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Europa contra Merkel

Merkel se acerca al precipicio. La empujan ante todo los suyos. Unos por convicción, porque no comparten la visión humanista y generosa de Europa que ha exhibido con la crisis de los refugiados; pero otros por ambición, porque nada excita más los instintos asesinos de los políticos como el olor a sangre de un líder en trance de perder su poder.

La canciller alemana responde a un tipo de líder un tanto especial, muy propio de esta época sin liderazgos. Es una líder reticente. Lidera a pesar suyo. Termina tirando en primera línea pero después de haber sido arrastrada por los acontecimientos y gracias a la ausencia de otros liderazgos.

Ulrich Beck, el desaparecido sociólogo de la sociedad del riesgo, la llamó Merkiavelo, porque creía que practicaba un cierto tipo de maquiavelismo sobre quienes quería dominar, a través de la dilación en sus decisiones hasta agotarles y obligarles a ceder en el límite. Las principales víctimas de estas políticas serían los cuatro países del sur de Europa, obligados por el merkiavelismo a aceptar recortes sociales e incluso cambios de Gobierno.

La Merkel merkiavélica podía permitirse una dualidad, según Beck, entre una política de cara adentro socialdemócrata, reforzada por la gran coalición, y otra de cara afuera neoliberal, políticas de austeridad en mano. Ahora esto se ha terminado. Ante todo, porque se presenta a sí misma como ejemplo de idealismo en política, alguien que se guía por los principios y valores y no por el cálculo realista propio del maquiavelismo. Pero también porque se han invertido los papeles y no es ella, sino los otros, sus rivales de dentro y sus adversarios de fuera, quienes practican el merkiavelismo sobre ella, y no es Alemania la que impone sino quien sufre la mayor carga.

La política europea va a paso de caracol y los acontecimientos a velocidad de vértigo. ¿Dónde estaremos cuando se apliquen las cuotas de reparto de refugiados por países y exista la guardia europea de fronteras? De este desequilibrio se alimentan los populismos. En apenas tres meses hemos sabido que los terroristas yihadistas de París regresaron mezclados con el flujo de los refugiados, la Nochevieja centroeuropea se reveló una orgía de violencia sexual contra las mujeres por parte de extranjeros y se multiplican los incidentes reales o a veces inventados en la prensa sensacionalista en los que personas refugiadas se ven envueltas en actos delictivos.

Además de decisiones lentas, también hay otras decisiones aparentemente provisionales que fácilmente se convertirán en definitivas: este es el caso de Schengen. Suspender el acuerdo por dos años puede ser suspenderlo para siempre. Si cae Schengen, cae el mercado interior y cae el euro. La ecuación se ha formulado en la Comisión Europea. Y también significa dejar a Grecia en la intemperie por segunda vez. ¿Estamos en los últimos días del proyecto de unión de los europeos?

No es una pregunta retórica a juzgar por la fragilidad extrema en que se encuentra Merkel. La última líder de una Europa sin líderes sufre el asalto de los populismos, primero de izquierdas con la crisis del euro y luego de derechas con la crisis de los refugiados.

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28 de enero de 2016
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La vida interior del Chapo

¿Qué sabemos de él? Los datos biográficos revelan su astucia y su talento para las finanzas -y el crimen- pero ningún atisbo de su vida interior. Infancia y adolescencia pobre en Badiraguato, a la sombra de un padre gomero y una familia numerosa; primeros años en el negocio a las órdenes de Miguel Ángel Félix Gallardo; ascenso hasta convertirse en jefe del llamado Cartel de Sinaloa; enfrentamiento con los hermanos Arellano Félix, cuyo saldo más conocido fue el asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo; tres capturas y (hasta el momento) dos escapes de sendas prisiones de alta seguridad; cuatro esposas (la última de ellas una reina de belleza treinta años más joven) y al menos once hijos.  

            Una historia suficiente para convertirlo no solo en el narcotraficante más famoso de nuestro tiempo (apenas opacado por Pablo Escobar) y en uno de los hombres más ricos del planeta (según Forbes), sino en un icono global, una estrella cuya celebridad no hará sino acrecentarse gracias a la atención tanto de las autoridades mexicanas y estadounidenses -"el criminal más buscado", el "segundo presidente de México"- como de miles de admiradores y, a últimas fechas, una larga lista de figuras del show bussiness dispuestas a aprovecharse de su popularidad (y a hacerle el juego).

            Cada sociedad y cada gobierno requieren, en cierto momento, de un enemigo en quien concentrar la atención y los miedos de los ciudadanos y al cual se le puedan achacar todas las desgracias. Una tendencia reforzada en nuestra simplista era neoliberal, con su fe en el individuo y su necesidad de apuntalar héroes y antihéroes. La trama nunca falla: un sujeto marginal, brillante y maléfico, medra hasta convertirse en una pesadilla para los cuerpos de seguridad; a continuación, se bate con ellos en un duelo a muerte, con victorias y reveses de ambas partes (una sucesión de capturas y escapes, por ejemplo) hasta que al final el rebelde o el criminal queda derrotado. ¿Cuántas novelas y películas reiteran este relato? Como si una sola persona, por poderosa -o malvada- que sea, en realidad fuese capaz de poner en jaque al sistema.

            Lo peor de la charla clandestina entre el Chapo y Sean Penn no es el exhibicionismo del actor (el outsider de Hollywood que habla de tú a tú con un outsider en el lado oscuro de la fuerza) o el carácter anodino de sus preguntas ("¿qué le hubiera preguntado usted al Chapo?"), sino la manera en que contribuye a fijar la narrativa oficial. En toda gran entrevista hay un juego de fuerzas donde el entrevistado busca controlar la información frente a los intentos del entrevistador por hacerlo decir lo que jamás diría. Si lo publicado por Rolling Stone fuera un parte de guerra, el claro vencedor sería el Chapo. Por más que Penn trata de reflexionar sobre su papel, no comprende que su odisea, cuyos falsos peligros han sido denunciados por tantos periodistas, refuerza los términos de la guerra contra el narco dictada por ese mismo sistema que dice despreciar: un enfrentamiento a muerte entre un gran criminal y las fuerzas de seguridad del estado que actualiza el típico maniqueísmo estadounidense, por más que algunos confíen más en los primeros (como Kate del Castillo) que en los segundos.

            La participación de la actriz mexicana en el intríngulis ha servido para acentuar el mito que el propio Chapo quiere ofrecer de sí mismo y para que el sistema se lave la cara: aunque en sus respuestas a Penn se muestre parco y cauteloso, la idea de que arriesgó todo por amor sirve para que sus fans crean que tiene "corazón" y atenuar el ridículo del gobierno mexicano ante su doble escapatoria, afianzando la idea de que su detención fue provocada por su megalomanía y por su debilidad por esa Bella a la que, como la Bestia de Disney, solo aspiraba a proteger. 

            Lo anterior no quiere decir que la entrevista no sea un documento importante, aunque más por lo que esconde que por lo que dice. Al dejarse manipular por el Chapo, Penn consiguió que todas las discusiones de estos días sean versen sobre ellos -y la vida interior del criminal-, distrayendo la atención del auténtico problema: la siniestra prohibición de las drogas que provoca miles de muertes al año cometidas tanto por los criminales como por quienes los persiguen. Al menos aquí el Chapo dijo la verdad: "Si no hubiera consumo, no habría ventas. Es verdad que el consumo se hace día tras día más y más grande. Así que se vende y se vende".

 

Twitter: @jvolpi

 

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27 de enero de 2016
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Enferma de amor

Mujer conoce a hombre y siente una inmensa turbación. Él es artista, ella una filósofa que tiene el encargo de dar una conferencia sobre su obra. Mientras la escribe pasa del respeto a la admiración e incluso a la añoranza, aún sin haberlo conocido. Al verlo por primera vez, sus neurotransmisores pero también su piel erizada atestiguan que entre ellos existe una conexión que viene de lejos. Intuye una delicadeza con la que siempre había soñado. Una suerte de dicha se cuela en su hipotálamo. Y cuando regresa a su rutina enciende una fuente de pensamientos blandos. Ella se ha preparado toda la vida para amar a un hombre así, un hombre a quien le gustan las imágenes de transeúntes esperando el autobús bajo la lluvia. Cenan una noche a la semana y hablan durante horas, sosteniendo una promesa erótica enmascarada por el placer intelectual. Tardan en acostarse. Ella tiene la sangre caliente y los pensamientos azules. Luego empezará el vacío. Las señales del amado son cada vez más débiles y opacas, y ella inicia la pendiente del autoengaño: disculparlo todo, creer que en verdad la ama con pureza a pesar de la distancia? Hasta que toma conciencia: ?El que frena siempre manda?. Todo esto y más cuenta Apropiación indebida. Una novela sobre el amor, escrita por la sueca Lena Andersson, un libro que debería recomendarse en bachillerato. Me lo aconsejó vivamente la poeta Elena Medel, y se trata de un abordaje poderoso al encantamiento del que emergen la miseria y el tormento de una mujer enamorada. Es el resumen diáfano de una patología universal, mancillada por el ideal romántico que desde hace siglos determina una querencia femenina por el amor totalizador, el que tiene prisa por ponerle nombre a una relación y ansía el compromiso, el que muere por quedar de nuevo antes de despedirse para no paralizarse de angustia. Basta un breve gesto suyo para recuperar la alegría. Parece algo religioso. Una fe. Aunque también explica cómo una mujer se convierte voluntariamente en víctima de ese juego masculino de ir y venir. Sufre, pero casi todo pasa en su interior. Millones de mujeres en el mundo se han empeñado en creer el significado literal de las palabras que un día les dedicó el hombre que amaban o creían amar, e incluso han sometido sus mensajes a un comentario de texto compartido con su coro de amigas. ?El amor es una bestia hambrienta que se nutre del roce, de las repetidas aserciones y del ojo que mira a otro ojo?, escribe Anderson. Lo más formidable de su novela ?que ha vendido 200.000 ejemplares en Suecia? es que no permite que sueltes la historia, y una empatiza de tal forma con la protagonista que acaba sintiendo como ella, leyendo con una venda en los ojos.

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27 de enero de 2016
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Bond y su espectro

La razón principal de la simpatía que nos inspira James Bond es que nunca es viejo, única de sus proezas al alcance de aquellos espectadores de vida sana y salud recia incapaces sin embargo de volar por los aires, ser inmunes a la ametralladora y lograr infaliblemente cualquier presa amorosa. Esa condición, mantenerse eternamente en una madurez lozana y calisténica, ha requerido como es natural reparaciones fotográficas (en el caso del duradero y talludo Sean Connery), y recambios, no todos del mismo calibre. El último, el excelente actor Daniel Craig, lleva ya cuatro ‘jamesbonds', y si bien en las dos primeras, ‘Casino Royale' y ‘Quantum of Solace', lo encontré demasiado austero y un tanto shakesperiano para el papel de playboy, ahora soy un convencido de su idoneidad; se ha amoldado al carácter del agente, y el hecho de que le cueste tanto sonreír conviene al perfil de un hombre que lleva más de cincuenta años viviendo -en distintos cuerpos- una vida interior hecha de soledad, tragos largos, coitos cortos y trepidación abundante.

 

   No voy a decir que he visto las veintiséis entregas de la serie, aunque lo cierto es que he visto casi todas, incluso las que interpretaba un actor tan insufrible como Roger Moore, que a punto estuvo de acabar con el aura carismática del 007. En mi memoria, que es un lugar propenso a los romances nostálgicos y enaltecedores, siguen radiantes las tres primeras, ‘Agente 007 contra el Dr. No', con la venusina salida del mar de Ursula Andress en plan de ninfa acuática, ‘Desde Rusia con amor', con la mayor perversa imaginable, la gran Lotte Lenya, y ‘Goldfinger', asociada por siempre a la canción memorable de John Barry cantada por Shirley Bassey. Las ha habido también francamente malas, no diré nombres, pero las dos últimas, dirigidas por Sam Mendes, han elevado el nivel, siendo sin duda, como relatos fílmicos, las mejores.

    Hemos hablado de las personificaciones de Bond. Tan importantes como ellas son las de sus rivales, es decir, los villanos, siempre con más peso específico (esto es acorde con la misoginia rampante que marca las novelas originales de Ian Fleming, y por él a su personaje) que las ‘chicas bond', por lo general intercambiables y casi prescindibles en las tramas, dejando aparte, claro, a la avispada Monnypenny que creó y mantuvo estupendamente durante años Lois Maxwell. En la galería de asesinos indeseables hay figuras de gran relieve, en una demostración brillante del principio, propiciado por Eurípides y sustanciado genialmente por Marlowe (el isabelino Christopher, no Philip el sabueso), de que la maldad exquisita y elocuente es un requisito de las mejores historias de odio. El primero en aparecer en la pantalla como dirigente de la siniestra organización criminal Spectra fue Joseph Wiseman, el Dr. Julius No de ‘Agente 007 contra el Doctor No', con sus ojos rasgados y sus camisas de cuello Mao. Donald Pleasance le confirió en ‘Sólo se vive dos veces' a su Ernst Stavros Blofeld, personaje tan prominente en ‘Spectre', los mofletes rotundos, la calva total, anterior a la moda de los rapados, y la cicatriz que le cruzaba la cara, haciendo más temibles sus ojos de acero. La muerte aparatosa en una montaña del maligno príncipe afgano interpretado por Louis Jourdan se hacía, por el contrario, de esperar desde que este melifluo ex-galán se dejaba ver.

   Pero Mendes creó, con la colaboración inspiradísima de Javier Bardem, el más formidable contratipo de James Bond, el ciberterrorista Raoul Silva de ‘Skyfall', sibilino, procaz, untuoso, y aterrador como nadie en la gran escena dialogada con Bond, en la que el género del espionaje se transmuta en aporía transgénero. Christoph Waltz es un grandísimo actor, no siendo culpa suya por tanto que su Franz Oberhausser de ‘Spectre', con poco papel, quede descolorido. Brillan, por el contrario, las otras dos incorporaciones aportadas por Mendes en ‘Skyfall', el delicado y algo neurótico asistente Q de Ben Whishaw, y Ralph Fiennes, que hereda el cargo de jefe del servicio de espionaje, antes inolvidablemente encarnado por Judi Dench. Fiennes no la hace olvidar, pero si sigue interpretándolo se hará inolvidable él mismo.   

   Es difícil señalar los momentos cumbres de ‘Spectre', que está casi constantemente, desde el portentoso arranque mexicano, en lo alto del relato (aunque hay que lamentar el fallo de algo que la serie ha cuidado siempre, los títulos pre-genéricos; acompañados por una canción que no es nada del otro mundo, ‘The Writing is on the Wall', la danza del fuego y las coreografías medio veladas resultan de un vulgaridad rayana en lo hortera). Después de México, vienen Londres, París, los Alpes austriacos, y una Roma fulgurante de oscuras callejuelas y la basílica de San Pedro como mole amenazante, en la que me atrevo a decir que es la mejor persecución automovilística de las innumerables habidas en la trayectoria de 007. No falta el orientalismo, que se ha hecho, y no sólo por el acuciante espíritu del tiempo, un ‘leit motif' de la saga ‘bondiana'. Aquí Marruecos queda muy vistoso, en Tánger, en los desiertos del sur, y en esa recreación (bellísimo decorado) de la sede futurista de Spectre donde Bond y la joven Madeleine son encerrados, entre el meteorito fundacional y la oficina siniestra que podría ser la de un banco mundial del mal tecnificado.

    Los finales de Bond siempre han de quedar abiertos por necesidades de continuidad, pero Mendes y sus guionistas cierran ‘Spectre' con una exhuberancia espectacular. La central londinense del MI6, que efectivamente fue demolida, sufre aquí una aparatosa destrucción, mientras que la noria gigante junto al Támesis rivaliza con los helicópteros, aparato que nunca ha faltado en la serie, como icono o totem. La danza macabra del helicóptero entre el puente y la torre del Big Ben llega a adquirir una resonancia autoparódica que casa bien con el espíritu de esta gloriosa epopeya fílmica, uno de los ejemplos en la historia del cine (no es el único) en que las películas mejoran la base literaria que les dio origen.   

 

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27 de enero de 2016
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Antigüo y Moderno

El próximo mes de febrero se cumplen los cien años de la muerte de Rubén Darío (1867-1916), y en enero del año entrante los ciento cincuenta años de su nacimiento en una aldea olvidada de las primeras estribaciones de la cordillera en el norte de Nicaragua.

Rubén, tras el paso del tiempo, sigue siendo antiguo y moderno, clásico y renovador, colocado entre dos mundos que fue capaz de contemplar mirando hacia atrás y hacia adelante, como el dios bifronte Jano, y a partir de allí saltar hacia la construcción de su propio universo, audaz y cosmopolita, y tan clásico en su hondura y textura, que admitirá siempre renovadas lecturas.

A medida que avanza en su exploración literaria y vital, refleja su afirmación de ser "muy siglo dieciocho y mu antiguo", desde su constante apego al mundo grecolatino, del que extrae gran parte de su imaginería y sus interrogantes, al siglo de oro, de Garcilaso, a Góngora y Cervantes, al siglo dieciocho versallesco que tanto lo sedujo, al diecinueve de Hugo, Baudelaire y Verlaine, y a lo que trae de sus propias esencias americanas, color, música, sensualidad, atrevimiento, desafío: "¿Hay en mi sangre alguna gota de sangre de África, o de indio chorotega o nagrandano? Pudiera ser, a despecho de mis manos de marqués", se interroga en las Palabras Liminares de Prosas Profanas.

Unamuno le vio "ceñida la cabeza de raras plumas": la pluma con que escribo, le respondería él en una carta. Otros, según recuerda Gastón Baquero, lo llamaban "negro mulato" con ganas de rebajarlo; y en Luces de Bohemia, la pieza de Valle Inclán, Max Estrella, el personaje ciego, lo llama "negro". Ninguno desacertaba. Era, en realidad, producto de esa rica mezcla racial: mulato, indígena, español mestizo; y sería desde esa periferia bastarda, falta de prestigios, que entraría a saco en las rigidices de una lengua exhausta proponiendo novedades que causaban admiración a veces, y otras desdén, o espanto. 

El movimiento literario que Rubén encabezó se vistió de ropajes verbales muy coloridos y por tanto llamativos, cuyas aportaciones más destacadas provenían de la literatura francesa de la segunda mitad del siglo diecinueve, y la novedad de esta irrupción consistió en dar una nueva música, atrevida, briosa y resonante al idioma y, por tanto, una nueva estructura verbal. "El modernismo fue una escuela poética; también fue una escuela de baile, un campo de entrenamiento físico, un circo y una mascarada", señala Octavio Paz.

Pero el músico ya estaba en Rubén, dueño de un espléndido oído para identificar ritmos y copiar melodías, y descubrir nuevas y viejas métricas, hasta dar, como los verdaderos músicos, con su propio universo. Supo escuchar las novedades del verso simbolista francés, pero también las cadencias de la poesía popular, desde los himnos religiosos de su infancia a los endecasílabos olvidados de la gaita gallega.

Un músico de nacimiento que no en balde cargaba de domicilio en domicilio con su piano Pleyel, huésped forzado con no poca frecuencia de las casas de empeño, y que terminó vendiendo cuando, nombrado embajador de Nicaragua ante la Corte de Madrid en 1907, no pudo afrontar los gastos que demandaba mantener la legación porque su gobierno le atrasaba los sueldos, o no se los pagaba. Y en su frustrada novela autobiográfica El oro de Mallorca, se disfraza, o se transmuta, en la figura de un compositor latinoamericano célebre, Benjamín Itaspes, "un temperamento erótico atizado por la más exuberante de las imaginaciones, y su sensibilidad mórbida de artista, su pasión musical, que le exacerbaba y le poseía como un divino demonio interior...", según se retrata a sí mismo.

Y Jorge Luis Borges le rindió uno de los mejores tributos: "todo lo renovó Darío: la materia, el vocabulario, la métrica, la magia peculiar de ciertas  palabras, la sensibilidad del poeta y de sus lectores. Su labor no ha cesado y no cesará; quienes alguna vez lo combatimos, comprendemos hoy que lo continuamos. Lo podemos llamar el Libertador".

 

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27 de enero de 2016
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¡Cuidado con el esperpento!

Les salió bien con Ronald Reagan. Les salió bien con Bush padre y con Bush hijo. Pero les estoy hablando de una era geológica remota. De una época antes de la era de las redes sociales, antes de los programas cómicos como usinas exclusivas de información para millones, antes de las práctica desaparición para amplias capas de la población de noticias que no sean entretenimiento. 

El sistema funcionaba así: el Partido Republicano quería volver al poder con un candidato ultraderechista. Los multimillonarios dueños del país y donantes del partido querían extender aún más la ley de la selva. Pero para que su candidato fuera visto como progresista, moderado, representante de toda la nación, le inventaban un contrincante tan extremo que a su lado, Reagan y los Bush parecían de centro. Así era Pat Buchanan. Así era Alan Keys.

La estrategia se parecía a la de los equipos del Tour de Francia. En el comienzo de las larguísimas primarias un loco salía disparado y el pelotón lo seguía. El líder avanzaba a paso seguro, y cuando todos se habían cansado de perseguir al demente, el líder ocupaba su lugar. En ese tiempo, donde la mayoría de la población se informaba por los diarios, las radios de noticias serias y los informativos de la noche de los grandes canales, Donald Trump hubiera ocupado ese lugar de divertido extremista. Después el candidato avalado por los grandes poderes – Ted Cruz, Marco Rubio, Jeb Bush u otro – daría el paso del mundo de los chistes y la vergüenza ajena al de la alta política.

Pero a esta altura los mandamases de la derecha dura estadounidense deben haberse dado cuenta ya de su error. El tupé esponjoso de Trump no baja. Para una franja enorme y creciente de la población, no hay más política que el entretenimiento ni más información que el insulto sin fundamento. Trump tiene su propio dinero y puede seguir en campaña cuanto quiera. Y ya no es vergonzante querer ser como él. Es rico, es atrevido, es triunfador. Se ríe de su impresionante mal gusto. Sus chistes xenófobos, machistas, racistas y soeces son vistos como un discurso de valentía políticamente incorrecta.

Ahora se alía con Sarah Palin, que ahuyentó millones de votantes en la campaña de los republicanos hace ocho años. Dobla la apuesta. En la sociedad del espectáculo brutal, Trump sabe que tiene que hacerla y decirla cada vez más gorda. No puede quedarse con las burradas del mes pasado.

Lo más terrible no es que los mandarines republicanos hayan calculado mal y se estrellen con su candidato payaso que cautiva a la derecha dura pero no cala entre los indecisos y los independientes. Lo peor sería que hayan entendido bien el cambio de época. Y que el loco fascista sea el verdadero candidato. Y que tengan razón y que gane.  

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26 de enero de 2016
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