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Veraneo

Cuando uno se queda a solas con la maleta abierta y 15 días de asueto por delante, un convulso temblor le sacude entero, de la coronilla al pulgar. ¿Qué voy a leer en esa interminable sucesión de días vacíos?

Hace un tiempo les hablaba yo de uno de los hombres más inteligentes que había leído, Simon Leys, a quien debo agradecer que me llamara idiota cuando militaba con los maoístas. Este profesor era un hombre sólidamente educado en dos culturas, la europea y la china. Cuando llamó idiotas a los maoístas no los insultaba: estaba definiendo con precisión un tipo de individuo. Hay un grupo particular de idiotas que se siente insultado cuando oye esa palabra. Suelen exigir el despido del periodista que (según asumen) les ha llamado idiotas. Nunca creen que sea la pura verdad.

La obra de Leys fue sobre todo la de un sinólogo de prestigio, pero era, además, un lector voraz y agudo de literatura. Muchos de sus comentarios se editaron en el New York Rewiew of Books y ahora aparecen en excelente traducción española con el acertado título de Breviario de saberes inútiles. Un saber inútil, para Leys, es, por ejemplo, la lectura que no obedece a ningún deber. Eso no significa que considere la lectura placentera como algo despreciable. Todo lo contrario. "Entre dos cirujanos igualmente competentes (decía) procure que le opere el que haya leído a Chéjov".

Hay aquí textos impagables como una defensa de don Quijote contra su torturador, Cervantes, una colleja al hijo de Nabokov, un baile con Chesterton ("bailarín de las cien piernas"), una celeste imagen de Barthes lamiendo a Mao, junto con una extensa selección de artículos sobre China, sobre el mar o sobre la universidad. Así que, placer, inteligencia y variedad. Pues cierro la maleta.

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12 de julio de 2016
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A pesar de todo Jonia

Diopp invita a los pensadores africanos a enriquecer su pasado, a vivificar  el rescoldo que perdura. Ello en base no sólo a la convicción de que  el peso y la significación  real de un legado cultural (ciencia y filosofía  incluidas) sólo pueden ser aprehendidos situando a la misma en su dimensión histórica,  sino también a la convicción  de que  la fertilidad y pleno despliegue de tal legado sólo pueden darse en el marco originario.

Sin embargo, la propia tesis de que el pensamiento jónico tendría una de sus raíces en el valle del Nilo, es en cierto modo una indicación  de lo contrario: el embrión que emerge en un marco lingüístico y cultural  dado, se despliega allí dónde simplemente  hay una lengua capaz de acogerlo. Y Jonia sería la indicación clara de este hecho. Pues los pensadores  jónicos no se limitaron a incorporar conocimientos que quedarían entonces establecidos como un dogma; los discípulos de cada pensador no se limitan a repetir la enseñanza  recibida de sus maestros, sino que a veces se oponen a las mismas con radicalidad, atendiendo tan sólo a la exigencia de alcanzar esa necesidad que la naturaleza encubriría tras la disparidad, a veces  aparentemente aleatoria, de los fenómenos. En definitiva: si la raíz es ubicada en el valle del Nilo...el despliegue se efectúa más allá del valle del Nilo. Se efectúa de hecho hoy en todos y cada uno de los lugares dónde la ciencia marca el destino de los hombres y en consecuencia también en las crisis emergidas de la propia ciencia. No es pues siquiera necesario adoptar las posiciones de un filólogo como Heinz Wissmann discípulo del gran Jean Bollack, para quien  sólo con Tales y sus seguidores se habría introducido el postulado de que tras la dispersión de  los fenómenos hay una unidad, una idea de este tipo estando ausente de otras culturas (1). Basta con sostener que en todo caso en Jonia tal idea fue determinante: no sólo asumida con todas sus consecuencias sino desplegada en todas sus potencialidades.  Y vinculada a esta cuestión una segunda:

A juicio de Diopp y otros de los estudiosos mencionados, esa gran cultura pre-jónica de raíz africana no podría hoy dar  los frutos que cabría esperar en razón de que aquellos mismos llamados a reivindicarla no tendrían  conciencia de su peso y en ocasiones ni siquiera de su existencia. Con honrosas excepciones, incluso en las universidades africanas la historiografía filosófica y científica coincidiría con la que prima en Paris o Heidelberg, traicionando así un pasado que habría tenido brillante concreción en la universidad de Sankoré o en la de Tombuctú en el Medioevo africano. Pues bien: el reconocimiento de esta carencia no es desde luego un aspecto menor.  Pues  el peso de las grandes culturas se mide no sólo en razón de que son universalizables, sino también en razón de que han sido de hecho universalizadas; en razón de que efectivamente, y no sólo potencialmente, se han convertido en patrimonio de la entera humanidad. Por decirlo sin ambages: la fertilidad para el espíritu que cabría esperar de una explotación de la potencialidades de la cultura del valle del Nilo, se daría ya explorando las potencialidades de la cultura jónica (ello con independencia de la deuda que esta tendría históricamente con la anterior).

Seguir el trazado jónico tiene al menos la ventaja de que el despliegue se ha realizado, se ha realizado exhaustivamente, casi me atrevo a decir,  como muestra la larguísima historia de la física y de la metafísica de las que disponemos, y como muestra sobre todo la crisis misma de los presupuestos a la que hoy asistimos, de tal manera que  si la civilización del valle del Nilo estuviera en el origen, si allí se hubieran cimentado ya los presupuestos que hacen posible la física, el problema de fondo, el problema del socavamiento de principios ontológicos esenciales al que hoy el pensamiento se ve confrontado,  no cambiaría.


(1) Según Wismann  la ciencia moderna sería una consecuencia de este  postulado que él llama metafísico. La metafísica sería en esta perspectiva una suerte de mero preliminar de la física, no el resultado de los desarrollos de la física y concretamente de sus crisis, perspectiva en la que se fundan los presentes ensayos: primero postulados que posibilitan la física y como resultado de la física cabalmente la metafísica.

 

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12 de julio de 2016
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¿De qué escriben los jóvenes cronistas argentinos?

La más “vieja” nació en 1984. Los más jóvenes, en 1994. Los nueve estudiantes de periodismo que ganaron el concurso convocado por la Fundación Tomás Eloy Martínez, cuyo premio consistía en someterse a un proceso de edición de la admirada cronista y maestra Josefina Licitra y entrar en este libro (Nunca la misma historia, Editorial Marea), nacieron todos después del final de la dictadura.

Estos chicos no vivieron ni un día bajo estado de sitio, no sintieron ese miedo en las calles de noche, esa censura en los medios, esas caras adustas de los generales en el poder. Y eso se nota.

Sus historias no son como las crónicas de los desaparecidos y los exiliados, de lo que no podía ser dicho pero debía ser dicho, de los temas que surgieron a borbotones cuando volvió la democracia. Sus temas son de la gente común, de los dramas de la falta de trabajo y dinero, de la soledad, de la inmigración, de la sexualidad. El Estado apenas si aparece. Las gestas del pueblo, tampoco.

*          *          *

Sí se vislumbra un pasado político en uno de los mejores textos (publicado ya en la revista Viva de Clarín). En “El kilómetro cero del peronismo”, Emiliano Pasquier (nacido en 1989, terminado ya el gobierno de Alfonsín) traza un original cuadro costumbrista de la calle Nueva York de Berisso, cuna del fervor obrero que encumbró a Perón, puntal de su movimiento y hoy gobernada por un radical, vacía de cultura obrera y en manos del comercio callejero y el deterioro. La política vive allí en los recuerdos del pasado.    

En los otros textos se despliegan la crónica de un taller de constelaciones familiares, un viaje a la incomunicación de los inmigrantes chinos, el teatro lúcido y valiente de los ciegos, el dilema del arte contemporáneo donde el público es la obra, la lucha y la cultura de los trans-género, la historia del proyectista de un cine porno, una inmersión en el infierno de la ludopatía y el cariñoso perfil de una carnicera, un trabajo de amor que culminó con la presencia de la misma carnicera en la presentación de Nunca la misma historia en la Feria del Libro.  

Hay varios puntos en común en los textos. En todos es la historia, la sucesión de escenas, lo que empuja la narración.  Todos tienen como eje la búsqueda de la voz de los personajes, que se desgranan en diálogos que huelen a verdad.

No hay tesis, no hay conclusión: se presenta, se cuenta, no se demuestra nada. Pero de todos el lector sale sabiendo algo más, conociendo mejor el aquí y el ahora.

*          *          *

Estos cronistas nóveles ya aprendieron el arte de la modestia, del hacerse a un lado y dejar que la historia se cuente sola. Los comienzos son mejores que los finales, pero eso es lógico: es mucho más difícil encontrar un buen final. Eso se aprende con el tiempo.

Lo que percibo como buena señal de este conjunto de periodistas narrativos del futuro es la ambición, el hambre, las ganas de trabajar, de salir de su zona de confort. Y el interés por conocer mundos desconocidos en su mismo entorno. Sus historias no vienen de fuera, no son ejemplos de causas o consignas. Crecen de dentro, orgánicamente.

Este libro es recomendable, entre otras cosas, porque es un mapa de cómo escriben los cronistas que no vivieron los años de plomo. Escriben con la levedad y la alegría del que sabe que tiene derecho a indagar, a entender, a contar.

Nunca la misma historia: Nueve nuevos cronistas. Prólogo de Josefina Licitra . Ed. Marea/Fundación Tomás Eloy Martínez.  116 páginas.

Esta crítica fue publicada originalmente en el suplemento cultural Ñ de Clarín.   

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11 de julio de 2016
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Al rebufo de Hemingway

Me siento profundamente extranjera de la palabra chupinazo y todo lo que representa. Cierto es que crecí ajena a ella: en catalán no tiene traducción y si la catalanizas su fonética te rompe el oído, aunque invoque el cohete pagano que desabrocha el pecado. La palabra no eructa pero sí su idealización. Recuerdo de mi otra vida cuando los chicos de la pandilla se iban a Pamplona a primeros de julio y volvían apestando a cerveza, impregnada hasta en los dobladillos de la ropa. Decían que iban “a hacer el bestia”. A ser niños de nuevo, pero borrachos y descontrolados. Nos desenamoraban.
El alcalde pamplonica de Bildu ha anunciado que las suyas son las mejores fiestas del mundo. Sus propuestas consisten, básicamente, en correr delante de toros bravos acorralados, bañarse en alcohol, perderse en una multitud sudada, gritona y resacosa, jalear lo que sea y enmascarar con la farra la derrota existencial. Claro que habrá vecinos devotos. Pero todo vale para agitar los instintos más animales, incluso entre quienes miran el espectáculo desde los balcones donde el miedo embiste a distancia. Como desde el que Ernest Hemingway, en el Gran Hotel La Perla, contemplaba los encierros poniéndole literatura y mitificando un rito que sitúa en las antípodas del progreso, con seres humanos y animales mezclados entre testosterona y meados. Más miedo tienen los toros que los hombres que los corretean por las callejuelas, pues su huida sólo puede ser hacia delante.
Hay quienes afirman que Hemingway no llegó a correr jamás delante de los toros en Pamplona, y lo cierto es que no existe testimonio gráfico alguno. Sólo se conserva una foto, en la biblioteca John F. Kennedy de Boston, en la que el escritor aparece entre las vaquillas que se sueltan al terminar los encierros en la plaza de toros. No parece temeroso, sabía mirar muy bien a cámara, pero son vaquillas y no miuras. Otros expertos rastreadores afirman por contra que sí corrió, y no una, varias veces. El caso es que la gloriosa publicidad que le hizo al patrón de Pamplona es, en parte, responsable de que los Sanfermines se hayan convertido en un rito de paso para millones de norteamericanos, canadienses, australianos, neozelandeses o británicos. Vienen a hacerse mayores, en lugar de comprarse un billete de Interrail. Puede que su ideal de exotismo incluya pañoletas rojas y txapelas, o bien sea la mezcla de animalismo, vino y sexo demente lo que les intrigue. El 56% de los corredores desde el 2014 son extranjeros. De ahí que se afine el turismo y se pongan en marcha campañas que pretenden detener las agresiones sexuales –que hace diez años también existían, pero entonces ni la sensibilidad social ni las leyes estaban de su lado–. Cuando escribo estas líneas ya ha habido una. Cinco contra una, en un portal, entre jaranas, vapores etílicos y una falsa exaltación del arrojo y la hombría. Un espectáculo turístico.
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11 de julio de 2016
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La impunidad del hombre blanco

Los hechos establecidos por John Chilcot durante los siete años que ha durado la investigación son abrumadores. Es un auténtico acta de acusación que clama por algún tipo de satisfacción penal por las responsabilidades personales de Tony Blair. Fue una guerra ilegal e injusta, en la que se enmascaró un cambio de régimen bajo el disfraz de una guerra preventiva, ante la falsa amenaza de un ataque con unas armas de destrucción masiva inexistentes que podía producirse en 45 minutos.

El número de delitos probablemente sería largo, porque a las mentiras de la preparación de la guerra se añade la irresponsabilidad de quienes organizaron una caótica posguerra todavía más catastrófica. Si la invasión de Irak y el derrocamiento de Sadam Husein fueron ilegales y organizados con mentiras y manipulaciones, nada se hizo después que diera algo de legitimidad a la invasión y a la desaparición del déspota, como ha ocurrido tantas veces en la historia, en forma de beneficios para los iraquíes y de estabilidad en la región.

Al contrario, la destrucción de sus fuerzas armadas y de la estructura entera del Estado abrió las puertas al infierno de una guerra civil entre chiíes y suníes que en propiedad todavía no ha terminado y se ha convertido en el monstruo del Estado Islámico. Difícilmente sirve en este caso la doctrina del mal menor para defender los desastres ocasionados por esta guerra ante el mal mayor que todavía hoy Blair y Bush pretenden blandir con el espantajo de Sadam Husein.

Hay un delito que cuadraría perfectamente con lo que hicieron ambos en la guerra de Irak, con la ayuda diplomática y la complicidad política de Aznar. Es el crimen de agresión, surgido como figura jurídica en los juicios de Nuremberg contra el nazismo y reivindicado en el tratado de creación de la Corte Penal Internacional, el llamado Estatuto de Roma de 1998, como figura delictiva a incluir en el futuro a través de las enmiendas a dicho tratado, como así se hizo en la revisión de 2010. El problema es la no retroactividad de las leyes: cuando se cometió presuntamente el crimen, en 2003, todavía no estaba incluido en el Estatuto de Roma. Para colmo, los procedimientos de ratificación y de entrada en vigor solo convertirán en perseguible el crimen de agresión a partir de 2018.

La fiscalía de la Corte Penal Internacional (CPI) no ha ocultado su incomodidad con el contraste entre la impunidad de los dirigentes occidentales cuando vulneran la Carta de Naciones Unidas y la exclusiva inculpación de ciudadanos africanos con los actuales instrumentos legales del tribunal. Los 39 inculpados hasta ahora son todos africanos. También son africanos los únicos jefes de Estado objeto de investigación o persecución legal, como el difunto líder libio Muamar el Gadafi o el actual presidente de Sudán del Norte, Omar Al-Bashir. Otro jefe de Estado africano, Hissène Habré, presidente de Chad entre 1982 y 1990, ha sido condenado a cadena perpetua por crímenes contra la humanidad, violación, esclavitud forzada y múltiples homicidios y asesinatos, por una corte especial creada por Senegal por encargo de la Unión Africana, en un caso ejemplar que ha hecho prescindible en esta ocasión la actuación de la CPI.

No es el único contraste. Ha habido al menos dos investigaciones y centenares de denuncias por crímenes de guerra por la muerte de detenidos iraquíes bajo custodia británica, algunas ante tribunales británicos y otros ante la CPI, aunque solo el cabo Donald Payne ha sido condenado a un año de prisión. Sería una cruel ironía que el Informe Chilcot sirviera para perseguir soldados y jefes militares británicos y no diera lugar en cambio a indagación alguna sobre Tony Blair. De ahí que la fiscalía de la CPI haya aclarado muy sutilmente en una nota que ?sugerir que la CPI haya descartado la investigación sobre el ex primer ministro por crímenes de guerra pero pueda perseguir a los soldados es una deformación de los hechos?.

Ni un solo jurista ha expresado hasta ahora su confianza en que Tony Blair, al igual que George Bush, se sienten algún día en el banquillo, ya sea de sus respectivos tribunales nacionales ya sea de la CPI, a pesar de que lo han pedido parlamentarios británicos como Jeremy Corbyn o Alex Salmond y el obispo sudafricano y premio Nobel de la Paz, Desmond Tutu. En el caso del expresidente de Estados Unidos, porque el Senado de su país ni siquiera ha ratificado el tratado internacional que lo crea, a pesar de que su antecesor Bill Clinton lo firmó en Roma. George W. Bush boicoteó todo lo que pudo a la CPI y aprobó, incluso, un paquete legislativo para impedir que sus soldados y ciudadanos pudieran ser inculpados o perseguidos bajo la jurisdicción universal.

El Informe Chilcot tendrá una lectura fácil y demagógica: demuestra la impunidad del hombre blanco, del máximo responsable político frente a los soldaditos que obedecen órdenes, de los honorables mandatarios occidentales frente a los déspotas africanos y árabes. En el momento populista que atravesamos, las opiniones públicas exigen gestos ejemplarizantes y cabezas que rueden. Se da por descontado, en cambio algo que no lo está en absoluto en la gran mayoría de los países, como es que una comisión de investigación, por encargo del Gobierno, realice un ejercicio de transparencia de tanta trascendencia y llegue tan lejos en la documentación y determinación de responsabilidades políticas como ha hecho John Chilcot.

Una nueva paradoja del caso es que esto sucede en pleno Brexit, el movimiento soberanista que no solo pone en cuestión la dependencia de Reino Unido de la legislación y los tribunales de la UE sino incluso de la legislación internacional y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo. No es extraño ni anecdótico que Alex Salmond haya planteado la posibilidad de que Tony Blair sea juzgado algún día por crimen de agresión en los tribunales de esa Escocia que busca tras el Brexit su independencia y la adhesión a la Unión Europea.

Para el Parlamento británico el Informe Chilcot no es tan solo un ejercicio ejemplar de transparencia que demuestra el vigor de la democracia británica, sino también un estímulo para ratificar las enmiendas que introducen el crimen de agresión en el Estatuto de Roma y dificultar así que en el futuro alguien pueda repetir una actuación como la de Blair desde el número 10 de Downing Street. Aunque el 'caso Blair' no llegue nunca a La Haya, donde tiene su sede la CPI, parece haber pocas dudas de la contribución a la justicia universal que ha hecho Reino Unido con la comisión Chilcot y su informe.

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11 de julio de 2016
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Cazadora de abismos

Hay que empezar a hablar de Diana Arbus por su ángulo más misterioso: su atracción por lo oscuro, por lo que la mirada acostumbra a temer. Y decir más: que sólo entre la alienación y la rebeldía, en la extrañeza más monstruosa, se encontraba segura. Se propuso una meta para escapar de si misma: perderse por las calles, por los lugares más fronterizos de la realidad en busca de freaks –travestis; enanos, gigantes y otros prodigios circenses; albinos o tatuados–. Llegó a sentir que ella era una más entre los que penetraron en el abismo. Creía que hay cosas que nadie habría visto si ella no las hubiera capturado. En una ocasión, en el MoMA llegaron a escupir a una de sus fotos, la de un travesti con rulos, un cigarro y una expresión que pasa por encima de ti como una plancha caliente. La desolación, la fragilidad y sobre todo el desarraigo íntimo afloraron en la obra de esta descomunal fotógrafa que empezó retratando el glamour, las parejas que no se hablaban en restaurantes, acaso a la manera de sus padres, emigrantes judíos que abrieron una boutique de moda en la Quinta Avenida y se hicieron millonarios. Escapó a los 18 años y acabaría fotografiando el infierno.
La vida de Diane Arbus acabó un 26 de julio –de 1971; este año se cumplen 45 años– tras ingerir una buena dosis de barbitúricos y cortarse las venas de sus muñecas en el histórico edificio de la Westbeth Artist Community, a orillas del río Hudson, en Nueva York. “La forma en que Arbus murió, como en el caso de la de poeta Sylvia Plath o, en una generación posterior, la fotógrafa Francesca Woodman, se ha convertido en parte de su legado artístico, como si su fin prematuro fuese el resultado inevitable de su trabajo”, escribe Andy Grundberg en The American Scholar a propósito de Diane Arbus: Portrait of a photographer, que acaba de publicarse en EE.UU. Las heridas secretas emergen ahora en la investigación de su obra adherida a su sensibilidad y cosida en harapos: “Arbus tenía muchos frentes psicológicos abiertos –una depresión, su promiscuidad sexual, el incesto, y una progresiva disminución de la capacidad de establecer y mantener relaciones sentimentales significativas– que nada tienen que ver con su trabajo o ambiciones”.
En su célebre ensayo sobre la fotografía, Susan Sontag carga las tintas con ella y su aura maldita: “El interés de Arbus en los monstruos expresa un deseo de violar su propia inocencia, de socavar su sensación de privilegio, de aliviar su frustración por sentirse segura”. Algo que ella misma reconoció. Nunca había conocido la adversidad: “Y sentirme inmune, por ridículo que parezca, era doloroso”. La fotografía mitigaría ese dolor, pero antes tendría que cruzarse con las dos personas más importantes de su vida: su marido, Allan Arbus, junto al que comenzó a disparar instantáneas y con quien trabajará para revistas de moda: Esquire, Vogue y Harper’s Bazaar, y la fotógrafa austríaca Lisette Model, la que proclamaba: “No disparen hasta que el sujeto que enfocan les produzca un dolor en la boca del estómago”. Tras su divorcio, Arbus se convirtió en la cazadora del abismo que siempre había sido.
Cuentan que el mismo día que encontraron su cuerpo sin vida en la bañera de su apartamento del Westbeth corrió el rumor de que había montado un trípode y una cámara para poder fotografiar su muerte. En su funeral, Avedon murmuró: “¡Cómo me gustaría ser un artista como Diane!”, a lo que Frederick Eberstadt le respondió, corrigiéndole: “No, no te gustaría”. Al final de sus días, cuando incluso le faltaba confianza para cruzar la calle, su rostro había absorbido los rasgos del desamparo de todos aquellos que había fotografiado.
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9 de julio de 2016
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Proximidad de la alcaldesa o Sustancia Infirmaria

 

No es posible por ahora definir el ángulo ideal para besar bien a la alcaldesa pero a una distancia de veinte centímetros y con una diferencia de altura de unos quince opté por aproximarme a su gaznate como un submarino a varios portaaviones y acorazados; la alcaldesa es pues muy alta y dispone de senos de plexiglás, vientre de matalahúva y nalgas de popelín engomado. Fue una jornada de escarceos dialécticos, vermú casero con olivas negras aragonesas y fritadilla abrasiva calentita, en la que llegado el proemio del ágape, mientras servían la Escudilla de Ángel y se anunciaba desde los fogones la inminencia de la Pepitoria, convencí a la edil de arrancar el baile pasando a mayores en la cuadra de los gamos y después en la bodega del solomo. Francisco “Frankie” de Sert, conde de Sert, firmaba ejemplares de El goloso (Alianza Editorial) cuando nos reincorporábamos al banquete y sería por celos o afán de pasar a la posteridad pero me puse a emborronar con estas reflexiones una servilleta de papel de esas de propaganda de la cerveza Mahou Cinco Estrellas.   

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8 de julio de 2016
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¿De qué te ríes?

Tuvimos Navidad electoral y votamos comiendo los turrones, y ahora tenemos verano poscomicios, a pesar de que ya calcemos las alpargatas sobre el asfalto hirviente. Aun así arrastraremos la incertidumbre de cómo será gobernada España hasta bien entrado agosto. La temporalidad sagrada que hacía respetar sus paréntesis estacionales también se ha fragmentado. No hay tregua en el desenredo de la actualidad política a fin de devolver una estabilidad que contribuya a subir el ánimo y mover el consumo. “A recuperar la confianza de los mercados”, dicen. Pero la confianza se ha hecho añicos y aquellos que se han insultado a la cara deberán acordar cómo salir ganando a medias, cada uno con un montoncito. Cambiarán de parecer en algunos asuntos otrora “innegociables” por exigencias del guion pactista igual que las actrices cuando justifican un desnudo.
Las máscaras mandan más que las personas, y nuestros líderes desafían al acto reflejo que activa el área de la corteza temporal al contemplar un rostro y ordena a las comisuras que se levanten. La represión de la sonrisa es un efecto colateral del caos. Ocurre en los funerales: la gente al saludarse a menudo contiene su espontaneidad y reconduce los labios a la línea recta, pero hay quienes olvidan por unos segundos que están acompañando a un muerto, pues es imposible amordazar la vida que fluye, incontenible.
Un psicólogo polaco, el doctor Kuba Krys, ha profundizado en un fenómeno sociocultural etiquetado como “control de incertidumbre”. Las sociedades que puntúan bajo en esa escala tienen sistemas sociales inestables, y así sus ciudadanos ven el futuro más impredecible e incontrolable. “¿Por qué sonríes cuando tu destino es un lobo invisible que está a punto de despedazarte? Es muy posible que en los países con bajo control de la incertidumbre uno sea considerado incluso un estúpido por hacerlo”, escribe Olga Khazan en The Atlantic en un artículo sobre esta investigación, que también afirma que la sonrisa está igualmente mal vista en los países con alto índice de corrupción.
La polarización siempre asfixia sus extremos. De la feria al velatorio. De “viene la nueva izquierda” a “se queda la derecha de siempre”. Durante estos días uno de los asuntos que más nos han entretenido se refiere a la sonrisa de Pablo Iglesias. Nunca se había visto tanto interés en que la perdiera, a pesar de contar con 71 escaños.
En El nombre de la rosa el benedictino Jorge de Burgos afirmaba que “la risa es un viento diabólico que deforma las facciones y hace que los hombres parezcan monos”. Cierto es, son los únicos animales, con nosotros, que ríen. Y hay monos de feria capaces de dejar asomar sus emociones tras las rejas. Como nosotros.
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7 de julio de 2016
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El Boomeran(g)
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