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Grandes Esperanzas

              Todo parece una trama de mafiosos de barrio que por torpeza se cuidan poco las espaldas, como que tienen un teléfono al que pueden llamar los interesados en negociar el contrabando de mercancías en las aduanas. Pero no se trata de una banda formada por codiciosos burócratas de segunda, que se meten al bolsillo unos cuantos miles. Son millones de millones los esquilmados en impuestos de importación, al punto de descalabrar las finanzas públicas.

La banda la encabeza nada menos que el presidente de la república, al que en su argot los mafiosos llaman "el número 1", o "el mero mero", o "el dueño de la finca"; y la vicepresidenta es "la número 2". Ambos perciben una mitad de las ganancias. La otra mitad va a dar a los bolsillos de los funcionarios involucrados. El público conoce ahora a la banda como "la línea", por la línea de teléfono designada para las transacciones.

            Todo ocurre en Guatemala, y el escándalo estalló en abril de este año, cuando se presentaron las primeras evidencias contra la vicepresidenta Roxana Baldetti. Obligada a renunciar, y ahora en prisión, está siendo procesada por los delitos de asociación para delinquir, defraudación y cohecho pasivo; y se han reunido pruebas suficientes para enjuiciar por los mismos cargos al presidente Otto Pérez Molina, quien se acerca al final de su mandato, y se resiste a dejar el cargo, abandonado por la mayoría de sus ministros después que la Corte Suprema ha autorizado unánimemente su enjuiciamiento por el Congreso Nacional.

            Desde que se conocieron las acusaciones contra la vicepresidenta, un movimiento ciudadano  comenzó a tomar cuerpo con vigor inusitado, y al revelarse lo que todos sospechaban, que el presidente de la república era el jefe de la banda, el país demanda su renuncia: la iglesia católica, las iglesias evangélicas, las organizaciones de empresarios, los sindicatos, las universidades,  los gremios profesionales, los maestros, estudiantes, empleados públicos, los medios de comunicación.

Una oleada cívica incontenible ha desbordado las calles de la capital y de las principales poblaciones, miles y miles de ciudadanos indignados ante esta trama obscena de corrupción, como no se veía desde que manifestaciones similares salieron a exigir la renuncia del dictador Jorge Ubico, que terminó yéndose al exilio en julio de 1944.

Y se probó esa vez que hay en Centroamérica un sistema de vasos comunicantes: las protestas sacudieron también El Salvador, donde el dictador Maximiliano Hernández Martínez resultó derrocado, y las dictaduras de Somoza en Nicaragua y Carías en Honduras fueron remecidas. Hoy, en Honduras la gente sale también de manera masiva a las calles a protestar contra la corrupción.

Cuando uno mira el desolado panorama de los países centroamericanos, los acontecimientos de Guatemala dan motivos de grandes esperanzas: democracias que a duras penas se sostienen bajo el peso del caudillismo rampante; pandillas convertidas en ejércitos de delincuentes; el narcotráfico con sus garras sucias que pervierte todo lo que toca; la violencia contra los periodistas que pagan con sus vidas el derecho de informar a los ciudadanos; el sicariato, la impunidad, la justicia como remedo.

            Y de pronto, una rebelión cívica, sin un solo hecho de violencia,  en un país donde la represión política ha desembocado a lo largo de su historia en asesinatos, convocada a través de las redes sociales por jóvenes que prefieren el anonimato al protagonismo. Una sociedad sometida por largos años al terror, ha terminado perdiendo el miedo. Una rebelión en las calles por la decencia.

            ¿Y cómo ha sido posible que un gobierno corrupto, con un presidente que viene de las filas militares represivas, no haya sido capaz de someter a jueces y fiscales, como es tan común en estas tierras?

Guatemala es el único país donde existe una Comisión Internacional Contra la Impunidad (CICIG), creada por acuerdo entre el estado y las Naciones Unidas. La comisión  es independiente y lleva adelante investigaciones contra funcionarios públicos, como lo hizo en el 2008 al poner tras las rejas al expresidente Alfonso Portillo por actos de corrupción.

Son los investigadores de la Comisión los que intervinieron los teléfonos de los implicados, y presentaron a los jueces las trascripciones de las conversaciones mafiosas. En una de ellas, el propio Pérez Molina da órdenes a un funcionario de aduanas, miembro de la banda.

El último capítulo de esta historia no ha concluido. La gente seguirá en las calles. Un rótulo en la puerta de un restaurante cerrado en respaldo de las marchas, lo dice mejor: "Preferimos perder dinero a perder el país".

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2 de septiembre de 2015
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Retrásame la muerte

El verano es tan arrogante que, cuando se desliza hacia el otoño, nos sume en una especie de anticlímax como si hubiéramos extraviado aquello que en verdad buscamos. Nada más guardar las alpargatas, se nos emborrona la hoja en blanco. Porque aquella lucidez con la que resolvimos nuestro futuro en las tardes de siesta y arena en que lo veíamos todo tan fácil y claro se enmadeja tan pronto la vida vuelve a darle al on. ?Maquinaria es una palabra que utilizáis mucho los periodistas?, me decía un amigo. Es cierto, a menudo acudimos a la imagen de la máquina o el motor para representar el sistema como energía en movimiento. Pero existen otros tiempos encapsulados, en los que de nada sirve lo que hasta ahora valía, tiempos ajenos a la maquinaria que ruge entre torres de cristal donde el dinero da volteretas en el aire. Un minutero ajeno a los conflictos del mundo, incluso a las costumbres burguesas. Me refiero al tiempo del dolor. El que se escupe en vacaciones como una espina del pescado. Acaba agosto y he llegado a casa con una maleta de libros sobre el dolor y la enfermedad. No me pregunten por qué. Hace unos meses, Joan Tarrida me recomendó Ser mortal, del cirujano Atul Gawande, que arranca con una magnífica interpretación de La muerte de Iván Íllich, el paciente al que le atormentaba que lo engañaran. ?Nadie lo compadecía como él deseaba que le compadecieran?, escribió Tolstói. Al cabo de dos meses, un amigo ?exhipocondriaco, igual que yo? se lamentaba de la escasa literatura existente sobre la dolencia. ?Lee a Anatole Broyard, Ebrio de enfermedad? (La Uña Rota), me animó. Fue un descubrimiento: un libro escrito en estado de gracia que regala comprensión sobre la enfermedad con sus chispazos de lucidez y de locura, con la caída de los yos y los prejuicios. ?Veía en mi enfermedad una visita a un país tumultuoso, más o menos como la China contemporánea. Me la imaginaba como una aventura amorosa con una mujer que me exigía hacer cosas que yo no había hecho nunca?. Con Broyard bajaba a la playa, con Susan Sontag y Philip Roth, cerraba las contraventanas. Y de fondo el bolero recordándote los placeres sencillos: ?Regálame esta noche, retrásame la muerte?. La salud es lo primero, nos decimos, y, para quien consigue sortear la espada de Damocles, tener plena conciencia de estar vivo puede ser ?un orgasmo permanente? (Broyard). Leer sobre el dolor es casi un sacrilegio entre aceite de macadamia y turquesas, pero cuán saludable es quitarle arrogancia al verano. Oliver Sacks, que representó el ideal de médico empático para cualquier paciente, murió en agosto. Pero antes dejó escrito con bella eficacia el punto final de quien tan bien supo vivir y morir: ?Gracias?. (La Vanguardia)

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2 de septiembre de 2015
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Georgianas

Antes de la desmembración del imperio comunista del norte de Europa, el cine que venía de aquel inmenso país parecía unitario sin serlo; las antiguas repúblicas y regiones sujetas al régimen de Moscú producían películas en estudios propios, y algunos de los directores más esenciales de lo que en el resto del mundo se conocía como cine soviético o cine ruso eran ucranianos (así, por ejemplo, el gran clásico Dovjenko), georgianos (Abuladze, Yoseliani) o armenios, como el genial y malogrado ‘outsider', Sergei Paradjanov, cuya incomparable y provocativa obra se está recuperando a través del dvd en el mercado anglosajón. El mapa creado por las últimas hostilidades, invasiones, movimientos separatistas y golpes de mano -la mano férrea y dictatorial- de Putin, escapa a nuestra consideración, que sólo quiere ser cinematográfica y celebrar la coincidencia extraordinaria en la cartelera de dos películas en las que la calidad del relato alcanza una dimensión superior, en tanto que ambas cuentan, sin duda por azar, la misma historia desde dos perspectivas dramáticas y dos enfoques estéticos diferentes.

Se estrenó primero ‘Mandarinas' (‘Mandariinid', 2013), y también esa precedencia era provechosa, porque la conmovedora obra del georgiano Zaza Urushadze refleja a modo de parábola el trance, nunca del todo acabado, de la llamada guerra de Abjasia y Georgia en los años 1992-1993, situándolo en sus dimensiones patéticas. Ivo es un granjero estonio de avanzada edad que ha decidido no irse de la aldea georgiana donde ha vivido toda su vida, trabajando la madera; su hijo murió al comenzar la guerra, y su hija huyó a Estonia, quedando él solo ocupado en fabricar cajas en las que su vecino Margus, otro resistente pacífico, embala las mandarinas que producen sus huertas. A ese lugar despoblado, por el que cruzan soldados de las distintas facciones en liza, llega un día la confrontación en toda su crudeza; hay una emboscada, la casa de Margus y sus frutales quedan arrasados, y dos heridos de gravedad, un chechenio musulmán, Ahmed, y un georgiano cristiano, Niko, sobreviven a la matanza y son recogidos, alimentados y curados por Ivo en su propia casa, único refugio ahora para los cuatro hombres. La rivalidad y el encono étnico siguen latentes, de manera brutal, dentro de la vivienda, se producen más escaramuzas y bajas, y el final de ‘Mandarinas' contiene un mensaje conciliador que pese a su discurso edificante logra conmover profundamente, por la falta de énfasis, por la sutileza de los excelentes actores que interpretan a Ivo y a Niko, y por la potencia metafórica del emplazamiento marítimo de esa escena fúnebre y esperanzada.

‘Corn Island' (‘Simindis kundzuli', 2014) trascurre enteramente en un entorno acuático, el del caudaloso río Enguri que hace frontera entre Georgia y la república secesionista de Abjasia. La contienda en ese paisaje fluvial es la misma que en ‘Mandarinas', el anciano granjero (sin nombre propio en el reparto) también está solo y entregado a tareas agrícolas, pero en su caso se produce, cuando la película lleva casi media hora de metraje, la llegada casi feérica de una adolescente que sabremos más adelante que es su nieta, huérfana del enfrentamiento bélico. El director y guionista georgiano George Ovashvili compone un bellísimo poema telúrico, sin alegato; hay disparos en la tierra firme, sonidos militares, lanchas de soldados que pasan voceando en distintas lenguas (ruso, georgiano, abjasio), pero la violencia nunca irrumpe en el delicado triángulo que forman el abuelo, la nieta risueña y otro herido fugitivo al que acogen en su cabaña y esconden del enemigo que le persigue. Entre la muchacha y el fugitivo se establece un minueto de coquetería pueril y juegos de escondite que bordean la sexualidad sin llegar a nada. Las estacas clavadas en la arena, el crepitar del fuego al que asan los peces capturados, el ruido de la lluvia, el lejano canto de las aves de paso; esa es la voz natural del drama en sordina, sin apenas diálogo ni alusión al trágico conflicto.

Sin embargo, esta película lírica refleja el mismo impulso de intransigencia tribal que anida en los personajes de ‘Mandarinas'. El director de ‘Corn Island' lo resume con estas claras palabras: "Todo era felicidad hasta que un día de agosto de 1992, un tipo de Abjasia, pistola en mano, me dijo: "Tienes que dejar nuestra tierra, eres georgiano. La guerra ha comenzado". Doscientos cincuenta mil georgianos que vivían en Abjasia tuvieron que abandonar sus tierras y sus hogares. Un pequeño grupo de georgianos se quedaron para siempre".

Los desplazamientos forzosos, los odios raciales, el arma de las religiones, tan lacerantes hoy como hace veinticinco años en el microcosmos de aquellas tierras caucásicas, son la materia de estas dos películas de historia contemporánea. ‘Mandarinas' pone al desnudo, con brío narrativo y severidad, el corazón del mal. ‘Corn Island' se detiene en el trazo de la desolación humana producida, y la imagen de la que se sirve en el desenlace es memorable: el islote feraz ganado al río donde vivían calladamente abuelo y nieta es arrasado, en una ley de la naturaleza que sin duda ambos conocen de antemano, por la crecida anual de la corriente. La adolescente había vuelto antes del diluvio a la ribera, dejando su muñeca de trapo, y esa figura blanda y descoyuntada es lo único que permanece, enterrado en los arenales, cuando un hombre, un desconocido de quien nada se sabe, vuelve en un bote al lugar donde estuvo aquel maizal que un día las aguas arrastraron llevándose al anciano, su frágil casa de tablas, sus campos labrados y su paraíso hecho a la pequeña medida de una vida sin guerra.

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2 de septiembre de 2015
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Tres sorpresas catalanas

Llevamos al menos tres años con esta historia, cinco si buscamos un poco más de perspectiva, pero apenas se ha empezado a superar la sorpresa. Antes de 2010 y sobre todo de 2012, la independencia catalana era una propuesta extravagante y extemporánea, sin apoyo relevante en la opinión catalana y desmentida por la idea de una evolución del mundo en dirección contraria. Cataluña era una vieja nación histórica que había conseguido sobrevivir con su identidad, su lengua y su reivindicación nacionalista, sin que nunca hubiera tenido la oportunidad ni siquiera de plantear el sueño que da cuerpo y sentido al nacionalismo de matriz romántica: alcanzar un Estado concebido exclusivamente para la nación e internacionalmente reconocido. No tan solo este sueño parecía imposible, sino que la propia persistencia catalana tras un siglo XX con más dictadura que democracia, más uniformismo que pluralidad y más centralismo que difusión de poder aparecía como una especie de milagro o de excepción, y especialmente sucedía con la lengua, sobre cuya defunción venían cayendo terribles profecías que la realidad se ha encargado de desmentir. Hasta tal punto es importante la sorpresa del independentismo, que en ocasiones se diría que es lo único importante para el independentismo. Ahora esta sorpresa se ha terminado. Todos, dentro y fuera de España, sabemos de la idea de Cataluña como Estado independiente, unos para defenderla, otros para combatirla y otros más meramente para sopesarla y analizarla. Sabemos que Cataluña sería viable como país separado, aunque hay serias dudas respecto a que lo sea el precio de la separación, para el conjunto de los españoles y para los catalanes, e incluso para los europeos, algo que el independentismo resuelve con la fe del carbonero de nuestras abuelas: si quieres ser feliz como tu dices, no analices. Respecto a la idea en sí, hay que conceder una victoria sin retroceso a los independentistas. La idea de la independencia ya está instalada. La verosimilitud del caso no ofrece discusión. Su peso en la opinión pública, todavía menos. Tampoco la centralidad del secesionismo dentro del catalanismo, con el que se deberá contar para hacer cualquier cosa en Cataluña y en España durante una larga temporada. Ahora el caso pasará por vez primera la prueba de las mayorías. Nunca anteriormente un partido con posibilidad y vocación mayoritaria había osado presentarse a las elecciones con la independencia como punto programático fundamental. Artur Mas ha dado el paso, legítimo e incluso necesario después de tantos años de ambigüedad, acompañado sin embargo de unas explicaciones y coartadas de difícil aceptación. Presenta estas elecciones como el sustituto del referéndum que no le han dejado hacer. Trasfiere toda la responsabilidad en quienes no le han permitido su consulta. Incluso achaca la indefendible cuenta de una mayoría de escaños en vez de votos para emprender la secesión al Gobierno de Rajoy que ha obstaculizado sus planes. El presidente Mas ha aprovechado unas circunstancias excepcionales para dar este paso, que su partido no había ni siquiera insinuado en 40 años de vida: la mayoría absoluta del PP, la sentencia del Constitucional sobre el Estatuto y la mayor crisis económica que ha sufrido Europa desde 1929, con peligro para el euro incluso, coincidiendo con una crisis institucional que ha afectado a la propia monarquía. De puertas adentro, el independentismo vive esta circunstancia como un regalo providencial, que no se repetirá. De puertas afuera, como una situación límite, en la que se juega la vida o la muerte de la nación milenaria. Cierto que la ventana de oportunidad se está cerrando. La crisis terminará. El euro ya no está en peligro. El PP no repetirá mayorías absolutas. Ni siquiera vale la descalificación de la democracia española, a la vista de las alternancias que se están ya produciendo. Ningún gobierno nacionalista catalán volverá a tener las manos libres que ha tenido el de Mas para hacer de su capa presupuestaria un sayo a favor del plan secesionista. Las elecciones del 27S darán la medida de la fuerza independentista. Si Mas obtiene la mayoría de escaños, tendrá la opción de formar gobierno y utilizar los mecanismos legales para impulsar su proyecto, al igual que la oposición tendrá la de utilizar su fuerza parlamentaria para obstaculizarlo. Nada cambiará si la mayoría también es de votos: para que sea un plebiscito deben aceptarlo previamente todas las partes, en caso contrario quienes estén en la oposición seguirán protegidos por la legalidad constitucional. Nada se puede reformar desde Cataluña sin los dos tercios del parlamento, fijados libremente por los representantes de los catalanes, y este es el único listón aceptable incluso internacionalmente. El problema del independentismo es saber qué quiere hacer con el resultado electoral. Antes de empezar la campaña ya sabemos que tras las elecciones generales se abrirá el melón constitucional, cita a la que la lista del presidente Mas no quiere acudir si no es para el reconocimiento y ejercicio del derecho de autodeterminación. Por primera vez desde que el catalanismo echó a andar, hace más de un siglo, quienes ocupan la centralidad catalana no quieren participar en la reforma del Estado y hacen incluso bandera de su inhibición. Pero a los plebiscitos los carga el diablo. El 27S no se vota la independencia, ni siquiera la presidencia de Mas. Lo que de verdad los catalanes van a votar es si quieren participar, como han hecho en todas las ocasiones en la historia de España, en la tarea siempre inacabada de reformar la democracia constitucional junto al resto de los españoles o si prefieren quedar al margen. ¿Quién no desea un país mejor, sin corrupción, más próspero, democrático e integrado en Europa y por tanto más libre? De lo que trata el 27S es de saber si los catalanes quieren hacer esta Cataluña en solitario ?nosaltres sols?, y únicamente a partir de la separación, o con el conjunto de los españoles. Y de cara a las elecciones generales, vale también la recíproca: si el conjunto de los españoles quieren hacer España con los catalanes o prefieren dar la razón a los independentistas. Cataluña ha dado más de una sorpresa en los últimos tiempos. Además del auge independentista, ahí está la inesperada confesión de Pujol y su aparatosa caída del pedestal de padre de la patria, que le han inhabilitado para hacer oir su voz en la actual circunstancia. Pero la nueva y más inquietante de las sorpresas es la de esta inhibición inédita, inspirada en una ambición independentista que promete todo pero fácilmente puede quedar en nada, hasta trocarse en debilidad, pérdida de influencia y finalmente en irrelevancia, ¡ojo!, tanto por parte catalana como española. A fin de cuentas, si Cataluña no puede decidir unilateralmente que se va, tampoco se puede reformar la Constitución ni renovar la democracia española sin Cataluña.

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1 de septiembre de 2015
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Buscando (y encontrando) a Lucia Berlin

Hace un mes nadie sabía de Lucia Berlin (1936-2004), pero hoy, gracias a una campaña muy bien orquestada por la editorial Farrar, Straus, and Giroux con motivo del lanzamiento de su antología de cuentos A Manual for Cleaning Women, conocemos los principales detalles de su vida: años de errancia (Alaska, Chile, México, Texas, California), tres matrimonios, cuatro hijos, adicción al alcoholismo. También hubo tiempo para escribir, y publicó en editoriales muy pequeñas. Llegó a ganar un National Book Award y luego fue olvidada, hasta ahora, en que, gracias al esfuerzo de escritores como Lydia Davis, Stephen Emerson y Barry Gifford, aparece este libro para asegurarle un lugar de privilegio en la lista de grandes cuentistas norteamericanos. El aplauso ha sido unánime, y merecido.

Lucia Berlin se veía a sí misma como la hermana perdida de Raymond Carver, debido a pasados similares y a su predilección por personajes estoicos, austeros, en los márgenes de la sociedad. Hay coincidencias, pero son más las diferencias: en la escritura, Berlin es mucho más desprolija que Carver, y algunos de sus textos se leen más como colecciones de apuntes y observaciones que cuentos redondos (ver, por ejemplo, "A Manual for Cleaning Women"); en cuanto al tono, hay mucho humor en Berlin, incluso en medio del peor desastre (ver "Angel's Laundromat", "Dr. H. A. Moynihan" o "Phantom Pain"). Eso la acerca más a Denis Johnson y Lorrie Moore. Sus juegos de palabras hacen entender por qué Lydia Davis conectó con ella.

Berlin escribe sobre su vida, disfrazándola apenas: sus años en Chile están registrados en "Good and Bad", un cuento sobre la vida en un colegio norteamericano en Santiago, a principios de los cincuenta, marcado por la mirada de una chica extranjera de la élite que se encuentra con la pobreza más abyecta ("las casas de los mineros eran sucias y feas, con slogans mal escritos en las paredes, panfletos comunistas pegados con chicle y una foto de periódico de mi padre y el ministro de minería manchada de sangre"); los centros de desintoxicación en los que estuvo fueron una inspiración constante y la llevaron a escribir cuentos maravillosos como "Strays" y "Her First Detox"; México le sirvió como punto de partida para uno de sus mejores cuentos, "Toda Luna, Todo Año", sobre una viuda reciente que busca olvidar su tragedia.   

Para apreciar la voz de Lucia Berlin una puerta de entrada es "Emergency Room Notebook, 1977". La narradora, una enfermera que trabaja en la sala de Emergencias de un hospital, se fija en detalles como la grisitud de todo el edificio, excepto "el brillante y rojo Magic Marker X con el que los doctores han marcado el cráneo o la garganta de un paciente", y sabe qué es lo que convierte una muerte en mala ("cuando el que firma el certificado de defunción es el administrador del hotel o cuando la chica de la limpieza encuentra a la victima del ataque cardiaco dos semanas después, muriendo de deshidratación") o buena ("cuando los adultos lloran pero los niños continúan jugando y riendo y nadie les dice que se pongan tristes o sean respetuosos... como ocurre con los gitanos"). Berlin no apunta hacia un climax o desenlace, y tampoco relata un drama personal de la narradora: las observaciones son el cuento. Aquí tampoco hay que buscar la clásica epifanía del cuento moderno porque prácticamente cada frase de esta escritora es una epifanía.

 

(La Tercera, 30 de agosto 2015)

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30 de agosto de 2015
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15. Aliocha Coll, Góngora y los agujeros de gusano textuales

["He recorrido grandes distancias desde que decidí tomar a campo travieso"

Aliocha Coll, Imaginarias]

 

"Quien anda anda el tiempo" escribe Aliocha Coll en la primera página de Vitam venturi saeculi (Alfaguara, Madrid, 1982, p. 9), dando comienzo a una narración neobarroca en la que el concepto de tiempo y la proliferación agotadora del discurso -como para el Barroco- serán elementos centrales y determinantes, casi constitutivos. El tiempo es una de las pocas ideas que aparecen citadas de continuo en este libro cuyo hacerse -cuyo deshacerse- utiliza y despeja conceptos al poco de aparecer en él, mezclándolos con neologismos, palabras inventadas, juegos de lenguaje (Carroll, Joyce, etcétera, son citados en el texto, p. 196), y una desintegración total del sentido resultante en sonido: en la página 25, doscientas palabras seguidas se construyen sobre las letras "a" y "o" y sus derivados; en la página siguiente se encadenan decenas de palabras vertebradas sobre el juego vocálico "i-e". Como en la propia vida, que no nos otorga ninguna pista sobre su variedad y significado -suponemos que intenta decirnos Coll-, los acontecimientos y cosas sólo surgen ante nosotros; los vemos y oímos, pero no necesariamente los entendemos.

 

Ni falta que hace para disfrutarlos.

 

En esta selva colliana del lenguaje, pareja a veces a la silva gongorina, sobre todo a las Soledades, con similar grado de dificultad simbólico y semántico, acumulándose lenguas existentes e inexistentes, el tiempo, como decíamos, es el único punto de contacto del libro consigo mismo, el único concepto en que la novela se reconoce. Y en uno de sus puntos, Vitam venturi saeculi reza de este modo: "¿Qué haces? Agujeros en el tiempo para ver si encuentro algo campos diamantíferos" (p. 61). La frase me recordó inmediatamente al sexto verso de las Soledades, "en campos de zafiro pace estrellas", sensación que se completó mucho más adelante al leerle a Coll: "como surten los santos en los cuadros y rotizan en el campo del tiempo las estrellas" (p. 254). No sé si esos campos de diamante son un eco, o no, de los campos de zafiro de Góngora, más allá del común campo semántico de las gemas, pero lo que me dio que pensar fue la mención a los "agujeros del tiempo", y que justo después de la mención apareciese esa imagen -un campo de gemas, un campo de objetos brillantes, de estrellas - que tiene su imagen nítida en la tradición del siglo de Oro -esto es, en el pasado-, y que luego se reproduce en otra parte del libro -esto es, en el futuro textual-. Como si esas tres imágenes se hubieran encontrado -gracias a un agujero de gusano temporal, textual-, en el mismo lugar de la novela, aunque su espacio cronológico sea diferente.

 

Esto me hizo pensar que las citas, los intertextos, recuperan los textos anteriores y los hacen contemporáneos. Dejan de ser parte del pasado y se reinsertan en el hilo del presente, de lo presente. Las citas rejuvenecen a los clásicos y ponen el contador de su olvido a cero. Los actualizan. Y es ahí donde encontramos otro momento memorable espigado de Vitam venturam saeculi: "Cada hombre es una sucesión de actualizadores dispuestos en batería. Cada tiempo es una sucesión de momentos ordenados de la misma manera y paralelamente a aquélla. De forma que frente a cada momento está su actualizador. Y el tiempo y el hombre son la edad. Cada momento espacia el tiempo y en él caben el gesto y la postura y en su sucederse la palabra y la acción y es un sólido una forma propia. Cada actualizador o situación del hombre es un sólido una forma propia como un cerco o un marco continente como lo es la sección de un caño para lo que pase por él pase y en este sentido el tiempo es contenido. Así el tiempo se proyecta a través del hombre en la actualidad" (p. 70).

 

Los intertextos como actualizadores de la tradición, como recuperadores del pasado espigable y necesario. La novela, el texto, como mediadores temporales, como agujeros de gusano que nos traen el ayer aquí, campo a través. El tiempo como ficción novelística. La cita como modo de espejear lo perdido en el hallazgo actual, porque "el tiempo es un espejo milpuertas" (p. 71). Llegar por una de ellas a Coll, por otra a Carroll, a C(arr)oll, a Góngora, a este instante.

 

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29 de agosto de 2015
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