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23-10-2014

Mientras seguimos ciegos,

envueltos por la suave oscuridad

del vientre materno,

algo escuchamos ya del mundo,

quizá la risa de la madre,

o tal vez el grito de un energúmeno

que en aquel momento pasa cerca,

o bien razonables palabras de amistad,

sin descartar los espasmos del placer,

o la alegría de un canto solitario,

o una piadosa oración, o una violenta blasfemia,

o la proclamación del terror,

o la confirmación de la ternura.

El oído es nuestro primer vigía:

aún somos peregrinos de la gran noche

y ya la vida asalta nuestro silencio.

 

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4 de enero de 2018
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Las canciones de los árboles

  En 2013 un biólogo norteamericano de origen inglés llamado David George Haskell,  hasta entonces un oscuro profesor de  ecología en la Universidad del Sur, Tennensee, alcanzó una gran notoriedad dentro y fuera de su país gracias a un libro titulado The Forest Unseen, publicado en España en 2014 por Editorial Turner con el acertado título de En un metro de bosque porque de eso justamente trataba el libro de Hasskell: una crónica detallada de lo que ocurría a lo largo de las cuatro estaciones del año en medio metro de un bosque perdido en una meseta perdida a su vez en algún lugar del extremo occidental del estado de Tennensee. La idea era muy atractiva porque lo que Haskell ofrecía era, en definitiva, un mandala, es decir, una reconstrucción del mundo entero desde sus orígenes hasta los sucesos diarios en aquel pequeño terreno acotado. Basándose en sus propias observaciones, pero recurriendo a los conocimientos aportados por biólogos, botánicos, ecologistas y demás compañeros de claustro, el lector era informado de la maravillosa estructura de un copo de nieve posado en un dedo del autor, pero también de las fatigas de la vida hermafrodita de un caracol o lo ocurrido en la Tierra hace de centenares de millones de años y que hizo posible la existencia actual de ese o cualquier otro bosque. Y la existencia de la vida, todo plasmado en aquella  diminuta representación del mundo.

                En su nueva propuesta, Las canciones de los árboles. Un viaje por las conexiones de la naturaleza,  Haskell da un paso adelante, encima un paso arriesgado, pues intenta mostrar la sutil red de interconexiones que hacen de la naturaleza un organismo plural pero  único y armónico, aunque en lugar de solicitar la ayuda de sus sabios compañeros de trabajo, la narración parte de una premisa tan tenue como puedan ser los sonidos naturales. O, para decirlo en sus propias palabras, las canciones. Para quien sabe escuchar, la naturaleza es un coro que se llama y responde, o se complementa y contradice.  La mentalidad occidental, dice Haskell, es capaz de percibir y comprender abstracciones como ideas, reglas, procesos o conexiones.En cambio, lo que la naturaleza dice cantando le parecen meras  leyendas de pueblos primitivos. Y sin embargo, “los espíritus de la selva amazónica quizá sean análogos a  sueños de la realidad occidental como el dinero, el tiempo y los estados-nación”. Y lo mismo ocurre con los sonidos (canciones) de los árboles, ya sea un altivo ceibo que sobresale por encima del techo vegetal amazónico, un avellano viejo de mil años, un álamo de Virginia o un superviviente tan asombroso como  el diminuto bonsái que no fue arrasado por la bomba de Hiroshima. En su viaje alrededor del mundo en busca de diferentes ejemplares de árboles, Haskell describe con ellos la enmarañada red de relaciones que los aúna.

                Ni siquiera el  peral de Callery que se alza solitario en la confluencia de la calle  Ochenta y seis con Broadway, en Mahattan, es un ser aislado y ajeno a la vida urbana  que se desarrolla a su alrededor. Y para ser físicamente consciente de ello, y hacer partícipe al lector, Haskell adosa en el tronco del árbol un sensor del tamaño de una alubia y que a través de dos procesadores transmite a un ordenador las vibraciones de los sonidos que chocan contra la corteza. Las conversaciones de las transeúntes, los sonidos del tráfico y, sobre todo, el estruendo del metro muchos metros por debajo del asfalto y las aceras se transmiten a través de las raíces y luego trepan por el tronco hasta desvanecerse en el aire. Es decir que pese a su aire solitario y ajeno, el árbol participa activamente en la vida urbana, hasta el extremo de que los cinco millones de árboles que posee Nueva York retiran cada año dos mil toneladas de contaminantes atmosféricos y más de cuarenta mil toneladas de dióxido de carbono, o sea, un 0,5% de los contaminantes atmosféricos. A pesar de lo cual, si los árboles reciben cuidados no es porque haya un verdadera preocupación por su salud sino porque resulta más barato mantener a equipos itinerantes de podadores que hacer frente a las demandas de los transeúntes a quienes les ha caído encima una pesada rama muerta.

                Como ocurría en su primer libro, en Las canciones de los árboles el lector sabe de dónde parte cada  narración porque lo dice el título del capítulo (El ceibo, El abeto de navidad, La palmera sabal, El fresno verde, La secuosia y el pino ponderosa, El olivo, etc) pero casi al instante se ve sacudido por una vorágine de exploraciones, hallazgos, datos y, sobre todo, conexiones porque en la naturaleza todo está relacionado con todo.  Cuando se establece una red, ésta se puede considerar un individuo, aunque el carácter de dicho individuo se define por sus relaciones y no por unas cualidades estables. La vida es un continuo en evolución  y la intensidad de la lucha por la subsistencia es tanto el resultado como una causa de la diversidad de especies. Y quien dispone de un oído entrenado percibe tal diversidad no como una cacofónica acumulación de ruidos inconexos sino como una armoniosa canción.

Las canciones de los árboles. Un viaje por las conexiones de la naturaleza

David George Haskell

Traducción de Guillem Usandizaga

Turner

  

 

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3 de enero de 2018
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Feliz vídeo nuevo

¿Por qué durante estas Navidades, igual que se pone de moda la bota mosquetera o el gazpacho de remolacha, hemos recibido una sobredosis de vídeos? ¿Cuáles son las razones por las que se ha instaurado esta fórmula de desearnos un feliz año nuevo, provista de narración aunque ausente de compromiso? Dos minutos de imágenes épicas, una tipografía imitando la manuscrita –porque se lleva más la copia que el original– y un lema: desde el wonderful world a “bailar, bailar, benditos”. Embobada me quedé viendo las coreografías de Fred Astaire, Cyd Charisse, Gene Kelly y hasta Chaplin a ritmo del contagioso Born to be alive, y agradecí el detalle. Pero la magia se desvaneció cuando lo recibí por segunda vez, de la misma forma que los christmas virtuales de un trébol de uvas con una orden: “Agarrad fuerte vuestros deseos y dejaos llevar”. Lo original pasó a convertirse no sólo en repetición, más bien en fastidio. Bien es verdad que aquellas felicitaciones navideñas de Ferrándiz a menudo parecían la misma, pero, al abrir el sobre cerrado, el momento suspendido entre lo de fuera y lo de dentro, sentías un soplo de intimidad incomparable a las virtuales en serie.
Los británicos siempre han sabido abonar la tradición con la audacia. En un país donde tener papel de seda con firma propia y sobres con iniciales –y forro de color– es de una absoluta normalidad, no es difícil entender que se gasten algo más de 380 millones de libras en felicitaciones impresas. Sin embargo, la novedad de la temporada ha sido un modelo que incluye un código QR y permite ver un mensaje personal en vídeo de quien nos manda la tarjeta. Se trata de la evolución 2.0 de aquellos chips que hacían sonar Los peces en el río cuando abríamos las postales navideñas, que mi imaginación sitúa sus orígenes en la época del pelotazo, donde todo tenía que sonar a casino o a cascabel.
Siento envidia de los amigos que siguen mandando felicitaciones de papel y que no son de bancos, mutuas, ni de Frutería Charito. Algunas van con foto, otras con un dibujo infantil o una imagen de Saul Leiter, junto a unas letras escritas a mano, elegidas entre todas para ti. Y ahí está la paradoja: mientras el marketing vende la personalización, la pieza dedicada, la exclusividad para que te sientas miembro de un club privilegiado, entre nosotros empobrecemos la comunicación. Y nos apuntamos un afecto multitudinario, disperso y pseudooriginal, que entre nuestros contactos del teléfono reproduce la manera de actuar en las redes sociales: el bucle. En su cinta Adiós al lenguaje, Godard, pionero en utilizar el vídeo allá en los setenta, alertaba del poder colonialista de la imagen en la comunicación: “Con el lenguaje va a pasar algo...” decía. Y sí que pasó.
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3 de enero de 2018
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Amenaza

Solemos consolarnos al pensar que el año nuevo no puede ser tan malo como el que ya pasó. Este irresistible optimismo es genético y da el mismo juego que las hogueras, los bailes y los fuegos de artificio que aparecen con el cambio de año desde los bisontes de Altamira. Hay una fuerza poderosa que agita el ánimo, pero no porque cambie el año, sino porque falta menos para la primavera y ya comienzan a brotar algunas fuentes vitales. En febrero, por ejemplo, los almendros.

Si no fuera porque (casi) todos deseamos la renovación, es imposible creer que el tiempo futuro vaya a ser mejor que el pasado, pero no por melancolía, sino por la cruda constatación de que en 2017 comenzaron a imponerse las fuerzas de una futura sociedad perfectamente infame. Trump, el Brexit, el catalanazo o el auge de la xenofobia europea, todo ello forma parte de la nueva sociedad que ha ido creciendo a partir de las innovaciones técnicas y la destrucción del sistema educativo. Las pantallas y pantallitas están sustituyendo al cerebro de forma exponencial. Una enorme cantidad de gente ya no piensa, reflexiona o juzga por sí misma, solo consulta y obedece. Es más cómodo, es más rápido, te evita problemas. Como los cristianos del siglo XII, a quemar herejes.

Sería ingenuo creer que esta anulación del libre albedrío tiene remedio. Como ya advirtió el odiado (por ignorado) Heidegger, no somos nosotros quienes controlamos la técnica, es la técnica la que nos controla a nosotros. Y a un político totalitario o estúpido nada le hace más feliz que un colegio silencioso y pacífico con todos los niños pegados a la pantalla. No es casual que el rey de los hackers sea Putin.

No, el nuevo año no será mejor que su padre, pero más vale saberlo, estar alerta, y estudiar por libre.

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3 de enero de 2018
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De la sororidad a la mamarrachada

Habrá que analizar detenidamente cuáles han sido los factores por los cuáles en este 2017 la palabra del año, según la editorial Merriam-Webster, especializada en diccionarios, ha sido “feminismo”, aunque uno destaca entre todos con su rayo de obviedad leonina: Donald Trump. El día después de su investidura, la “Marcha de las mujeres” logró que una de las palabras más desdeñadas –en todos los idiomas–, falseada, peluda incluso, alcanzara su cúspide. Quién lo hubiera dicho, venció a “federalismo”, o “empatía”. El feminismo salió de los márgenes, de las asociaciones de mujeres, los cafés filosóficos, las cátedras de género y las columnas de opinión, y pisó la alfombra roja. Enseguida llegaron las monjas ortodoxas, las que insisten en hablar en nombre todas las mujeres: “ojo con banalizarlo; cuidado con ese feminismo chic de camiseta, una moda pasajera”. La igualdad de las mujeres ha sido siempre un asunto vacilante –cinco pasos adelante, tres hacia atrás–, pero ríete de las camisetas y los hashtags: gracias a su onda expansiva, mujeres de todo el mundo buscaron su significado en el diccionario. Por fin. Hace veinte años, en España el término resultaba tremendamente incómodo y, desde la ignorancia y el prejuicio, producía rechazo. Nunca había estado tan presente entre políticos jóvenes, como Irene Montero, que tan bien argumentan las desigualdades estructurales de la sociedad, que aún debe de empujar para acabar con múltiples brechas. Además de la salarial y la de representación –ya sea en la esfera pública, la universidad o la ciencia, e incluso en el reparto de papeles en el cine–, la del acoso sexual, cuyo combate ha iniciado una carrera sin fin.
Otra de las palabras de este año, cuya actualidad se confunde con una serie de Netflix, ha sido “sororidad” , término robado del convento: del latín sor, cuyo significado es ‘hermana’. El concepto, desarrollado por el feminismo hace años, hace referencia a la “amistad entre mujeres diferentes y pares, cómplices que se proponen trabajar, crear y convencer, que se encuentran y reconocen en el feminismo, para vivir la vida con un sentido profundamente libertario”, según la definición propuesta por la activista mexicana Marcela Lagarde. Y a ese carro se sube la serie “Las chicas del cable”, cuya segunda temporada se estrena en pleno apogeo de la militante sinergia femenina. La plataforma y la actrices, Blanca Suárez, Nadia de Santiago, Maggie Civantos y Ana Fernández, subrayan la imagen de mujeres que no se dejan pisotear, que hacen de la unión su mejor arma, un argumento bien distinto al de esa ficción que ha mitificado los arañazos entre féminas. Nada más lejos de la elegancia con la que muchas protagonistas de ficción asisten a la infidelidad de sus maridos, como ocurre en la segunda entrega de “The Crown”, que ha encandilado con su versión del personaje de la reina Isabel II. En el discurso televisado de la reina, una tradición que este año cumplía sesenta años, hizo un guiño metareferencial a la serie en la que se recrea el momento en el que la monarca decide dirigirse a la nación por televisión con el fin de acercar a la familia real y sus súbditos, de forma que el pasado 25 la reina comenzó su mensaje con las siguientes líneas: “Hace sesenta años, una mujer joven habló sobre la velocidad del cambio tecnológico mientras presentaba la primera retransmisión televisiva de este tipo. Ella describió aquel momento como un hito histórico. Seis décadas después, esa misma presentadora ha evolucionado de alguna manera, igual que la tecnología que describió”. Después vino la declaración de amor y gratitud a su compañero de vida y trono, el Duque de Edimburgo, también muy favorecido en Netflix: “sé que su apoyo y su sentido del humor único seguirán estando tan presentes como siempre”. Único, y siempre polémico, la serie recoge el momento en que, sin sombra de tacto, pregunta: “Eres una mujer, ¿verdad?” al recibir un regalo de manos de una keniata. A buen seguro conoce el afilado pensamiento de Bacon: “la imaginación consuela al ser humano de lo que no es; el sentido del humor de lo que es”.
Tampoco Melania Trump suele pasar desapercibida; la Casa Blanca la ha ensanchado, signo visible de que no encuentra su papel. Acartonada, con exceso de peluquería y botox, se ha disfrazado de mamá Noel para estas fiestas, y ha mostrado cómo concibe la decoración al mundo entero. ¿El resultado? “Sobredosis de espíritu navideño”, como ha titulado algún medio su display con decenas de abetos nevados, y niños afroamericanos tejiendo guirnaldas con ella. No obstante, las mamarrachadas de Melania producen compasión, a diferencia de las de nuestras kardashians locales, las Campos, que a golpe de visonazo, gorros de sherpa y botas de après-ski pasean la horterada por Nueva York. ¿Le hacía falta a Tele 5 coronar el año con esa estampa de chocarrería y mal gusto, a esas mujeres tan parecidas a la madrastra y las hermanastras de Cenicienta, buscando un par de zapatos en la Quinta Avenida? El minimalismo, definitivamente, ha sido derrotado en 2017.
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2 de enero de 2018
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Muertes de Laura Palmer

Las casi diecisiete horas que dura la tercera entrega de la serie ‘Twin Peaks. El retorno' no forman una película televisiva sino una instalación permanente del museo virtual de la historia de la vanguardia. Y del mismo modo que en una colección de obras de los maestros antiguos el sentido radica en cada cuadro y no en la totalidad donde conviven los bodegones barrocos más apetitosos con las más marciales escenas de batalla decimonónica, ‘El retorno' de Lynch carece de continuidad, de marco semántico, y por tanto de lógica, algo para lo que ya estábamos preparados, sabiendo desde sus comienzos a fines de la década del 60 (los cortos animados ‘Six men getting sick' y ‘The Alphabet', las piezas seminales de los primeros 70, ‘The Grandmother' y ‘The Amputee') que al cineasta lo que le inspira es el puro ‘non sequitur', y si este viene tocado por la deformidad y bañado en sangre, mejor todavía.
Retrotraerse a los orígenes de su filmografía no parece, en tan dilatada trayectoria, una irrelevancia historicista. Al autor nacido en Montana le caracteriza el talante caprichoso, la fijación carnal, descarnadamente orgánica, las sonoridades estridentes, a lo largo de una carrera en la que ha cumplido encargos de las ‘majors' (‘Dune' por ejemplo) y también hizo películas tenues, de un hermoso, contemplativo realismo pastoral, como ‘Una historia verdadera'. Pero esas muestras de aplicación industriosa hechas con gran estilo no le distraen nunca demasiado; su mirada fílmica vuelve una y otra vez a lo que le motiva y le seduce, y así en su vejez sigue pergeñando alucinaciones inconexas, caprichosas algunas, subyugantes la mayoría.
Lo propio de Lynch no es dar soluciones, sino estremecimientos; lo que los tratadistas clásicos de la estética llamaban "sensaciones". Laura Palmer sigue siendo el fantasma fundacional del pueblecito del estado de Washington, compartido en esta tercera temporada con un paisaje urbano muy variado (Dakota del Sur, Miami, Nuevo México, Filadelfia), pero no hay que ser extraordinariamente perspicaz para inferir que la enigmática muerte de la joven tampoco esta vez quedará vengada ni explicada, y los cabos sueltos de las dos primeras entregas -más de uno con el mismo rostro restaurado por la cirugía o los afeites del actor y la actriz de entonces- seguirán coleando en el magmático hechizo del sinsentido. Balancearse en el espacio infinito de la ficción y errar entre imágenes de portentosa potencia plástica es el leit motiv -de estirpe musical- de Lynch, más persistente y más melódico que los legendarios acordes del sintetizador de Badalamenti. Claro que a la libertad desaforada del narrador cinematográfico que se ha concedido a sí mismo diecisiete horas de recreo, nosotros, que pagamos por ver tanta secuela, respondemos con la propia rebeldía o apetencia. Entramos en su peripecia aunque sea deslavazada, la acompañamos en los desvíos que se pierden en el camino, y vitoreamos con júbilo cuando el mago nos arrebata, por ejemplo en las secuencias hipnóticas y extraordinariamente bellas (de siniestra belleza) del estudiante que vigila el artilugio mecánico, vigilado a su vez por un guardián superior en un hangar desolado al que llega, como una Ninfa condescendiente o peligrosa Némesis, la muchacha de los cafés, y aparece al fin transistorizada una de las personas del agente Cooper (capítulos 1 y 2). Cuando ese frente narrativo y otros de igual altura se cierran sin más explicación, y son continuados por aburridas o fáciles tramas subsidiarias (como las del sheriff y sus acólitos pueblerinos), nos acordamos de que en nuestras manos está la justicia suprema del espectador que ha de pronunciarse ante el tribunal del gusto, y el veredicto no admite apelación; si el gran artista al que le permitimos divagar tantas horas no cumple el pacto sagrado de mantener nuestra atención en vilo y nos cansa o nos decepciona, puesto que estamos en casa y no en un cine, el espectador, sin necesidad de apagar el aparato trasmisor, se pone a leer un libro. Yo lo he hecho de manera enfadada en más de un pasaje del capítulo 4, en todo el desastroso capítulo 5, y en gran parte del 6. El maestro, que escribe (con Mark Frost) y dirige personalmente todos, acusa la fatiga o su diseminación artística, pues Lynch también actúa con extenso papel y se ocupa del importante diseño de sonido.
Pero volvamos a la sustancia de su propósito, que ya hemos dicho que no es contar ni aclarar ni convencer, sino ofuscar, maravillar, divertir por todo lo alto. Más allá de los recovecos y las barrabasadas del argumento y los diálogos, a Lynch lo que le importa es darnos un contenido formal tan elevado, tan exquisito, tan insospechado en sus mezclas -Kafka con Mario Bava, James Bond con Bob Wilson, Pina Bausch con Tony Oursler- que, ganando de modo irresistible nuestra curiosidad, se permite dejar insatisfecha nuestra razón. Innumerables son los momentos de fulgor de ‘El retorno', tanto en la filigrana manierista como en la plasmación robusta de la violencia (el duelo, en el capítulo 13, de Mr. C, el agente Cooper melenudo y embutido en cuero, con Ray y sus matones, víctimas de una matanza coreográficamente inolvidable). No se puede dejar de destacar la totalidad del capítulo 8, que, aparte de su desbordante riqueza formal ofrece, creo, la vía más firme de acceso al decodificador del conjunto formado por las tres temporadas (y adherentes fílmicos) de ‘Twin Peaks'. En el 8 prima lo sobrenatural, pero su metafísica es patafísica, además de granguiñolesca; el capítulo supone, justo en la mitad del metraje total, la apoteosis de las metamorfosis, tema recurrente de ‘El retorno'. Se produce la explosión atómica en el desierto de Nuevo México, se atomizan las percepciones, se pasa del color al blanco y negro, y se hace un muestrario comprimido del sector más visionario de lo sublime, que va desde las suntuosas apocalipsis de la pintura de William Blake y John Martin a las síncopas del cine abstracto centroeuropeo del período de entreguerras; de nuevo el compendio de lo exagerado y lo discordante. La deflagración crea muchos pequeños orbes formales, que sacan de Lynch lo mejor de sí mismo como artífice: la gasolinera en medio de la nada, el baile de las figuras metalizadas, los lóbregos espacios domésticos (tan similares a las instalaciones corpóreas de Edward Kienholz), la montaña con su falansterio o templo civil, la noche abierta, el teatro vacío, el hombre esquelético vestido de etiqueta, la desmadejada heroína operística. Una historia del mundo de las imágenes que va desde la figura opulenta al mero signo cifrado.
Para no ponernos demasiado trascendentales hay que insistir en el constante aire gamberro de ‘El retorno'. La comedia del tipo ‘slapstick' llega de la mano de los hermanos Mitchum, gerifaltes torpones del Gran Casino, con sus conejitas eternamente risueñas y dadivosas; la astracanada se la reserva a sí mismo el director al encarnar al alto mando del FBI Gordon Cole, sordo chillón siempre pasado de rosca y elevando, con su desgobernado aparato auditivo, el nivel sonoro de la farsa. Es una treta cómica fácil, pero también, no se puede dejar de lado, una remembranza de las decrepitudes. Pues este ‘Twin Peaks' del 2017 funciona asimismo como el memorándum del envejecimiento, la cabalgata triunfal y todavía picante de las viejas glorias. Hay tantas en el reparto. Aparte del difunto David Bowie, quizá recuperado en holograma, tenemos en carne y hueso a Don Murray, Jim Belushi, Piper Laurie, Russ Tamblyn, Richard Beymer, Harry Dean Stanton, Laura Dern. Entre otras. ¿Los reconoce alguien no tan anciano como son ellos, como lo es David Lynch?
Termino con lo inexplicable, que llega sin apenas variaciones desde 1990, cuando surgió el cadáver de Laura Palmer envuelto en plásticos y capítulo a capítulo se advertía en el autor la voluntad de decir y no de explicar. Ya entonces, en la temporada inicial, el espectador accedía, con los personajes, a la dimensión ultraterrena, franqueando la Caseta Blanca y la Caseta Negra hasta llegar a la Habitación Roja. El rojo es la base movediza del relato, su exaltación o apogeo, su imagen cenital. Ondea intermitentemente el cortinaje sedoso, pisan los elegidos -y no cualquiera- las moquetas de rombos en zigzag carmesí, hallando breve refugio en la estancia sagrada donde los espíritus comparecen y desaparecen, mientras el Gigante o Manco de voz rayada hace preguntas carentes de respuestas. "¿En qué año estamos?", exclama al final Diane (Laura Dern). Imposible saberlo. Tan imposible como saber si lo que el Manco inaudible le dice a Dougie, el tercer agente Cooper, en el capítulo 3 de ‘El retorno', es profético, metafórico o solo humorístico: "Alguien te ha manufacturado con una intención que no ha alcanzado".
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2 de enero de 2018
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27-09-2014

"¡La especie humana no merece sobrevivir!".

Esta es la conclusión a la que llegan los dioses

-las más sutiles criaturas de nuestros sueños-

tras examinar largamente

las violencias y rapiñas de los hombres.

Lo justo sería su exterminio.

Pero luego los dioses, volubles ellos mismos,

se enamoran de ese varón, de esa mujer,

de ese anciano que cae con dignidad,

de ese niño que ríe alegremente,

ajeno todavía a los crímenes y a las condenas.

"¡Demos a los hombres todavía un plazo!".

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2 de enero de 2018
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16-09-2014

Abrí la caja:

en su interior había un abrigo negro

con una rosa roja prendida en el ojal.

Me enfundé el abrigo y salí a pasear.

Los transeúntes me miraban con asombro

porque no hacía frío para ir con una prenda así.

Sus ojos se clavaban en la rosa roja.

Caminé varias horas, sin rumbo,

hasta que las calles quedaron desiertas.

Me senté en un banco de piedra.

Estaba alegre metido en mi abrigo negro.

Olí la rosa roja: tenía el aroma sutil

de los jardines en los que no se hacen preguntas.

No pregunté por la caja, ni por el remitente de la caja.

No pregunté por qué me habían enviado un abrigo negro

con una rosa roja prendida en el ojal.

No pregunté nada. Y fui feliz.

 

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1 de enero de 2018
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