

Sin perder el tino
pero menos
la libertad compuse
una serie
de cuadros tan
vistosos
como delicados
Cuadros acristalados.
y tan transparentes que iluminaban
la sala entera
y tan evidentes que no era necesario
enderezar la vista
ni corregir el dilema
para obtener
su emoción.
La emoción característica
que conlleva
la estética
cuando
su exacto grado de poder
aumenta su mutismo.
Es decir,
el habla elocuente y tonante
que no se escucha
afuera.
Ningún residuo,
precisamente,
porque el impacto
alcanzó
la masa crítica
del gusto.
Gusto o masa
veleidosa
que habitualmente
no abdica en sonido alguno.
Y solo el escucha
acaso
el patinaje del placer.
Intransmisible.
Transparente
como aquella sucesión de lienzos
compuestos con
tanto amor
como buen humor.
Con tanto empeño como
La luminaria
de la abstracción.
Inauguró, en fin, la galería
en la capital
y los visitantes
empezaron a acudir.
Unos veinte diarios
que no dejaban
en completo silencio
el ordinario vacío
de ese espacio,
casi funeral.
Entraron, salieron,
comentaron en voz baja
y se adentraron después en la calle
adornada
por el dulce frío
de la Navidad
Y, poco a poco,
fue borrándose
la huella de las pinturas.
Deambulaban ya alejados
,de semáforo en semáforo,
para ingresar
en la rutina
sin estética
ni asombrada locución.
Regresaron a casa
y todo se hallaba en
su posición.
Nada había turbado
la ausencia
y el cuadro
había desaparecido
con ella.
Relegado, obsoleto.
anulado en
el columpio
de la respiración.
Ciertas lecturas revelan la nulidad de nuestros esfuerzos y rebeldías, con lo que ayudan al sosiego y la felicidad. Nadie confunda la resignación con la constatación. Aceptar que el agua es húmeda no es resignarse sino admitir con sentido común que hay cosas inamovibles. Quienes niegan que el agua es húmeda van al nosocomio.
Me lo señaló (¡cómo no!) Andrés Trapiello. Y es que, hace 100 años, Pío Baroja publicó un discurso, Momentum catastrophicum, que parece escrito antes de ayer domingo. Lo que expone en 1919 es idéntico a cuanto venimos repitiendo los que defendemos la Constitución, los unionistas, españolistas o como quieran llamarnos. Es decir, aquellos para quienes los sediciosos vascos y catalanes son el arcaísmo absoluto y lo más demagógico de España. Lo escribía Baroja en su época roja, al acabar la I Guerra Mundial. Vino luego la dictadura de Primo, la República, la II Guerra Mundial, la dictadura de Franco, la democracia, y todo sigue igual.
En realidad, el problema es constitutivo de España. Católicos y judíos, cristianos viejos y conversos, liberales y carlistas, rojos y azules, progres y fachas, Iglesias y Errejón. Las excusas varían, el odio se mantiene. En España sólo juzgamos por pares opuestos. Si nos quedamos sin enemigo, se nos funde el cerebro y la conciencia bizquea. En consecuencia, siempre tendremos al país escindido y hay que aceptarlo como que el agua es húmeda.
Así que el conflicto se desvanece. ¿Y si en lugar de un problema es la solución? ¿Y si mejor estamos con los nacionalistas chinchando, que unidos todos contra algo peor que surgiría en cuanto nos uniéramos? ¿Y si este es nuestro modo de estar juntos y lo que nos aviva el ingenio? ¡Qué alivio! Cuando quieran unirse habrá que impedirlo.
De un ojo lírico,
siempre lagrimando,
partía una conjugación
de la lástima y
el abandono.
No era sino un filamento
tan delgado
que sólo
al trasluz era visible su longitud.
Pero en torno a ese lábil eje
del lamento,
en el aire de su circunscripción,
se le advertía
ensimismado.
Ensimismado en un aliento
que pedía ser entendido.
Ser compadecido
y, mejor, amado.
Todo parecía un símbolo
esclarecido
desde una circunstancia
delegada,
pero ese momento
no propiciaba
sino una interpretación
muy nimia.
Muy apropiada
a lo que sucedía.
En su interior.
En el interior de
ese ojo lírico
que como una insignia
pretendía humildemente
erigirse
en una joya
o filamento de plata y platino.
Una idea en sí
que goteaba sin cesar .
Y, sin embargo,
no pudimos saberla
en sus comienzos
ácidos
como la extrema
crueldad de un ácido
tan hermoso
como criminal.
En el principio fue el mono. O al menos esa era la teoría del legendario paleontólogo Louis Leakey.
Desde los años 30 a los 60, en el Africa oriental, Leakey desenterró y analizó esqueletos de hombres y homínidos, buscando siempre el origen, el eslabón perdido que contestara una de las grandes preguntas de la humanidad: ¿de dónde venimos?
Leakey pensaba que el homo sapiens y los grandes primates (como los gorilas, los orangutanes y los chimpancés) provenimos de un tronco común, y que los “monos” conservan rasgos y pautas de comportamiento capaces de echar luz sobre la mente, el cuerpo y la sociedad humanas.
Para probar sus teorías Leakey necesitaba investigadores atrevidos y afines que estudiaran la vida de estos mamíferos en libertad. A lo largo de su carrera tuvo una combinación de suerte e intuición que lo llevó a elegir a tres mujeres que desarrollarían, con tesón y valentía, los estudios que necesitaba en tres ambientes difíciles. Las malas lenguas académicas las bautizarían como “los ángeles de Leakey.”
Dian Fossey (la heroína de Gorilas en la niebla) se encargó de los gorilas de montaña en Ruanda, luchó hasta la temeridad contra los poderes políticos y económicos que estaban acabando con su especie, y murió asesinada en 1985. Birute Galdikas estudia, desde 1971 y con un perfil más bajo, los orangutanes de Indonesia. Y con los chimpancés se metió Jane Goodall, modosa chica inglesa que no contaba con ningún estudio científico cuando Leakey la eligió en 1957 para estudiar a los simios de la reserva de Gombe, en Tanzania.
* * *
“A Louis no le interesaban las credenciales académicas. De hecho, me dijo, prefería que la persona elegida se iniciara en el trabajo de campo con una mente no influida por ninguna teoría científica,” dice Goodall cándidamente en Gracias a la vida (espantosa traducción del título original, que es un mapa para entender el libro: Razones para la esperanza. Un viaje espiritual). Mondadori publicó el libro originalmente en 2003; después Debolsillo hizo numerosas reediciones.
Con el tiempo, Jane Goodall se hizo experta en la conducta de los chimpancés en libertad, obtuvo un doctorado de Cambridge (como Leakey y Fossey), publicó un estudio fundamental, Los chimpancés de Gombe, fue portada de varios National Geographic, y abrió su propia fundación y su instituto (Fundación Jane Goodall e Instituto Jane Goodall) para fomentar la conservación y el desarrollo sostenible.
La última década la dedicó a viajar por el mundo, dar seminarios y conferencias, y promover con éxito la causa del conservacionismo. Hoy tiene 82 años y una misión a medio cumplir. Este libro, que escribió hace casi dos décadas, es parte de esa misión.
* * *
Comencé hablando del contexto de sus investigaciones porque Goodall crea su propio mundo en este alegato en forma de autobiografía. En Gracias a la vida no aparecen ni Fossey, ni Galdikas, ni el hijo de Louis, Richard Leakey, el paleontólogo más célebre de su generación. No aparecen otros investigadores.
Sí aparece, casi en cada página, Dios.
Después de hablar de chimpancés en sus obras científicas, Goodall quiere aquí detenerse en la religión como fuente de fortaleza para superar momentos difíciles, método para acercarse a la naturaleza y código de conducta. Por eso eligió a (o fue elegida por) un teólogo, Phillip Berman, para darle forma a estas elucubraciones.
Los nombres de los capítulos (El paraíso perdido, Las raíces del mal, La compasión y el amor, La muerte, La evolución moral o El camino de Damasco) ya dan una idea del propósito del libro. Goodall y su co-autor usan la particular selección que hacen de la biografía de la investigadora para brindar enseñanzas morales, reconfortar a las almas perdidas y atraer a los jóvenes a la buena causa.
En este Gran Plan, los chimpancés son presentados como seres capaces de brindar al homo sapiens lecciones de “evolución moral.” Y lo que descubre en ellos ‘evoluciona’ asombrosamente junto con el desarrollo de la vida de la autora.
Los primeros diez años en Gombe, de felicidad con su madre, luego con su marido fotógrafo y el nacimiento de su hijo, los chimpancés son tiernos y solidarios. Cuando Jane se divorcia y comienzan sus problemas, descubre el “mal” en la comunidad que estudia. Algunos chimpancés (a los que ella puso nombres como ‘Pasión’ o ‘Satán’) atacan y matan a otros de su mismo grupo, bebés o ancianos indefensos. Largas páginas de Gracias a la vida son meditaciones sobre la raíz del mal, la violencia y la guerra entre los humanos.
Pero si bien pasa la mitad de su vida rodeada de sirvientes africanos, sólo descubre el sufrimiento de los negros cuando, en 1994, muere un millón a machetazos en la vecina Ruanda.
* * *
En la estructura tripartita del libro, la infancia y juventud de la autora son el prolegómeno que le da salud y fortaleza morales para las tareas que debe emprender. La segunda parte narra su estancia en un idílico Gombe, el estudio de los chimpancés y el descubrimiento de su vocación misionera. La tercera parte es su peregrinar por el mundo difundiendo la buena nueva.
El libro termina, coherentemente, con el listado de las direcciones y la página web del Instituto Jane Goodall. “Para más información sobre nuestros proyectos… póngase en contacto con la oficina del IJG más próxima,” reza el último párrafo.
Jane Goodall (y Phillip Berman): Gracias a la vida. Autobiografía. Mondadori, Barcelona, 2003
Murió Albino. Gigante, indeciso, gafas oscuras perpetuas, se le vio durante años pasear, detenerse agotado, apoyarse en las puertas como si fuera a entrar en las casas, vivaquear por ese lugar difuso que es la plaza España, Las Arenas y la avenida Gran Vía ya saliendo hacia el aeropuerto. Muchos debieron de hablar con él porque quedan testimonios de su pensamiento recogidos en la prensa y en varios libros de carácter ligero y misceláneo. ¿Vivía en...? Puede que en la calle Tarragona, en esa tupida red viaria que la flanquea en sentido descendente, en esas casuchas adosadas a los corrales del antiguo matadero, quizá no en una casa sino en un corral, en el corral que albergara a la ternera Celia, la que produjo las mejores carnes de 1956, las que permitieron que el chef Bartrés ganara el premio al mejor fricandó. Pero ahora ¿aún existen esas cuadras? Puede, pero nadie lo sabe con certeza. Quizá, en la base del más elevado de los rascacielos, dejaron un espacio, una burbuja hormigonada, para mantener en pie un minúsculo habitáculo de ladrillo ¿y adobe?: el cubil de Albino. “¡Qué rancho, devoraba ratas!” sentenciaba un malévolo, también los guardias, acicalados, le acusaban de ladrón: restos no sólo cárnicos, también algún pescado y la extraña fruta con sabor a heces. Hubo dos viajes, sarnosos, una turbamulta de pordioseros, enfermeros, clérigos, hermanas de la caridad. Primero a la Meca blanca, en Roma, en busca de la bendición. Segundo al África negra, a socorrer refugiados. Albino destacaba. Su porte. Su palidez. Su fuerte hedor. Peregrinos entre la guardia pretoriana vaticana. Sanitarios entre ventrudas criaturas y madres multíparas. El periodista juvenil y perplejo define a Albino como protoinventor. Cuenta en su columna del diario gratuito que “les regalaron bolígrafos bicolores y Albino supuso que con el rojo escribiría en español y con el azul en italiano (...) se trata de un genio en ciernes, esa maldición bíblica y real de las lenguas queda solventada con un ligero artilugio que nuestro hombre quiere desarrollar a partir de un souvenir de atrio de iglesia”. África no propició un invento de menor importancia. Albino anticipó a Lovelock y Sartori y comprendió que la solución no estaba en curar negritos sino en evitar que nacieran tantos. Enseñó a la corresponsal del Post una cacerola oxidada de la que colgaban cables al tiempo que le advertía que el dolor en esos países era insoportable y que con esta máquina, con el Detector-Medidor de Sufrimiento, iba a convencer de una vez por todas a las autoridades mundiales para que iniciaran una campaña seria y definitiva de control de la natalidad. “El problema hay que cortarlo de raíz”, repetía, “nada de parches, Albino no quiere ver más mujeres y niños sufriendo”. El fotógrafo Pablo J. Pérez obtuvo, estas Navidades, su última instantánea y sus últimas palabras. Acurrucado en el portal de la Casa de la Papallona, Albino se disponía a afrontar su última noche de vida, abrazado a una bolsa de plástico. “¿Qué llevas ahí?”, le preguntó J. Pérez, a lo que Albino respondió: “llevo un alijo de polvorones”.
Des journés entiéeres dans les arbres.
Este libro de Marguerite Duras
fue siempre
un título antes que una un libro,
un novela menos dura que una narración,
Fue una metáfora que eludía
lo que debajo de los árboles,
en los bancales,
junto a algarrobas
desperdigadas
y suculentas
Constituía un universo sin
estampa cabal.
Las ramas de los árboles
sustituían
el pesar de existir
pegados a la tierra
y sufrir sus escarpaduras.
Penitencias de la ruralidad,
Penitencias que,
años después,
fueran decepciones sin fin.
Nada del otro mundo
simplemente una muerte hurgada
en los surcos cobrizos.
Una lástima
que pesaba demasiado
como un grueso metal.
Jornadas sobre los árboles
Sin trabajo alguno,
Notas de ensoñación
y no pudo expresarse con mayor
precisión.
Lo que yo mismo sentía respecto a mi capacidad
literaria, fue así.
Velas naturales que no aprovecharan ese
Empuje de las jornadas enteras en los árboles.
Precipitadas
como frutos lentos
sin estruendo
hasta perder su gloria.
Los árboles iban hacia arriba
Y yo iba paso a paso sobre la tierra
meditando
mi mediocre condición.
Después de la Segunda Guerra Mundial un Japón derrotado, humillado y arrasado hubo de reinventarse a sí mismo porque las potencias vencedoras no estaban dispuestas a permitirle que volviese a ser un país militarista y armado hasta los dientes. Y eligió ser el humilde replicante de todos los objetos que tan felices nos hacían a los occidentales. Los más veteranos recordarán que al principio los productos japoneses estaban peor considerados incluso que esas cosas que los chinos venden ahora a precios irrisorios. Hasta que de pronto se cambiaron las tornas y Japón se convirtió en el peor enemigo de Occidente, su Némesis, el ogro que iba a devorar todo lo nuestro, empezando por lo más preciado: un día se compraban el Empire State, o los mejores estudios de Hollywood, o la discográfica que comercializaba las canciones de los Beatles. ¿Es que nadie les iba a parar los pies? No. Y a la vista de las cifras obscenas que misteriosos millonarios japoneses pagaban en las subastas por un Van Gogh o un Monet estaba claro que no.
Hubo que esperar pacientemente la aparición de las películas de Akira Kurosawa, las novelas de Haruki Murakami, las interpretaciones de gente como Lang Lang y Mitsuko Uchida o los estupendos dibujos de Hayao Miyazaki para empezar a creer que la milenaria cultura japonesa no había sido totalmente arrasada por la bomba atómica y que el gran ogro amarillo no era sólo un sumidero que amenazaba con devorarlo todo sino que tenía un componente humano capaz de sumar, aportar, demostrar que el hombre es capaz de expresarse de una infinita variedad de formas. Tampoco es de olvidar que mientras tanto los llamados “Tigres asiáticos” estaban reduciendo a Japón a su tamaño real.
Algo parecido pasa ahora con China. Con la mareante cantidad de miles de millones de chinos que hay (y que habrá…), con la fabulosa cantidad de dinero que están amasando y con una tradición cultural milenaria y exquisita es inevitable pensar que allí dentro estarán haciendo toda clase de cosas maravillosas en las diversas formas de expresión del ser humano. El problema es que todavía no sabemos quiénes son los actuales kurosawas, murakamis, uchidas y miyazakis chinos. Todo lo que llega de allí es horrible: que son unos sucios y escupen, que riegan las lechugas con aguas fecales, que manipulan las medicinas y, sobre todo, que si nadie les para los pies se van a comer el mundo. Por eso son tan útiles, y de agradecer, libros como Desde una bicicleta china. Dolores Payás nació en la provincia de Barcelona pero como ella dice de sí misma, pronto ensanchó el horizonte. Por aquellas cosas de la vida ahora lleva ya unos años en China. Puesta a contar cosas que ha aprendido de ese país podía haber elegido el tremendismo, la crónica negra o el reportaje criminal, porque material sensacionalista no le faltaba. Pero su elección, aunque parece más inteligente, resulta un tanto inclasificable porque no es ficción, no es ensayo, no es testimonio personal, no es un libro de viajes, no es un escrito de denuncia, aunque sí hay un poco de todo ello. Pero, sobre todo, se lee con agrado porque hay en él un humor amable y desdramatizador. Por descontado que de cuando en cuando la realidad resuena como un cañonazo (“China quema ella sola más carbón que el resto del mundo junto”) y que hay cosas que difícilmente se pueden contar como quien cuenta una broma, como la detención de unos desaprensivos que manipulaban la carne de rata para hacerla pasar por cordero. Pero incluso ahí cabe el toque desdramatizador, pues para eso está su compañero de fatigas G, un hombre de nervios de acero y que no se deja impresionar por un quítame allá esa rata y continúa comiendo pinchos de cordero en los puestos ambulantes. Porque ese es el espíritu que parece surgir de un largo paseo a bordo de una bicicleta china: de acuerdo que es imperdonable tener que salir a la calle con mascarilla y gafas de sol por culpa del smog, pero mientras empezamos a saber qué sale de ese inmenso país no está de más ir conociéndolo un poco mejor y hacerlo además desde la convicción de que el mundo es demasiado grande para que pueda comérselo alguien de un solo bocado, incluso si se trata de un gigante con más de mil millones de bocas, o de un solo payaso como ese bocazas llamado Trump. Y tampoco sabemos aún quienes serán los tigres encargados de hacer de China un país tan civilizado como Japón.
Desde una bicicleta china
Dolores Payás
HarperCollins