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Pueblos del mundo 3

MIGRAÑAS. Pueblo de mujeres, de las islas Caterias, no necesitadas de los hombres para la reproducción. Son fecundadas por las bandadas de machos de pato que en primavera sobrevuelan la zona dejando caer su esperma sobre ellas, que aguardan desnudas echadas sobre la arena de las playas. Estas mujeres, sin duda monstruos, sólo tienen un diente, que se lo prestan unas a otras.

 

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21 de noviembre de 2016
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La jungla global

Vamos creando una jungla que nos convierte en presas y en depredadores, como no puede ser de otra manera. La aldea global es en realidad la jungla global.

Resulta condenadamente difícil evitar que en una jungla no acabe imponiéndose la ley de la selva, que no sería otra que la ley de la causa y el efecto: dame una buena jungla y te crearé un buen infierno casi sin darme cuenta, por mero imperativo de la naturaleza.

Las junglas son para lo que son. Por cierto, no olvido que fuimos habitantes de los árboles, antes de iniciar este viaje sin retorno hacia nadie sabe dónde y antes de que nos plantásemos de pie en la sabana para otear el panorama. Desde aquella edad remota nunca hemos soportado bien los regresos a la jungla. Nos obligan a desandar lo andado y nos hacen creer que tres mil años de cultura urbana y manufacturera no han solucionado nada, ya que volvemos a ser orangutanes asustados.

El siglo XXI promete ser pródigo en la creación de inmensas junglas urbanas como las que se pueden ver en China. He paseado por algunas de ellas, y todas las ventanas de los exiguos apartamentos tenían rejas y candados por los cuatro lados, a pesar de que robar está castigado con la pena de muerte.

Normal. Las junglas establecen su propia objetividad. 

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21 de noviembre de 2016
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España, puertas abiertas

Hay un torrente literario y filosófico para ayudarnos en la meditación posterior a las grandes derrotas, en pocas ocasiones tan necesaria como en una de tanta envergadura y trascendencia como la que Donald Trump ha propinado contra pronóstico a Hillary Clinton, a los demócratas, a las empresas encuestadoras, a la comunidad de periodistas, expertos y politólogos y al establishment de EE UU y Europa en su conjunto. La dimensión de la gesta es doble: por el peso de la superpotencia, con las consecuencias que acarreará en todo el planeta; pero también por su carácter de lección casi definitiva sobre las artes del poder, las elecciones y la democracia en una culminación difícilmente superable del momento populista que vivimos.

Artur Mas, el presidente emérito que quiso conducir a Cataluña hasta la independencia, ha sacado sus propias conclusiones ?mal vistas, por cierto, desde su propio campo? al considerar a Trump, probablemente con justeza, como un espejo digno para los anhelos soberanistas. Aunque a algunos les duela la proximidad, Mas es de los que piensa que también para Trump todo está por hacer y todo es posible cuando se sabe aprovechar la oportunidad impensable que depara la buena fortuna. Esto, por cierto, no es exactamente populismo, sino maquiavelismo puro.

El buen político no es el que tiene buena suerte, sino el que crea las condiciones para que ruede la ruleta del azar y caiga de su lado. Busca la suerte y la aprovecha cuando la encuentra. Para lo primero, hay que saber desestabilizar, de otra forma el azar no se despliega. Para lo segundo, hay que tener buenos reflejos. Esta vieja lección es tanto más vigente cuando las batallas electorales se juegan en márgenes estrechos y victorias y derrotas se fraguan en el filo de la navaja.

Artur Mas lo sabe. Sabe del eterno empate que reflejan las encuestas entre partidarios y adversarios de la independencia y de la pérdida de impulso del movimiento que quiso encabezar en solitario. A pesar de las hojas de ruta circulares y prorrogadas o del referéndum declarado inevitable ?sí o sí, siempre que la CUP apruebe los presupuestos?, tiene consciencia de que la actual batalla ya ha terminado y solo se puede mantener en el plano de las apariencias, de la post-verdad.

Así y todo, nada de lo que ofrezca el Gobierno de Rajoy recién instalado podrá disuadir al independentismo de sus propósitos. Todas las previsiones conducen a situarnos antes de un año en unas elecciones catalanas adelantadas, convocadas con intención y ruido constituyentes, en un nuevo escenario de confusión y de regreso al punto de partida de siempre, en el que las urnas electorales sustituyen a las consultas imposibles, antes de volver a empezar. Sin salida en Cataluña, y sin respuesta útil que llegue desde fuera.

En una tal parálisis, no exenta de peligros, caben pocos remedios. Uno es el que pueda surgir de una situación de inestabilidad extrema, como la de que los populismos aspiran a crear en Italia con Cinque Stelle y Francia con Marine Le Pen, con la pesadilla de una oleada extremista que liquide y abra en canal el proyecto europeo. La otra, por desgracia más improbable, la súbita aparición por primera vez de una oferta seria y sustancial de diálogo político por parte del Gobierno español que altere la hoja de ruta soberanista, divida a sus actuales componentes y obligue al menos a los más moderados a entrar en acuerdos eficaces y concluyentes.

Este es el remedio que sueñan y esperan los partidarios de la tercera vía entre el status quo y la independencia, catalanistas moderados a la búsqueda del independentismo desengañado ?que ya existe? constituidos desde la pasada semana en la plataforma Puertas abiertas del catalanismo, de nombre que contrasta con las puertas a cal y canto con que el mundo exterior ha acogido hasta ahora, no tan solo al independentismo, sino también cualquier demanda de respuesta política. Por más que siga el debate interior, la pelota está ahora en el otro tejado.

Dentro de Cataluña todo el pescado está vendido y es difícil que cambien las tendencias. Los resultados cosechados por Rajoy con su inmovilismo son toda una apología del status quo o como máximo de un reformismo minimalista, que encuentra la máxima comprensión en una población española tan hastiada con el proceso soberanista como lo están los propios catalanes. De ahí que sea en el conjunto de España donde se hace más perentorio el esfuerzo de persuasión.

Dejar las cosas como están, para que las arregle el paso del tiempo, es abrir espacios a la fortuna maquiavélica, esa oportunidad brindada por el azar que el príncipe sabe captar al instante cuando quiere crear el caos antes de vencer. Como Trump.

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21 de noviembre de 2016
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Poema 25

Los hospitales esperan

blancos

y biselados.

Puertas de cristal

por donde resbalaría

la muerte,

en su caso,

como un garrafal

defecto

de la decoración.

Una muerte viciosa,

estéticamente excluida

del ambiente,

sobrevendría

como una mano 

sucia o gris. 

Inoportuno

y aciago elemento

frente al afectado

espíritu

que dicta

la desinfección.

Una mano

de sombra

que ansiara

mostrarse

como una mariposa

coloreada

del mal.

En los pasillos,

bajo las luces

entre las sábanas 

esa muerte volante

husmea el cuerpo

de los enfermos

y se revela

como el presagio   

que busca

succionar

en la defunción. 

Los fármacos

tratan de ahuyentarla

o barrerla de la vista

pero navega firme

como una insignia

entre  la luminaria

y el ocaso, 

entre el oxígeno comprimido

en bombonas

y el aire turbio

de cobre

alrededor.

Aunque también, 

todo hay que decirlo,

aparecen,

de vez en cuando,

frente a su influencia

boquetes azulados

de natural claridad.

Una claridad

muy feliz

que en las ventanas

anuncia 

infantilmente 

la inconmensurable

bendición de unos pulmones

esmerilados

de salud.

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21 de noviembre de 2016
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La caza del carnero salvaje

En 1987, cuando ya era muy conocido y apreciado en su país,  Murakami publicó Tokio blues (o Norwegian Wood, según la canción de los Beatles que le brindó el título) y obtuvo un reconocimiento instantáneo y prácticamente universal. Tiradas descomunales, traducción a las lenguas más importantes, premios prestigiosos y la avalancha de dinero que todo eso conlleva.

Pregunta: si con sus primeras novelas, entre las cuales hay que resaltar  La caza del carnero salvaje, ya se había ganado el favor de los lectores gracias a su humor provocativo y ameno y a unas historias enrevesadas y surrealistas pero que fascinaban incluso si no siempre se entendían bien, ¿qué necesidad tenía  de escribir  a continuación un libro como Tokio blues, marcadamente sentimental y realista y en el que recurre  a una prosa tan sencilla y directa que le iba a costar ser  honoríficamente equiparado a  J.D. Salinger?

                Si alguien se molesta en buscar en Internet la entrevista que concedió a la Paris Review  (nº 182), y  que vio la luz  justo cuando acababa de salir a librerías su novela  Después del terremoto,  es muy significativa  la respuesta que da Murakami cuando el entrevistador le formula la misma pregunta planteada más arriba. Porque dice: “No quería ser catalogado como un escritor surrealista de culto y prefería formar parte de la corriente literaria universal (literary mainstream)”.

Según y cómo podría pensarse que no solo llevó a cabo una calculada operación de marketing sino que ésta resultó ser un acierto total, pues según se dijo entonces se vendieron tantos ejemplares de Tokio blues que en uno de cada cuatro hogares de Tokio se podía encontrar un ejemplar.   

Sin embargo, cuando más adelante se pasa en esa entrevista a la cuestión de la técnica, en su respuesta  Murakami va  mucho más allá de una explicación en clave económica. “Al  empezar una novela nunca sé qué voy a contar ni a dónde me va a llevar el desarrollo”. Y precisa: “Empiezo por asociar varias imágenes y a medida que voy intuyendo qué relaciones puede haber entre ellas, primero me las cuento a mí mismo y después hago que el lector participe de mis hallazgos”.

                 Aunque de forma indirecta y algo tangencial, en esa entrevista de la Paris Review se encuentran  las claves que pueden ayudar al lector a no arredrarse ante las dificultades que le va a plantear La caza del carnero salvaje y, ya puestos, la obra de Murakami en su totalidad.

                No hay una explicación única, y mucho menos racional, para dar cuenta del carnero y sus preocupantes poderes, quizá porque tampoco cumplen una función tradicional personajes como la modelo de orejas (un hallazgo que a cualquier novelista le gustaría incluir en su propio elenco de creaciones); un amigo de indestructible fidelidad como es el Rata; el clarividente profesor y por descontado el Hombre Carnero, que volverá aparecer en otras novelas posteriores.

                El secreto para no perderse en la confusión es que el lector acepte las cosas con naturalidad según van llegando y no intente emular al autor y menos aún ponerse en plan creativo atribuyendo a las personas y sus actos intenciones y  proyecciones alegóricas  o subconscientes que vayan más allá de lo que dice el texto.

                Es muy reconocida la habilidad de Murakami para contar una historia  disparatada (si en otra de sus novelas hay un gato que habla con notable sensatez qué impide aceptar que un carnero salvaje pueda habitar en un hombre) pero lo hace recurriendo a un lenguaje sencillo, directo y cotidiano, a unos personajes cercanos y a unos acontecimientos que no tienen nada de extraordinario. Al menos de entrada, porque luego todo se complica mucho. Por ejemplo, en las primeras páginas de La caza del carnero salvaje el joven publicitario que encarna con desgana la figura del protagonista se describe a sí mismo como un tipo normal, que lleva una vida normal y al que nunca le pasa nada  fuera de lo normal. Y de su trabajo como publicitario tan solo dice que “le va bastante bien”. Quién podría pensar que sólo unas cuantas páginas más allá ese tipo tan aburrido será elegido para llevar a cabo la alucinante caza de un hombre carnero que parece querer apoderarse del mundo entero. Y todo sigue así hasta el final gracias al impulso de unas corrientes subconscientes que, curiosamente, las reconocen y aceptan lectores de todo el mundo. O sea que es una cuestión de confianza y todo consiste en aceptar que el autor sabe lo que hace y que merece la pena dejarse llevar por él. A partir de ahí todo es puro gozo, como en el Paraíso.

 

La caza del carnero salvaje

Haruki Murakami

Traducción de Gabriel Álvarez Martínez

Tusquets

 

 

 

 

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21 de noviembre de 2016
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La risa congelada de Paul Beatty

Estados Unidos, lo hemos visto en la elección reciente, es un país obsesionado por las políticas de la identidad: antes que norteamericano uno es negro o blanco o latino. La raza, la etnicidad son temas tan sensibles que pocos escritores se animan a burlarse de ellos; eso es lo que hace Paul Beatty en The Sellout --brillante novela ganadora del premio Man Booker y de próxima publicación en español por Malpaso-- con fuerza, inteligencia y un lacerante sentido del humor del que no se salva nadie. Su novela es una sátira impecable e implacable del dividido Estados Unidos de hoy; uno no para de reirse, pero, como en toda gran sátira, esa risa se congela cuando percibimos que estamos leyendo la cruel verdad de las relaciones sociales.

"Esto puede ser difícil de creer, viniendo de un negro, pero lo cierto es que nunca he robado nada. Nunca he hecho trampa con mis impuestos o jugando a las cartas. Nunca entré a un cine sin pagar o me quedé con el cambio extra que me dio un cajero en la farmacia... Pero aquí estoy, en las cámaras cavernosas de la Corte Suprema de Justicia... sentado en una silla densamente acolchada que, como gran parte de este país, no es tan cómoda como parece". Así comienza The Sellout, y no decae nunca: hay una broma o comentario agudo en cada párrafo, una burla amarga sobre uno mismo o sobre los demás.

El narrador concibe un plan delirante para devolver al mapa del país a su querido, olvidado y pobre pueblo negro de Dickens, en las afueras de Los Angeles: reiniciar la esclavitud en su casa y segregar el colegio local. Para ello lo ayuda Hominy Jenkins, que alguna vez fue actor de televisión en los años cincuenta, en uno de esos shows que exageraban los estereotipos negativos de los negros. Sus ideas se articulan en el café Dum Dum Donut, donde un grupo de seudointelectuales negros se reune a pasar las horas, discutir qué significa "bimensual" (¿cada dos semanas o cada dos meses?) y leer The Ticker, una hoja con las estadísticas actualizadas sobre Dickens: el desempleo, la pobreza y la mortalidad suben siempre, y bajan la expectativa de vida y los promedios de graduación. En ese ambiente en el que los negros están segregados del progreso nacional, ¿qué le queda a un negro, excepto hacer que esa segregación sea oficial?

Beatty se burla de todos los símbolos de la cultura negra -incluso del sacrosanto Martin Luther King- y de los grandes íconos de progreso racial -Huckleberry Finn es retitulada como Las aventuras sin peyorativos y las jornadas intelectuales y espirituales del Africano-Americano Jim y de su joven protegido, el hermano blanco Huckleberry Finn, mientras van en busca de la perdida unidad familiar negra--; también se burla de los latinos: "A los mexicanos se les culpa de todo en California... ¿Tu caballo agarra mal la parte final de la carrera en el hipódromo de Santa Anita? Demasiados mexicanos... ‘Demasiados mexicanos' es una racionalización oral que nos permite seguir aferrados a nuestra forma de ser".   

La novela termina con una falsa esperanza: cuando el narrador recuerda el momento en que un negro llega a la presidencia. Un amigo le dice que por fin el país ha pagado sus deudas históricas. El narrador, nihilista hasta el final, le recordará que el país todavía tiene deudas con otros grupos, con el medio ambiente, incluso con el cóndor de California. "¿Y cuándo se les paga a ellos?" Beatty sugiere que conviene pensar lo peor (y reírse de ello si es posible): hoy está claro que el país no tiene ninguna gana de pagar ninguna deuda. 

 

(La Tercera, 20 de noviembre 2016)

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20 de noviembre de 2016
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Corte y moda

"¡Aquí está toda la corte!”, me dice uno de los grandes personajes de la vida social madrileña, Beatriz de Orleans. “¿Qué corte?” , le pregunto. “La corte del ¡Hola!”, afirma con su chisporroteante joie de vivre Beatriz Pasquier de Franclieu, hija de condes, criada en el château de Longpra, licenciada en Ciencias Políticas por la Sorbona y periodista de Women’s Wear Daily antes de casarse con el príncipe de Orleans. También fue una de las primeras mujeres consejeras delegadas en España, durante veinticinco años –en Dior–, y sobre todo una de las pioneras en reconocer que había acabado echando a su marido –tras 27 años de matrimonio y 4 hijos–, ya que llevaba mal que ella trabajara fuera de casa, por mucho que fuese imprescindible para mantener a la familia. “O aristócratas o artistas, a pesar de su ruina; los burgueses son un aburrimiento”, me ilustraba hace años. Ahora el príncipe se casa de nuevo y la prensa del hígado vuelve con habladurías sobre el título de esta mujer arrolladora que capitanea la Asociación Española del Lujo y siempre se ha bastado a sí misma.
Ocurrió en la residencia del embajador de Estados Unidos en Madrid, una mezcla de mansión estilo imperio y galería de arte contemporáneo, que esta semana convocó un cerrado homenaje a Carolina Herrera con motivo de sus treinta y cinco años de carrera, editados con mimo en un libro firmado por Fabien Baron. La familia Puig, propietaria de la marca, se mezclaba en el ¡Hola! en vivo. Damas de alcurnia, como las Fierro, Zurita o Ybarra o los Terry con sonrisa de sherry; mediáticas, como Marisa de Borbón, Cari Lapique o Blanca Suelves y apellidos tan regios como rancios no quisieron perdérselo. Incluso paseaba entre las obras de Roy Lichtenstein o Theaster Gates la duquesa de Franco, en su lejanía, de la mano de su hija Carmen Martínez-Bordiú. Las señoras departían animosamente en los aterciopelados tresillos de Mr. Costos y Mr. Smith, el embajador y su marido, mientras los jóvenes cachorros y los artistas fumaban en el jardín. La España eterna alternaba de maravilla con la modernez: Topazio Fresh, Amaya Arzuaga, los decoradores más finos, Pascua Ortega y Belén Domecq, Amaya Salamanca, Karlie Kloss, o las editoras de moda, mucho menos influyentes que las yanquis. Aquí a ninguna se le ocurre aupar a un candidato como Anna Wintour, una de las filántropas demócratas por excelencia, que acaba de coronar el glamur de los Obama con una portada de Vogue dedicada a Michelle vestida por Herrera.
Wintour y muchos diseñadores –de Jacobs a von Furstenberg– cerraron filas entorno a Hillary Clinton y recaudaron fondos. La moda americana, como la prensa, le volvió la cara a Trump. Hasta el punto de que la firma Ralph Lauren tuvo que hacer declaraciones al hecho de que tanto Hillary como Melania vistieran prendas del diseñador más all american, la primera por encargo; la segunda, sin avisar, compró el modelo en blanco en la tienda.
Cuando estoy al lado de Carolina Herrera siempre siento que me sobra o me falta algo. Pertenece a esas mujeres que proyectan equilibrios a su alrededor, así como una actitud firme y audaz. Le pregunto por la reacción de los diseñadores norteamericanos “¿Qué diseñadores? ¿Qué reacción?”, replica. Ella, que empezó vistiendo a Jackie Kennedy y le ha hecho trajes a Michelle Obama para su cita con el papa Francisco o el viaje oficial a Cuba, es contundente: “Si la primera dama de los EE.UU. te pide que la ­vistas, tienes que hacerlo, te guste o no te guste”. Acaso logre desenvolver a Melania Trump de su ­celofán.
Esta misma semana otro embajador en la capital, el de Colombia, Alberto Furmanski Goldstein, organizaba una cena en homenaje a Edgardo Ossorio, el zapatero preferido de Jennifer Lawrence u Olivia Palermo. El fundador y director creativo de Aquazzura, que aprendió el oficio trabajando para Ferragamo y Cavalli, dejó en evidencia hace unos meses a la hija del nuevo presidente electo denunciando que le había copiado unos zapatos diseñados por él: “¡Es una vergüenza @IvankaTrump! La imitación no es la forma más sincera de la adulación”. Hay mundos-nicho que nunca podrán tragar que los Trump, al estilo de los Kardashian, exhiban su noción del gusto, en las antípodas de la exquisitez, de la clase, de la gracia, de todo eso que no se puede comprar.
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19 de noviembre de 2016
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