a los que llegan la gobernabilidad y la orientación.
Y es también la política de la tierra quemada y la infamia reiterada. Antes relacionábamos la guillotina con el terror derivado de la Revolución Francesa, ahora habrá que vincularla al período del miedo del ancien régime.
En la vida de las personas terriblemente ocupadas, maleadas por las fatigas y los fardos, acostumbra a prender la fantasía de que un día cogerán el primer avión que salga hacia un destino recóndito, donde iniciarán una nueva vida con los dioses de su parte. Nadie cree en su sueño de liviandad; piensan que se trata de un desahogo propio de la insatisfacción de quien está forrado de Porches y Rolex, hasta que un día lo hacen. Marcos Benavent ?ex alto cargo del PP valencià? les decía a los suyos que un día lo iba a dejar todo y se haría hippy. Viéndolo con sus hechuras de playboy marbellí y sus canas repeinadas, al estilo de los maridos de Norma Duval, la mayoría se choteaba. Ay, la veleidad de quien pretende crearse una imagen de idealista mientras roba todo lo que puede. Hasta que lo hizo: se dejó barba a lo gurú maharaji , se forró a tatuajes y anillos de piedras exóticas, hizo cursillos de tantra, se calzó unos pantalones de corte thai y abrió los brazos frente al pelotón de fotógrafos pidiendo el perdón universal. En un país tan habituado al ?no sé, no me consta? cuando se enfrenta a pillajes y triquiñuelas de altos vuelos, las declaraciones de Benavent, acompañadas de maneras místicas orientales, nos han dejado helados: ?Me he llevado de todo, yo era un yonqui del dinero?, dice ahora el ?arrepentido/indignado?. Antes de su total conversión tiró de la manta: había grabado las transacciones de sus compañeros corruptos contando billetes con gula. El 15-M fue para él una estrella-guía como para los Magos; y Pablo Iglesias y Ada Colau, las figuritas del portal. Absolutamente transformado, Benavent ha entonado el mea culpa, asumiendo castigo y cárcel. Asegura que el yoga y la meditación le han cambiado de la vida. Bueno sería que introdujera tanto a Alfonso Rus como a Rita Barberá en las artes de la conciencia plena o mindfulness. ?¡Qué hostia… qué hostia!?, suspiraba abatida la probable exalcaldesa de Valencia. La decadencia de la copromotora y cofudandora de Alianza Popular ha entrado en un punto de no retorno. Aparte de las coincidencias durante años en el Consell Municipal, Barberá y Benavent tienen en común que no hay escándalo o trama levantina en el que su nombre no esté enmarañado. La diferencia es que Barberá, tras 24 años mandando, no se olía la derrota. Así, tras reconocer el descalabro, ha salido por donde ha podido siguiendo la estela de la otra perdedora Esperanza Aguirre, que en lugar de achicarse propone frentes ?democráticos? contra el radicalismo. ?Se acabó la época de lo sucio, ahora es la hora de lo limpio? decía el protagonista de Crematorio, de Rafael Chirbes, imperecedero testimonio de la época del chanchullo, cuyos reverberos adictos a contar dinero negro aún traen resaca. Legado salomónico / Audrey Hepburn Sentencia el antiguo proverbio que ?ningún amigo como un hermano, ningún enemigo como un hermano?. Sean Ferrer y Luca Dotti, hijos de la icónica Audrey Hepburn, lo son solo a medias ?Mel Ferrer fue el padre del primero, mientras el segundo es vástago del siguiente marido de la actriz, el médico italiano Andrea Dotti? y aun así cumplen puntillosamente con dicha equidistancia: incapaces de ponerse de acuerdo en el reparto de su herencia (consistente en gran cantidad de vestidos y sombreros, joyas, fotografías, guiones, carteles cinematográficos y premios), acaban de recurrir a los tribunales para una salomónica división. Cierto es que la voluntad de la estrella fue tan maternal como imprecisa, pero familia que pleitea unida no suele mantenerse unida. El correveidile / Brad Pitt Siempre se ha olisqueado la sexualidad de los famosos en busca de trampa y cartón. Sacarles amantes, escándalos, filias y fobias ha sido una de las más humillantes declinaciones del periodismo de tanga. Ahora nos vienen con que a Brad Pitt ?le interesan los hombres?. Hace años, Angelina Jolie, que nunca ha dudado en reconocer su bisexualidad, declaró, en cambio, a un diario británico: ?Desde que estoy con Brad, no hay espacio para eso en mi vida?. De alguna forma hay que empañar la hoja de servicios de quien, de la mano de McQueen, Malick o Tarantino, se ha convertido en un actor de primera. En ese correveidile también reposa una profunda embestida contra el imaginario femenino: ?¿Pero quién se creía que un hombre tan completo podía ser heterosexual??. La gran cuentista / Cristina Fernández-Cubas Ha sido siempre una escritora entre hombres, un pluma vertical alejada de dóciles inclinaciones. Su mayor travestismo consistió en rebautizarse como Fernanda Kubbs para firmar lo que no consideraba divertimento. Acaso la mejor cuentista española, se aleja pedanterías y manierismos y es capaz de atravesarnos con una desesperación realista que acaba por confirmar como nos cambian tiempo y destino. Divertida, profunda, empática, despojada de artificios, aunque también coqueta, Cristina Fernández-Cubas conserva la niñez ?donde tanto ha horadado? en su mirada. Su regreso con La habitación de Nona ha sido celebrado por sus lectores, que llevaban tiempo esperando su dosis de literatura gruesa. (La Vanguardia)
Escribir una novela siempre ha sido una práctica de algo riesgo porque terminarla y publicarla es sólo el principio de una aventura que es lo más parecido a un salto al vacío sin red. No obstante, y aunque la sociología de la literatura tiene registrada una infinita variedad de las quisicosas ocurridas a las novelas y sus autores una vez que ambos se someten al juicio público, no cabe duda que el mayor riesgo de todos es que la novela sea mala sin paliativos. Lo que se dice un patinazo, del que ocasionalmente no se libran ni los maestros.
Antes, cuando las cosas de la literatura las llevaban los profesionales de las letras y no los publicistas se decía que escribir una mala novela costaba siete años de silencio, y es de suponer que se decía porque la experiencia demostraba que ese era el plazo requerido para que los lectores olvidasen la infamia que determinado sautor les endilgó siete años atrás.
José Serralvo, el autor de El niño que se desnudó delante de una webcam muestra el camino hacia un nuevo peligro, pues corre el riesgo de meter al enemigo en casa porque (¡todavía hoy!) existe una invencible tendencia a identificar al autor con su obra y si ese Serralvo sabe tanto de pornografía infantil y pedofilia… Que no se extrañe si a partir de ahora las madres de su escalera corren a poner a salvo a sus niños cada vez que lo vean entrar o salir de casa.
El título, sin ir más lejos, da una cierta idea del contenido de la narración. Pero sólo en lo que se refiere a las primeras páginas, porque según se van sucediendo las situaciones, y con la sola relación de los sucesos narrados se podría escribir un tratado no sólo sobre las prácticas y preferencias pedófilas sino también sobre las perversiones que tales prácticas y preferencias potencian. Aunque en la novela se diga de otra forma, queda claro que la satisfacción sexual (como todo en esta vida) está sometida a las leyes de la termodinámica y más concretamente a la de los rendimientos decrecientes, razón por la cual llegado un momento determinado, y que suele coincidir con la pérdida del sentimiento de novedad y la llegada de la repetición y la monotonía, para conseguir el mismo grado de satisfacción se exige un aumento exponencial de la “práctica”, y ese es un camino irreversible hacia la perversidad.
Lo que hace no sólo legible sino apasionante la lectura de esta historia de un niño que es inducido a las mayores aberraciones y abyecciones por parte de adultos que lo manipulan como quien maneja una marioneta es la notable habilidad del protagonista/narrador para situarse en un terreno que está más allá de la moral, la crónica negra, el reportaje sensacionalista y, menos aún, el testimonio de denuncia. Es un ejercicio de estilo muy meritorio porque la voz narradora va bordeando todo el rato el abismo sin caer nunca en él, o al menos nunca del todo. En parte gracias al humor, pues por raro que parezca hablando de lo que se habla hay golpes de humor estupendos.
En ningún caso se recurre a la autocompasión y menos aún al yo era inocente, yo no sabía, fui engañado, de haberlo sabido… Por descontado que el niño de doce años que cae en manos de un ciberacosador y perversor de menores no tiene ni idea de dónde se está metiendo y, menos aún, de lo que le va a pasar. Pero tampoco es del todo inocente y llegado un momento dado de su desarrollo como persona es tan manipulador como manipulado, o por llevarlo a un terreno mucho más conocido, es tan víctima como verdugo, y éste probablemente sea el aspecto más novedoso e instructivo del trabajo de José Serralvo.
La práctica de la pedofilia no tiene asidero moral alguno porque no es una relación de igualdad ni siquiera cuando hay un cierto grado de consentimiento por parte del débil (por ejemplo respecto a su participación en las fabulosas sumas de dinero que mueve ese negocio). Pero si la práctica en sí carece de apoyatura moral es porque, como dice el protagonista/narrador, la pedofilia es “la expresión de la sexualidad de un adulto deshumanizado que contribuye a deshumanizar a un niño”. Objetivar al niño, deshumanizarlo, es la coartada perfecta para justificar las mayores iniquidades. Pero también es la vía hacia la destrucción del deshumanizador porque está creando monstruos que terminarán manipulándolo a él: son los dueños de su placer y su única vía de satisfacción, y qué mejor definición del verdugo.
Pero si la narración capta la atención del lector y no la suelta hasta el final es porque José Serralvo pone continuamente en juego recursos muy variados y que vienen directamente de Nabokov, David Foster Wallace, entre otros, pero también vías narrativas tan paralelas, atractivas y ricas como pueda ser una historia de amor. Peculiar, como todo, pero amor.
El niño que se desnudó delante de una webcam
José Serralvo
Los libros del Lince.
La ficción sobre las obras de arte ocultas, perdidas o robadas -una copa sagrada, un collar de perlas preciosas, un manuscrito, una colección de cuadros, una madonna- es muy extensa y viene de antiguo. Henry James dejó en sus cuentos un repertorio extraordinario, si bien en su caso tales extravíos y sus correspondientes búsquedas eran, más que históricos, psicopáticos. Después de James, la narrativa ha continuado ese argumento, aunque, con una excepción, no conozco ninguna novela española ni película que trate del peligro o daño sufrido por las grandes pinturas del patrimonio clásico en momentos de zozobra bélica (nuestra guerra civil sería el paradigma) y de su salvación y traslado, al modo en que lo refleja, por ejemplo, la película norteamericana ‘Monuments Men', estrenada el año pasado.
‘La dama de oro', que se estrena ahora, tiene poco que ver con aquella, interpretada y dirigida con simpática superficialidad por George Clooney; las relaciona el nazismo y las bellas artes, en un conglomerado que rara vez falla dramáticamente en la pantalla, sobre todo si lo defienden actores del calibre de Bill Murray, John Goodman o Cate Blanchett (en ‘Monuments Men'), y de Helen Mirren y Daniel Brühl en ‘Woman in Gold', título original de ‘La dama de oro'. Naturalmente, la obra maestra del género, en clave perversamente sarcástica, es ‘Malditos bastardos' de Quentin Tarantino, en la que el séptimo (con su actor pistolero, su crítico resabiado, su proyeccionista intrépida) representaba al arte escamoteado. Pero claro, el film de Tarantino era pura invención, fantasía situada en contextos reales, mientras que ahora hablamos de dos ficciones autentificadas, ya que ambos se basan en acontecimientos sucedidos y en personajes existentes.
La película de Clooney era épica, y en los rasgos de ese género de alcurnia griega radicaba su principal atractivo; el reducido batallón al que el presidente Roosevelt encomendó la recuperación de las obras de arte sustraídas durante la guerra por las tropas hitlerianas existió, y sus hombres, un puñado de artistas, conservadores de museos, arquitectos y profesores de arte, fueron seguramente tan torpes en las armas y tan valientes en las operaciones de rescate como los que describe el film en clave de sacrificio heroico. Aquella era una película deliberadamente sentimental producida y realizada por Clooney (un cineasta interesante) después de ‘Los idus de marzo', su película cínica y política. ‘Monuments Men' no era política, y sus sentimientos tendían al lagrimeo más que a la reflexión, pero pasados muchos meses del día en que la vi aún recuerdo el ‘pathos' de la escena en que el grupo de rescatadores, que ha sufrido pérdidas en sus filas, descubre los inmensos subterráneos donde están almacenadas las obras robadas por los nazis, reconociendo alguno de los miembros del pelotón aquel retablo o aquella talla renacentista a la que en su vida civil anterior había dedicado todos sus conocimientos.
También emociona ‘La dama de oro', como melodrama a la antigua usanza que es, sin el brillo que el Hollywood de Sirk o de Minelli sabía conferir a estas cosas pero jugando una baza de difícil negación para tantos de nosotros: la película del rutinario realizador Simon Curtis habla de una hipótesis sobre la que se funda nuestra cultura, nuestro modo de ser artistas o nuestro modo de ser amadores del arte, y según la cual cada obra desaparecida, quemada, sustraída del lugar en el que fue concebida y hurtada a quien supo en primer lugar apreciarla y tal vez costearla, es una pérdida de la conciencia social, del bien común del espíritu. Curtis, y antes que él su guionista Alexi Kaye Campbell, banalizan los elementos, pero la historia del retrato que Gustav Klimt pintó a petición de un cultivado judío vienés, plasmando a la trágica y fascinante Adele Bloch-Bauer (que moriría joven), y que ocupó la pared de una casa en la que los ricos favorecían el mejor arte y a la que llegaron las SS para desposeerles y enviarles a la cámara de gas, posee los elementos de la gran tragedia de motivo artístico, y como tal despierta nuestro interés y puede hacer llorar, en más de un pasaje de juicio o de reencuentro vienés, a las almas sensibles.
Para rellenar sus casi dos horas de metraje, ‘La dama de oro' se detiene en la parte legal de este caso que todos leímos en su momento en los periódicos. La alta abogacía y los dignatarios austriacos aparecen pintados en el trazo grueso de los desaprensivos, y Maria Altmann (encarnada en su fase adulta por la Mirren) reviste los caracteres de la mujer justa, valerosa y empecinada; cuando hace suya la némesis nos arrastra, y cuando deja correr el humor produce carcajadas, aun contando con el pesado lastre que supone tener de co-protagonista permanente al estólido Ryan Reynolds. Hay una secuencia memorable, la visita de Maria a la casa de sus tíos los Bloch-Bauer, donde de niña veía colgado el cuadro de su tía Adele rodeada en el lienzo por la hermosa cenefa de teselas de oro que a Klimt le inspiraron, tras un viaje a Italia, los mosaicos de la iglesia de San Vitale en Rávena. La secuencia me recordó episodios similares del interesante libro '21, Rue la Boétie', de Anne Sinclair, la nieta de otro perjudicado por el nazismo, el marchante judío Paul Rosenberg, aunque casi todo el mundo conoce más a Sinclair, nacida Anne Schwartz, por haber sido la tercera mujer de Dominique Strauss-Kahn y su máximo apoyo mientras el político y banquero fue encarcelado y procesado. La ya anciana Maria de Helen Mirren recorre ese espacio infantil, ahora ocupado por las oficinas de una multinacional, y su sola mirada, su presencia superviviente, nos habla sin palabras, suficientemente, de esa epopeya de crimen y rapiña que tuvo lugar hace sólo setenta años en un lugar central de nuestra Europa.