

La mayor parte de las personas de éxito llegaron a él por el camino menos pensado y a propósito de una circunstancia impronosticable. Si se va a ver, parece existir una correlación entre el éxito y la explosión de la sorpresa, entre la bomba y la condecoración.
Un factor, en todo caso, nunca falta y es la tenacidad con la que empeñaron sus fuerzas los que fueran bendecidos más tarde con la gloria. Si se va a ver, parece desfilar una correspondencia entre la extenuante abnegación y la recompensa. O, todavía peor, podría acaso producirse una decepcionante vinculación entre la vulgar cabezonería y sacar después la cabeza. Algún dicho popular difunde esta obstinación como la marca blanca para triunfar pero cómo persistir sin descanso en algo que no da razonablemente su fruto? ¿Qué desequilibrio psicológico domina al pertinaz? Los artistas geniales dicen unos y otros ( este verano Schopenhauer me lo repite a mí) deben disponer de una notable ración de locura. Sólo se puede ser un loco -pero no un empresario- si invirtiendo energía y fondos en un proyecto ese propósito nos desalienta demasiado y no digamos demasiado tiempo. Un galán sería un patán si tras un rosario de repetidos rechazos por parte de la amada se propusiera conquistarla a la fuerza. ¿A la fuerza? ¿Por el camino de nuestra inquebrantable voluntad perruna?
Francamente, si las metas soñadas se lograran gracias a una repetición sin plazo ni medida alguna, muchos morirían exhaustos y, sin duda, descerebrados. Aunque así parece ser esta tremenda ecuación. Quienes posen buena estrella no siempre la disfrutan a toda luz y ni siquiera parpadeando sus vatios. Ahora bien, en la norma moral, el mandato eficaz sería aquel que establece que gracias a frotar y frotar el destino terminará indefectiblemente brillando. ¿Verdadero? ¿Falso? Nadie lo sabe con certeza, Pero, a fin de cuentas, si se a a ver la vida cuenta tan poco en la eternidad que lo mismo da confiarla por entero a un gran proyecto único que dilapidarla en mil partículas sin cuento. Sin cuento duro. Sin importante argumento dentro.
Al fin, Turquía ha bombardeado al Estado Islámico. Cierto, el Estado Islámico (EI) había bombardeado antes a Turquía y concretamente dejó 32 cadáveres en un atentado en la localidad de Suruç este pasado lunes en la frontera siria. Hasta ahora Turquía miraba los toros desde la barrera. Sobre el papel estaba en la coalición junto a Estados Unidos para atacar las huestes de Al Bagdadi en Siria por medios aéreos, pero en realidad había hecho de la ambigüedad y de la inhibición toda una política: miraba para otro lado ante la llegada de yihadistas de todo el mundo a través de su frontera; lo mismo hacía con el contrabando de petróleo con el que se financia el terrorismo; y se permitía observar a distancia como se zurraban los peshmergas kurdos y los soldados del califato, como sucedió en Kobane el pasado septiembre. Ahora ha movido pieza. Ha puesto a disposición de la aviación estadounidense su base de Incirlik para bombardear al EI, ha pedido el apoyo político de la OTAN y quiere crear una zona tampón en territorio sirio fronterizo, a disposición de la resistencia moderada siria, donde podría refugiarse la población, con la cobertura aérea y artillera de su ejército (por cierto, entre los moderados están los guerrilleros de Jabhat al-Nusra, rama de Al Qaeda que no quisieron incorporarse al EI). Al mismo tiempo, en un gambito sangriento, como para compensar, la aviación turca ha atacado las posiciones del PKK, el partido de los trabajadores del Kurdistán, y de sus milicias en Siria, los únicos grupos armados que frenaban el avance del califato, rompiendo para ello una tregua que ha durado dos años. No es exactamente un cambio de estrategia sino un movimiento táctico para enfrentarse mejor a la amenaza existencial que representan los kurdos para la Turquía de Erdogan: ataco al califato atendiendo a los requerimientos de los aliados y a la provocación de un atentado, pero al tiempo me ocupo de lo que Mao Zedong llamaba "enemigo principal", que son los kurdos. Ellos son la variable estratégica que nunca cambia. El presidente turco acaba de sufrir este pasado junio una severa derrota en sus pretensiones de ampliar sus poderes presidenciales, de la mano precisamente del partido de inspiración kurda HDP (partido popular democrático), que le sustrajo la mayoría absoluta en las elecciones generales y bloqueó la posibilidad de reformar la constitución. Erdogan no quiere que sean precisamente sus enemigos kurdos quienes venzan al EI en Siria, sobre todo porque lo único que está claro del nuevo mapa que está configurándose en la región es que el Kurdistán compartido también con Siria, Irán e Irak está hoy más cerca que nunca en su historia de adquirir el estatuto de nación independiente. La zona tampón que Turquía quiere crear en Siria coincide con el anuncio de Bachar el-Assad de un repliegue de sus tropas donde mejor puedan defenderse, una forma elegante de anunciar que deja el campo libre al EI allí donde el ejército sirio ha perdido el control. El dictador de Damasco es un artista de la supervivencia, como ya lo fue su padre, capaz de crecerse en cada una de las derrotas. Ahora busca un nuevo equilibrio de fuerzas que le permita mantenerse en el poder y negociar cuando sea necesario en posición de ventaja, aunque sea a costa de avanzar un paso más hacia la consolidación de una Siria dividida, como lo está ya su vecino Irak.
Es una pequeña ceremonia. Escribir la última columna del curso con la cartera recogida, igual que de escolares, hasta que le arrolle a una el punto final y pueda salir corriendo con esa excitación que trae la promesa de vacaciones. Las mejillas sonrosadas tan sólo con imaginar los pies en la playa. El ánimo enseñoreado. La sensación de no pertenecer a nadie, al menos durante unas semanas. Bula para hacer lo que nos venga en gana, sin exámenes ni cuentas de resultados. La humedad que reblandece las urgencias y las importancias. La comprensión universal al dimitir del mundo enladrillado; ese mundo por el que a menudo nos echamos las manos a la cabeza asombrados o espantados, como si no fuera el nuestro. Una tregua, un paréntesis, una pausa. Un estar de permiso, casi una exigencia para limpiar la rutina, y volver ?con las pilas cargadas?, decimos. Pero no avanzamos con pilas, sino gracias a un cerebro que a menudo tiembla ante la posibilidad de divorciarse del cuerpo. De noquearlo. De hacérselo pasar verdaderamente mal. De vaciarlo de ideas. De arrebatarle su brío, su trote genuino, incluso de retirarle la zanahoria que lo alienta para llegar a la meta. Contamos la vida por las muertes y los nacimientos, las parejas y las mudanzas, los trabajos y las enfermedades, las Navidades y los veranos. Estos suelen traer los recuerdos más hidratados. Tienen textura, sabor y piel: los castillos de arena, las erres rotundas de un arroz socarrat, las cosquillas de los niños, el agua transparente abrazándote entre las celdillas trazadas por el sol, el aceite de monoï. Y es que algunas grandes ideas, esas que han multiplicado nuestra vida, las hemos tenido tumbados al sol, cogiendo y soltando el hilo sin auriculares. Nos basta el gemido de las olas al morir en la orilla para soñar despiertos y convertirnos en personaje. Si la autocomplacencia es perversa, fantaseamos con nuestro funeral. Si es dulzona e histérica, nos hacemos una autoentrevista. Pero a medida que se acaban las preguntas, necesitamos confesar la verdad con la misma fe del jugador que va perdiendo en la ruleta pero aún cree en una última apuesta. Dice el libertino Fédéric Beigbeder en Una novela francesa, que leí con placer hace cuatro veranos: ?El ser humano es un explorador; posiblemente a partir de cierta edad, deja de mirar adelante y da media vuelta. Si se ha reproducido, dispone de una guía para revisar su pasado?. Andamos en estas. En dejar de correr y regresar hacia aquello que nos explica. Empezar a desandar el camino que sólo creíamos de ida. Y al que regresamos cada verano. (La Vanguardia)
Conversando en días pasados con mis alumnos del ciclo El autor y su obra, en los cursos de verano de la Universidad Menéndez y Pelayo, en Santander, les decía que un buen ejercicio de lector es ensayar cada vez y cuando a hacer nuestra lista de aquellos libros que nos llevaríamos a una isla desierta. Veremos entonces como esa lista cambia, unos se quedan, otros entran, y siempre nos hará falta espacio para colocar los que consideramos los preferidos, aquellos de los que no podríamos separarnos. Aunque se trate de una lista abierta, a la que quitamos y agregamos a nuestro gusto, y según nuestras convicciones momentáneas de lector, que siempre tienen de volubles.
¿Pero qué pasa cuando se trata de una lista de número cerrado? Es de cajón preguntar en las entrevistas de prensa a los escritores, cuáles son los libros que uno se llevaría a esa famosa isla desierta. O cuáles salvaría de una catástrofe, si pudiera. Pero entonces, en esa pregunta, el número, fatalmente cerrado, es de diez.
Cada vez que se me plantea una escogencia de esta manera, yo a mi vez me pregunto: ¿por qué diez? ¿Quién inventó esa cifra? Entiendo que es un número de alguna manera cabalístico; y que aunque estricto tiene cierto margen de holgura. Pero es una grave dificultad incluir unos libros y excluir otros que ya no caben entre esos diez. Se trataría, al emprender el viaje hacia ese exilio de la isla desierta, de llevarlos todos en una pequeña maleta, o a lo mejor cabrían todos en una mochila de esas que hoy se cargan a la espalda.
Si empezamos por La Odisea, La Divina Comedia y El Quijote, ya tenemos tres puestos ocupados, y las posibilidades se reducen gravemente. Estoy dejando de lado nada menos que La Iliada, El Decamerón de Boccaccio, y esto sin salirme de los límites de la literatura de invenciones, porque, si no, la tarea se vuelve más que inverosímil.
¿Puede haber una escogencia posible entre La cartuja de Parma de Stendhal y Madame Bovary De Flaubert? ¿Y qué pasa si también quiero meter en la maleta los tres cuentos magistrales de Un corazón simple, también de Flaubert? ¿Y puedo escoger una sola novela de Dickens, por ejemplo Casa desolada, o debo referirme a sus novelas completas? ¿Y su presencia infaltable en una lista semejante, obliga a dejar por fuera La piedra lunar de Wilkie Collins, contemporáneo suyo?
Aquí vamos llegando ya a diez, y aún me faltan Chejov, y Edgard Allan Poe, Dostoievski, ¿Crimen y Castigo o Los hermanos Karamazov? Y por supuesto Tolstoi: La guerra y la paz, claro, ¡y prescindir de Ana Karenina! Y La Regenta, de Clarín, Fortuna y Jacinta de Pérez Galdós, El Primo Basilio, de Eça de Queirós...y aún no pasamos al siglo veinte.
Ocurre también con estas listas de diez, tan frágiles y provisionales porque son fruto de la improvisación, que al hacerlas influye el estado de ánimo en que nos encontramos cuando el periodista nos pregunta; y tiene que ver también la memoria, siempre tan traicionera, que nos aflige con sus olvidos imperdonables. Por aquí vamos ya y se me ha quedado Gogol y sus Almas muertas.
No pensemos entonces en el número diez, y hagamos nuestra escogencia a gusto, según el humor del día; lo importante es seguir leyendo, para que nuestras dificultades de elección crezcan, y eso es lo que nos hará lectores difíciles de contentar, y de consolar. Por fuerza habrá libros que saldrán de la lista si un día llegan a desencantarnos, o porque aparecen otros que deben tomar los antiguos lugares.
Pero sintámonos contentos de que lápiz en mano podamos recorrer los estantes de la biblioteca para hacer la revisión periódica que nos permite tener actualizada la lista propia. En Farenheit 451, la novela futurista de Ray Bradbury, ni siquiera existe la posibilidad de elegir los consabidos diez libros, porque todos están sometidos a persecución para ser quemados, y los lectores impenitentes, como nosotros debemos serlo, tienen que aprender de memoria los textos y leérselos en voz alta unos a otros, en la clandestinidad, como la única manera de mantenerlos vivos.
Vivimos entre desapariciones. Las que causa la muerte natural al cabo de una vida larga no son menos dolorosas para quienes las sienten, pero permiten el leve consuelo de lo que es común e inexorable. Junto a ellas, la muerte criminal o accidental, por su deliberación o su brusquedad, parecen castigos de un dios desconocido más que hecatombes. El siglo XX estuvo marcado por sus desaparecidos, que, al darse en una época que ya permitía el recuento, la publicidad y hasta el castigo, los hizo visibles y a veces históricos. En Argentina, unas mujeres entradas en edad y ataviadas con un pañuelo en la cabeza iniciaron la batalla de la restitución de los suyos, y después de innumerables trabas consiguieron que muchos de esos fantasmas tuvieran linaje, aunque no todos cuerpo presente. La población armenia diezmada en Turquía, los miles de oficiales del ejército polaco fusilados entre marzo y abril de 1940 por la policía de Stalin y arrojados en fosas secretas del bosque de Katyn tuvieron menor suerte, o más tiempo de penalidad. Y en España, por la indecisión administrativa de unos gobernantes bienintencionados y la mala voluntad de quienes gobiernan ahora, siguen mal enterrados, aunque sepamos sus nombres, muchos muertos del bando derrotado en la guerra civil.
Los desaparecidos del siglo XXI no tienen un mismo origen territorial, una comunión genética, ni son en su mayoría víctimas de la represalia de un enemigo. Mueren en el trayecto de sus ilusiones perdidas, y su identidad, su rastro y su cuerpo se los tragan las aguas para siempre. Tanto tiempo ha tardado Europa en afrontar esta forma letal de escamoteo de las personas, tanta desavenencia y torpeza hay en los remedios que se buscan para paliarla, que se diría que el género humano -y quiero decir el género humano que tiene país y gobierno estable, ciudad, casa, nombre, documentos- ya se ha acostumbrado a ver caer en la nada la vida de los otros.
Querría, después de la breve plegaria por los seres desaparecidos en la tragedia, hablar del melodrama de las cosas que faltan. Las cosas que faltan nos faltan a menudo porque nosotros, afortunados longevos, las sobrevivimos. El bar mal alumbrado donde tiraban con arte la cerveza, el taller de la costurera diligente que rehacía la ropa que no queremos tirar, el cine de tu barrio, que cerró y sigue cerrado, el cine de las grandes arterias de la capital, que cerró y se multiplicó en almacén multinacional. ¿Hay que lamentarse tanto de esas pérdidas? Hace unos días di un paseo nostálgico por una tienda, quizá la más hermosa que hubo, a punto de cerrar para siempre en el Paseo de Gracia de Barcelona. Nunca adquirí muebles ni baterías de cocina, ni siquiera mesas de futbolín, mi deporte predilecto, en Vinçon, pero conservaré mientras no se caigan a pedazos, ellos o yo, cosas allí compradas: la estilográfica cónica, las gafas de leer leves y trasparentes, las zapatillas de andar por casa, que son como una estufa sostenible para mis pies, siempre propensos a tener frío. Cada vez que iba a Barcelona me paseaba por Vinçon, que si no tenías dinero para lo más caro te permitía las chucherías inigualables y algo mejor y gratis: ver el talento y el buen gusto aplicado al comercio. También nos acostumbraremos a prescindir de ese maravilloso museo donde lo útil no molestaba a lo superfluo. Lo malo es cuando empiezan a desaparecer las cosas en las que uno cree, las que fundan el mundo que uno sueña, las que sin su existencia nos dejarán menos contentos y más tontos.
Hace poco menos de siete años recibí una carta de Albert Rivera, que conservo, en la que este entonces recién destapado político me agradecía un artículo, ‘La guerra de las lenguas', publicado en Libération, dentro de una de serie regular de ‘Cartas desde Madrid' que yo mandaba al periódico francés y en el que, sin nombrar a Ciutadans, me hacía eco de ciertas iniciativas contra un nacionalismo excluyente. Era una carta modesta, llena de cordura, que agradecía mi equidistancia en el enrevesado mundo de las confrontaciones identitarias, y en la que Rivera, dándose por aludido, celebraba que yo diese voz a esas voces. Ahora su partido, al que no he votado, ha aparecido en tromba y se deja oír, casi tanto como Podemos, reformando ambos el patrón de nuestra política municipal y autonómica. Rivera me sigue pareciendo un hombre valeroso, lo que no es poco, pero los valores que Ciudadanos empieza a condonar en su apoyo al PP son terriblemente decepcionantes. El PP tiene un presente y un pasado que, al menos de momento, marca nuestro futuro; Wert se ha ido, pero no sin antes haber perpetrado en la LOMCE un dispositivo en el que, al lado de la segregación escolar por sexos y el enaltecimiento de la catequesis como una de las bellas artes, se instaura la desaparición casi completa en el bachillerato de las clases de literatura. Esta purga de duradero efecto (si no se corta con un antídoto parlamentario en otoño) yo la siento como una agresión y tendría que merecer una respuesta armada, es decir militante, de los escritores, los editores, los traductores y enseñantes concernidos, del mismo modo que lo hicieron las gentes del cine y el teatro con el aumento del IVA. Nadie que no sea un fanático de Rajoy podrá negar que el poder que este ejerce y deja ejercer practica el desprecio a las artes. Y el odio a los artistas. La connivencia o el silencio de Ciudadanos allí donde -gracias a ellos- gobierne un PP anti-social y anti-cultural será, mientras los hechos no demuestren lo contrario, motivo de complicidad, y un baldón imborrable del partido de Rivera.
Un caso. En Málaga, un alcalde moderado del PP, Francisco de la Torre, ha mantenido durante once años un Instituto Municipal del Libro que era, en mi experiencia de escritor, seguidor de sus homenajes y lector de sus publicaciones de altísima calidad y exigencia (Edgar Neville, Cocteau, Hemingway, María Rosa de Gálvez, el rescate de la memoria española de Jane y Paul Bowles, entre otros), todo un ejemplo. Pues bien, acaba de anunciarse su fin por razones financieras y a resultas del pacto con el que Ciudadanos le ha dado la alcaldía al PP, poniendo entre otras condiciones la "extinción", así se ha dicho, del citado Instituto. La educación, la sanidad, el empleo, la igualdad, pero también la cultura, son las prioridades de este tiempo que se anuncia nuevo, y por los niveles de cumplimiento en esos campos mediremos, aquellos ciudadanos que no militamos pero votamos, la verdad del cambio en el ‘patchwork' electoral de España. El primer objetivo es hacer que afloren las cosas que han desaparecido en los brutales ajustes y recortes. El segundo, si estos nuevos ediles no colman el ansia mayoritaria de renovación, hacerles desaparecer cuanto antes del mapa de la política.
Javier Marías arremete en su reciente columna ?Zona fantasma? contra la moda de la narrativa...
Estamos rodeados de símbolos que, de tan visibles que son, nuestra mirada barre. Ocurre con los retratos y bustos de reyes, aristócratas, prohombres o políticos. Lejos de venerarlos, de que su efigie en grandes salones marmolados nos conmueva, acabamos por ignorar la imagen. La repetición y la costumbre suelen jugar estas malas pasadas. Como con el dibujo del papel pintado, que tanto cuesta reproducir mentalmente. En los países árabes, la foto de sus jeques y presidentes forma parte del paisaje, desde el vestíbulo del hotel al centro comercial, del aeropuerto al hospital. Pero el bombardeo de su retrato, la barba negra, los ojos pequeños, la kefia en la cabeza, no garantiza que logres identificarlo una semana después en el periódico. En la antigüedad, los emperadores se convertían en dioses tras su muerte. Porque el culto imperial era un auténtico culto a la personalidad (bien parecido al que, siglos después, se emuló en dictaduras como las de Hitler, Franco, Mussolini, Stalin, Castro, Chávez). Colgar un retrato es una forma universal de oficializar la autoridad y de rendir culto y respeto a un dignatario por parte de sus ciudadanos y en verdad súbditos. Pero en la mayoría de ocasiones, el culto a esa imagen se vive con absoluta indiferencia. De otra manera no se podría entender que durante un año, en el salón de plenos del Ayuntamiento de Barcelona haya presidido la mesa un busto de Juan Carlos I a pesar de haber abdicado. Como tampoco sería fácil justificar porqué ahora, y no hace meses, Alberto Fernández Díaz corriera a colgar la foto de Felipe VI, cual guerrilla urbana, en lugar de haberlo advertido de forma incontestable en el salón de plenos. Así es como durante un año los concejales del Ayuntamiento no han chistado; ni les ha sobrado el uno ni les ha faltado el otro porque probablemente no acertaran a verlo aunque lo tuvieran frente a sus micrófonos. El Gobierno acusa al Ayuntamiento de hacer una política de gestos y ruido. O sea, pataletas. Y el runrún conservador teme que aterrice el disparate. A que cada uno elija a su ídolo en el despacho como el alcalde de Cádiz, el mediático Kichi, de Podemos, que retiró el retrato del rey Juan Carlos para colocar en su lugar otro del anarquista Fermín Salvacochea, antecesor suyo durante la Primera República. El descuadre también ha sucedido en San Sebastián, Rúa y Moaña, Cerdanyola del Vallès y Marinaleda. Como si un júbilo experimental permitiera relajar tradición y formas. Un exceso de drama en los símbolos nacionales siempre ha sido fruto de un letal romanticismo. Y el culto al retrato representa un anacronismo más con el que convivimos a destiempo. Como tantos que, imperceptibles, nos rodean, nos gestionan y nos fastidian, bien lejos de los bustos, las estatuas, los coches, las corbatas o las misas. La insignificancia nunca ha movido el latido de las ciudades. (La Vanguardia)
Alguien llama a la puerta
He confesado en los capítulos anteriores que robé la cabeza de Murnau y la reduje a su mínima esencia. Ya saben, Friedrich Wilhelm Murnau, el mítico director de Nosferatu, de Amanecer, de Tabú, aquel que según dicen murió en un accidente de trafico mientras practicaba ejercicios afrodisíacos con su mayordomo filipino, que conducía el auto. Y también he confesado que no mucho después llegaron a mi casa dos hombres de la policía alemana. Pues bien, uno de los hombres estaba a punto de quemarme los ojos con su mechero cuando sonó el timbre de mi casa. Los policías me miraron desconcertados. Uno de ellos me preguntó:
-¿Quién puede ser?
-No lo sé -contesté-. Lo mejor sería averiguarlo.
-De eso nada. Usted no se va a mover de donde está.
-Puede que sea el cartero -murmuré-, y convendría que abriese la puerta.
-¿Por qué?
-Espero un paquete con un producto necesario para devolver a su estado original la cabeza de Murnau -dije mintiendo.
-Está bien, vaya a abrir, pero no intente maniobras extrañas, porque lo pagará caro.
Regalo milagroso
Bajé las escaleras, crucé el largo pasillo que conducía a la entrada del inmueble y comprobé que efectivamente era el cartero. Por descontado que no me traía ningún producto químico, me traía sencillamente un libro. ¿De Murnau? No, en modo alguno (la vida no suele ser tan simétrica como las novelas). Se trataba de un libro de aforismos titulado Aire de comedia, de Ramón Eder. El regalo provocó en mí un milagro: me olvidé de los policías y comencé a leerlo en el portal. Algunos aforismos me sedujeron de inmediato porque tenían mucho que ver con el momento que estaba pasando:
Los pequeños abismos son los más peligrosos porque son en los que caemos.
Qué difícil es perdonar al que hemos ofendido.
Las cloacas también tiene sus sirenas.
Toda la historia universal ha sido necesaria para que estés donde estás ahora mismo leyendo este libro.
Asombrosamente podemos ser dichosos con la muerte pisándonos los talones.
La vida es una ficción basada en hechos reales.
Alemania es un país que no cabe en sus fronteras.
Hay un tipo de generosidad que consiste en regalar nuestra ausencia.
El libro me da ideas
Tras la lectura me acordé de los policías que me aguardaban en mi propia casa y empecé a hacerme preguntas: ¿Me hallaba en un pequeño abismo o en uno más bien grande? ¿Sería capaz de perdonar a los que estaban ofendiendo? ¿Los dos hombre de negro serían faunos de las cloacas? ¿Toda la historia universal había sido necesaria para que me ocurriera lo que me estaba ocurriendo? ¿Por qué me sentía tan dichoso si era un hombre claramente amenazado? ¿Mi vida era una ficción basada en hechos reales y a la vez totalmente irreales? ¿Alemania era un país que no cabía en sus fronteras como la cabeza de Murnau que yo tenía en mi casa y como los policías que me amenazaban? Si había formas de generosidad basadas en regalar nuestra ausencia, ¿no era esa la generosidad que yo tenía que practicar con los hombres de negro?, me pregunté finalmente. Fue como ver la luz en mitad del túnel: salí corriendo de portal y me perdí por Madrid.
Un amor de Miguel Strogoff
Estaba anocheciendo cuando me oculté en un cine donde reponían una de las películas más fascinantes de todos los tiempos: El sueño de Orlopendo.
Me hallaba ya sumergido en las tribulaciones de Orlopendo y sus amores prohibidos con Miguel Strogoff cuando dos manos se posaron en mi espada: eran de nuevo los hombres de negro. Un instante después sus bocas se pegaron a mis orejas para susurrarme a la vez:
-Buenos noches, amigo. ¿Tendría usted la bondad de acompañarnos o quiere que le metamos dos agujas en los oídos?
Abracé el libro que llevaba conmigo como si se tratase de un talismán y me preparé para lo peor.
No sé cuántos libros han aparecido alrededor del proceso soberanista. Es imposible contarlos y menos todavía leerlos. Se cuentan en centenares en poco más de cinco años. Sí sé cuántos libros han aparecido sobre el caso Pujol desde que se produjo la confesión, hace ahora exactamente un año: ocho, de los cuales dos son reediciones. Lo sé muy bien porque yo soy el autor de uno de ellos, titulado La Gran Vergonya. Ascens i caiguda del mite de Jordi Pujol (Columna), que empecé a escribir en los mismos días en que el ex presidente confesaba sus pecados (hay traducción al castellano en la editorial Península).Yo solo fui el primero de los cuatro periodistas, digo bien cuatro, vinculados de una forma u otra con el diario EL PAÍS, que hemos publicado libros sobre Pujol en este año posterior a la confesión. Pere Ríos, periodista de larga experiencia judicial y ahora en la información política, ha publicado su Banca catalana: caso abierto (Península). Maiol Roger, joven reportero político en elpais.cat y muy activo en las redes sociales, ha publicado Jordi Pujol. La gran familia (Angle). Y Margarita Rivière, columnista asidua de estas páginas, perteneciente a mi generación, que falleció el pasado 29 de marzo, justo dos días después de la presentación de su fábula moral sobre el pujolismo, la novela Clave K (Icària), escrita hace 20 años pero rechazada por los editores entonces por aprensión ante el poder de Pujol. Cuatro sobre ocho es una proporción extraña. Como es lógico, no hubo coordinación entre los cuatro autores, aunque puede que exista alguna explicación ante tanta coincidencia. Si algún periódico se ha llevado la fama de antipujolista, sobre todo en la época más difícil, la inicial, este es EL PAÍS. Si alguien puede presentarse como excepción a la paradoja de los silencios sobre la corrupción pujolista --si todos lo sabían, ¿porque nadie lo contaba?-- eran los periodistas de este periódico. Nosotros lo contamos, o contamos lo que estuvo en nuestra mano en los años 80, y luego hemos seguido contándolo siempre que hemos podido. Todas las generaciones que conforman el mundo complejo de este periódico están representadas en los cuatro libros que el lector tiene a su disposición. El más joven, Roger, nos ofrece el friso de los caracteres individuales y de las historias personales que conforman el mundo pujoliano. Ríos, con la ayuda de los fiscales Mena y Villarejo, recupera el caso Banca Catalana, realmente fundacional en el asentamiento del poder pujolista. Rivière nos ofrece, con la técnica del roman à clefs, una espléndida explicación sobre los mecanismos del poder pujolista tras la primera mayoría absoluta de 1984. Habría que añadir todavía un libro pionero y fundamental, que tuvo muchas dificultades para aparecer y nunca ha sido reeditado, como es Banca Catalana. Más que un banco, más que una crisis (Plaza Janés), de Francesc Baiges, Jaume Reixach y Enric González, este último también entonces periodista de EL PAÍS. Veamos cuáles son los otros libros que acompañan este año a los salidos de la factoría periodística paisista. Dos de ellos, como ya he dicho, son reediciones con algún añadido o adaptación a las nuevas circunstancias. Se trata de Ara sí que toca. Jordi Pujol, el pujolisme i els successors (Edicions 62) de Francesc-Marc Alvaro de 2003 y de Jordi Pujol: en nom de Catalunya (Debate) de Fèlix Martínez y Jordi Oliveres de 2005, libros de referencia sobre el pujolismo anterior a la caída, y que he utilizado en el mío, entre otras cosas para documentar hasta qué punto se conocían los negocios turbios de los hijos de Pujol muchos años antes de la confesión. Quedan dos libros más. De una parte, está el del novelista Toni Sala El cas Pujol. Reflexions sobre el terreny (L'Altra), galardonado con los premios Ciutat de Barcelona y Premio de la Crítica, un dietario literario con las reflexiones que le sugiere la peripecia del ex presidente en los días posteriores a la confesión. Y de la otra, el volumen de entrevistas realizadas por Roser Pros-Roca con prólogo del propio Jordi Pujol a veinte amigos del ex presidente, bajo el título de Jordi Pujol. Del relat al silenci. Vint testimonis de primera mà (Gregal). Cuatro de ocho, dos de los cuales son reediciones, un séptimo un dietario y un octavo una contribución a la rehabilitación. Todo esto es muy raro y sin correspondencia con la envergadura del personaje y la trascendencia histórica de la confesión, ni tampoco con las consecuencias políticas de la caída de los Pujol y su desaparición de Convergència. Yo mismo, y creo que mis compañeros de EL PAÍS, hubiéramos preferido algo más de compañía y competencia y menos soledad y silencios.