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Quienes se aventuran más allá

Por 26 de agosto de 2015 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Sergio Ramírez

El avión hace un giro abrupto para descender hacia la pista, y el ala parece rozar uno de los cerros desnudos que aprisionan la ciudad. Después el giro termina en picada, como lo haría un aparato de combate, y ya en tierra el piloto frena a fondo, porque la pista es demasiado corta. Estamos en Tegucigalpa, adonde llegué por primera vez hace más de cincuenta años.

Hoy cuesta reconocer aquella ciudad provinciana entre autopistas y pasos a desnivel, gigantescos centros comerciales y edificios de veinte pisos, una modernidad dudosa, como la del resto de las capitales centroamericanas. Y debajo de esa modernidad se tejen las tupidas redes de la violencia que llenan planas enteras de los periódicos cada mañana.

Ese es el tema que ocupa mis conversaciones estos dos días intensos en Tegucigalpa. Sobre todo el asesinato de periodistas. En la última década, 55 han muerto víctimas de ataques en la calle, en sus casas o en sus centros de trabajo, o cuando no, sus cadáveres aparecen en lugares desolados.

Los autores materiales son siempre asesinos a sueldo que a veces resultan identificados, pero, en toda esa larga lista, sólo en tres casos han sido condenados por los tribunales; y peor, quienes les pagan permanecen siempre en el anonimato, y en la impunidad.

Las víctimas provienen en muchos casos de medios de provincia, o de comunidades alejadas y aisladas, periodistas de pequeñas estaciones de radio y televisión por cable, algunas de carácter comunitario. La lista de los últimos asesinatos este año nos puede ilustrar mejor:

Carlos Fernández dirigía el programa La verdad desnuda por Caribe TV, Canal 27 de Roatán, en islas de la Bahía. Fue tiroteado al entrar a su casa una noche de lluvia de febrero de este año. El sicario le disparó tres balazos, uno en la cabeza y dos en el tórax. Las investigaciones siguen estancadas.

Franklin Dubón daba las noticias en radio Sulaco, departamento de Yoro. Salió a una fiesta en mayo a la comunidad de Aguas Blancas y al día siguiente fue encontrado en una quebrada, asesinado a cuchilladas. Era ciego, y componía canciones. Según la policía pudo tratarse de un robo, pero había sido amenazado repetidas veces según su madre.

En junio, Juan Carlos Cruz Andara, periodista del canal Teleport de Puerto Cortés, fue asesinado a cuchillo en su propia casa. Meses antes había denunciado a la policía que recibía amenazas de muerte. Además era activista del movimiento de la diversidad sexual LGBTI.

Ese mismo mes, Jacobo Montoya Ramírez, periodista de radio y televisión de Copán Ruinas, fue muerto dentro de su propia casa por pistoleros que le dispararon primero desde la puerta y entraron luego en su persecución, rematándolo en presencia de su madre.

El 3 de julio, Joel Aquiles Torres, propietario del Canal 67 en Taulabé, Comayagua, en el centro del país, fue atacado a tiros desde una motocicleta cuando iba al volante de su vehículo, el que recibió 30 impactos; según los reportes de prensa, “se conoce poco sobre los avances de la investigación policíaca”.

¿Por qué los periodistas? ¿Y por qué la impunidad?

La red subterránea que alienta los asesinatos en Honduras, y que coloca al país en los primeros lugares de la violencia en el mundo, está alimentada por el crimen organizado, los carteles que controlan el tráfico de drogas, las pandillas de los Maras, de entre cuyas

filas salen no pocos de los sicarios. Y la debilidad institucional. El poder de penetración que el delito tiene en la policía, y en el sistema judicial, es uno de los factores que conduce a la impunidad, y para llegar hasta los culpables hay que atravesar obstáculos que se muestran insalvables, entre la interminable burocracia, las complicidades políticas, y la inercia.

El Congreso Nacional aprobó en abril una ley de protección de los periodistas, y su eficacia aún está por verse. ¿Puede una ley protegerlos cuando la violencia se ha vuelto orgánica, y la impunidad es parte del sistema?, es la pregunta que se hacen mis amigos, varios periodistas ellos mismos.

“O agarrás plata, o agarrás plomo”, es una de las frases más comunes para definir esta disyuntiva. Y los periodistas lo saben bien. Algunos, pensando en sus propias vidas, se moderan y calculan bien cuáles son los límites que no deben traspasar para no agarrar plomo. Otros, se aventuran más allá, en busca de cumplir con su deber de informar, y pagan las consecuencias de su compromiso con la verdad.

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Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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