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El imperio del terror

Vivir permanentemente sometidos a la conciencia de la muerte sería lo mismo que habitar el infierno. Rubén Darío lo expresa en su magnífico poema Lo fatal:

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,

y más la piedra dura porque esa ya no siente,

pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,

ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Al hablar de la vida consciente, el poeta se refiere sobre todo a la vida consciente de la muerte: el futuro terror, que aparece en el segundo cuarteto del soneto más terrible de Rubén Darío.

Tenemos muchas maneras de evadirnos de la conciencia de la muerte, que surge en la infancia pero que se instala como una corriente helada en plena juventud, cuando llega a nosotros como una radiación lo que Martin Amis llama, en una de sus novelas, la información fulminante y definitiva de que vamos a morir.

La forma más habitual de escapar de la conciencia de la muerte estaría vinculada a la superación de la temporalidad por medio de una inmersión en el presente a través del ocio, el placer, el entretenimiento y la diversión. Y la forma más trascendente habría que relacionarla con las invenciones de la cultura y sus sistemas de elevación y sublimación: el arte, la filosofía, la religión.

El terrorismo islámico tendría por misión fundamental bloquear estas dos vías de escape. En primer lugar atacando las formas de ocio y de placer más inmediatas y habituales, llenando de sangre los lugares vinculados al disfrute (la matanza del Bataclan). En segundo lugar atacando las esferas de la cultura que más elevan y que ubican al género humano en una cierta idea de la inmortalidad, así como los espacios simbólicos en los que hemos proyectado el deseo de infinitud y el ansia de perdurar en el espacio y el tiempo (la destrucción de Palmira).

Bloqueados esos dos caminos (el de la eternidad del instante y el de la eternidad simbólica) estaríamos abocados al nihilismo y a la desesperación.

Los terrorismos más radicales anhelan instaurar de forma perpetua la sofocante conciencia de la muerte, dinamitando los dos caminos que más nos ayudan a olvidarnos de ella.

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22 de noviembre de 2015
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Eileen Gray y la justicia poética

Asistimos a la plena recuperación de un nombre y una obra colosal, la de Eileen Gray, pionera en el uso de la laca en el mobiliario sofisticado y revolucionaria capaz de difuminar la frontera entre la arquitectura y el diseño. Transitó del constructivismo al art déco para acabar siendo uno de los pilares del estilo internacional. Gray fue la autora de una vivienda colgada en el acantilado de Roquebrune-Cap-Martin, que por fin se ha abierto al público: la casa E-1027. Concebida como una obra total que integra y armoniza todas las disciplinas, en la que proyectó desde su estructura racionalista ?y a la vez sensual? hasta su icónico mobiliario, bebe tanto de la reformulación de tradiciones como de golpes de ingenio. También fue una casa construida para perder la cabeza por amor. Pero el 2015 ha sido también el año del desenmascaramiento de uno de sus coetáneos ?y mentor?, un genio que la admiró y a la vez odió: Charles-Édouard Jeanneret-Gris, más conocido como Le Corbusier. Con motivo del 50.º aniversario de su muerte se han sucedido homenajes y exposiciones, como la retrospectiva que le dedicó el centro Pompidou de París. Pero en la consagración del Dios de la arquitectura como un organismo vivo se había acallado hasta ahora una faceta que las últimas biografías publicadas en Francia documentan: Le Corbusier era un fascista convencido, profundamente antisemita y admirador del Führer, hasta el punto de afirmar: ?Hitler puede coronar su vida con una obra grandiosa: la reorganización de Europa?. Su apoyo al régimen colaboracionista de Vichy no se quedó ni mucho menos en palabras: Pétain le nombró consejero de urbanismo del Gobierno. Sin embargo sus proyectos no pasaron del papel: eran demasiado rompedores para los gustos tradicionalistas de Pétain. Concluida la Segunda Guerra Mundial, Le Corbusier se esforzó por borrar las huellas de su ignominioso apoyo. Y celebrado por buena parte de la intelectualidad y la izquierda francesas, logró esconder su pasado, que se empequeñeció frente a su genialidad. Mientras, en una vivienda burguesa de París, se aislaba la fuerza de la alumna a quien acabaría arrebatando la autoría de alguna de sus obras. A Kathleen Eileen Moray, aristócrata irlandesa y educada en colegios alemanes e ingleses, su madre le cambió el apellido al heredar un título de nobleza. Fue una joven pudorosa a la que no le gustaba alternar en los ambientes creativos, pero viajaba por todo el mundo buscando el latido del arte, fuera entre artesanas marroquíes del tejido o maestros japoneses de la laca. Sus muebles triunfaban entre una reducidísima elite parisina ?tenía una exclusiva galería en París; Jean Désert, la bautizó?. Dicen que el arquitecto rumano Jean Badovici la engatusó y juntos construyeron su nido de pasión en la Costa Azul, donde Le Corbusier los visitaba a menudo. Pero, igual que no sería hasta años después de su muerte, en 1976, cuando sus diseños empezaran a ser reconocidos, la autoría de su magnum opus, la casa E-1027, le fue atribuida a Le Corbusier (sin desmentido alguno por su parte). Cuando la pareja Gray-Badovici se rompió, abandonaron sus muros, Le Corbusier campó a sus anchas en la envidiada vivienda donde, completamente desnudo, empezó a pintar unos murales eróticos en las vidrieras que repugnarían a Grey y los consideraría como un acto vandálico. Sus creaciones se siguen editando con éxito y forman parte de las colecciones del Victoria & Albert o el MoMA. Y la fascinante casa E-1027 ha reabierto sus puertas con el alma desplegada de Gray y la patada de Le Corbusier. Subasta pop / Miguel Bosé A comienzos del próximo mes de diciembre Christie?s subastará en París dos cuadros que Andy Warhol regaló a su amigo Miguel Bosé por un cumpleaños, en aquellos años 80 donde todo era posible. Puede que aquellas palabras de Oscar Wilde que afirman que ?los jóvenes piensan que el dinero lo es todo, algo que comprueban cuando se hacen mayores?, se conviertan en dogma liberal. O tal vez es que además de quemar etapas haya que ir soltando lastres, aunque sean Warhols. Los tiempos cambian / Bob Dylan

El hombre que compuso Knockin? on heaven?s door con su ?Mamá, deja mis pistolas en el suelo, ya no puedo dispararlas más?, un icono de la paz, ha solicitado vigilantes armados de incógnito entre el público en sus dos conciertos esta semana en Bolonia. La acústica de la sala Bataclan amplifica la barbarie de las balas. El miedo es libre, pero Dylan, uno de los más grandes poetas de la música, puede cantar no tanto que los tiempos cambian sino cómo nos cambian. Nueva identidad / Rania de Jordania El yihadismo, o el islamofascismo, como ya le denominan algunos teóricos, y sus repercusiones en Europa centrará la visita de Abdalah de Jordania y Rania, una de las monarcas mediáticas que más ha alterado su guión en los últimos años. De las alfombras rojas a las manifestaciones contra el radicalismo, de los desfiles a las visitas como la que realizará al centro de biología molecular Miguel Servet. Aunque es probable que lo que más interese sea el modelo elegido. (La Vanguardia)

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21 de noviembre de 2015
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El método Alexiévich

Puede que algún día la bielorrusa Svetlana Alexiévich, reciente ganadora del premio Nobel de literatura, se quede sin ningún habitante de los países de la extinta Unión Soviética por entrevistar, simplemente porque ya los entrevistó a todos. Exagero, por supuesto, pero solo así se da uno idea de la magnitud de su proyecto. Su primer libro, La guerra no tiene rostro de mujer (recién publicado en español por Debate), supuso más de quinientas entrevistas; a eso se suman los cientos de entrevistas para Voces de Chernóbil (Debolsillo), y, por supuesto, las que sirvieron de base para sus libros sobre la guerra de Afganistán y sobre el hombre post-soviético.

En las primera páginas de La guerra no tiene rostro de mujer la escritora habla de su método. Es obvio que no se trata de algo tan sencillo como ponerle una grabadora al entrevistado y dejar que hable; una eximia entrevistadora como ella debe permitir que la gente entre en confianza para que así pueda bajar luego la guardia: "paso largas jornadas en una casa o en un piso desconocidos, a veces son varios días. Tomamos el té, nos probamos blusas nuevas, hablamos sobre cortes de pelo y recetas de cocina. Miramos fotos de los nietos. Y entonces..." De una en una, las voces se conjuran para armar un monumento, en el que, bajo el arco de la gran historia, resuenan los detalles mundanos: la mujer que al ser enviada a la guerra decide llevarse una maleta llena de bombones o la que, enamorada de un teniente de su unidad muerto en combate, le da un beso cuando lo están enterrando.

Alexiévich llama "historiografía de los sentimientos" a lo que hace. Pero no hay que pensar en sentimientos en abstracto; si algo tiene la escritora bielorrusa es un proyecto político explícito: en La guerra no tiene rostro de mujer, su objetivo, cumplido con creces, no solo es el de dar visibilidad a todas esas mujeres -cerca de un millón-- que lucharon en el frente y luego fueron borradas del relato nacional, sino también contar la segunda guerra mundial de una manera menos grandilocuente y heroica que la de las autoridades soviéticas, de modo que la narrativa no se enfoque en la gran victoria sino en las pequeñas historias de esas mujeres para quienes la guerra fue también su juventud.

Se puede objetar que la visión que tiene Alexiévich de los géneros a veces es tradicional: "la pasión del odio", el deseo de matar, la acción, pertenecen a los hombres, mientras que para las mujeres "la guerra es ante todo un asesinato" y en su recuerdo de esos días terribles hay "olores, colores... un detallado universo existencial". En gran parte puede estar en lo cierto; el problema es la esencialización (la francotiradora María Ivánovna Morózova, con 75 muertes en su haber, cuenta que tuvo que obligarse a matar; seguro que hubo hombres que también mataron por obligación pero no pudieron confesarlo por la adherencia a ciertas expectativas de género).

Los libros de Alexiévich son tan abrumadores, tan agotadores -en más de un sentido-- que es mejor leerlos de a poco: cuatro o cinco testimonios una noche, un par de días de descanso... Así, uno puede maravillarse de tanto detalle magistral: en Voces de Chernóbil, la mujer que, en el hospital, ve cómo a su marido, bombero la noche de la explosión, "le salen por la boca pedacitos de pulmón"; en La guerra no tiene rostro de mujer, el relato de las cinco chicas de Konákovo, tan felices y camaradas en la guerra, y luego devastadas por la muerte: solo una volvió viva a casa ("Shura era la más guapa de todas... fue reducida a cenizas... Tonia hizo de escudo para el hombre que amaba. Él sobrevivió"). Con tantas anécdotas esclarecedoras y observaciones fascinantes, Alexiévich se muestra como una gran despilfarradora: en cada página nos regala material para más libros.

 

(La Tercera, 21 de noviembre 2015)

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21 de noviembre de 2015
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