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Poema 83

Una y otra vez

errábamos.

¿Cómo caimanes?

¿Cómo judías verdes?

Como ciegas tortugas

se repetía

el mismo proceso

de atardecer y lodo.

Se anunciaba

Enseguida,

muy pronto,

el galope

de los insultos desdichados

y aparecía, entre tablones,

el siempre inocente

reflejo del vaso

y la cuchara,

posados en  la

cara campesina

del mantel.

Casa Manolo.

Presagio ya

del colérico

baile de  babas,

conociendo ya

,de antemano,

aburridamente,

los endebles

soportes

del embate.

Broches de latón

y brochas viejas.

Liza sin arco.

Liza sin fin.

Caracteres conocidos

como la naturaleza

de los zapatos usados

y las sábanas.

Una violencia

de corazón sin sol.

Así discurría,

sin honor,

la ceremonia

que anunciándose

como un clarín

guardaba

la voz recalentada.

La ira

desafinada,

el argumento

ahíto.

Un sofocante

son, por tanto,

hasta hacer

sangrar 

un charco

morado

que anegaba

los platos.

Una hemorragia

azul,

que empapaba

los textiles.

Un enjambre

de falsas

medallas sin mérito

cayendo sobre el menú.

Idea atufante

de un delirio

ante un tribunal

adormecido.

Y la presencia

 inane ya

del amor o la razón,

entre seres que se amaron

y mordieron.

Remedos baratos hoy

de  víctimas

entre mollejas.

Sede popular

donde unas

mandíbulas de cartón

triscaban el reclamo

del vicio

rebozando

 

 el error. 

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9 de febrero de 2017
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Cámara… y cartón

El cine español debería tener más de una ocasión al año para exhibirse y televisarse. Cuando se reúne, con trajes largos y esmóquines, para premiarse a sí mismo, expande un espíritu jovial e idealista que algunos tachan de “charlotada” y otros de amateurismo. Hay una tensión acartonada sobre el escenario que se filtra en algunos discursos, engorrosas dedicatorias a familiares y presentaciones a dúo, igual que esas dos actrices que dijeron “buenas noches” al unísono igual que si fueran gemelas siamesas. Sólo una mujer, entre todas las que pisaron el escenario de los premios Goya, no tuvo miedo a las escaleras. La mayoría medían su pisada, cabizbajas, para no tropezar; incluso creías que alguna iba a quitarse los zapatos que parecía llevar con más pesar que Dani Rovira en su numerito de hombre con tacones rojos para solidarizarse con las mujeres. Como si la ma­yoría de las mujeres calzáramos zapatos rojos.
A Penélope Cruz, en Hollywood, le enseñaron a bajar las escaleras con traje largo y costura abierta a lo Gilda, mirando al frente. Pe avanza resuelta y segura y, a diferencia del resto, lleva el vestido en lugar de permitir que el vestido la lleve a ella, sin que se note que se lo han prestado en un showroom –y hasta que pueda oler al sudor de una modelo que lo ha vestido bajo los focos de un plató–. El estilismo, en el cine español, aún es forzado. Delata impostura, algo parecido a las indumentarias de las bodas. La mayoría viste trajes y joyas ajenos, que sólo se pondrán una vez en la vida y devolverán el lunes por mensajero al gabinete de prensa que ya ha mandado la foto de la famosa vestida de su marca. Parece que les tienen miedo, y no les han quitado el apresto que los dandis consideraban tan hortera.
Los Goya rezuman colegueo, y esto divierte a unos y desagrada a otros. Son gremiales pero a la vez colocan al sector en el foco: el cine es un buen espejo donde mirarnos, como demuestra el incremento de cuota de pantalla –por tercer año consecutivo– hasta superar el 20%, más de 100 millones de euros recaudados en taquilla. Algunos productores han hipotecado su casa para hacer un filme, y muchos actores y actrices, algunos célebres, no llegan a final de mes. Tan sólo un 8% puede vivir de su trabajo. Hubo una palabra recurrente en los Goya, y fue “cultura”, reivindicada con tanto amor como ingenuidad. J. A. Bayona, por ejemplo, agradeció a su “papa” (sic) que le hubiera enseñado a dibujar y a amar el cine; y dio fe de que la cultura es el mayor ascensor existencial para explicar quiénes somos y qué sentimos. Ocurre igual que con el vestido prestado y lustroso, lo que le falta al cine español es que se crea a sí mismo.
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8 de febrero de 2017
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Poema 82

Hay momentos 

en que ansiamos

ayuda.

Pedimos

auxilio

mientras

la voz afónica

del alma interior

no nos responde.

Pero quehaceres

sin plazo  

ni radiantes

ocupan

a amigos y parientes,

enfoscados en su

propiedad general.

El socorro

 embarranca

así entre las abruptas

paredes de un

imaginario 

túnel conductor.

Un conducto

difícil o adverso

por donde apenas discurre

un imaginario

filo de agua

Ahora embarrada.

Eso vemos.

El auxilio silba.

patina sobre sí

y no llega.

El oído se acaba.

La mente se diseca.  

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8 de febrero de 2017
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Nicaragua en La La Land

He visto en Managua La La Land, a la cabeza de las nominaciones para los premios Oscar, hay una escena donde se menciona de pasada a Nicaragua. Mia, la clásica empleadita de cafetería ansiosa de llegar al estrellato en Hollywood, interpretada por Emma Stone, oye comentar a una pareja de amigos acerca de un viaje de vacaciones a Nicaragua del cual habían desistido al fin.

El diálogo, se da más o menos así: "-Pensábamos ir a Nicaragua pero es un país subdesarrollado". "-Algo subdesarrollado". "-Más que poco subdesarrollado, no creo que sea seguro ir allá". "-Sí, no lo veo tan seguro". Y eso es todo.

Mientras discurre este efímera pasaje, el público en la sala ríe con sorpresa, y bastante gusto. No es así no más oír mencionar al propio país en una superproducción de tales calidades, cualquiera cosa que sea lo que digan de él.

Al día siguiente, un amigo empresario, quien también ha visto la película, me llama para comentarla. Se muestra maravillado de la filmación en el viejo Cinemascope de nuestra mocedad, y alaba los números musicales que rinden homenaje a los tiempos de oro de Fred Astaire, Gingers Rogers, Gene Kelly, y Cyd Charrisse.

Pero tiene un reparo. Lo que esos actores han dicho de Nicaragua. Bueno, le respondo, tal vez no sea políticamente correcto lo de subdesarrollado, o algo desarrollado, cuando el lenguaje de los organismos internacionales exige hoy en día decir "país en vías de desarrollo";  pero el personaje  no iba a salir con "pensábamos ir a Nicaragua, un país en vías de desarrollo", para que el otro le responda: "¿Cuánto ha mejorado su Producto  Interno Bruto en los últimos años?"

Él no acepta de ninguna manera lo de subdesarrollado. Le parece ofensivo. Lo contradigo. ¿Qué diablos importa en un musical el crecimiento de la economía en Nicaragua, y si beneficia a todo el mundo o sólo a unos pocos, si el número de pobres sólo disminuye fracciones de puntos en las estadísticas, mientras crece el número de los privilegiados?

Poner a Nicaragua como un país inseguro destruye en instantes los esfuerzos del gobierno de vender la imagen de Nicaragua como un país que se puede visitar con toda confianza, dueño del índice más bajo de criminalidad en América Latina, agrega.

Mi amigo es partidario del gobierno del comandante Ortega. Echa la culpa a Damien Chazelle, quien dirigió y escribió la película. ¿Por qué no fue a escoger Guatemala, Honduras o El Salvador, países realmente peligrosos, donde las bandas de narcotraficantes y las pandillas andan sueltas?

Y me cita a La revista Rough Guides, que ha incluido a Nicaragua en el puesto número seis de la lista de los diez destinos turísticos a visitar en 2017, allí donde el único otro país latinoamericano es Bolivia, y entre los demás están Taiwán y Uganda.

No quiero recordarle que Uganda no es ningún modelo de democracia y seguridad. Fue el reino tenebroso de Idi Amín, y ahora está gobernada por el antiguo jefe guerrillero Yoweri Museveni, convertido en nuevo dictador, y quien lleva ya treinta años seguidos el poder.

Los guionistas a veces se informan poco, le digo, y le pongo como ejemplo la referencia sobre Colombia hecha en el capítulo 22 de la tercera temporada de la serie House of Card.

Frank Underwood, a esas alturas de la serie vicepresidente de Estados Unidos, busca librar de un escándalo sexual a su esposa Claire, y para eso se necesita salvar de la pena de muerte a un activista colombiano de derechos humanos, acusado de traición por colaborar con la guerrilla.

Pero aquí el guionista peca de ignorancia, pues en Colombia la pena de muerte fue abolida desde hace más de un siglo. Tendría que haber elegido Guatemala, o Cuba, los dos únicos países de América Latina donde aún sobrevive en las leyes penales la pena capital. Como en Estados Unidos.

"No somos ni subdesarrollados, ni algo subdesarrollados, ni mucho menos un país inseguro", me dice. "Algún vendepatria con vínculos en Hollywood le metió en la cabeza al realizador del film perjudicar al país. Deben ser esos mismos que andan cabildeando para que se apruebe la Nica Act en el congreso de Estados Unidos y así dejar a Nicaragua en la lista negra de los países dictatoriales, y también gestionan en la Casa Blanca para que Trump destruya con un solo twitt todo el progreso logrado en estos años".

Cuelga el teléfono, aún indignado, y yo vuelvo a mi novela.

 

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8 de febrero de 2017
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Ensoñaciones

Es de sobra conocida (pero debemos recordarla de vez en cuando) la admirada exclamación que arrancó a un atónito Josep Pla la colosal iluminación de los rascacielos de Manhattan: "Y todo esto, ¿quién lo paga?".

Los pobres y los de medio pelo tendemos a soñar que las cosas se pagan a sí mismas, del mismo modo que el Creador alimenta a las avecillas del campo. También es de sobra conocida la famosa frase de la miembra socialista que ante una reclamación judicial se justificó aclarando que el dinero público no era de nadie. Ensoñaciones de pobres y de medio pelo. El dinero siempre es de alguien. En general, de otro.

De modo que algunas construcciones carísimas parece que se van a pagar solas, como la independencia de Cataluña, pero no, la estamos pagando los españoles. Sobre todo, los pobres y los de medio pelo. Del mismo modo que pagamos a la madre de la independencia, Convergencia y Unió, mediante un 3% cariñosamente sustraído de nuestros bolsillos. Entiéndase: se lo birlan a los constructores, pero estos caballeros saben que repercutir un 3% en el precio final es algo perfectamente honrado.

El asunto empieza a ser turbador cuando nos percatamos de que también pagamos la totalidad de los partidos españoles, menos los recién llegados, vía subvención y pudrición. Las múltiples corrupciones que han situado a nuestro país junto a Rumanía en términos de honradez pública nacen de la cleptocracia de los partidos.

Podría resolverse mediante una financiación que pesara exclusivamente sobre los cargos, militantes y votantes de cada formación, y no sobre los desvalidos contribuyentes. Pero para que eso fuera así lo tendrían que votar los partidos. Que es como pedir a los cerdos que se suiciden para ahorrarnos la matanza.

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7 de febrero de 2017
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Posverdad y podredumbre

Los poderes de la mentira los deja claros la posverdad.

Empezamos a mentir en la infancia, y sobre todo cuando comenzamos a interpretar nuestra propia vida infantil en términos fantásticos. Adam Phillips dice que el niño miente porque cree que esas mentiras “tácticas” le confieren un poder (aunque así sea un poder imaginario).

A menudo nos mienten para gobernarnos mejor, para obtener (o mantener) un poder sobre nosotros.

Descartes decía que no nos fiásemos de los que nos han engañado una vez. ¿Y los que nos han engañado cien veces? Han buscado cien veces gobernarnos.

Alguien dirá: la mentira es esencial en la conducta humana. A través de la mentira el niño va siendo consciente de su propio ser. La mentira lo amuralla y le va dando consistencia a su yo.

Cierto, pero el yo es siempre un miserable que solo vive de miseria, que se alimenta de ella continuamente.

En el mundo de neologismos en el que vivimos, donde ya no cabe ninguna forma de trasparencia, ninguna forma de claridad, ya no hablamos de mentiras, hablamos de la posverdad, como nadie ignora desde hace algún tiempo. El significado que muestra y oculta ese palabro es bien simple y brutal y lo mejor es formularlo de manera paradójica: a la hora de la verdad, la mentira convence más que la verdad, porque es más degradante y compulsiva. Y vivimos en una sociedad degradante y compulsiva, que acepta mucho mejor lo que le es afín y la refleja.

La llamada posverdad no es nada nuevo, ya que sigue varios de los principios de la propaganda según Goebbels. El principio de vulgarización: “Toda propaganda debe ser popular, adaptando su nivel al menos inteligente de los individuos a los que va dirigida. Cuanto más grande sea la masa a convencer, más pequeño ha de ser el esfuerzo mental a realizar. La capacidad receptiva de las masas es limitada y su comprensión escasa; además, tienen gran facilidad para olvidar". 

 

Y el principio de verosimilitud: “Construir argumentos a partir de fuentes diversas, a través de los llamados globos sonda o de informaciones fragmentarias.”

 

 

 

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6 de febrero de 2017
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Dos amigos

Se habla de esos dos hombres que eran amigos, Pablo e Íñigo, y que lograron que el Sol se pusiera por Antequera e incluso que cada noche saliera la Luna llena. Hicieron magia juntos. Desencorbataron la política, y con su marea morada plantearon una oposición parecida a una piedra en el zapato, denunciando la corrupción y echando spray anti-élites a todo lo que conquistaban en nombre de la “gente”. Pablo e Íñigo, dos académicos activistas, y su politburó posmoderno embestían al poder con la autoafirmación de la marca: Podemos, un “nosotros” establecido, resucitando la palabra casta que hasta entonces sólo utilizaban toreros y ­folklóricas. Nunca fue lo de menos la jerarquía, a pesar de que el equilibrio sea una condición indispensable para una amistad real. Iglesias, incontes­table número uno, cuya foto aparecía incluso en las papeletas electorales, arrollaba con su carisma y su audacia, mientras Errejón, más teórico, se afanaba en un táctica dialogante, posi­bilista incluso, y le iban creciendo los errejones.
Los dos amigos tenían una buena compañera, Carolina. Anduvieron por muchas carreteras juntos. Ahora los tres son políticos de primera con despacho en el Congreso, y reescriben la eterna historia de egos enfrentados, envidias y enfrentamientos de Caín y Abel, Juan sin Tierra y Ricardo Corazón de León o los Karamázov. “Seguimos y seguiremos defendiendo el Podemos bonito y útil por el que siempre hemos apostado, y trabajando todos los días para ser más y ser mejores” se despedía Carolina Bescansa, dando un paso atrás, sin poder calmar el enconamiento de los amigos.
Milan Kundera, en Praga, durante la ocupación rusa, se encontró en la consulta de un médico con un periodista, despedido de todas partes. Conversaron felices, unidos por su condición de perseguidos, hasta que empezaron a hablar de Bohumil Hrabal, el querido escritor checo. El periodista cargó contra él, rabioso, y Kundera reaccionó con una cerrada defensa del espíritu libre que era Hrabal. Escribe en Amigos y enemigos. Un encuentro (Tusquets) que aquel “era el desacuerdo entre aquellos para quienes la lucha política es superior a la vida concreta, al arte, al pensamiento, y aquellos para quienes el sentido de la política es estar al servicio de la vida concreta, del arte, del pensamiento”. De ahí que Kundera se interrogue sobre la verdadera amistad, tan diferente a la simpatía entre camaradas, y recuerde la fría aprobación con la que en los fraudulentos procesos estalinistas se aceptaba la purga de los amigos.
Hoy Pablo e Íñigo, esos dos amigos que se rodeaban con el brazo, se ­cedían el paso y se guiñaban el ojo, han reñido, haciendo pública su bronca. Hay una mayor transcendencia que la política en la escisión de Podemos, y es la humana: que dos valedores del diálogo, la transversalidad y el sí se puede, dos de los llamados jóvenes políticos, hayan envejecido tan pronto.
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6 de febrero de 2017
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