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El Ministerio de la Soledad

La soledad extiende su manto, cada vez más raído, más helado, en la vieja Europa. Aquel triunfo del progreso social, la libertad de vivir solo y no tener que rendir cuentas a nadie, de no sentirse limitado, ni atado, ni cohabitado, se ha convertido en alarma. Jóvenes atrincherados en su cuarto que sólo escuchan lo que brota de sus auriculares, que se han criado con una tableta como compañía exclusiva. Ya no sólo se alquila amor o sexo por horas, también amistad. Ahí están los chavales nipones que rentan a auténticos desconocidos para simular que son colegas, colgar la foto en Facebook y demostrar notarialmente que sus vidas tienen contenido, más allá de su mismidad, sus mascotas y sus playlists.
En el otro extremo de la pirámide demográfica, se desborda el desamparo y la clausura. Según estadísticas oficiales, en el Reino Unido 9 millones de personas –dos millones de ellas mayores de 75 años– padecen de soledad. Una cadena de días en blanco, sin otra voz o mirada que la suya en el espejo. Aguantan su dignidad como una antorcha en el desierto. Sobreviven misteriosamente. Se quedaron sin nadie, pensamos, incapaces de creer que haya hijos que puedan abandonar a sus padres, desentenderse de ellos como de un mueble viejo.
Estos días, Theresa May ha anunciado la creación del ya llamado popularmente Ministerio de la Soledad; y celebro que las secretarías de Estado empiecen a bautizarse con nombres existenciales. Cabría pensar en ministerios del tiempo, del sueño o de la ansiedad, aunque sin llegar a las filigranas de Bután, donde su rey rechazó usar el PIB como índice de desarrollo e instauró el índice de felicidad bruta. La primera ministra británica ha sido pionera en implementar un programa –construido sobre las bases del proyecto de la asesinada diputada Jo Cox– para frenar esta epidemia global que no entiende de clases ni caracteres, y que cristaliza en exclusión y enfermedad. En nuestro país, cuatro millones se sienten impares a menudo, de los cuales más de tres millones viven solos. Es una presencia callada en las ciudades y los pueblos. No se trata de esa soledad que es muy hermosa, como escribió Bécquer, cuando se tiene a alguien a quien decírselo, sino de un opaco enclaustramiento que deriva en deshumanización.
En plena tendencia robótica, empecinada en anular la interacción humana en asuntos de proximidad, se inaugura en Seattle la tienda de Amazon donde basta una aplicación y un código QR para llevarse cualquier cosa sin necesidad de saludar, preguntar, e incluso de dudar ante otra presencia humana. La virtualidad se apropia del espacio físico, manteniendo su fórmula aséptica: la que garantiza el control y la economía de tus actos con un clic y en medio de una soledad oceánica.
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24 de enero de 2018
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La normalización del odio

Sí, en la España del 2018 no sólo se incita a odiar a quien piensa diferente, sino que se le odia. Con la rabia clavada entre los dientes, porque en esas cavidades donde apenas entra el palillo, se ensaliva el mal. Tanto es así que los feroces haters emanan un aliento fétido, esa halitosis propia de los estómagos vacíos que sólo serán saciados con veneno. En la España del 2018, con la grave crisis entre España y Catalunya de telón de fondo, se insulta a la ligera con palabras vejatorias de honda dimensión, como fascista o traidor.
A mí me han llamado xenófoba catalana y supremacista, una triste anécdota. Porque muchos de mis colegas han recibido gravísimos ataques verbales, burlas y mofas, e incluso les han escupido por la calle porque representan y ponen cara a la opción diferente a la suya. Las amenazas de muerte a Albert Rivera desgraciadamente no son novedad. La noticia es que se detenga al individuo que las ha proferido. Que se tome en serio este albañal. Una ­corriente infecta que no sólo acalla el diálogo, sino que corrompe ese bien común por el cual generaciones eternas siguen luchando llamado libertad de expresión. Además de barrer de un plumazo valores como el respeto y la urbanidad. La fractura empieza a supurar, y se convierte en enemigo mortal a quien está enfrente.
En las tertulias de radio o televisión hay bronca; no sólo se polariza, se choca frontalmente: eres de un bando o del otro, malo o bueno. Pocos escuchan, ya están entrenando mentalmente la manera de desacreditar al que habla porque sostiene lo contrario que ellos.
En el plató de Espejo público, el día de la constitución de la Mesa del Parlament, me sentí por primera vez humorista. Cada vez que abría la boca, sin ninguna otra proclama que la de ce­lebrar que se reanudara la vida par­lamentaria en Catalunya, algunos contertulios se choteaban. En parte, me sentí afortunada de divertirlos, aunque en verdad aquello resultaba una representación más de la actual re­lación entre España y Catalunya: un ­enconamiento irracional que pretende herir, noquear. Un narcisismo ­extremo que sobrevalora una identidad por encima de la otra: ahí está la sed feroz del opinador que insta a insultar al veterano periodista o la amarga bilis de quien le desea una violación en grupo a una política. Campan a sus anchas, sin sentido de la elegancia ni vergüenza ajena, porque no han encontrado resistencia.
El insulto se ha convertido en herramienta de relación social válida y ­aceptada. Una forma de violencia ­amplificada por las redes, igual que las ­fieras hambrientas en el circo romano. Pero no basta la profilaxis que todos prac­ticamos ante el asunto. Si siguen quedando impunes el insulto y la ­amenaza, no sólo resultará una prueba de la dejadez propia de una sociedad convulsa que ha roto el principio de
la convivencia. Significará su propia ­dimisión.
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22 de enero de 2018
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Dead Man Walking: ópera, cine y activismo contra la pena de muerte

1.       1. “Que sea una historia de redención”

Cuando el joven compositor Jake Heggie y el veterano dramaturgo Terrence McNally pidieron permiso a la hermana Helen Prejean para transformar su exitoso libro Dead Man Walking en una ópera, ella sólo puso una condición: “Que sea una historia de redención”. A la salvación de las almas de los presos había dedicado esta monja católica de Luisiana toda su vida, y en los últimos 30 años se convirtió en una elocuente crítica de la pena de muerte en su país.

En ese entonces, a finales del siglo pasado, ni Heggie ni McNally habían creado ninguna ópera. McNally era un dramaturgo y libretista de éxitos de Broadway como El beso de la mujer araña, The Full Monty y Ragtime, mientras que el jovencísimo aspirante a compositor full-time trabajaba en el departamento de relaciones públicas de la Ópera de San Francisco (SFO).

Nada de esto preocupó a la religiosa. Ella quería que el producto resultante, como la película del mismo nombre que ganó cinco Oscars en 1995, hablara de la posibilidad de encontrar salvación, paz interior y perdón en un alma perdida, insensible, violenta.

La idea de unir a Heggie y McNally fue del jefe del primero, el director general de la SFO, Lofti Mansouri. En un texto incluido en el programa de mano del Teatro Real, McNally dice que esperaba a un compositor hecho y derecho, aunque no había escuchado una sola nota de su música. Pero “la realidad terminó siendo muy distinta. Ante mi puerta se presentó una persona que parecía recién salida del instituto. Quería hacer una ópera a partir de cierta película fin de siècle de René Clair que, una vez vista, me dio la impresión de tener aún menos potencial del que pensé cuando él me la describió con luminoso entusiasmo. Sin embargo, Jake se aferró a su idea. ‘Ah, ya veo’, me dije a mí mismo, entendiéndolo. ‘El compositor y yo tenemos que ponernos de acuerdo en el tema de la ópera primero’.”

Entonces McNally propuso Dead Man Walking, que para él tenía un enorme potencial porque toca un tema esencial en lo ético, espiritual, político, social y cultural: la pena de muerte, y porque lo hace sin maniqueísmos. Busca mostrar la crueldad, inhumanidad y horror de la pena de muerte no usando el caso de un inocente o alguien acusado de un crimen menor.

Parece decir: si en verdad estamos discutiendo la pena de muerte, pongamos sobre la mesa el caso de un criminal abominable. Si alguien como Joseph DeRocher (mirémoslo) merece vivir, todos lo merecen. En la primera escena, debería recrearse crudamente el crimen cometido por Joseph DeRocher: el espantoso asesinato de dos adolescentes. Es culpable, claramente, aunque en todo momento clama su inocencia. Y en cierto momento la hermana Prejean, su asesora espiritual, ya no clama por evitar su ejecución sino que busca su redención, su salvación: que confiese y acepte su crimen y muera sin odios.    

  2. "Contemporánea e intemporal; americana y universal”

A diferencia de la mayoría de las óperas contemporáneas, Dead Man Walking busca desde la melodía, la tonalidad tradicional, la armonía reconocible, una identidad musical en la voz de cada personaje. Es genuino teatro musical, donde la escritura vocal define, otorga espesor y ayuda a empatizar con cada personaje, como sucede en las óperas de Mozart, Verdi o Wagner.  Por eso es una ópera que conmueve, emociona, sacude. La escena del enfrentamiento entre la madre del asesino y los familiares de sus víctimas es logro dramático. Podemos entender al mismo tiempo el sufrimiento y las razones de ambos. Por su parte, la voz del convicto, casi siempre un recitativo cercano a las inflexiones del habla natural, permite entender su miedo, su confusión, su eventual transformación.   

En una reciente entrevista con la revista Scherzo, Heggie explica que la idea lo atrapó desde el momento en que McNally lo propuso, porque “es contemporánea y al mismo tiempo intemporal; muy americana y a la vez universal; trata de algunos de los más importantes trayectos emocionales que podemos emprender los seres humanos: la vida, la muerte, la redención, la venganza, el perdón.”

Tal vez por esto y por la calidad de la partitura y el libreto es que esta que levanta el telón en Madrid es la puesta número 60 en los 18 años que pasaron desde su estreno, algo absolutamente inusual para una ópera contemporánea.

La que se verá en el Real no es la producción original de San Francisco, de Joe Mantello. Será la más difundida, con puesta en escena de Leonardo Foglia, comisionada por la Lyric Opera de Chicago y otros seis teatros norteamericanos, y que ya pasó por varios escenarios europeos. La protagonista, la mezzosoprano Joyce DiDonato, es la más aclamada intérprete de la hermana Prejean en la actualidad. 

Al celebrar esta nueva representación y el estreno de su primera ópera en España, Heggie dice: “El viaje continúa y el diálogo se intensifica según se plantea la difícil pregunta central de la historia, pregunta que ha acompañado toda la historia del ser humano: ¿estamos a favor de la venganza o del perdón?”

 3.      El cine, fuente principal de la ópera del siglo XXI

Si bien Dead Man Walking tiene su origen en el libro de memorias de Helen Prejean, claramente una parte de su interés y éxito lo debe a la película de 1995 del mismo nombre dirigida por Tim Robbins con actuaciones estelares de Susan Sarandon como la hermana Prejean y Sean Penn como el convicto DeRocher. Los tres ganaron Oscars, junto con Bruce Springsteen por el lento, hipnótico blues Dead Man Walking

¿Cómo llegamos a óperas basadas en películas?

En los comienzos de la ópera barroca, los temas y las historias venían de los mitos y la historia de Grecia y Roma (Orfeo, la Odisea, Julio César). Luego se basaron en poemas épicos y obras de teatro clásico: muchas óperas románticas tienen su origen en obras de Shakespeare, Goethe y Schiller (Otello, Fausto, María Estuardo). El siglo XX encontró mucha de su inspiración en las novelas de la época (La guerra y la paz, Muerte en Venecia, Manon Lescaut). 

En estas dos primeras décadas del siglo XXI la búsqueda de argumentos de los compositores y libretistas de ópera parece dirigirse al arte más popular del siglo pasado: el cine. Los teatros de ópera (sobre todo de Estados Unidos) encargan o están dispuestos a financiar y poner en escena nuevas obras cuyo argumento el espectador ya conoce. Una de las primeras fue precisamente Dead Man Walking, encargo de la Ópera de San Francisco en 2000. 

El famoso crítico Norman Lebrecht sitúa otras dos óperas basadas en películas entre las que considera las diez mejores compuestas en lo que va del siglo XXI. En esa lista figura, a propósito, otra ópera de Heggie: The Great Scott, una reflexión sobre el lugar de la ópera y el arte en la sociedad actual. 

En su lista Lebrecht coloca tercera a Il Postino (2010), del fallecido compositor mexicano Daniel Catán. Está claro que esta ópera sobre la relación de Pablo Neruda y el joven cartero inculto pero sensible a quien el poeta introduce en el arte de la seducción por las palabras no se basa en la novela original, Ardiente paciencia de Antonio Skármeta, sino en la película de Michael Radford y su título en italiano.

Y en octavo puesto, menciona Cold Mountain (2015), obra de Jennifer Higdon basada en la película del mismo nombre de Anthony Minghella, nominada a cinco Oscars.

En la época más vanguardista del Teatro Real, bajo la dirección artística de Gerard Mortier, se estrenó Brokeback Mountain, una ópera de Charles Wourinen originada en un cuento breve de Annie Proulx (autora también del libreto) pero sobre todo base de la exquisita película de Ang Lee con Heath Ledger y Jake Gyllenhaal.

Y en su última y exitosa ópera, Jake Heggie vuelve al cine: es una adaptación de It’s a Wonderful Life (¡Qué bello es vivir!), el clásico de 1946 de Frank Capra.

¿Se está convirtiendo el cine en la fuente principal de argumentos, glamour y entrada a un nuevo público para la ópera de este siglo?

Es muy probable. Incluso no sería extraño que pronto viéramos óperas basadas en las series de moda, que están reemplazando a las películas de Hollywood en la imaginación popular. ¿Óperas de Mad Men, Los Sopranos, House of Cards, Juego de Tronos? Yo ya me estoy imaginando una versión lírica de The Walking Dead con zombies cantando arias y coros en los grandes escenarios de la ópera…

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21 de enero de 2018
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Órdenes

Cuentan que el tirano medo Astiages castigó a su pariente Hárpago ordenando que en un banquete le sirvieran trozos de su hijo asados. Mi padre, el ginecólogo dentista Ferrer Auger, ordenó que en un almuerzo en el Gran Hotel de Jaca me sirvieran una suela de cuero vacuno empanada, con gran apuro, todo hay que decirlo, del probo maître, que fallecería al poco tiempo quizá de tanto repetir que él nunca se hubiera atrevido a gastar una broma a un cliente... pero lo había ordenado un médico. 

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21 de enero de 2018
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Removida generacional

“¡Yo te amo, oh capital infame!”, escribía Baudelaire. Y narraba la experiencia de mirar sin ver visto, de corromperse dulce y placenteramente, y de sentirse parte de una multitud. “Baudelaire amaba la soledad pero la quería en la multitud” dijo Walter Benjamin sobre el  poeta de la ciudad. Su espacio físico nos da contexto y estructura, mientras que los edificios nos orientan, pero también nos transcienden. Se mantienen incólumes, mudando la piel, a pesar de que cambien las  personas y sus usos. El poso de su historia dota de un valor añadido, un eco vivencial de aquello que fue, generación tras generación. Recuerdo que las primeras veces que pisé el Cock, me intrigaba que antes hubiera sido un burdel; o que en el altillo del Principito –antes Cine Bogart y originalmente el teatro Salón Madrid - Alfonso XIII disponía de un mirador entre cortinajes para ver el espectáculo con su amante. El morbo convertido en antigüedad se sorbe con delicia.
 
Esta semana, en Madrid, la cita fue en el antiguo Cine Alba, reciclado después en sala X. De las que más aguantó, acaso porque en los últimos años se convirtiera en una especie de after de la re-movida, aprovechando las sesiones matutinas. Ubicada en una antigua casa-palacio de La Latina, que, en su origen –entre 1913 y 1933–, albergó el diario El Imparcial, ahora se llama Sala Equis. Los dueños del restaurante llamado con el mismo nombre que el viejo rotativo han remodelado el espacio, que deja entrever en sus paredes y techos decorados el aliento artístico e intelectual de aquel Madrid, sin olvidar su côté canalla: en la entrada han instalado una barra con grifería cervecera, y en un rapto de nostalgia han mantenido los carteles artesanales que el propietario de la sala elaboraba para cada proyección. Y así perviven El fontanero, su mujer y otras cosas de meter o Fue a por trabajo y le comieron lo de abajo, como vestigios de aquella pornografía naif y chocarrera. Hoy, en cambio se pueden tomar cañas bajo su lucernario, ante una pantalla sobre la que se proyectan sin sonido films experimentales de Warhol y su factoría. Y, arriba, en lo que fue el palco, pueden beber gin tonics sentados en un patio de 55 butacas y disfrutando de clásicos del estilo Hiroshima mon amour o Dos en la carretera. El talento emergente y los artistas más solicitados no se lo perdieron: Alfonso Bassave, Natalia de Molina, Ana Rujas, Jan Cornet, Nadia de Santiago o Laura Put, los diseñadores de moda Juanjo Oliva y Jeff Bargues, Ernesto Artillo, celebrities juniors e influencers. Y las paredes miraban, aunque la gente creyera que ocurría al revés. Las mismas que, pese a su valor cultural, estuvieron a punto de ser demolidas. Lo impidieron los propietarios y su hoja de servicios: allí se había cocido la mejor sección cultural de la prensa, Los Lunes de El Imparcial, plagada de primeras espadas: Unamuno, Baroja, Azorín, Maeztu, Valle-Inclán, Pardo Bazán…
 
Permanece la rúbrica de aquel pensamiento de Pavese: “las generaciones no envejecen. Todo joven de cualquier época y civilización tiene las mismas posibilidades de siempre”. Lo demuestra la exposición “La Generación del 87, orígenes y destinos 1987/2017”, que compara las instantáneas que aparecieron en la mítica publicación La Luna de Madrid con nuevas versiones de ‘Los 87 del 87’, un reportaje de retratos que realizó la revista. En aquel tiempo, todos queríamos aprender a ser modernos con La Luna: leer los lagos en el cráneo de Panero o recrearnos las estancias estéticas de Guillermo Pérez Villalta. Le preguntó a Borja Casani, fundador y primer director de la revista si todos eran artistas: “Éramos los amigos del colegio, aún no habíamos empezado a ser artistas. Todo partió de la humillación con la que vivimos la adolescencia en un país aburrido; uno sentía envidia por el mundo. Llegó a mis manos un ejemplar del periódico Village Voice, y aquella fue la primera idea: hacer una revista de lo que estaba ocurriendo, que contrastaba con los periódicos en los inicios de la Transición. La cultura, para ellos, era la recuperación de la generación del 27, y se omitía lo que estaba ocurriendo, no tanto vanguardia, como las nuevas formas de vivir, de salir del agujero”.
 
Tal número de talentos emergentes, entre artistas, escritores, cineastas, músicos: Rossy De Palma y Martirio, Frederic Amat, Vicente Molina Foix e Ignacio Martínez de Pisón, Agustín Ibarrola, Coque Malla o Eugenia Martínez de Irujo fueron retratados por fotógrafos como Miguel Oriola, Xavier Guardans o José M. Ferrater. El resultado es “un retrato coral de esa generación, de su energía colectiva, sostenido en el tiempo”, como me explica su comisario, Félix Cábez, antes de insistir en “la belleza radiante que persiste en los protagonistas, acrecentada por el tiempo, por una experiencia que puede apreciarse en sus miradas, en sus pieles, y que les muestra orgullosos de lo vivido, pero cargados de futuro”. En sus retratos de ayer y de hoy habita el orgullo y la resistencia. Cuando llamé a Casani, se encontraba lejos de la inauguración en Conde Duque: “estoy sentado en una plaza de Cáceres, tomándome una caña; adoquines y sol”. La excepcionalidad de lo sencillo. 
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20 de enero de 2018
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Mundos sensibles

Mis tías abuelas maternas tocaban el piano y el arpa. En su casa de la Pobla de Cérvoles organizaban veladas musicales en las que chicos y chicas se repartían diversos instrumentos, excepto mi bisabuela Cecilia, que cantaba. A medida que se fueron casando y teniendo hijos, abandonaron la afición, menos mi abuelo, que a diario pasaba horas sentado al piano y soñaba con tener nietos pianistas. En una casa donde suena música sin parar, de La Cumparsita a las sonatas de Bach, los niños juegan mejor. Aun así, siempre me preguntaba acerca del virtuosismo musical de los Camprubí, de cómo en el culo del mundo se habían refugiado entre acordes y diapasones, a pesar de la guerra, de las nieblas espesas del invierno o de las malas cosechas.
Mi abuelo Ramón incluso formó un cuarteto, Select Jazz, en los años cincuenta. La música se convirtió en su cobijo, y a todos sus nietos nos contagió el nervio, aunque fuimos dimitiendo del Conservatorio antes de la mayoría de edad. Me pregunto por qué regresa este recuerdo cuando quiero escribir de la feminización del mundo, y pienso que acaso se deba a esa interpretación conmovedora de Clara Sanchis, que habita la piel de Virginia Woolf. Hay que ir al teatro a recibir ese chute de asombro y testarudez, de convencimiento e ironía, de finura y elegancia intelectual. Cuando sus emociones suben o bajan, la actriz se sienta al piano y piensa a través de sus teclas en los valores fundamentales del individuo: “Y se produce la mayor liberación de todas, que es la libertad de pensar en las cosas tal como son”, cuenta Virginia/Clara.
Woolf aseguraba que la indiferencia del mundo, tan difícil de soportar para escritores como Keats o Flaubert, se tornaba, en el caso de la mujer, en hostilidad. “Es extraño: la historia de la oposición masculina a la emancipación de las mujeres quizás sea más reveladora que la propia historia de la emancipación”, afirmaba, y sin duda, la mayor liberación de todas acabó produciéndose, al menos para la subjetividad femenina que recuperó la libertad de pensar en las cosas como son. ¿Qué pensaría Woolf acerca de la igualdad hoy? En este año que acaba, 2017, hemos asistido a la mayor campaña jamás vista de denuncias de mujeres célebres acerca de cómo fueron utilizadas sexualmente. Cada día emerge una nueva voz para sumarse al coro universal que ha tenido que alzar la barbilla para repetir: “Yo también”.
Hoy, los editores buscan libros sobre el feminismo y la igualdad se incluye indefectiblemente en el menú del día de la política internacional. Que en EEUU el exmédico de la selección nacional de gimnasia artística con ese que abusó de siete deportistas –aunque hasta 125 le hayan denunciado– y que, en otras latitudes, los juicios populares contra víctimas de violación provoquen olas de indignación social, no es baladí. ¿Por qué ahora? Acaso porque el género ha empezado a fragmentarse y los jóvenes, azotados por la precarización, no tienen nada que perder, incluido el miedo. Sería demasiado triunfalista hablar de la difuminación de obstáculos entre lo masculino y lo femenino. Pero yo regreso a esas veladas musicales que me relataban mis tías abuelas Carmela y Rosita, mujeres fuertes y decididas que gracias a la música adquirieron ese sexto sentido sin el que hubiera cojeado su fortaleza. Apelamos al coraje, a la seguridad y al talento para derribar techos de cristal, pero no deberíamos dimitir de los mundos sensibles: nunca fallan.
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18 de enero de 2018
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El Boomeran(g)
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