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Poema 20

El crimen pasional,

encharcado de sangre,

no fue conocido

por testigo alguno.

Ni hubo vecindario

ni vídeos domésticos

ni medios de comunicación.

Una veladura gaseosa,

un manto absorbente,

trompetas vacías

ahogaron el suceso fatal.

Porque, muy a menudo,

las porciones cerebrales

tienden a diseminarse  

en ciertos líquidos

pigmentados de verde

o de carísimo azul.

Una gota adicional

acaso

de tinta violeta

o rosa amargo.

Notas que compusieron

el canto funeral

sin registro de sonido.

¿O no hubo funeral?

El desenlace,

por asfixia

o estrangulamiento

no dejó sustancia.

Fue una secuencia

sin adherencia   

un sendero sin término.

Una cábala,

dentro o fuera

de lo visible,   

convirtió el hecho

en transparencia.   

Algo insípido o infinito.

Prolongado como un mar

sin horizonte alguno,  

una acequia

cuyo veneno disuelto

no cesaba de manar. 

Aguas verdosas

entre riberas  malvas.

Corrientes de eternidad.

Eternidad

 o metáfora vacua

de una figura

sin dibujo,

un infinito inconsciente,  

un techo sin cubierta,

una cubierta sin cielo,

un cielo sin fulgor.   

Naturaleza sin aliento.

Sacrificio sin representación.

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11 de noviembre de 2016
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La estrella de Michelle

Ni Clinton, ni Trump, ni Obama; si ha habido alguna estrella en esta campaña terminal que ha visto cómo se desataban todos los demonios de una sociedad que ya no se contenta con las mazorcas de maíz a la barbacoa ni los algodones de azúcar de Hollywood, ha sido Michelle. En un contexto más bien adverso y ante una clase media airada, ella ha querido conectar con la poca esperanza que le queda a esa América profunda con la que tanto nos gusta fantasear a los europeos que hilamos un cuento de moteles rosa y camionetas polvorientas gracias a Carson McCullers o Faulkner. Y también les ha sabido hablar a quienes miran con más odio que nunca al extranjero, creyendo que sus verdaderos problemas son las fronteras y los emigrantes. Cucharadas de amor frente al odio, se dijo Michelle, que ha conseguido lo inimaginable: que una pareja de negros se convierta en la familia ejemplar norteamericana derrochando esa cualidad tan áspera en la arena pública, la naturalidad.
“A pesar de ser lo suficientemente mayor para recordar a Eleanor y Franklin D. Roosevelt en la Casa Blanca –y a todas las parejas y familias que la han ocupado ­desde entonces–, nunca había visto tal equilibrio y responsabilidad parental compartida, tal amor, respeto y placer mutuo en la compañía del otro”, escribía la activista feminista Gloria Steinem en The New York Times, apelando a la importancia de “las familias verdadera­mente democráticas” a fin de fortalecer la propia democracia.
Michelle ha vivido y ha dejado vivir. No ha metido la nariz en el despacho oval; se ha dedicado a saltar a la comba con los muchachos, a declararse madre en jefe y a cultivar un huerto promocionando hábitos alimentarios sanos para evitar tanto veneno en los comedores infantiles. También ha abrazado a veteranos y familias de militares, ha puesto en marcha un programa para sacar de su ensimismamiento a los estudiantes de secundaria y además ha bailado sin complejos en unos cuantos platós. Grande, con caderas afro, a ratos algo payasa, otras elegante, esfinge de diosa, ha hecho del humor su gran aliado, permaneciendo indemne, durante ocho años, al escrutinio constante del foco de la actualidad. Aunque algunos analistas la hayan catapultado como gran oradora, con más nervio popular que Barack, y dominio de la escena, esta brillante abogada de Princeton y Harvard ha trascendido también el modelo de mujer impuesto. Las primeras damas estadounidenses siempre han tenido mucho más influencia que las del resto del mundo. Las unas han actuado de consortes y relaciones públicas, las otras casi han querido gobernar. Michelle se ha limitado a ser ella misma. Hasta el extremo de que, durante la jornada electoral de ayer, muchos ciudadanos hubieran deseado votarle.
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10 de noviembre de 2016
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Poema 19

Huyo de su mente

Las zarpas 

de un felino

arañan el pórtico

de su rostro.

Millares

de hormigas

devastan

la zona.

Un círculo envuelve

a otro círculo

más fino.

Silban

las limaduras

cuando el roce

las hiere.

No fenecen.

Estallan golondrinas.

Caen vidrieras.

Un espanto de corolas

crea una espuma

ácida.

El bisel al decir

su nombre

sin extraerlo

de la mente.

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10 de noviembre de 2016
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La contrarrevolución de Donald Trump

Todo está por hacer y todo es posible. Estamos ante un nuevo comienzo. Empieza una época nueva. ¿Una revolución? No exactamente.

El primer trazo que define la política exterior de Donald Trump y la nueva geometría de las relaciones internacionales que empezará a surgir de su victoria es la incertidumbre. Nos adentramos en territorio desconocido. El presidente electo de los Estados Unidos se ha manifestado como un proteccionista y un revisionista radical en políticas comercial y emigratoria y en alianzas de seguridad, y como un ignorante en materia tan peligrosa como la proliferación nuclear y el uso del arma atómica. Eso tiene remedio: las opiniones se cambian y de lo que no se sabe se aprende. Pero mientras no suceda, la incertidumbre permanece y hace su trabajo de erosión, que alimenta la espiral de la desconfianza: sobre el futuro de la Alianza Atlántica, de los tratados comerciales como el NAFTA y TTP, las organizaciones internacionales, desde la OMC hasta la propia ONU, o los acuerdos de reanudación de relaciones con Cuba y de control nuclear con Irán.

Nos quedaremos cortos si pensamos que Trump puede cambiar. En su discurso de aceptación como presidente electo ya ha demostrado que puede hacerlo. Primero, ha contado que Clinton le ha felicitado, sin llamarla crooked (corrupta) ni pedir la cárcel para ella, ha elogiado su campaña y le ha agradecido ?los servicios prestados a este país?. Luego se ha cobrado los elogios quitándole el eslogan de campaña, together (juntos), para propugnar la unión después de sembrar la división. El mensaje es nítido: en la campaña se pueden decir unas cosas y luego desde la Casa Blanca convendrá hacer otras. Esto no significa que el cambio sea a mejor o que se vayan a hacer bien las cosas; significa que serán otras, distintas. De cara al mundo, al papel que tiene EE UU en el orden internacional y en la gobernanza global y al conjunto de alianzas y acuerdos internacionales, se supone que también puede cambiar. Si ya ha empezado a hacerlo en su noche electoral, podrá hacerlo luego cuantas veces le convenga. Sus posiciones son volátiles. Incertidumbre sobre incertidumbre, por tanto.

Trump no cambiará porque tenga un programa oculto más moderado. No lo tiene. Por no tener no se le conocen ni ideas ni asesores que las tengan, más allá de las cuatro ideas esquemáticas y eficaces, casi todas ellas radicales e inquietantes, con las que ha armado la retórica de su campaña: expulsar inmigrantes, construir vallas en las fronteras, erigir protecciones a la industria y el comercio estadounidense, cuestionar las alianzas y compromisos internacionales, procurar más por los intereses propios y menos por los de los aliados y regresar a un pasado idealizado en el que los Estados Unidos eran grandes y ricos.

Trump cambiará. En primer lugar, porque está en su naturaleza profundamente adaptativa. Y en segundo lugar, porque a pesar de que tenga 70 años y una carrera entera de multimillonario a sus espaldas, su falta de experiencia en gestión política y pública le obligará a aprender en el Despacho Oval; pero mientras aprenda, la ecuación que suma sus ideas escasas, nulas o perversas y su oportunismo desbordante arroja un resultado de mayor incertidumbre todavía sobre su presidencia. Además de desconocido, el camino que emprende se adentra en la oscuridad más absoluta.

Hay algo en lo que no cambiará, que no puede cambiar: su carácter, su capacidad para despreciar, acosar e insultar, ampliamente demostrada durante la campaña, tanto por los medios propios, exhibiéndola en sus mítines y en sus tuits, como por medio de las denuncias de sus adversarios. Podrá reprimirlo o encauzarlo. Pero estará allí, agazapado bajo su tupe teñido de rubio y dispuesto a salir en cualquier momento, cuando sea necesario, como el escorpión con el aguijón de su cola. Un carácter así da mucho juego, como se ha visto en la campaña porque suscita las simpatías de muchos votantes. De quienes comparten parecidas características de su personalidad o de quienes consideran que todo vale para el buen fin de ganar las elecciones, como es el caso de muchos y respetables dirigentes republicanos.

Puede dar juego incluso en las relaciones internacionales, donde encontrará con frecuencia creciente personajes salidos de un molde similar. Rodrigo Duterte, por ejemplo. El bocazas y faltón presidente de Filipinas seguro que se entenderá mejor con Trump que con Obama, que se ponía a tiro de sus insultos intolerables solo con pensar en su elegancia y su correctísima y culta oratoria. En este tipo de carácter reside un fallo de difícil enmienda, que su turbulenta y a veces obscena campaña ha descubierto al mundo entero. Carece de gran número de las llamadas virtudes romanas que se exigía al máximo magistrado del imperio. Solo para mencionar tres de las más imprescindibles y que adornan ostensiblemente a Obama: la auctoritas del sucesor es escasa, pero su dignitas y gravitas son nulas.

A Trump le falla un valor profundamente apreciado en un mundo tan conservador como el que vivimos y que tiene que ver también con el carácter: la previsibilidad. En su discurso de aceptación de la victoria ha dicho que Estados Unidos procurará por sus intereses en el mundo pero será una potencia benévola, que tratará honestamente a los otros países. Nada sobre el respeto a las alianzas, los compromisos internacionales y los valores compartidos. Los países socios y amigos de EE UU tienen todos los motivos para preocuparse. Cuanto más socios y amigos, como es el caso de Japón o de Alemania, más preocupación.

Incluso las potencias que mayor provecho van sacar de la inhibición de Estados Unidos en el escenario internacional, como es el caso de China o Rusia, tienen motivos de preocupación en lo que concierne a la estabilidad económica y geopolítica. Pero también será una ventana de oportunidad para quienes desean avanzar sus peones en el tablero global e influir en la creación de un orden internacional en el que cuenten con más y mejores palancas de acción, y todavía más para las fuerzas o países con vocación insurgente.

Obama ha sido el presidente que más se parece al actual mundo multicultural y multipolar. Este nuevo presidente blanco, protestante y anglosajón, además de xenófobo, es el anti-Obama, la reacción al ascenso de países y clases medias emergentes del antiguo Tercer Mundo. Estos días ha hecho fortuna en las redes una cita de Antonio Gramsci sobre las crisis revolucionarias con la que se quiere explicar el fenómeno de Trump e incluso presentarlo como el momento en que todo va peor antes de que todo vaya mejor: ?El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en este claroscuro surgen los monstruos?. La frase es de la época de ascenso de los fascismos.

Respecto a la gobernanza y al orden internacionales, estamos ante una página en blanco. Es verdad que todo está por hacer y todo es posible. Es un nuevo comienzo, una época nueva. Hay una revolución que está en marcha, pero es reaccionaria, y va en sentido contrario a las revoluciones democráticas, pues mira hacia el pasado y se propone quitar libertades y derechos. Es una contrarrevolución, en definitiva.

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10 de noviembre de 2016
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El aquelarre de los miserables

Hace una semana, cuando las encuestas (esas inductoras permanentemente embusteras) daban la victoria a Clinton, todas las personas a las que interrogué en Nueva York me decían lo contrario: los camareros, los taxistas, los dependientes de tiendas de paraguas y tiendas eléctricas, los sin techo querían a Trump (que les iba a hacer una casa en Long Island). Ayer por la tarde dije a mis amigos y conocidos que iba a ganar Trump, y no me creyeron. Ahora la tenemos delante en forma de rubia platino. No es bueno confundir la realidad con el deseo.

 

Cuando el odio se convierte en la única sintaxis que hilvana la miseria y la codicia, la desesperación y la arrogancia, olvidémonos de todas las gramáticas. Ya dije en el post anterior que tanto la derecha como la izquierda estaban abriendo las puertas a un infierno de la peor naturaleza.

 

Una última impresión: nadie ignora que el FBI ayudó bastante a Trump en el último tramo hacia la Casa Blanca. ¿Y a quién le extraña? En USA el poder real del Estado sigue la siguiente fórmula: Pentágono+CIA+FBI. Los presidentes pasan, pero ellos quedan. Son un sistema por encima del sistema.

 

Todos hablan de estupor. ¿De estupor ante lo evidente, lo nieguen o no las encuestas en las que ya nadie cree? Renunciemos a los lamentos. Las cosas estaban bastante claras desde hace tiempo.

Ahora echarán la culpa a los votantes de Trump, muchos de ellos de la clase obrera. Se olvidan de las entidades y los sistemas que han creado este hondo y universal malestar. También se olvidan de una tesis histórica ampliamente demostrada: cuando arruinas a la clase media prepárate para lo peor. La democracia se derrumba cuando se derrumba la clase que más la sustenta.

Y ahora esperemos el efecto dominó que se va a producir en Europa y América. Ja, ja, ja; jo, jo, jo. Estamos todos muy contentos mientras se aviva el fuego y se apuntan más danzantes al aquelarre de los miserables. 

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9 de noviembre de 2016
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Tal día como hoy

Berlín, la actual capital alemana, estuvo dividida durante 44 años, de 1945 a 1989, en cuatro sectores correspondientes a cada una de las fuerzas de ocupación vencedoras del nazismo ?británicas, francesas, soviéticas y estadounidenses- que pronto se refundieron en dos: el Berlín occidental, administrado por la República Federal con capital en Bonn, y el Berlín oriental, capital de la República Democrática de Alemania, el régimen comunista instalado por el ocupante soviético. Desde 1961 hasta 1989, durante 27 años, la parte occidental estuvo rodeada de una doble valla de 160 kilómetros -106 kilómetros de placas de cemento y 55 de rejilla metálica-, con 260 torretas y 232 búnkeres y una zona de descampado con trampas, alambres y pistas de persecución. Aquella frontera felizmente desaparecida, alrededor de un enclave occidental en territorio de influencia soviética, fue la mejor custodiada y la más difícil de franquear del mundo.

El muro se construyó en un fin de semana, el del 13 de agosto de 1961, y desapareció en una noche, la del 9 de noviembre de 1989, un dia como hoy de hace 27 años. Las autoridades comunistas que lo construyeron querían cortar la hemorragia de población que sufría la Alemania comunista a través del Berlín occidental y presionar para hacerse con el control efectivo de la ciudad entera, cosa que ya habían intentado en 1948 cuando bloquearon los accesos y obligaron a Estados Unidos a organizar un puente aéreo para garantizar los suministros. El muro fue un símbolo, como lo fue Berlín. De la guerra fría ambos, mientras duró, y de la caída del comunismo y de la unificación alemana, a partir de 1989. Pero tuvo una función material, nada simbólica, que afectó a centenares de miles de personas.

En sus 28 años se cobró la vida de al menos 86 ciudadanos que pretendían saltar al Berlín occidental, según las cifras de la fiscalía, interesada en perseguir todavía a los responsables de los disparos. Otras evaluaciones elevan el número de víctimas mortales a más de dos centenares, que incluyen a policías comunistas abatidos en refriegas con quienes huían. Para la Alemania oriental, el muro fue un sistema de defensa económica y de represión de su población, imprescindible para la supervivencia de aquel régimen insostenible, tutelado por los soviéticos. Para los aliados occidentales fue una vergüenza, tolerable en la medida en que garantizaba el statu quo del Berlín dividido y, a la vez, la permanencia de un enorme escaparate democrático y capitalista tierra adentro más allá del telón de acero.

Un cuarto de siglo después, la idea de que un muro divisorio pueda cruzar una metrópolis tiene un carácter alucinatorio. Y, sin embargo, cuando existía parecía eterno e inamovible. EL PAÍS tenía 13 años cuando cayó y tiene ahora ya 40, muchos más de los que cumplió aquel muro. Pero su vago y siniestro recuerdo señala la reaparición hoy en el mundo, también en Europa, de nuevos muros destinados a separar a las gentes y a cortar el camino hacia la libertad de quienes huyen despavoridos de la miseria, la guerra o las dictaduras.

(Este texto forma parte del especial publicado con motivo del 40 aniversario del periódico)

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9 de noviembre de 2016
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Un menú de gusanos, hormigas y alacranes

Hace muy poco estuve en México para presentar mi nuevo libro A la mesa con Rubén Darío, que explora la extensa relación del poeta con las artes de la gastronomía, la manera en que se ocupó de la comida en sus crónicas y demás escritos, y su gusto por la buena cocina. Rubén escribió acerca de todo lo que consideraba universal, como lo dijo de la política, y la cocina lo fue también para él, además de que la reconocía como una de las bellas artes, y como la décima musa: Gasterea, la musa del paladar y del estómago.
En la Feria del Libro del Zócalo, me acompañó en la mesa de presentación Alejandro Escalante, autor de un libro ya clásico, La Tacopedia, una verdadera enciclopedia del taco, la manera más emblemática de comer que existe en México. Su libro y el mío han sido publicados por Trilce, que se distingue por hacer de sus ediciones verdaderas obras de arte.
Al día siguiente de la presentación Alejandro me invitó a almorzar al restaurante del que es dueño, con otros socios, en la concurrida calle Carrillo Puerto de Coyoacán, y que se llama La Casa de los Tacos. Nada llamativo a primera vista, ya que esa clase de establecimientos abundan por supuesto en la ciudad de México, y los hay aún callejeros, por millares. Hasta no ver el menú de platos prehispánicos que ofrece, y del que anoto para ustedes una muestra:
Chinicuiles: gusano rojo del maguey, (larva del lepidóptero Hypopta agavis), preparados con cebolla y epazote, y que se sirven acompañado de guacamole y frijoles refritos.
Escamoles: (la larva de la hormiga Liometopum apiculatum), fritos en mantequilla con cebolla, ajo, epazote y cilantro.
Cocopaches: (el hemíptero pachylis gigas) que vive en la planta del mezquite. Una docena, con guacamole y totopos.
Chapulines (sphenarium pupurascens), o chapulín de la milpa, asados con ajo, cacahuate, y un toque de limón. Se sirve con guacamole y tortillas. También se ofrecen en coctel, con lechuga, pepino y aguacate.
Meocuiles: Gusano blanco del maguey, (larva del lepidóptero acentrocneme hesperiaris). Se preparan con ajo y chile guajillo.
Salbute de alacrán, que en el menú se presenta así: "un par de ejemplares del temible Scorpion Buthidae Centuroides, sobre una tortilla frita, con calabacitas, guarnición de frijoles, guacamole y cebollas encurtidas".
¿Se atreven? Cualquiera de estas delicias culinarias puede acompañarse del consabido tequila, o de pulque curado de piñón.
El mismo Alejandro es coautor de un nuevo libro que aparecerá después del mío, Agridofagia y otros insectos, en donde se da puntual cuenta de la crianza, recolección, preparación y consumo de todos estos bichos destinados, según los autores, a salvar al mundo. En la introducción se explica: "mientras la mitad del planeta se horroriza ante la presencia de un insecto en un plato, la otra no sólo lo consume gustosamente, sino que ha sobrevivido durante milenios gracias a la sana costumbre de comerlos".
Existe la cocina de la abundancia y la cocina de la escasez. La cocina de tierras fértiles, y la de tierras desérticas: entonces las hormigas y hasta los alacranes van a dar a la boca de los hambrientos, y luego se vuelven exquisiteces de restaurante.
En Francia la costumbre de comer carne de caballo vino de las hambrunas provocadas por las guerras, y de que había abundantes caballos muertos en los combates. También se come la carne de perro en Asia, como se comió en México el perro mudo, y aún en Nicaragua, en tiempos prehispánicos.

 

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9 de noviembre de 2016
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Poema 18

La injusticia
hervía
sin mente alguna

El mal
lamía la sangre
sin asomo de sed.

El dolor
se ensañaba
en las entrañas
sin advertir
su dentellada.

El enemigo
nos desprecia
sin contemplación.

Sin contemplarnos
la desventura
nos cocea.

Nos fractura
el barranco
seguro
de su honradez.

Nos mueve
al insomnio
una molécula
que, en absoluto,
oye o ve.

No nos ven y,
sin embargo,
nos matan.

No nos tienen
presentes y
por su ausencia
aullamos
hasta el suicidio
voraz.

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9 de noviembre de 2016
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Trastos

En urbana plática con un vecino sobre los trasteros de la finca, coincidimos en que es mejor no tenerlos. Si tienes un trastero, dice, lo vas a llenar, es forzoso. Y todo lo que allí metas no volverá a salir. Hay que librarse de lo inútil. Tenía razón. Guardar trastos es una costumbre arcaica. El transtrumera, para los romanos, una bancada, una tabla, cualquier cosa que se apoya entre dos superficies, como las planchas de los andamios. Podía servir de algo o no, a la espera de que alguien pasara por allí. Un trasto, vaya.

Por la noche leí, en el reciente volumen de Andrés Trapiello Sólo hechos, un párrafo sobre las gafas y las llaves inútiles. Todos las guardamos, aunque sabemos que no sirven para nada. Las gafas ya no corrigen la nueva decadencia óptica, las llaves no tienen mueble o caja que cerrar. Tiene Andrés tanta razón como mi vecino. Pero no todas las cosas se guardan, sólo algunas. Viejas gafas, sí, llaves viejas, también, pero no agendas o calendarios del año pasado, igualmente inservibles. Tampoco mecheros o boquillas, tras dejar de fumar. Ni siquiera las viejas estilográficas cascadas, aunque nos gusten mucho. Ciertamente, es mejor no guardar trastos. Hay que tirar las gafas y las llaves sin uso, aunque Trapiello añade algo inquietante: que no las tiramos porque las imaginamos impregnadas de todo lo que vimos con esas gafas y los secretos que guardó esa llave.

A veces sucede lo contrario: libros que no tiramos, a sabiendas de que nunca los leeremos, porque encierran una promesa y una esperanza incumplidas. Camisas usadas, pero preñadas de antiguos amaneceres. Infantiles colecciones de sellos o monedas. Y, lo peor de todo, algunos amigos de toda la vida que no hay modo de tirar al contenedor por mucho que se lo merezcan.

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8 de noviembre de 2016
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El mundo emergente se revuelve contra el derecho internacional

El presidente Bill Clinton firmó el Estatuto de Roma por el que se creaba la Corte Penal Internacional el 31 de diciembre de 2000, veinte días antes de que tomara posesión su sucesor George W. Bush. Lo hizo con tanta convicción como reservas, que expresó en una declaración aneja. Convicción, por la necesidad de institucionalizar la justicia internacional tras los genocidios de los Balcanes y de Ruanda, que obligaron a crear tribunales especiales para juzgar a los criminales. Reservas, porque Estados Unidos es una superpotencia militar con presencia de tropas en 150 países y actuaciones armadas en numerosos escenarios, que tiene una nula disposición a situar a sus soldados bajo jurisdicciones ajenas y romper así una tradición de unilateralismo que sitúa a su sistema judicial por encima de cualquier otro.

Clinton recomendaba a su sucesor que no pidiera la ratificación en el Senado y esperara a que la CPI hubiera dado sus primeros pasos. Era una decisión prudente porque el Senado, dividido mitad y mitad entre demócratas y republicanos, tampoco le hubiera dado los dos tercios de los votos imprescindibles para ratificarlo; ni a él, ni a su sucesor George W. Bush. Este último fue más lejos: en mayo de 2002, cuando el Estatuto de Roma entró en vigor, comunicó a Naciones Unidas que no habría ratificación y que EEUU se desvinculaba de cualquier obligación respecto al tratado.

Apenas tres meses después, Washington fue más lejos con una legislación que protege a los militares y funcionarios estadounidenses ante la persecución de la CPI y prohíbe cualquier ayuda militar a los firmantes del Estatuto de Roma, con algunas excepciones como la de los miembros de la OTAN. Era el momento más unilateral de la reciente historia de EEUU, ya en los preparativos de la guerra de Irak y mientras buscaba una resolución del Consejo de Seguridad que autorizara la invasión. Fue justo cuando Bush se preguntó si Naciones Unidas era todavía relevante. Aunque Obama ha corregido luego esta política de hostilidad y ha regresado a la cooperación con la CPI, no ha tenido ningún efecto práctico ni se ha avanzado para la ratificación por un Senado que ahora es todavía más republicano y hostil.

La Convención sobre Derecho del Mar de Naciones Unidas (UNCLOS) es algo anterior al Estatuto de Roma. Fue firmada en 1982 y no entró en vigor hasta 1994, pero Washington tampoco la ha ratificado, por motivos muy similares. Si la CPI ha tenido como principal campo de actuación el continente africano --donde es alta la demanda, puesto que allí se amontonan estados fallidos, guerras civiles, elecciones fraudulentas, presidentes que se saltan las constituciones para perpetuarse en el poder, además de crímenes de guerra y genocidios--, la región donde la Convención del Mar suscita más pleitos es la zona marítima e insular del Mar del Sur de la China, llena de peñascos, islotes y atolones, apelotonados en límites discutibles y bordeando las rutas marítimas de mayor tráfico del planeta.

En pocos días se han retirado de la CPI tres países africanos, dos de ellos Burundi y Gambia, que lo han hecho por la cuenta que les trae: quienes rigen sus destinos podrían aspirar perfectamente a sentarse en el banquillo. También ha decidido abandonarla la Sudáfrica de Jakob Zuma, un presidente acosado por la corrupción que se ha puesto al frente de la manifestación precisamente porque aspira todavía a liderar a los africanos. Desde que se creó la CPI en 2002 aparecieron argumentos de peso para los africanos reticentes: el mayor, la imposibilidad de llevar a Bush y Blair ante un tribunal internacional por la guerra de Irak.

El argumento central es que la CPI es un instrumento para la hegemonía global occidental. Sirve para la jurisdicción universal como sirve para el derecho marítimo, como demuestra el caso de China, país firmante de la Convención del Mar que no ha querido reconocer en cambio la sentencia del Tribunal de La Haya que le quita la razón respecto a sus pretensiones sobre las aguas territoriales de Filipinas. El tamaño y el poder de China le permiten formular la objeción en términos más geopolíticos e históricos: Pekín no se siente concernido por un derecho internacional en cuya construcción no ha participado. Y por eso se esfuerza en sentar las bases de un nuevo orden ?sinocéntrico?, del que ya forman parte la Organización de Cooperación de Shanghai, sobre seguridad, o el Banco Asiático de Inversiones en Infraestructuras.

Lo más sorprendente del pleito marítimo es que países como Filipinas, que obtuvo la sentencia favorable, y Malaisia, que también tiene contenciosos marítimos con los chinos, se distancien del lejano Washington y se acerquen a Pekín, la potencia ascendente y con ambiciones de ampliar sus aguas territoriales. Aparentemente lo hacen por motivos personales: el bocazas de Rodrigo Duterte, por su inquina personal contra los estadounidenses, y el corrupto del primer ministro malaisio Najib Razak, para protegerse de las denuncias. Pero es evidente que está muy viva la fibra antioccidental que pulsan con su retórica.

EEUU quiere mantener su hegemonía en la región e incluso manifestó su voluntad de desplazar el centro estratégico de su atención global hacia Asia; pero China a su vez tiene unos propósitos expansivos que afectan prácticamente a todos sus vecinos, objetivamente interesados en estrechar los lazos de seguridad con Washington aunque solo sea para obtener una relación más equilibrada.

Un distanciamiento paralelo sucede en África con la CPI. El mayor logro africano hasta la fecha es la sentencia a perpetuidad del pasado mayo contra el ex dictador de Chad, Hissène Habré, llamado el ?Pinochet de Africa?, condenado por crímenes de guerra y genocidio por un tribunal especial de Senegal. Esta es una novedad excelente respecto a la capacidad de los países africanos para resolver sus propios problemas y también respecto a la calidad de la justicia y del Estado de derecho en uno de ellos, aunque no debiera servir para desautorizar la CPI ni es seguro que garantice la capacidad de la Unión Africana para organizar su propia corte de justicia como algunos Estados quisieran.

Ambas revueltas, protagonizadas por países que fueron parte del Tercer Mundo, serán interpretados como signos de desoccidentalización del planeta, pero revelan la profundidad de las grietas que atraviesan la arquitectura institucional surgida del final de la Segunda Guerra Mundial, así como la inminente aparición de una nueva arquitectura más débil y regionalizada en la que EEUU tendrá menos palancas para defender sus intereses. A la vista de sus reticencias históricas ante las instituciones multilaterales, lo menos que se puede decir es que se lo habrán buscado.

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8 de noviembre de 2016
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El Boomeran(g)
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