Francisco Ferrer Lerín
Estoy pensando en convertirme en árbol. Casi mejor sería decir que estoy decidido a convertirme en árbol. No es una vieja idea, es algo relativamente reciente pero que no acababa de cuajar, quizá debido a la duda de qué especie de árbol era la idónea, aunque tuviera una pequeña lista encabezada por el olmo y el aliso, sin desdeñar el arce y el fresno. Esta tarde, tras una breve pero intensa tormenta, he ido a andar por el camino de la finca Cuatro Nalgas, ese provechoso enclave y, sería por la luz o por las gotas de lluvia que aún lo bañaban, he visto claro cuál era la especie que me convenía: el fresno. Leo, al llegar a casa, que el fresno –Fraxinus angustifolia– es un árbol de tamaño medio pero que, en condiciones favorables, puede llegar a los 25 metros, su tronco es corto, grueso y de corteza gris y, sus hojas, que caen en invierno, se disponen una frente a otra y están formadas por hojuelas lanceoladas que tienen el borde aserrado y son lampiñas. Perfecto. Incluso otra cuestión que me preocupaba cuando empecé a considerar el proyecto, ha dejado de hacerlo; me refiero a si iba a tener conciencia, en mi nuevo estado, del estado anterior, en el que aún estoy. Pero, realmente, qué más da recordarlo o no, como si la vida mamífera y móvil fuera algo del otro jueves.