Vicente Molina Foix
Después de una primera película, ‘Todas las canciones hablan de mí» (2010), que ya mostraba tendencia a la logomaquia y tenía, sobre todo al final, brotes de gran encanto adolescente, Jonás Trueba guardó un silencio y se hizo mayor con ‘Los ilusos’ (2013), que no se estrenó en cines comerciales. De la tercera, ‘Los exiliados románticos’, se ha subrayado su filiación ‘rohmeriana’, que el director no ha negado, por elegancia más que por modestia, aunque sin mostrar mucho convencimiento, y con razón: Rohmer asoma (menos, a mi juicio, de lo que Godard lo hacía en ‘Los ilusos’), pero hay también otra ‘nouvelle vague’, Rivette, y Eustache, en su cine, como lo viene habiendo en la filmografía de tantos cineastas de todas las latitudes nacidos a partir de 1970. En otro orden de influjos, mientras veía con una enorme felicidad ‘Los exiliados románticos’, tuve el pálpito de que podía haber más franceses en la genealogía de su autor, y sobre todo uno, Guy Debord.
El por una finalidad muy alejada de las exaltadas aunque cerebrales búsquedas pulsionales que André Breton y Louis Aragon se marcaban al azar de las calles de París, en pos de sus magas soñadas. Los exiliados de Trueba son románticos, es decir, ingenuos, y conocen los tres sus objetivos sentimentales, que van apareciendo, en una gradación acertadísima de tono y tempo, en las figuras de las chicas que aman, recelan o pretenden, Renata, Isabelle y Vahina. Las tres carnales, y dos muy locuaces.
Película "basada más en ciertos ideales que en hechos reales", como dice el burlón cartel de los créditos finales, uno de los logros que la singularizan es su mezcla de lo improvisado (lo aportado por la realidad ambiental, los accidentes y las ocurrencias ‘in situ’) y lo ideal, no sólo motor del viaje sino del film, de su luminosidad especial, festiva en exteriores y cálida sin empalago (en un excelente trabajo de Santiago Racaj), y su planificación, que favorece las tomas largas, frontales, y los planos-secuencia. En su aparente desestructura, ‘Los exiliados románticos’ se articula también en tres encuentros ligados a las mujeres antes nombradas, y todo lo que sucede (poco siempre) y se habla (en abundancia) en torno a ellas, o con ellas, acaba por dar al relato trepidación y substancia, elementos, aquí inesperados, de las mejores historias. Con una deliciosa, y no sabemos si también deliberada determinación: la ligereza de lo mostrado es tal y la duración del film tan reducida (recuerda la de las comedias sintéticas del Hollywood de los años 1930), que el desenlace en el lago de Annecy deja dos sensaciones contrapuestas, ninguna de las dos desagradable. La primera es que ‘Los exiliados románticos’ sólo se podía acabar así, en ‘lo abierto’, con sus personajes distantes de la cámara, despegados del propio relato e independientes de su hacedor cinematográfico, insolentes con él quizá; pero a la vez, y es la segunda sensación, se impone la gana de seguirles más lejos, a un nuevo lugar de Francia o en un regreso a lo que imaginamos que ha de pasar en su ciudad de origen, o allí mismo sorprendernos.
Jonás Trueba ha dicho en una entrevista publicada recientemente en los cuadernos de cine Caimán que ‘Todas las canciones hablan de mí’ "era una película de guión escrito, ‘Los ilusos’ es un film de guión en montaje, y esta es una película de guión en rodaje". La declaración resulta plausible, e inquietante. Dado que varios de los actores de ‘Los exiliados románticos’ también protagonizaban ‘Los ilusos’, que explora de manera más acartonada y redicha lo que en la última resulta fluido e inconsútil, habría que preguntarse por dónde irá el cine futuro del joven guionista y director madrileño. ¿Tendrán siempre que acompañarle intérpretes tan naturalmente dotados como Isabelle Stoffel, Francesco Carril y Renata Antonante, sus mejores cómplices y en este caso, por lo visto y oído, inventivos co-autores? ¿Estarán todos dispuestos a compartir sus andanzas y sus vericuetos? La inquietud se disipa cuando uno revisa la película en la memoria; la cena grupal, numerosa de elenco, en la casa parisina de Jim Haynes, funciona estupendamente, en torno al eje de Isabelle Stoffel, y de la limitación expresiva de Vito Sanz y Vahina Giocante, el director, sentándolos diez minutos sin cortar el plano en una terraza de los Jardines de Luxemburgo, obtiene un resultado de poderosa y elegante emotividad. Nos gustará en cualquier caso, estén ellos o no ante la cámara, saber si escenas de una belleza tersa como la de la conversación ante el parapeto de piedra en que Renata y Francesco hablan de los cuentos de Natalia Guinzburg, o la posterior en la cocina, en que ambos retoman el diálogo, las citas combinadas y el presentimiento de una crisis, algún día las interpretarán otros y nos seducirán igual. Entonces Jonás Trueba habrá dejado tal vez de ser iluso, o exiliado, siendo de desear que no por ello abandone su deriva.