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¡Ha llegado el nuevo Nuevo Periodismo!

El problema de llamar “nuevo” a algo es que pronto se vuelve obsoleto, y cuando llega lo siguiente… no hay cómo llamarlo.

Después de que Tom Wolfe llamara “El Nuevo Periodismo” a lo que hacían él y sus amigos en los años 60 y 70, ¿cómo llamar lo que se hace ahora? Robert Boynton lo llamó “El nuevo Nuevo Periodismo”, y en la colección Periodismo Activo de la editorial de la Universidad de Barcelona acabamos de presentar la primera edición integral en castellano.  

Todo nació en la ciudad de Tampere en Finlandia en Mayo de 2013. Yo asistía a la Conferencia de la Asociación Internacional de Estudios de Periodismo Literario y su conferenciante estrella era Robert Boynton. Ya era un fan de The New New Journalism, y allí le escuché una conferencia precisa, elegante, personal y reveladora sobre el periodismo que fue, el que es y el que será.

Esa noche le propuse hacer una traducción completa de su libro y publicarlo en esta colección, que acababa de nacer. Hoy se convierte en el sexto y más ambicioso libro de la colección.

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Primero, una rápida definición: El nuevo Nuevo Periodismo es tan distinto a El Nuevo Periodismo como Robert Boynton es distinto a Tom Wolfe.

El libro de Wolfe era como él: lleno de respuestas. Era el manifiesto de una revolución. Contenía una antología de los maestros de la generación de Wolfe: Truman Capote, Norman Mailer, Hunter Thompson, Joan Didion, Joe McGinnis, Michael Herr, Gay Talese y por supuesto, el mismo Tom Wolfe.

Entre todos, muestran un gran abanico de posibilidades a partir de unas cuantas reglas básicas: contar en vez de explicar, narrar por escenas, la descripción como forma de orientar y enganchar al lector, transformar a fuentes en personajes y a declaraciones en diálogos. Y sobre todo, la inmersión: pasar mucho tiempo con los personajes, conocerlos a fondo y escribir sobre ellos como un novelista escribiría sobre los personajes que surgen de su imaginación.

El libro que ayer presentamos nos obliga a mirar atrás, a aquel volumen pionero de Tom Wolfe, que trajo al castellano el gran editor Jorge Herralde. Y así como el de Wolfe estaba lleno de respuestas, este de Robert Boynton está lleno de preguntas.

Boynton es un periodista de alma. Investiga, cuenta y opina con conocimiento y pasión sobre la los cambios sociales en Estados Unidos, y ha dedicado los últimos seis años a una investigación en la misteriosa Corea del Norte, el último refugio del estalinismo.

Pero estas lecciones de buen periodismo parten también de su otra vocación: es un verdadero maestro. Desde hace años dirige el programa de la Universidad de Nueva York en la que jóvenes de todo el mundo buscan abrirse camino en las crónicas, los reportajes y los perfiles de revistas. Allí enseña los caminos del periodismo en profundidad. 

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¿Qué es El nuevo Nuevo Periodismo? Es una sagaz sucesión de entrevistas a fondo con los herederos de la generación de Tom Wolfe. Uno solo se repite en ambos libros, porque ya era genial hace 40 años y sigue haciendo periodismo del indispensable: Gay Talese.

El resto son periodistas literarios que irrumpieron entre finales del siglo pasado y la primera década de este. Ted Conover, Jon Krakauer, Michael Lewis, Adrian Nicole Le Blanc, Susan Orlean, Richard Ben Kramer, William Langewische, Jane Kramer… 19 en total. Solo hay tres mujeres, lo cual es inquietante, aunque en la antología de Tom Wolfe era todavía peor: si mal no recuerdo, solo estaba Joan Didion.

Estos autores son sometidos a una presentación y análisis de sus carreras y obras: son relatos y son ensayos. De cada uno rescata aquello que los movió a meterse en su porción de realidad, a indagar por asuntos actuales y eternos, y a encontrar el estilo por el que son celebrados.

Y después, lo fundamental: las entrevistas. Pregunta un poco por el qué, pero más pregunta por el cómo. Aunque muchas de las preguntas se repiten, parecen nuevas, parecen hechas para cada autor. Mi amigo y gran cronista argentino Leo Faccio, que leyó con deleite el libro, me comentó que uno de los gustos es saber que cada autor va a tener que responder a esas preguntas, tan precisas, tan difíciles, sobre por qué y cómo hacen lo que hacen.

Pero por supuesto muchas otras preguntas son únicas; tienen que ver con el tipo especial de periodismo narrativo que hace cada uno. Y también hay un estado de alerta que conocen todos los buenos entrevistadores: la repregunta, el saltar sobre lo que queda poco claro, o a abrir la puerta al secreto y a las razones últimas por las que cada uno hace así su trabajo.

Con todos empieza pidiéndoles una autodefinición. Y llama mucho la atención el énfasis en la modestia: buscan entender, contar, transmitir. No la Verdad ni el Arte con mayúsculas. Y una gran diferencia con Wolfe: él mismo se decía representante de una revolución, que cortaba con el periodismo del pasado. Su nuevo periodismo era contra el viejo, era un desafío. Era The Times They Are A’Changin’ de Bob Dylan hecho periodismo. En el libro de Boynton, sus autores se reconocen en la generación anterior. Se ven como una continuidad. Si cabe, un desarrollo.

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Entre las muchas cosas que me quedan más claras tras leer el libro de Robert Boynton, destaco esta: si a partir de El Nuevo Periodismo el diálogo central era entre periodismo y literatura, en El nuevo Nuevo Periodismo se agrega a este un nuevo diálogo: entre el periodismo literario y las ciencias sociales.

Los nuevos cronistas se sumergen en las calles de sus propias ciudades y en lejanos poblados como un antropólogo, estudian las relaciones y las conductas como sociólogos y psicólogos, aprenden del pasado para entender el presente como historiadores, y en sus libros analizan y piensan en pluma alta a la par que cuentan. Son narradores y ensayistas. Tal vez esto tenga que ver con que estos nuevos nuevos periodistas pasaron todos por la universidad, y también que muchos enseñan, siguen en la academia.

Pero no llevan la calle al lenguaje de las revistas científicas y las tesis. Al revés: llevan la profundidad y la teoría a las calles y al lenguaje de los lectores. 

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17 de junio de 2015
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Llegan los ?yuccies?

Se les reconoce por la agilidad de las yemas de sus dedos, permanentemente insatisfechas, entregadas al gesto tan metafórico como ridículo de pasar página deslizando apenas un centímetro el dedo por la pantalla. Como si tuvieran ojos en el pulgar, incluso en el meñique. La tecnología no es un medio sino una condición natural para ellos, casi anatómica. Aún tienen la edad en que uno cree saber lo que quiere y el desamor sólo duele un par de meses, cuatro días de mal cuerpo, algo parecido a llevar el jersey al revés sin poder remediarlo. Lo que para los viejunos son incómodos trasiegos, como el de enfrentarse a la aplicación AdoptaUnTío o el desesperarse con la de buscar un sofá para dormir de prestado en Boston, para ellos forma parte de su credo. Al igual que su bicicleta, su cartera de marca finlandesa o su Instagram. En lugar de patatas fritas, comen quinoa y donuts artesanos; no leen Vogue sino Hunter o, en España, Vein, una revista-libro que anuncia en portada feminismo, filosofía y moda. Y dicen “amar” los nuevos bares de cereales, los zumos de hierbas o los cafés biodinámicos. Para ellos todo debe ser ecológico, natural o hecho a mano, además de “inteligente”. Nada de todo ello tendría sentido si no les empujara una palabra-mantra: creatividad. Movido por la querencia anglosajona de los acrónimos-etiqueta que mezclan sociología y estilo de vida, el periodista David Infante ha bautizado a una hornada de jóvenes de entre 30 y 35 años como yuccies: Young Urban Creative. Jóvenes que quieren crear su propio negocio en lugar de venderse a empresas por una miseria y tener que soportar a sus jefes. Los yuccies, a diferencia de los hipsters y los yuppies, son de letras, apenas se drogan, saben más de maquetas y poesía que de salidas a bolsa, y aplican todo su potencial labrado gracias a una abultada formación que, si bien no les ha servido para encontrar trabajo, les ha sido útil a la hora de montar su propio plan de negocio para una exposición de videoarte. Según Infante, tienen “la convicción de que no sólo merecemos perseguir nuestros sueños, sino también ganarnos la vida con ello”. De todo ello podríamos arrancar una conclusión esperanzadora: a estos chicos rediseñados que subliman las ciudades de Texas o Marsella como nuevas mecas cool, releen una y otra vez Libertad de Jonathan Franzen o escuchan emisoras por internet como Azur, les importa más “crear” que “creer”. Tan fundamental es el fondo como la forma, la ética como estética -un nuevo debate se abre al respecto en los consistorios españoles-, y por ello rei­vindican el dinero con alma, el trabajo con sentimiento y la autoría por encima de cualquier populismo gregario. Crean, luego existen. (La Vanguardia)

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17 de junio de 2015
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El dedazo catalán

Ahora toca la lista presidencial. Convergència Democràtica de Catalunya, el partido fundado por Jordi Pujol y heredado por Artur Mas, conseguirá una proeza histórica. Nunca se ha presentado a las elecciones con un punto en su programa que diga: queremos la independencia de Cataluña y quien nos dé su voto estará votando en favor de dicho objetivo. Y tampoco lo hará en las próximas elecciones catalanas del 27-S. Quien se presentará en cambio en vez de CDC y bajo el objetivo principal independentista, formulado por vez primera con tal claridad, será una lista de candidatos, buena parte de ellos dirigentes convergentes, elegidos directamente por el presidente. El argumento de Mas es como sigue: ya que no me han dejado hacer una consulta legal sobre la independencia de Cataluña y no basta la consulta alegal realizada el 9-N, ahora voy a utilizar mi facultad presidencial de disolver el Parlamento catalán y convoco así unas elecciones para el 27 de septiembre a las que me presento encabezando una lista única presidencial bajo la reivindicación de la independencia. Si obtengo la mayoría, considero que ya se ha expresado la voluntad democrática de los catalanes y solo me queda elaborar la constitución del nuevo Estado y negociar los términos de la independencia.   Su propósito inicial ha quedado matizado por la negativa rotunda de los otros partidos independentistas a incorporarse a su lista. Tanto Esquerra Republicana como las Candidaturas de Unidad Popular sabían que detrás de la propuesta hay también un propósito de salvación de un partido en declive electoral y políticamente arruinado, sobre todo por la corrupción de la familia del presidente fundador; como hay también una ambición política, perfectamente legítima, del presidente Mas, que ha personalizado el proyecto independentista hasta ligarlo a su propio destino como político. Detrás de la lista presidencial, aunque no sea única como se había propuesto, está el partido del presidente, preparado para sustituir a Convergència i a CiU y convertirse en el partido de Cataluña. En propiedad, CDC ha empezado a evaporarse. No tiene ya su magnífica y famosa sede de la calle de Córcega. No celebra sus regulares victorias electorales en el hotel Majestic, lugar también de los pactos célebres con el PP. Ni siquiera existe en la Red, sustituida por la denominación de los convergentes. Su último Congreso, que se celebró en Reus en marzo de 2012, nombró como secretario general a Oriol Pujol, presidente a Artur Mas y presidente fundador a Jordi Pujol. La refundación, pospuesta hasta un próximo Congreso de fecha indeterminada, ya está en marcha y la elaboración de la lista presidencial será su más evidente expresión, como lo fueron las decisiones precipitadas por los dramáticos hechos de julio pasado, tras la dimisión definitiva de Oriol Pujol, la destitución de Jordi Pujol y el apartamiento de ambos de todo cargo y militancia.  CDC ya era un partido presidencialista, o mejor dicho, ajustado como un guante al presidente que lo fundó y convirtió prácticamente en patrimonio personal o familiar, es decir, una formación dinástica en la que había ya un hijo del propietario, Oriol Pujol, preparado para perpetuar el apellido cuando se retirara Artur Mas. La institución democrática más importante en todo partido, como es el Congreso, no tiene en CDC la obligación de reunirse regularmente, sino que cuenta con un mero tope de 50 meses entre dos convocatorias ordinarias. Todo esto facilita las cosas a Mas, que tiene todavía más de un año por delante para convocar el XVII Congreso. Si no se hubiera producido la confesión de Jordi Pujol, ahora quizás CDC se habría mutado en los pujolistas en vez de los convergentes. La mayor transformación de su historia, como es la sustitución de la cúpula familiar y dinástica y la refundación del partido, se ha precipitado en un año escaso, desde julio pasado hasta ahora, en decisiones tomadas exclusivamente por el presidente y sus asesores. El modelo de partido es bien claro: un jefe y quienes le ayudan, siguen y obedecen. Nada de facciones ni tendencias, nada de oposición, y en cuanto a procedimientos abiertos y democráticos, los mínimos. Hay una cierta afición atolondrada a buscar afinidades entre Artur Mas y los caudillajes caribeños que está muy lejos de los modos y, sobre todo, de la psicología del presidente catalán. El rey Artur, tal como le denominó su biógrafa y hagiógrafa Pilar Rahola, tiene muchas afinidades con la cultura política francesa, donde la derecha republicana sigue el surco de los liderazgos marcados por el general De Gaulle y seguido por los presidentes que le sucedieron en la inspiración, principalmente Jacques Chirac y Nicolas Sarkozy. Cada uno amoldó el partido de la derecha como partido del presidente, es decir, una organización destinada a conseguir que el presidente ganara las elecciones. Cada uno le dio incluso un nombre distinto o proporcionó a las siglas un significado propio. El penúltimo avatar del gaullismo ha sido la Unión para un Movimiento Popular, que ya fue una redenominación de la Unión para la Mayoría Presidencial, ahora convertido por Sarkozy en Los Republicanos.  El politólogo René Remond, autor de la célebre teoría de las tres derechas, situaba la tradición gaullista en el bonapartismo (cesarista), diferenciándola del legitimismo (contrarrevolucionario) y del orleanismo (liberal). Parece clara la hipótesis de que los comportamientos de Artur Mas, principalmente desde que se erigió en timonel y garante del proceso, primero para obtener el derecho a decidir, y súbitamente para convertirlo en la obtención de la independencia, van ajustándose al modelo de la derecha bonapartista neogaullista, cosa que quedará todavía más clara el día en que, sin que medie ninguna consulta democrática entre las bases, ningún proceso de debate, ni ningún procedimiento congresual, se proceda a elaborar la lista presidencial, por el simple método digital, al estilo del mexicano Dedazo. Los convergentes están en su derecho. También estarán en su derecho los militantes de Unió que le sigan, a pesar de que el partido democristiano ha hecho lo que CDC no ha querido hacer, como es consultar a los militantes y debatir abiertamente, e incluso con aspereza, sobre la línea del partido y, asociado a ella, sobre el futuro de su dirección. También Artur Mas está en su derecho, aunque no rima con el derecho a decidir que con tanto vigor ha defendido, tampoco con las denuncias de la democracia de baja calidad que atribuye a quienes lo niegan, y mucho menos con la radicalidad democrática que con tanta frecuencia se otorga a sí mismo a pesar de que no la practica.

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17 de junio de 2015
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Clamavi

No es infrecuente, cuando uno es joven, empeñarse en remediar la maldad y la mentira del mundo. Puedes entonces estudiar derecho y luego escalar en la política. Para otros, esa decisión es imposible porque supone aceptar la maldad y la mentira de buen principio. La política es la maldad y la mentira del mundo en su forma popular. Queda entonces el recurso de rehacer el mundo con las correcciones necesarias. Así, el mundo heroico, sereno, luminoso de Poussin o las humildes verduras de Sánchez Cotán. Ambos rechazan la maldad y la mentira del mundo sin necesidad de estudiar derecho. También los escritores a veces mejoran el mundo, aunque otros se limitan a dejar una copia innecesaria de la maldad y la mentira.

Pero, atención, no es preciso idealizar. La forma negativa puede ser también una rectificación del mundo. El escritor Thomas Bernhard se aplicó en reconstruir su país, Austria, al que odiaba con furor yihadista. No produjo música épica como Strauss, ni cuerpos ornamentales como Klimt, se limitó a inventar una Austria donde pudiera vivirse. Una Austria desnazificada. Por ejemplo, Bernhard escribió un relato en el que, llegada la agonía, Goethe llamaba obstinadamente a Wittgenstein, lo quería a su lado, exigía su presencia. Despidió a Eckermann con malos modos y convocó a gritos a Wittgenstein, el cual no pudo atenderle porque aún no había nacido.

Quizás el hundimiento de Austria se debió a eso, a que Wittgenstein nació demasiado tarde. La presencia del honesto filósofo vienés junto al inventor de la moderna lengua alemana seguramente habría podido salvar a Austria. Su ausencia junto al lecho del Goethe moribundo precipitó a la lengua y la filosofía alemanas en la desesperación y el crimen del siglo XX. No sabría yo a quién llamar cuando llegue la hora.

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16 de junio de 2015
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Los hermanos Strugatsky, más allá de Stalker

            De Boris (1933-2012) y Arkady (1925-1991) Strugatsky, los escritores más importantes de la ciencia ficción soviética, sabía sobre todo que eran los autores de Picnic extraterrestre (1972), la novela breve en la cual se basó Stalker (1979), esa clásica película de Tarkovsky. Como muchos lectores, los estoy descubriendo ahora gracias a nuevas traducciones de su obra al español y al inglés. En los Estados Unidos Melville House, una prestigiosa editorial independiente, ha iniciado su relanzamiento con dos títulos que se cuentan entre lo mejor de un corpus que abarca alrededor de treinta libros: Definitely Maybe (1967) y The Dead Mountaineer's Inn (1970).

            The Dead Mountaineer's Inn es un excelente lugar para comenzar con los Strugatsky y su peculiar mezcla de géneros, su humor de situaciones que remiten a las comedias del cine mudo. La novela se inicia como un divertimento, una parodia de esas novelas detectivescas que tan bien sabía armar Agatha Christie: una posada, un muerto en un cuarto cerrado, ocho sospechosos y un inspector sin muchas ganas de ocuparse del caso. A la posada en un lugar aislado entre picos nevados ha llegado el inspector Glebsky en busca de descanso, para enterarse de la leyenda de un montañista desaparecido años atrás. Del montañista ha quedado un fantasma que deja huellas de sus pies húmedos por las habitaciones de la posada y comete travesuras (hace ruidos, lee el periódico, fuma pipa, esconde los zapatos de los huéspedes). No ha terminado el primer capítulo, y el policial ya insinúa que también tiene filiaciones con la literatura fantástica.

             A medida que el inspector conoce a los huéspedes ---un famoso adivino, un millonario, un físico, etc- y se enreda en diálogos absurdos con ellos y escucha sus bromas ("vine a escalar las montañas, pero no he llegado a ellas todavía porque están cubiertas de nieve"), los hermanos Strugatsky van enrareciendo la atmósfera, creando momentos inquietantes que apuntan a una fisura en el estado de las cosas: nada es lo que parece, y tampoco estamos seguros de qué es lo que parece. Por esa fisura ingresa la ciencia ficción: los extraños visitantes en la posada, ¿son fantasmas, espías o extraterrestres? De pronto estamos leyendo un policial metafísico, en el que ya no importa tanto quién es el asesino como la naturaleza misma de la realidad.

            "¿Se ha dado cuenta, señor Glebsky," dice el dueño de la posada, "¿cuánto más interesante es lo desconocido que lo conocido? Lo desconocido nos hace pensar -hace que nuestra sangre se desplace más rápidamente  y nos lleva a pensamientos deliciosos. Nos hace señas, nos promete cosas. Es como un fuego parpadeando en la oscuridad de la noche. Pero tan pronto como lo desconocido se vuelve conocido, se vuelve tan gris y plano y poco interesante como el resto". Los hermanos Strugatsky son muy buenos para crear el misterio, para apuntar a lo desconocido. El género policial, sin embargo, exige la resolución del misterio, y lo que hace la novela, para que no todo se vuelva gris y plano y poco interesante, es ofrecer una falsa solución, que deja abierta la puerta como para que el inspector Glebsky, y nosotros con él, se quede balanceándose a las puertas del enigma. ¿Novela realista, fantástica, de ciencia ficción o todo a la vez? Definitivamente, quizás.

 

  (La Tercera, 7 de junio 2015)

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15 de junio de 2015
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Nosotras

La naturalidad con la que Lucas Mondelo, entrenador de la selección nacional de baloncesto femenino, declaró ante los micrófonos tras el fragor del par­tido del Europeo que “en la segunda fuimos más nosotras”, encandiló a la plaza. Tantos cantos melifluos acerca del lenguaje sexista empujando tér­minos neutros: (“juventud” en lugar de jóvenes, “ciudadanía” en lugar de ciudadanos y ciudadanas, etcétera) y este hombre suelta un plural femenino inclusivo con la camiseta sudada. “Nosotras”, bien lejos de las carrozas del orgullo gay y de los rímels de Vaquerizo o Bosé. No es la primera vez. Lo suele hacer incluso en sus artículos: “Para nosotras, ese logro no fue más que un impulso¿” (en la revista Gigantes). Con una sobriedad ejemplar, el técnico demuestra varias cosas asumiendo el femenino: que es un gran líder, uno más del equipo, que no puede imponerse diciendo “en la segunda parte del partido hemos sido más nosotros”, ni desentenderse y declarar que “en la segunda parte del partido han sido más ellas”. Al tiempo, evidencia que la empatía es capaz de barrer la corrección lingüística, una especie de superación del sentido común sobre la ortografía a fin de rubricar su sentido de pertenencia. Cuando un hombre adopta el gé­nero femenino, se produce una ligera algarabía. Bien lo saben los gays juguetones con sus nena o sus Mari -ahora se lleva más el Antonia como mote de comadreo-. Un travestismo que el lenguaje sellado tolera mal. En algunas empresas, donde la mayoría son mujeres, he escuchado decir al jefe: “Estamos muy satisfechas”, él era el único varón en la sala y se sentía moderno. Pero ¿impera la corrección o la desinhibición lingüística en una sociedad que sigue siendo representada por estereotipos en el diccionario? “El uso no marcado (o uso genérico) del masculino para designar los dos sexos está firmemente asentado en el sistema gramatical del español, como lo está en el de muchas otras lenguas románicas y no románicas, y también en que no hay razón para censurarlo”, afirmaba el catedrático Ignacio Bosque en un informe sobre el asunto para la RAE. En los últimos tiempos, muchas han sido las instituciones que han editado sus propias guías de lenguaje no sexista, y varias activistas (pocos hombres han combatido en esta trinchera verbal), entre las que destaca la filó­loga y feminista Eulàlia Lledó, han ­señalado que el inmovilismo en la tradición no es una razón de peso válida, como podría demostrar la aceptación durante siglos de la esclavitud como una condición natural. Cierto es que el lenguaje hilado se fundamenta en su economía. Duplicar plurales es can­sino y feo. Forzar el lenguaje para ­feminizarlo tan ridículo como hablar de periodistos o policíos. Hombres y mujeres somos seres humanos. Pero el “nosotras” de Mondelo es otra cosa: ¿o no hemos aprendido aún lo del sexo dominante? (La Vanguardia)

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15 de junio de 2015
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Clientes, los nuevos hinchas

Las críticas al poco aliento del público, en el primer partido del seleccionado chileno, tienen una explicación simple: a estos partidos no van hinchas del fútbol. Ni siquiera se llena de familias, que podían saber poco del deporte pero eran fanáticas del equipo nacional (pasa en todos los países). Los que llenan el estadio ahora son una especie diferente: los clientes.

Quienes estuvimos en el estadio el jueves, en el partido inaugural de la Copa América, lo pudimos ver claro. De pronto, de un par de buses, bajaba un centenar de clientes de una tarjeta de crédito. Una empresa de correo express acarreó más de trescientos espectadores. Una marca de computadores uniformó a varios cientos de asistentes. Un empleado de un banco levantaba un cartel gigante con los colores de su compañía, y al lado se iba juntando un llamativo tumulto de asistentes sponsoreados.

Alguien me contó que a una amiga, que trabaja para una bebida cola, le habían regalado cinco tickets. Otro, que pudo entrar al Nacional gracias a que ganó el sorteo de una telefónica. Dos de más allá venían gracias a ser clientes premiados por un sitio de Internet.

Antes, las entradas se compraban. Hoy, en tiempos del postfútbol, las entradas se consiguen o se ganan.

Quizás se debería investigar cómo se hacen estas ventas masivas a las empresas. ¿También las compran por internet? Cuesta creerlo. Por mientras, con el estadio lleno de clientes, el poco aliento a la Selección se ha hecho más notorio que nunca. Por suerte el equipo ganó su primer partido. El día que Chile pierda, los nuevos hinchas de la Roja ni siquiera se darán el tiempo para pifiar al equipo. Es posible que ahora lleven sus reclamos al Servicio Nacional del Consumidor.

 

 

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15 de junio de 2015
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