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Molinos de viento en Brooklyn

Esta novela reúne todos los ingredientes para pasar sin pena ni gloria y acabar en el más absoluto olvido. Para empezar,  Prudencio de Pereda fue un autor norteamericano de origen español que nació en 1912 y vivió en el barrio neoyorquino de Brooklyn. Para su desgracia hubo de competir con gigantes como Ernst Hemingway, John Dos Passos, Erskine Caldwell, William Saroyan y tantas otras estrellas que no le permitieron brillar, aunque de su primera novela, All the Girls We Loved (1948), logró vender medio millón de ejemplares. Con la segunda, Fiesta (1953), no tuvo tanta suerte y después de Molinos de viento en Brooklyn (1960) Pereda se empeñó en un anonimato tan recalcitrante que, hoy, ni siquiera los sabiondos de Google son capaces de decir apenas nada sustancial de él.

                El hecho de que la novela esté ambientada en los años veinte y refleje las vidas de una pequeña colonia española en Nueva York que no sólo desapareció hace tiempo sino que lo hizo sin dejar apenas más rastro que esta novela de apenas doscientas páginas (compárese por ejemplo con la contribución a la cultura y el modo de ser norteamericano que han realizado las minorías judía, italiana, irlandesa o latina) son otras tantas bazas seguras para el olvido. Y por si fuera poco, Molinos de viento en Brooklyn no es en absoluto una gran narración épica que aspire a fijar en la memoria colectiva la lucha desesperada de unos hombres y mujeres desarraigados y sin apenas recursos pero que logran labrarse un futuro en tierra extraña. O su heroico empeño por conservar unos valores ancestrales que les identifican y les permiten reconocerse como hermanos pese a estar tan lejos de casa. Para nada. Quienes llevan el peso de la acción, Agapito, el Abuelo, el padre y los hermanos del narrador (un adolescente en pleno rito de paso a la edad adulta) son todos ellos teverianos, es decir, traficantes de cigarros puros confeccionados a base de vaya usted a saber qué porquerías pero que ellos venden a precios abusivos bajo el supuesto de ser tabaco habano recién desembarcado sin pasar aduana, y de ahí que sea tan barato. O sea unos golfos a escala minúscula y que viven de las migajas del gran engaño, pues en aquel momento Norteamérica vivía bajo la ley seca y estaba incubando las poderosas mafias que amasaban fortunas fabulosas a punta de metralleta y corrupción universal.

                Lo curioso es que con sus pequeños trapicheos y astucias, ese minúsculo grupo de golfos acaba configurándose como un cuerpo social inequívocamente español en el que Agapito, el viejo compinche del abuelo, encarna los rasgos del clásico pícaro aferrado a la vida y sin más horizonte que la mera supervivencia, y que es el encargado de enseñar al joven narrador en plena etapa de iniciación los secretos del oficio pero también valores como la amistad, la fidelidad al compañero o la conciencia de que en sus circunstancias la ayuda mutua es indispensable frente a la inevitable llegada de la adversidad. A su lado el Abuelo asume la figura y las maneras del caballero español que pone la dignidad y el honor por encima de cualquier ventaja material, ello a pesar de que la Abuela le machacará por su quijotismo (y por un donjuanismo perfectamente injusto). En paralelo a las sabias conductas de sus mayores, el joven narrador vivirá las delicias de la iniciación sentimental y sexual gracias a los cuidados de una viuda de origen cubano que le llevará sin sobresaltos ni malos rollos hasta las cumbres del éxtasis. Pero ya digo que es una historia pequeña, cotidiana y entrañable y en absoluto épica. Hasta el día en que el Abuelo, en vísperas de su jubilación, asombra a todos al aceptar la presidencia de La Española, una sociedad encargada de vehicular las relaciones sociales de la colonia pero sobre todo encargada de organizar una fiesta anual que alcanza su apogeo en la actuación de una figura  de cierto renombre en un teatro local. Y si el Abuelo ha tomado a todos por sorpresa al aceptar la presidencia de esa sociedad, logra sembrar el desconcierto al anunciar que para la fiesta de ese año ha logrado contratar a Manolin, un bailarín de flamenco tan universalmente aclamado que incluso se ha retirado a sus veintipocos años de edad y vive actualmente en La Habana en compañía de sus dos esposas. Si, dos esposas, pero a una figura de tanto renombre se le perdonan ciertas cosas. Su actuación para La Española marcará el retorno del gran divo al mundo del espectáculo.

                Cabe resaltar que el Abuelo y las fuerzas vivas de La Española se van a quedar de piedra cuando vean descender al gran artista  por la escala del barco que le trae desde La Habana. Ese descenso está contado con gran  habilidad y parece que el  problema van a ser las dos esposas que le acompañan, pero no. El verdadero motivo de escándalo es una peculiaridad física del genial Manolin que no se puede desvelar porque sería como traicionar al autor. Pero a partir de ese momento la amable existencia de los teverianos sufre un giro vertiginoso y la novela se beneficia de un subidón genial. Y lo dicho: tiene todas las bazas para pasar sin pena ni gloria y es una lástima porque Prudencio de Pereda es un narrador nato, uno de esos virtuosos a los que les das un puñado de cerillas y te montan la catedral de Chartres o el acorazado Potenkim. Pues con Pereda lo mismo pero en Brooklyn y con unos pocos golfos encantadores.

 

Molinos de viento en Brooklyn

Prudencio de Pereda

Traducción de Ignacio Gómez Calvo.

Hoja de lata

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11 de diciembre de 2015
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Réquiem soviético

Hay muchos periodistas en la nómina del Nobel de Literatura, aunque ninguno hasta ahora galardonado estrictamente por su obra periodística. Formalmente, tampoco es el caso de Svetlana Alexiévich, distinguida por la Academia Sueca por ?su obra polifónica, un monumento al sufrimiento y al coraje de nuestro tiempo?; aunque, si nos acercamos a sus narraciones, no encontramos ficción, poesía o literatura dramática, los géneros usualmente valorados como literatura, sino unos relatos casi siempre en primera persona de millares de desconocidos ciudadanos rusos y de las antiguas repúblicas soviéticas, gente común que explica sus propias vidas, emociones, experiencias e ideas. Los libros de Alexiévich tienen mucho de historia oral e incluso de antropología social, también de memorialismo colectivo o coral, pero son ante todo fruto de un trabajo periodístico. El buen periodista es aquel que sabe preguntar y, sobre todo, repreguntar, hasta extraer el máximo grado de verdad de sus entrevistados. La Nobel bielorrusa, además de poseer el don de hacer hablar a la gente hasta confiarse a su interrogadora, tiene la virtud antiperiodística de la paciencia. Su trabajo es persistente y lento. Charla con sus testigos durante meses en entrevistas sucesivas; repasa las transcripciones de las grabaciones una y otra vez, y deja, al final, que reposen durante años hasta componer, mediante un trabajo de montaje narrativo muy cuidado, esos libros polifónicos sobre los grandes acontecimientos trágicos del pasado soviético. La obra de Alexiévich también se distancia del periodismo en la medida en que adopta un tono filosófico, incluso metafísico, sobre todo en las escasas intervenciones que hace la autora con su voz y que se leen en pequeñas introducciones, algunos capítulos singulares o se cuelan en los títulos de los capítulos. Lo mismo sucede con los monólogos de sus protagonistas, de los que se destilan de vez en cuando sentencias más propias de libros sapienciales que de reportajes periodísticos. Hay incluso en esta obra narrativa un aliento profético, de advertencia respecto a la naturaleza humana y a las pretensiones prometeicas; a los males que se derivan del culto al Estado y de la disolución de la personalidad individual en el sujeto colectivo, o al descontrol de la técnica y de la ciencia cuando caen en manos ineptas e irresponsables, sin aprecio alguno por la vida humana. Los libros de los que dispone el lector español tratan sobre tres tragedias profundamente soviéticas, como son la guerra contra Hitler vista por las mujeres (La guerra no tiene rostro de mujer), la catástrofe de la central nuclear (Voces de Chernóbil) y el hundimiento de la Unión Soviética misma (El fin del ?Homo sovieticus?). Falta Los muchachos del zinc, libro que aquí no ha sido traducido, sobre la última guerra soviética, la de Afganistán (1979-1986), en la que murieron 50.000 jóvenes soviéticos y precedió en poco tiempo al hundimiento del comunismo. Cada uno de ellos, como las propias historias individuales que los componen, puede leerse por separado, pero juntos conforman un gran friso narrativo, una narración de narraciones que trata al final sobre una tragedia única y es una especie de Las mil y una noches del horror y la mentira del sistema soviético. La obra de Alexiévich da la razón a Vladímir Putin sobre la envergadura de la catástrofe geopolítica y de la tragedia humana que ha representado la desaparición de la URSS. Con una salvedad notable: siendo un auténtico réquiem narrativo por el imperio desaparecido, extiende el carácter trágico y catastrófico del acontecimiento a la historia soviética entera, al igual que extiende su denuncia del estalinismo al propio Putin y a los nostálgicos que pretenden resucitar los instintos soviéticos a través de los ensueños imperiales rusos. La obra de Alexiévich es también una revancha del periodismo, que busca las fuentes más modestas y las experiencias más sencillas para explicar lo que fue silenciado durante las siete décadas soviéticas. Algo hay de terapia personal y colectiva e incluso de penitencia personal por el consenso y la aquiescencia con el régimen soviético, compartidos por casi todos, también por la escritora en su juventud. Basta con leer los ?Apuntes de una cómplice?, con que abre el ?Homo sovieticus?, y la ?Entrevista de la autora consigo misma sobre la historia omitida y sobre por qué Chernóbil pone en tela de juicio nuestra visión del mundo?, en Voces de Chernóbil. Esta no es una literatura amena ni de entretenimiento. Como las literaturas del Holocausto o del Gulag soviético, géneros bien característicos del sangriento siglo XX, estas son narraciones estremecedoras, más para el llanto que para la alegría de la lectura, y todo lo contrario del periodismo efímero y frívolo. Estas narraciones verdaderas, que dan voz e identidad a millares de personas, pertenecen a una especie de periodismo profético y trágico, que nos proporciona visiones del apocalipsis en pleno siglo XX e incluso nos advierte respecto al futuro a través de las estampas soviéticas de la guerra o de la catástrofe. (La guerra no tiene rostro de mujer. Svetlana Alexiévich. Traducción de Yulia Doblovolskaia y Zahara García González. Debate. Barcelona, 2015. 368 páginas. 21,90 euros. El fin del ?Homo sovieticus?. Svetlana Alexiévich. Traducción de Jorge Ferrer. Acantilado. Barcelona, 2015. 656 páginas. 25 euros. Voces de Chernóbil. Svetlana Alexiévich. Traducción de Ricardo San Vicente. Siglo XXI. Madrid, 2006. 300 páginas. 15 euros.)

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11 de diciembre de 2015
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La nueva economía del terror

La guerra siempre es misteriosa. Solo se sabe algo de cómo empieza y nada de cómo sigue y termina. Ahora estamos entrando en un conflicto que el papa Francisco ha calificado de ?tercera guerra mundial a trozos? y del que sabemos bien poco, como demuestran los debates semánticos sobre si es o no una guerra o sobre la identidad del enemigo; si es un auténtico Estado Islámico, una banda terrorista o el Islam mundial, como pretende la extrema derecha blanca y occidental y su mejor representante que es Donald Trump.

Todo esto se irá aclarando. Y, por desgracia, será sobre todo a fuerza de duras lecciones de muerte y de dolor. La primera lección versa sobre la novedad radical del fenómeno, hasta el punto de que exige nuevos conceptos a la vista de que los viejos van quedando superados uno detrás de otro.

Nos habían contado que la diferencia entre Al Qaeda y el autodenominado Estado Islámico consistía precisamente en que el primero realizaba acciones contra un enemigo lejano y carecía de territorio, mientras que el segundo controla e incluso administra un territorio y se dedica a combatir allí a sus enemigos, especialmente chiíes. Los atentados de París y de San Bernardino nos han demostrado la insuficiencia de esta distinción: se han producido contra el enemigo lejano de los terroristas y por parte de individuos que en algunos casos ni siquiera han viajado a las tierras del califato terrorista.

Tampoco sirve la teoría del lobo solitario que se dedica a sus actividades terroristas por cuenta propia a la vuelta de su guerra en Siria o Irak. Cabe que se trate de individuos aislados, incluso por parejas, como los terroristas de San Bernardino, Syed Farook y Tashfeen Malik; pero actúan de forma planificada y acorde con los métodos e ideas del califato terrorista. Nada tienen que ver con la figura inspiradora de los nazis solitarios como lobos extraviados que seguían combatiendo contra los aliados una vez terminada la guerra. Ni siquiera es suficiente la explicación sobre el uso de las tecnologías de la información, los móviles y las redes sociales sobre todo, que los hace más eficaces y clandestinos.

Una buena explicación de este nuevo tipo de terrorismo, capaz de organizar un nuevo tipo de guerra, la ha proporcionado el fiscal designado por la Casa Blanca para ocuparse del terrorismo digital, John Carlin (nada que ver con el periodista de EL PAÍS), con un concepto que conecta con el meollo de la economía digital. Se trata de un caso de crowdsourcing, es decir, una forma de externalización abierta por parte de una marca u organización, que se alimenta precisamente de la demanda de ideología terrorista por parte de individuos radicalizados. No es el islam radicalizado sino la islamización de la radicalidad, tal como ha aclarado Olivier Roy, uno de los mejores conocedores del islam contemporáneo. La idea es temible, porque significa que esta guerra que nos han declarado, aunque exhiba un enorme yacimiento en Siria e Irak desde donde se nos ofrece violencia y muerte a raudales, se asienta en la demanda de ideologías violentas que surge desde lo más profundo de nuestras sociedades, dentro de las cocinas y los dormitorios de nuestros suburbios.

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10 de diciembre de 2015
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El Boomeran(g)
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