Al parecer, el premio Rómulo Gallegos de estos últimos años está decidido ha descubrirnos autores...
Cuatro guerras, cuatro estrategias. Así funciona Estados Unidos y así funciona la Unión Europea. En frente, el Estado Islámico, un enemigo que solo tiene una estrategia porque su guerra es una sola y la misma. Y sentados en la valla, los amigos y aliados, cada uno con su guerra y con su estrategia, dispuestos a sacar el máximo provecho. En París se reunieron este martes 25 aliados de una de las cuatro guerras, la de Irak, donde escuece la última derrota, la caída el 15 de mayo de Ramadi, 450.000 habitantes antes del desastre, apenas a una hora de coche de Bagdad. De allí se retiró el ejército iraquí porque no tenía ganas de combatir, según el secretario de Estado de Defensa, Ashton Carter. Estuvo el primer ministro iraquí, Haidar el Abadi, que pidió más armas, más vigilancia en las fronteras para que no entren combatientes extranjeros y salga petróleo de contrabando para financiar el Estado islámico, más bombardeos aéreos e incluso el permiso para saltarse los embargos y comprar armas a Irán y Rusia. Los aliados le pidieron que haga más reformas y que gobierne mejor y sea capaz de incluir a los sunitas. En Ramadi sucedieron algunas cosas muy notables, además de que al ejército iraquí, casi todo chiita, no le apetecía disparar contra los yihadistas. Apareció una nueva arma, los camiones-bomba de gran tonelaje, en número de hasta 30, que destruyeron las defensas de la ciudad y dejaron el paso libre a las tropas yihadistas. Los infiltrados que se levantaron dentro de la ciudad al empezar el ataque jugaron un papel importante, como en la caída de Mosul el 10 de junio de 2014. Y, lo más grave, la población sunita que huía en estampida no pudo entrar en Bagdad porque fue rechazada, por sospechosa de complicidad con el EI, por las autoridades chiitas que rigen en la capital. Los aliados para Irak no son los aliados para Siria. A los países árabes del Golfo no les apetece apoyar al régimen chiita y pro iraní de Bagdad pero se sienten muy motivados en el combate contra el amigo de Teherán que es Bachar el Asad. Seguro que no les produce mayores emociones la caída de Palmira en manos del Estado Islámico, sobre todo entre los fervientes wahabitas que vienen destruyendo estatuas y ruinas antiguas desde hace siglos en la península arábiga. En cada una de las guerras se produce una situación inmejorable para el EI: son contiendas civiles entre tres bandos que en ningún caso quieren aliarse entre sí. Allí donde hay chiitas, Irak, Siria y Yemen, la guerra que cuenta es con los sunitas, mientras el EI va recogiendo los frutos. En Libia hay dos Gobiernos que se disputan el poder por las armas, uno apoyado por Catar, Turquía y Sudán, y otro por Egipto, Arabia Saudí y Emiratos Árabes; quien se aprovecha es el yihadismo, que ya ha tomado Sirte y quiere declarar el dominio del califato en la Cirenaica. No hay quien pare estas guerras civiles a tres, mientras sean cuatro y sin estrategia para nosotros y una sola y bien coherente para el yihadismo. Es bien claro, además, que son hijas legítimas de una región sin dirección ni rumbo, la mejor situación para los aprovechados, empezando por Arabia Saudí e Irán.

Lydia Davis es un nombre que, hace unos años, solo servía para responder una Trivia...

Acaba de anunciarse la shortlist del premio Rómulo Gallegos 2015, que se entrega en Venezuela....

Joseph Blatter lo advirtió hace menos de una semana. Apenas ganó la elección a presidente de la FIFA dijo que ahora, en este nuevo mandato, se dedicaría a limpiar a fondo el fútbol mundial. Ayer renunció a su cargo. Fue su primera y última medida. ¿Un héroe que se sacrificó para cumplir su palabra? ¿Un fugitivo que negocio su salida con los investigadores del FBI?
Cualquiera que conozca un mínimo de la maquinaria del fútbol entiende la magnitud de lo ocurrido ayer. El escritor catalán Manuel Vázquez Montalbán decía que el fútbol es la religión más extendida del planeta. Y es cierto. Por lo mismo, la renuncia de Blatter es la renuncia de un Papa. De nuestro Papa. Una dimisión tan inesperada y más significativa que la de Benedicto XVI. ¿Qué viene ahora? ¿Cómo llegamos hasta aquí?
El cambio se anuncia gigante. Se termina una época que será recordada con indignación. Las noticias que están por salir serán peores, y nos espera una larga temporada de miserias humanas. Y desde a hora, y por mucho tiempo más, comenzarán a perseguirnos algunas preguntas. ¿Qué hicieron los periodistas deportivos en estos años? ¿Por qué tan pocos alzaron la voz? ¿El boom de escritores publicando libros sobre lo romántico que es el fútbol es parte de la misma estafa? ¿Y qué hiciste tú?

¿Qué nos dicen de una persona los libros que atesora? ¿Puede definirse a un personaje por su biblioteca? En el caso de líderes, los dictadores, los asesinos: ¿saber lo que leían ayuda a conocerlos mejor, a entrar en su lógica, sus razones? ¿Y si descubrimos que leemos el mismo libro, que tenemos algol en común?
Estos días tenemos esa oportunidad de adentrarnos en la mente de un líder sin parangón: el hombre que durante la primera década de este siglo fue el más buscado del mundo. Cuatro años después de la operación secreta en la que los Navy Seals de Estados Unidos acribillaron a Osama Bin Laden en su refugio en Abotabad, Paquistán, la web de la Oficina del Director Nacional de Espionaje publica hace poco la lista de libros de la biblioteca del mítico líder de Al Qaeda.
Entre los libros, algunos predecibles y otros sorprendentes. Por ejemplo, nos podíamos imaginar a Bin Laden como lector de Noam Chomsky. Dos de sus libros ocupaban espacio en la estantería. Uno lógico: “Hegemonía o supervivencia: la búsqueda norteamericana del dominio global”; y otro más inquietante: “Ilusiones necesarias: El control de pensamiento en las sociedades democráticas”. ¿Qué pensaría Bin Laden de la descripción de las técnicas de control del pensamiento en tierras del Gran Satán?
Pero entre sus libros se encuentran también una reveladora incursión en la mente del enemigo: “Las guerras de Obama”, del veterano investigador de Watergate Bob Woodward. Curiosa lectura: las guerras de Obama eran contra él.
Una sorpresa: la lista contiene más libros de historia que de actualidad. Por ejemplo, “Cristianismo e Islam en España de 756 a 1031”, de C. D. Haines, tal vez le dio munición intelectual para lanzar a Al Qaeda a plantar bombas en esos trenes de Madrid el 11 de marzo de 2004.
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No es la primera vez que se escarba en una librería para intentar entender a su dueño. El arte de bucear en la mente retorcida de un déspota ha dado buenos frutos en el pasado.
Sin ir más lejos, en 2007, el periodista chileno Cristóbal Peña, del centro de investigación CIPER, se sumergió en los libros de Augusto Pinochet. Su reportaje, “Viaje al fondo de la biblioteca de Pinochet”, que ganó un premio de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, muestra al dictador como acaparador (55.000 libros con un costo de casi tres millones de dólares), tacaño, apasionado de la historia militar y por Napoleón.
Pinochet, descubrió Peña, era un vigoroso subrayador. Por ejemplo, en una autobiografía del almirante Erich Bauer, del Tercer Reich, el dictador subrayó la definición que hace el autor sobre su colega Von Ingenohl: “Resultaba difícil adivinar su pensamiento íntimo, pues no descubría jamás sus planes a los ojos de los demás de manera abierta”.
¿No es esta, en el fondo, una autodefinición del mismo Pinochet?
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Pensando en ese ejemplo de CIPER, me zambullí la semana pasada en la lista de los libros que tenía Osama Bin Laden cuando lo mataron.
Antes de seguir, hay que recordar que la publicación de la lista en este momento es una reacción: busca contrarrestar con datos un ataque a la credibilidad de la forma en que el Presidente Barack Obama y su gobierno contaron la operación para matar a Bin Laden.
En la edición del 21 de mayo del London Review of Books, el legendario Seymour Hersh calificó de mentirosa y tendenciosa la versión oficial del ataque que terminó con la vida del líder de Al Qaeda.
Aún a sus 78 años, Hersh sigue siendo de los más prestigiosos periodistas de investigación del mundo. Fue él quien, al comienzo de su carrera, dio a conocer la masacre de My Lai en Vietnam: una matanza de ancianos, mujeres y niños que cambió la forma en que la opinión pública estadounidense veía la guerra. Hace diez años volvió a poner el dedo en la llaga con su trabajo para The New Yorker sobre las torturas de soldados de su país a prisioneros iraquíes en la cárcel de Abu Ghraib.
Ahora Hersh embestía contra la historia oficial de la muerte del enemigo público número uno. Según sus fuentes, altos funcionarios y militares en retiro, Estados Unidos no llevó a cabo la operación en solitario, como aseguró Obama, sino que participó la inteligencia paquistaní. Tampoco hubo combate en la casa, y tampoco se arrojó el cuerpo de Bin Laden al mar.
Un oficial retirado aseguró al periodista que “no se retiraron de la casa bolsas de basura llenas de computadoras y dispositivos de almacenamiento”, como decía la versión oficial. “Solo se llevaron algunos libros y papeles que encontraron en su habitación.”
La muerte de Bin Laden fue un arma fundamental en la campaña de Obama a la reelección en 2012. Y para justificar que entraran en una casa con niños, a la noche, a matar a un hombre, debían crear la impresión de que estaba dirigiendo operaciones letales contra Estados Unidos y que se defendió, amenazando la vida de sus atacantes.
Todo eso, según Hersh, es mentira. El terrorista no se defendió. Su cuerpo no fue tratado según el rito musulmán, y de la habitación se llevaron “algunos libros y papeles”.
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Unos días más tarde, en medio del escándalo del artículo de Hersh, aparece la lista de esos “libros y papeles” de Bin Laden. No incluyen ninguno que pruebe que el enjuto barbudo estuviera planeando atentados.
Pero lo que hay es una lectura fascinante: es una ventana para entrar en una mente brillante, extraña y perturbada, sin la cual el mundo de hoy no sería igual. Y es también una forma de entender a quienes seleccionan algunos de estos objetos para contarnos qué leía el monstruo.
Hay, por ejemplo, un formulario que tenían que rellenar los postulantes a entrar en Al Qaeda. Se parece mucho a los documentos que nos piden para ser contratados o para unirnos a un club. La penúltima pregunta es: “¿Quiere Ud. participar en una operación suicida?”. Y la última: “¿A quién quisiera que contactáramos si Ud. se convierte en un mártir?”.
También hay un videojuego violento: Delta Force Extreme II, donde el jugador mata jihadistas en el desierto y en ciudades abandonadas. Los periodistas de NBC y del Huffington Post concluyen que este juego era para los niños, los hijos de Bin Laden que vivían con él. ¿Por qué están tan seguros? A mí me causa escalofríos imaginarme al barbudo y sus lugartenientes jugando Delta Force Extreme II en una de esas interminables tardes de bochorno en el desierto paquistaní.
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¿Qué más? Las primaveras árabes, movimientos juveniles que debían dejar muy perplejo a Bin Laden, pudieron haberle llevado a encargar y leer “Democracia civil islámica: socios, recursos y estrategias”, de Cheryl Benard.
Y un clásico, la “Oxford History of Modern War” de Charles Townsend, pudo tal vez provocarle destellos de nostalgia de aquellos días como estudiante en Oxford, los de la célebre foto en la que posa, irreconocible, con sus hermanos, vestido a la occidental y con pantalones de botamanga ancha, acodado en un auto deportivo.
Pero la lista no está completa. Faltan los videos eróticos. Es una gran pena. Sería interesante, hasta quizá instructivo, saber qué motivaba a Bin Laden en ese terreno. Para algunos sus gustos en porno pueden parecer superficiales. Yo creo, por el contrario, que en esas preferencias secretas, en el tipo de jovencitas que esperaba encontrar en el Paraíso de los creyentes, puede haber una llave secreta a la mente del hombre que inauguró el Siglo XXI.

La ropa recién comprada trae un olor a nuevo: la asepsia del plástico, el soplo del ambientador, su garantía de virginidad. La liberas de las hojas de fino papel, blanco o negro, según la delicada tradición de proteger la prenda hasta su despertar en la realidad, pero, al desplegarla, la satisfacción del estreno dura un instante: cordeles, plásticos punzantes, imperdibles o, en la costuras, rematadas con hilos superglue, un surtido de etiquetas te amenazan. De cinco a doce he llegado a contar entre la de la marca, la de la talla, la del número de serie y la de la composición y el modo de lavado. Concluye, en la nuca o algún otro punto estratégico, el obligado made in Camboya, Corea o China, exceptuando el lujo, aunque no todo sea el made in France de Chanel o el made in Italy de Prada. Entiendo que las personas hábiles pueden considerar nimio el acto de enfrentarse a ellas, que en cambio tan engorroso resulta para los compradores torpes que emprenden una relación de creciente enemistad con ellas. Si son expeditivos, se proponen meterles la tijera de raíz, más allá de la línea de puntos para que no quede un filo cortante que te recuerde su presencia, pero en más de una ocasión acaban dañando la prenda y abriendo una brecha tan sólo suturable con un remiendo antes de ser estrenada. Los más conservadores pasan días soportando una rugosidad en el cogote, la cintura o los flancos, hasta que acaban por aborrecerlas. Desde hace un tiempo, es cada vez más difícil dar con una camisa que no esconda una baraja de ellas como manual urgente de idiomas. Los gigantes que han globalizado el low cost utilizan un fino poliéster a fin de que abulten menos, mientras que los dioses del denim divierten a su clientela con cadenas metálicas y etiquetas que parecen entradas de un concierto hasta el extremo de que más de uno creía que iban con el modelo. La periodista Rebecca Willis se preguntaba recientemente en el suplemento Intelligent Life del diario The Economist por qué unos vaqueros deben ir acompañados de 700 palabras. “Son útiles hasta cierto punto, pero cuando la etiqueta de un jersey que cuesta 29,99 libras reza ‘sólo limpieza en seco’, uno ya sabe que es sólo para que en la tienda en cuestión puedan decirle ‘se lo advertimos’ si lo mete en la lavadora y sale del tamaño de Barbie”, escribe. Esas gavillas de etiquetas representan legalidad y conciencia tranquila: que la prenda ha pasado controles éticos y de calidad, a fin de digerirse sin culpas su etiqueta made in Bangladesh. Aunque habría que calcular cuánta mano de obra barata necesita cada etiqueta, y cuánta letra precisa en verdad un vestido, con independencia de sus centímetros. (La Vanguardia)

De todo lo que nos ha ido ocurriendo últimamente, quizá lo más inquietante ha sido la deshumanización del poder que se ha ido llevando a cabo entre nosotros; una deshumanización basada en tres elementos básico: el hermetismo, la autosuficiencia y la atomización.
El hermetismo sería para Ortega una de las características de la deshumanización del arte, pero todo indica que es sobre todo una de las características de la deshumanización de la política y el poder. Justamente es eso lo que está ocurriendo en Bruselas: un centro de poder ya por encima de los gobiernos nacionales que se presenta ante el ciudadano como hermético, tanto en su funcionamiento como en su lenguaje, siempre encaramándose en las supraestructuras económicas, a no se sabe cuántos metros del suelo.
El hermetismo suele ir vinculado a la autosuficiencia. El poder desde Bruselas se presenta como autosuficiente además de como inapelable. Lo que dicta Bruselas no admite réplica. Por más que nos asombre, regresamos a formas de poder de naturaleza imperial.
A la par que el poder se va haciendo cada vez más hermético y exhibe una autosuficiencia cada vez más irritante, va llevando a cabo un proceso de atomización, de desintegración y de destrucción de los nexos lógicos entre las disciplinas y las cosas. Es el momento en el que la economía se desvincula completamente del sufrimiento que puedan causar sus movimientos en la oscuridad.
El poder se deshumaniza cuando, partiendo del pedestal que le concede el ciudadano, impone medidas que provocan enormes cantidades de sufrimiento, en buena parte evitable. Los viejos partidos llevaban ya un tiempo ubicándose en esa misma deshumanización del poder, a través del hermetismo referido a sus finanzas, la corrupción a gran escala, la desarticulación del estado del bienestar y del Estado sin más, la atomización, que implicaría la escisión de economía y sociedad, y una autosuficiencia basada en la impunidad.
La prensa habla de programas, proyectos, líderes, lenguajes, ideologías, populismos, creyendo poder explicar desde esos ángulos el ascenso de Podemos y Ciudadanos, pero lo único que de verdad está ocurriendo es que los nuevos partidos dan una imagen más humana del poder, no solo por su aspecto, también porque no arrastran tras ellos toneladas de corrupción. Al no parecer unos cínicos, resultan más humanos porque el cinismo ataca el núcleo mismo de la conciencia social, y aunque en política el cinismo es muy habitual, cuando se hace muy evidente engendra repulsión. Se engañan gravemente los que piensan que todo es una cuestión de formas. Cuando los viejos partidos dicen que no han sabido acercarse a la ciudadanía y guiados por sus necios publicistas creen que se trata de mejorar la gramática gestual están confundiendo la velocidad con el tocino. De nada sirve poner caras amables y estrechar manos si por debajo están llevando a cabo una política de la devastación y el cinismo. Y es evidente que el uso y abuso del concepto “barón” para designar a los dirigentes no ayuda a humanizar el poder, como ya indiqué en mi texto anterior. Paradójicamante, un político deshumanizado ni siquiera alcanza a ser un ciudadano, como sugiere El Roto en su viñeta, por más que lo consideren o se autoconsidere todo un “barón” (de opereta, por supuesto).
El poder deshumanizado nos hace muy desdichados porque, por definición, hace abstracción de la desdicha. A veces me torturo imaginando las ingentes cantidades de desdicha que el poder ha generado entre nosotros en los últimos tiempos. Se trata de inmensas conglomeraciones de sufrimiento de naturaleza impensable, que han corroído profundamente nuestro carácter, que nos han convertido en otros, que nos han colocado al borde del abismo mientras en el parlamento se dedicaban y se dedican a echarse la mierda unos a otros.
En cambio los dirigentes de los nuevos partidos emplean un lenguaje imaginativo y próximo, se les ve llenos de energía, y resultan cercanos y amables. Representan una nueva humanización del poder, sin olvidar que para que esa humanización se lleve de verdad a cabo es exigible una conciencia plena del sufrimiento de los ciudadanos. Con esa idea fundamental en la cabeza, con esa gramática de la existencia guiando tu mente y tu lenguaje se pueden evitar millones de tragedias.

Concluimos en Managua Centroamérica Cuenta, nuestro encuentro internacional de escritores, a pesar de los vientos en contra. Fue impedido de entrar al país el caricaturista francés Jul, que venía a participar en la mesa sobre la risa y la barbarie, en homenaje a los periodistas de Charlie Hebdo masacrados en nombre de la religión por fanáticos desalmados. Pero a pesar de esa mala señal, y otras no menos ominosas, llevamos a cabo nuestra fiesta cultural de la manera en que nos la propusimos, un encuentro que tuvo por divisa la Libertad de Palabra y buscaba convertir a Nicaragua en una capital cultural, como de verdad lo fue, porque el público se desbordó para escuchar a los más de 70 escritores invitados.
Una tarde, después de almorzar juntos, me tocó llevar a Juan Gabriel Vásquez y a Héctor Abad Faciolince, nuestros dos escritores colombianos invitados, a una entrevista con Carlos Fernando Chamorro, que conduce el único programa de opinión en la televisión que aún sobrevive en el país.
En las paredes de la oficina de Carlos Fernando hay fotos de su padre, el periodista Pedro Joaquín Chamorro, asesinado el 10 de enero de 1978 en una calle solitaria de las ruinas de Managua, devastada tras el terremoto de 1972. Viajaba siempre al volante de su auto, sin ninguna escolta, a pesar de ser el enemigo número uno marcado por la dictadura de la familia Somoza, y unos sicarios le cortaron el paso y lo mataron a escopetazos. Ese asesinato vil encendió la chispa que haría posible el triunfo de la revolución al año siguiente, y el derrocamiento del asesino intelectual de Pedro Joaquín, el propio Anastasio Somoza.
Héctor recorrió las paredes, mirando cuidadosamente aquellas fotos. Estaba en la oficina de un hermano de sangre. Su padre, Héctor Abad Gómez, médico, profesor universitario, defensor de los derechos humanos, fue asesinado en las calles de Medellín por órdenes del jefe paramilitar Carlos Castaño en agosto de 1987.
Aquella muerte, como el mismo Héctor diría esa misma noche al participar en una de las mesas redondas, no provocó una revolución; fue un asesinato entre miles. Pero sí uno de los libros más hermosos escritos en América Latina en las últimas décadas, El olvido que seremos, escrito por Héctor, que busca fijar en su propia memoria, y en la de los demás, la historia de aquel hombre que pagó con la vida su tarea humanista de defender y proteger a las víctimas de la violencia y la represión en al Colombia convulsionada de entonces, cuando la guerra estaba en las calles de Medellín.
Carlos Fernando pudo ver el cadáver de su padre acribillado de perdigones, en la morgue del hospital de Managua adonde lo llevaron. Héctor corrió junto con su madre al lugar del crimen al saber la noticia de que habían abatido al suyo, y alcanzó a retirar de uno de sus bolsillos un papelito donde había copiado a mano un soneto de Jorge Luis Borges que empieza: "ya somos el olvido que seremos...". Ahora este poema sirve como epitafio en su tumba.
Héctor le pidió a Carlos Fernando que le contara cómo habían matado a su padre. Carlos Fernando le hizo la narración, mientras allí mismo en la oficina maquillaban a Juan Gabriel, porque ya se acercaba la hora de grabar el programa. Uno quiere saber siempre los detalles, dijo también esa noche Héctor, los detalles aún de lo que duele en el alma. Como en un espejo ensangrentado, la historia que Carlos Fernando le contaba, reflejaba la suya propia.
Antes de que entraran al estudio, Daniel Mordzinski, que nos acompañaba, nos hizo a todos unas fotos en el patio trasero de la casa. Y luego separó a Carlos Fernando y a Héctor y les pidió que se colocaran junto a una fuente. Juan Gabriel se subió al brocal y sostuvo por encima de las cabezas de los dos un trapo negro que sirviera de telón de fondo, tal como Daniel se lo pidió. Yo presenciaba aquella escena a poca distancia, mientras la emoción me iba embargando. Luego pidió a los dos hermanos de sangre que se situaran frente a frente, mirándose a los ojos, y que se agarraran de los brazos.
Y tomó la foto.
