

El otro día volví a ver un reportaje en la televisión sobre una mujer que pesaba más de cuatrocientos kilos y que permanecía inmovilizada y aturdida.
Cuando era muy joven, descubrí con asombro esa clase de gordura en mi primer viaje a América. Entonces la gordura mórbida no existía ni Europa, ni en Asia, ni en África, aunque seguro que sí existía en Australia, esa mala fotocopia de América de Norte.
La mujer de la que hablo usaba pañales como un niño muy grande, como un niño gigantesco. Había regresado a la infancia. Su figura me conducía a la anoréxica. Ambas conforman los dos polos de un mismo sistema y en los dos casos se trata de un problema con la fase oral-anal
Los anoréxicos quiere regresar a la época anterior a la pubertad: quieren "recuperar" sus cuerpos de niños, y los obesos quieren regresar a la fase de la lactancia casi continua, cuando los bebés se convierten en tubos que absorben y excretan: quieren volver a la inmovilidad de la cuna.
Ambos han perdido la línea, en el más estricto sentido de la palabra: han perdido la figura, la postura, la forma misma del cuerpo. En el caso del anoréxico se ha perdido la figura por evaporación, y en el caso del obeso por acumulación de materia.
En el primer caso, el cuerpo parece una pluma, en el segundo una tumba. El cuerpo del anoréxico se presenta casi exento de agua (se trata de un cuerpo seco y enjuto hasta el extremo), en cambio el cuerpo del obeso mórbido es un túmulo de líquidos retenidos, de líquidos descompuestos que van envenenando la sangre y van creando un campo abonado para la gangrena.
La sociedad que nos representa no parece tener buenas relaciones con el cuerpo. Los dos extremos señalados son buena prueba de ello, pero también lo son los obsesionados por el culto al cuerpo. Ningún sacrificio extremo es bueno, y los adictos al gimnasio están tan alejados de su propio cuerpo como los anoréxicos y los que padecen de obesidad mórbida.
Y mientras tanto los especialistas en salud física van dando consejos estúpidos desde la prensa sobre cómo alimentarse con cordura o qué hacer para perder kilos o ganarlos.
Nunca van a la raíz de la enfermedad. O mejor: nunca se dirigen con mirada clínica a la enfermedad invisible en la que se apoyan todas las enfermedades visibles.
Les da miedo esa profundidad sin cuya exploración no hay cura posible.
Esto se acaba. Esta historia no da más de sí. La hora de la rectificación ha llegado y todos, incluidos los ideólogos mas entusiastas, han empezado a plegar velas. Uno de los ideólogos del proceso se pregunta por el lugar de Mas. Nadie sabe qué hacer con el rey destronado. Otro se adentra en la autocrítica que tanto ha faltado a lo largo de esta inacabable marcha hacia ninguna parte. Ahora reconocemos que la superioridad moral y la autocomplacencia empequeñecen la mirada colectiva, irrealista y ciega sobre todo ante las propias inmoralidades. También que la transferencia de todos los defectos sobre España, como única responsable de nuestros problemas, ha hecho el resto. Un poco tarde para tan atinadas reflexiones.
La idea de la violencia ha hecho su trabajo, es evidente. La revolución de las sonrisas y la ruptura democrática y pacífica han tropezado con su rostro más hosco. Voces bien serias, desde dentro del propio campo soberanista, lo venían advirtiendo desde hace tiempo. No es tan solo el problema de los métodos violentos, cuya sola apelación imaginativa a través de los okupas amigos de la CUP aleja a la gran masa de los votantes. Antes está la cuestión del principio de legalidad, es decir, el Estado de derecho, las libertades y los derechos civiles individuales.
Atender a la legalidad no es un capricho reaccionario e incluso franquista. La democracia sin ley es demagogia y conduce a la dictadura. Lo que está en juego no es el principio de autoridad ni la contundente consigna burguesa de ley y orden, sino la regla de juego que a todos obliga y a todos defiende de la arbitrariedad. Sobre todo a los más débiles. Si son los okupas los que dictan la ley, habrá un momento en que alguien más fuerte dictará la suya. Por eso el rupturismo conduce históricamente a la dictadura de uno u otro signo.
Los pacíficos y amables dirigentes del proceso habían imaginado un inexplicable camino de tranquilas rupturas, pequeñas fracturas de la legalidad o incluso una decantación pacífica y casi imperceptible desde la legalidad actual hasta otra que surgiría nueva y limpia, catalana claro está, lista para ser adoptada por todos y constituir el Estado propio inmaculado. Estos planes --fraguados en las masías de l'Empordà y en los chalés de la Cerdanya durante los largos fines de semana de los días tórridos de agosto que preceden a las grandes jornadas patrióticas del Once de Septiembre-- han tropezado ahora con las tentaciones expropiatorias de las segundas residencias que la CUP no ha tenido rebozo en exhibir como argumentos de apoyo a la negociación de los presupuestos con Junts pel Sí.
El peor escenario se ha hecho realidad. La CUP es quien controla la agenda política. Con apenas unas centenas de agitadores congregados en Gràcia consigue poner en jaque a los gobiernos municipal y de la Generalitat, secuestra el foco mediático, impugna la autoridad de las fuerzas del orden catalanas e impide la aprobación de los presupuestos en el Parlament. Sin su voto no hay presupuestos y sin presupuestos no hay algo digno de llamarse gobierno.
La CUP aprieta las tuercas porque con tal experiencia ha sacado hasta ahora grandes réditos. Sin ir más lejos, los contenidos rupturistas de la declaración del 9N y la cabeza de Artur Mas. Ahora ha conseguido poner al gobierno contra las cuerdas y someterlo a un dilema endiablado y demoledor, entre dar por roto el acuerdo de estabilidad parlamentaria o ceder y continuar sometidos al chantaje permanente, algo que una persona tan autorizada como Pilar Rahola considera como ?dos opciones letales para el proceso?.
La tentación es mantener intactos los planes secesionistas en la línea reafirmada ayer por Puigdemont en la entrevista concedida a EL PAÍS. Esto significa que, más pronto que tarde, con presupuestos o sin ellos, habrá disolución del Parlament y que esta se disfrazará y explicará como una nueva forma de paso plebiscitario hacia el Estado propio. Hay otro camino, como es el de buscar una nueva geometría de alianzas parlamentarias, cambiar así la mayoría en el parlamento catalán para aprobar el presupuesto, gobernar de nuevo, restaurar la unidad civil y política catalanista y aprovechar los nuevos espacios de acuerdo y de alianza que se han abierto en Madrid y en las comunidades valenciana, balear y aragonesa con los socialistas y las nuevas izquierdas.
No significa enterrar nada, sino meramente cambiar el ritmo, cargarse de paciencia y acomodarse, finalmente, a la dura y tozuda realidad. El problema es saber si hay alguien con el coraje personal y la autoridad política para dar este paso que muchos querrán interpretar como una rendición, aunque no lo sea.
Murió Muhammad Ali, el boxeador que cambió para siempre la forma de vivir y entender las relaciones étnicas, de clase, el lugar de la valentía y la coherencia en la vida pública, el saber cómo estar en el mundo. En Estados Unidos y en todas partes. Murió un gran hombre. Por suerte, a lo largo de su vida y su carrera, Ali como personaje y como símbolo fue tratado por algunos de los mejores escritores de su tiempo, de Norman Mailer a Truman Capote y Gay Talese. Para mí, el mejor libro sobre el gran luchador es Rey del mundo de David Remnick. Esto es parte de lo que escribí sobre ese libro en el capítulo sobre perfiles en Periodismo narrativo. El legado de Alí seguirá viviendo, en parte, en las grandes obras que inspiró.
* * *
Rey del mundo, de David Remnick, el actual director de la revista New Yorker, relata algunos aspectos de los orígenes, adolescencia y ascenso de Cassius Clay y apenas se interesa por los últimos 30 años de la vida del campeón.
Se centra en tres años determinantes, de 1962 a 1965, en que Clay se convirtió en Alí, en que Alí se convirtió en “bocazas”, en líder de los rebeldes musulmanes, desertor contra la Guerra de Vietnam, preso, libre y finalmente aclamado por multitudes como el mejor boxeador de todos los tiempos y símbolo de la lucha por los derechos civiles.
Para pintar al rey, Remnick presenta el mundo que lo rodea, los Estados Unidos de los sesenta, explica la forma en que este mundo lo creó y la manera en que él, como muy pocos más, contribuyó a forjar ese mundo. Cobran vida en estas páginas los tremendos cambios que se estaban produciendo en las calles, las universidades y las salas de redacción, las complejas relaciones entre blancos y negros, entre hombres y mujeres, entre cristianos y musulmanes, entre viejos y jóvenes periodistas.
* * *
De hecho, en las primeras 100 páginas Alí casi no aparece. Remnick moldea con delicadeza los dramáticos perfiles de los dos boxeadores que lo precedieron en la corona mundial de los pesos pesados. Por un lado, Floyd Patterson, el paradigma del negro bueno, sumiso y respetuoso de su lugar en una sociedad racista. Por el otro, Sonny Liston, el negro malo que a los blancos les encantaba odiar: ex-presidiario, analfabeto, violento, incapaz de hilvanar dos frases seguidas y pura fuerza en el ring.
Las dos peleas en las que Liston destrozó a Patterson son analizadas por Remnick con la precisión y la elegancia de un buen crítico de teatro. El autor se convierte en periodista del pasado para recrear la vida alrededor del cuadrilátero: los mafiosos que manejaban a Liston como a una marioneta, los periodistas deportivos (blancos) que le adosaban metáforas del reino animal, el apoyo político del presidente Kennedy a Patterson.
Desde estos dos estereotipos y la sociedad que los necesitaba surge con claridad la revolución Clay: un negro nuevo, incomprensible para las generaciones anteriores. En el momento en que surgen Los Beatles y Malcolm X, aparece en el mundo del boxeo un rebelde con causa, un “bocazas” simpático y fanfarrón, que rechaza el modelo de la sumisión y también el de la rabia salvaje. Cassius Clay era su propio tipo de hombre, fuera de cualquier encasillamiento, en permanente reinvención de sí mismo.
* * *
Remnick entrevista a decenas de testigos presenciales, desempolva diarios de la época y relaciona hechos del deporte, de la política y de la cultura para iluminar al lector poco afecto al boxeo y despertarle un irrefrenable deseo de seguir cada pelea como si fuera una batalla épica de aliento clásico.
En Rey del mundo asistimos a la Guerra de Troya desde el lado de los griegos y también del de los troyanos. Hemos leído descripciones y citas reveladoras que nos abren la mente de cada luchador. En cuanto suben al ring, podemos imaginarnos los golpes, el orgullo y el miedo desde los dos puntos de vista. Nos pone en la piel de dos hombres desesperados que se golpean en la cabeza con manos como mazos.
Rey del mundo tiene mucho de ensayístico, pero no es un ensayo. Es el relato de cómo el mejor boxeador de todos los tiempos transformó un país, una sociedad, un mundo. Ningún negro, ningún miembro de una clase o etnia oprimida se sentirá igual después del paso de Alí - ligero como una pluma, potente como una maza - por este mundo.
Quizá el más agradecido de mis oficios sea el de buscador de hápax. Hoy creo estar en condiciones de afirmar que he encontrado uno, el segundo en mi vida tras ‘carable’ http://www.elboomeran.com/blog-post/2454/17351/francisco-ferrer-lerin/predador/ y del que paso a dar informe.
El Romance de Tebas, ” Le Roman de Thèbes”, de mediados del siglo XII, contiene la forma ‘azoivre’ en una ocasión, y esa ocasión es única en todo el universo de la literatura francesa. Vocablo aplicado al onagro, al asno salvaje, équido poco documentado en Francia (una de las escasas citas es la del poeta franco-romano Venantius Fortunatus en el siglo VII), parece adaptación de las formas españolas ‘cebro’, ‘encebro’, ‘acebra’, dadas a un animal común en zonas esteparias de la península ibérica hasta ser extinguido por la caza en el siglo XVI. Por ejemplo, el místico murciano Abenarabi nos ilustra, a finales del XII, con una cita sevillana: “... iba yo de viaje cierto día en compañía de mi padre, entre Carmona y Palma, cuando topamos con un rebaño de onagros o asnos salvajes que estaban paciendo...”. La toponimia constata la extendida presencia de la especie: Cebreros (Ávila), Ensebras (Alicante), Oncebreros (Albacete), Vallcebre (Barcelona), Navacebrera (Cáceres), Cebrans (La Coruña), Acebrón (Cuenca), Cebreiros (Orense), Valdecebro (Teruel),
Por cierto que las cebras africanas fueron así bautizadas por los expedicionarios y aventureros portugueses que a finales del siglo XV llegaron al Congo y Angola dada la semejanza morfológica y etológica con el cebro hispánico.
Cuando alguien me pregunta por qué estudié Derecho, suelo dudar o hacer un chiste, y al final confieso un error histórico que corregí con una maestría y un doctorado en Letras. Recuerdo los cinco años que pasé en la Facultad de Derecho como un desafortunado paréntesis: si bien disfruté de dos o tres materias e igual número de grandes profesores -Guillermo Floris Margadant en Derecho Romano, Ricardo Franco Guzmán en Derecho Penal o en Rolando Tamayo en Filosofía del Derecho-, el resto me pareció una pérdida de tiempo: aulas atestadas, a veces con 200 alumnos, y la obligación de aprender de memoria leyes y códigos que la mayor parte de las veces no se cumplen o se cumplen sólo para unos cuantos.
Si bien desde la preparatoria había decidido convertirme en escritor -gracias al influjo de mis amigos Eloy Urroz e Ignacio Padilla-, me dejé convencer por mis padres, mis maestros y mis propios miedos de que era mejor estudiar una profesión previsiblemente lucrativa y dejar a la literatura como un placer culpable. La presión gremial tuvo mucho que ver: de los 50 alumnos del área 4, la de Ciencias Sociales en el CUM, 35 estudiamos Derecho en la UNAM pese a que nuestras vocaciones divergieran de la política a la música y del cine a la filosofía.
Un periodo más tenebroso -y fascinante- se abrió para mí durante los tres años que trabajé en las procuradurías General de Justicia del Distrito Federal y General de la República al lado de Diego Valadés. A diferencia de lo que ocurría en la Facultad, donde en el fondo maestros y alumnos sabíamos que en México la teoría jurídica jamás se corresponde con los hechos, en estas instituciones tuve la oportunidad de atestiguar no sólo las escasas virtudes y los incontables vicios de nuestro ámbito criminal, sino un concentrado del país con todos sus contrastes. Para un escritor en ciernes constituyó una oportunidad invaluable que muy pocos de mis pares han tenido: observar la realidad de primera mano.
Tras la renuncia de Valadés a la PGR en mayo de 1994, ese "año que vivimos en peligro", mi lejanía del Derecho se acentuó hasta que lo abandoné por completo. Las leyes y los códigos se volvieron tan nebulosos para mí como para cualquier ciudadano que no tiene que lidiar en tribunales. Veinticinco años después de presentar mi examen profesional (con una extravagante tesis sobre Michel Foucault), he vuelto a sumergirme en mi pasado. Desde hace varios meses investigo un caso criminal con la idea de escribir un libro de no ficción: esta tarea no sólo me ha llevado a examinar detenidamente las miles de páginas del expediente, sino a recorrer de nuevo los laberintos de nuestro orden jurídico.
Si aún no puedo hacerme un juicio definitivo sobre el caso que me ocupa, he podido constatar en cambio lo que a muchos abogados les parecerá una rutina ineludible. Al revisar no tanto nuestra legislación penal, que no difiere tanto de otras tradiciones, sino nuestros procedimientos penales, resulta imposible no darse cuenta de sus incontables defectos. Muchos piensan que el mayor problema de nuestro sistema de justicia se halla en la corrupción, pero antes tendríamos que reconocer la propia perversidad de su arquitectura.
Más que descalificar el sistema por ineficaz, habría que resaltar su absoluta eficacia, si se entiende que fue diseñado para garantizar que los poderosos queden siempre impunes, que quienes los perturban no tengan modo de defensa y, en medio de ello, miles de inocentes terminen en la cárcel. Con su preferencia por la argumentación escrita, que sólo acentúa el papeleo burocrático -y alarga al infinito los procesos-, su entronización de las confesiones -que alienta la tortura, casi ineludible- y la falta de transparencia en sus prácticas, todo funciona para que la verdad quede sepultada bajo los intereses económicos o políticos.
Si a ello se suma la corrupción, presente en cada fase de un proceso, desde la denuncia y la averiguación previa hasta las raras ocasiones en que se llega a una sentencia, el desastre es mayúsculo. A este marco sólo hacía falta añadirle la violencia de la guerra contra el narco para asegurarse de que el caos se tornase sobrecogedor. Tras leer las miles de páginas de mi expediente (en un español macarrónico), la necesidad de imponer los juicios orales se torna obvia: éstos quizás no eliminen todos los problemas, pero al menos limitarán las peores aristas de un sistema concebido para preservar la injusticia.
Twitter: @jvolpi Cuando alguien me pregunta por qué estudié Derecho, suelo dudar o hacer un chiste, y al final confieso un error histórico que corregí con una maestría y un doctorado en Letras. Recuerdo los cinco años que pasé en la Facultad de Derecho como un desafortunado paréntesis: si bien disfruté de dos o tres materias e igual número de grandes profesores -Guillermo Floris Margadant en Derecho Romano, Ricardo Franco Guzmán en Derecho Penal o en Rolando Tamayo en Filosofía del Derecho-, el resto me pareció una pérdida de tiempo: aulas atestadas, a veces con 200 alumnos, y la obligación de aprender de memoria leyes y códigos que la mayor parte de las veces no se cumplen o se cumplen sólo para unos cuantos.
Si bien desde la preparatoria había decidido convertirme en escritor -gracias al influjo de mis amigos Eloy Urroz e Ignacio Padilla-, me dejé convencer por mis padres, mis maestros y mis propios miedos de que era mejor estudiar una profesión previsiblemente lucrativa y dejar a la literatura como un placer culpable. La presión gremial tuvo mucho que ver: de los 50 alumnos del área 4, la de Ciencias Sociales en el CUM, 35 estudiamos Derecho en la UNAM pese a que nuestras vocaciones divergieran de la política a la música y del cine a la filosofía.
Un periodo más tenebroso -y fascinante- se abrió para mí durante los tres años que trabajé en las procuradurías General de Justicia del Distrito Federal y General de la República al lado de Diego Valadés. A diferencia de lo que ocurría en la Facultad, donde en el fondo maestros y alumnos sabíamos que en México la teoría jurídica jamás se corresponde con los hechos, en estas instituciones tuve la oportunidad de atestiguar no sólo las escasas virtudes y los incontables vicios de nuestro ámbito criminal, sino un concentrado del país con todos sus contrastes. Para un escritor en ciernes constituyó una oportunidad invaluable que muy pocos de mis pares han tenido: observar la realidad de primera mano.
Tras la renuncia de Valadés a la PGR en mayo de 1994, ese "año que vivimos en peligro", mi lejanía del Derecho se acentuó hasta que lo abandoné por completo. Las leyes y los códigos se volvieron tan nebulosos para mí como para cualquier ciudadano que no tiene que lidiar en tribunales. Veinticinco años después de presentar mi examen profesional (con una extravagante tesis sobre Michel Foucault), he vuelto a sumergirme en mi pasado. Desde hace varios meses investigo un caso criminal con la idea de escribir un libro de no ficción: esta tarea no sólo me ha llevado a examinar detenidamente las miles de páginas del expediente, sino a recorrer de nuevo los laberintos de nuestro orden jurídico.
Si aún no puedo hacerme un juicio definitivo sobre el caso que me ocupa, he podido constatar en cambio lo que a muchos abogados les parecerá una rutina ineludible. Al revisar no tanto nuestra legislación penal, que no difiere tanto de otras tradiciones, sino nuestros procedimientos penales, resulta imposible no darse cuenta de sus incontables defectos. Muchos piensan que el mayor problema de nuestro sistema de justicia se halla en la corrupción, pero antes tendríamos que reconocer la propia perversidad de su arquitectura.
Más que descalificar el sistema por ineficaz, habría que resaltar su absoluta eficacia, si se entiende que fue diseñado para garantizar que los poderosos queden siempre impunes, que quienes los perturban no tengan modo de defensa y, en medio de ello, miles de inocentes terminen en la cárcel. Con su preferencia por la argumentación escrita, que sólo acentúa el papeleo burocrático -y alarga al infinito los procesos-, su entronización de las confesiones -que alienta la tortura, casi ineludible- y la falta de transparencia en sus prácticas, todo funciona para que la verdad quede sepultada bajo los intereses económicos o políticos.
Si a ello se suma la corrupción, presente en cada fase de un proceso, desde la denuncia y la averiguación previa hasta las raras ocasiones en que se llega a una sentencia, el desastre es mayúsculo. A este marco sólo hacía falta añadirle la violencia de la guerra contra el narco para asegurarse de que el caos se tornase sobrecogedor. Tras leer las miles de páginas de mi expediente (en un español macarrónico), la necesidad de imponer los juicios orales se torna obvia: éstos quizás no eliminen todos los problemas, pero al menos limitarán las peores aristas de un sistema concebido para preservar la injusticia.
Twitter: @jvolpi
Una reflexión sobre el poeta Basho y el haiku es el tema central de En torno a Basho y otros...
Que cada vez se lea menos no es sólo un quebranto para lo libreros y los editores sino un grave desaliento para los escritores. ¿Cómo no prever por tanto que poco a poco se creará menos literatura (sobre todo de la buena) y en el ya absoluto fracaso comercial del ensayo se pensará menos o no se pensará en nada que requiera tiempo y profundidad?
Nadie creerá en la paz hasta el momento en que sea realidad, si acaso llega algún día. En ninguna región del planeta como entre el río Jordán y el Mediterráneo se cultiva la decepción con tanto cuidado y constancia. Las iniciativas, mediaciones, hojas de ruta y treguas que preceden a nuevas ofensivas se suceden como las estaciones y los años, pero siempre sin resultados o incluso con retrocesos.
Las condiciones de vida de la población palestina no hacen más que empeorar; sigue aumentando el número de colonias y colonos sobre territorio palestino; la Autoridad Palestina se deteriora y corrompe, en un campo político dividido y sin elecciones desde 2006; también la radicalización se incrementa por ambas partes; la violencia penetra en el carácter de unos y otros, de los niños palestinos que apuñalan a israelíes y de los soldados israelíes que abaten a terroristas como si fueran fieras salvajes; y Benjamín Netanyahu, el primer ministro, se supera a sí mismo con sus Gobiernos siempre un paso más hacia la derecha.
Un océano de escepticismo neutraliza cualquier noticia, como si la sensibilidad del mundo solo aceptara las malas nuevas a las que estamos habituados. Ahora mismo son varias las iniciativas de paz en marcha, aunque en todas ellas vaya acompañada de objetivos más precarios u oportunistas.
La Francia debilitada de François Hollande, y no la UE, es la que convoca para mañana una conferencia de ministros de Exteriores, en la que participarán Estados Unidos y Rusia, pero no Israel ni la Autoridad Palestina, y que pretende reavivar la fórmula de los dos Estados y la organización de negociaciones directas entre las dos partes con un límite temporal. También el desprestigiado presidente egipcio Abdelfatá al Sisi ha lanzado una iniciativa de reconciliación entre las facciones palestinas, paso previo a la negociación con Israel según la llamada Iniciativa Árabe de Paz de 2002, que incluye la normalización de las relaciones con Israel a cambio del Estado palestino en las fronteras anteriores a 1967.
La nueva geopolítica regional, con Irán como nuevo hegemón, propulsa una alianza suní conservadora bajo liderazgo saudí en la que Israel encaja como aliado natural. Nada la soldaría mejor como algún avance de la Iniciativa Árabe, que también interesaría a Obama, ya en la recta final de su presidencia y con las manos vacías en uno de los capítulos donde más esperanzas había levantado.
La respuesta de Netanyahu a esos brotes verdes es la habitual. De entrada, buenas palabras. Y en vez de un Gobierno para la paz con los 24 diputados de centroizquierda de la Unión Sionista, la opción por los seis diputados ultraderechistas y antiárabes de Israel es Nuestra Casa y la incorporación como ministro de Defensa de Avigdor Lieberman, israelí desde los 20 años, nacido en Moldavia y sin preparación para una cartera tan sensible. Se atribuye al primer ministro la chanza de que Lieberman puede confundir los silbidos de las balas que nunca ha escuchado con los de pelotas de tenis. Ante todo, la decepción.