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Conocimiento y tristeza: «La pasión de Simone Weil»

"Tuvo  repentinamente un tan agudo y amargo sentimiento de tristeza, pesar, miedo y cansancio, que de inmediato pronunció, aun en presencia de sus discípulos, estas angustiosas palabras con las que expresaba sus penosos sentimientos: Mi alma está mortalmente triste"  (Tomás Moro, Tristitia Christii)

En la pasada Columna hacía referencia a la compositora  Kaija Saariaho, y con motivo de la representación en París de su última ópera evocaba dos obras anteriores suyas: el oratorio La Passion de Simone  (estrenado en noviembre 2006 en Viena con la dirección teatral de Peter Sellars) y  una ópera dedicada a la pensadora del siglo XVIII Emilie du Châtelet, estrenada en Lyon en 2010.  Hace ya un par de años  dediqué en este  foro una extensa  reflexión a esta segunda pensadora, que fue compañera de Voltaire y que murió a los 43 años como consecuencia de un accidentado parto, tras haber finalizado la traducción de los Principios matemáticos de la Filosofía Natural  de Isaac Newton.  Me ocuparé hoy también con cierta extensión de  la otra protagonista de Saariaho, la filósofa francesa Simone Weil, fallecida en exilio en 1943 con treinta y cuatro años, tras haber dado fin a su libro (o quizás cabría decir proyecto de libro) El arraigo. Avanzaba en la anterior crónica que  El arraigo había sido escrito en situación de extrema debilidad,  y citaba las palabras de Albert Camus editor de la obra en 1949: "libro austero, de una audacia en ocasiones terrible e implacable y a la vez extremadamente mesurado". Veamos más de cerca las circunstancias: En abril de 1943 Simone Weil  es internada en el hospital de Middelsex (Reino Unido) tras un diagnóstico de tuberculosis. Dada de alta, sobrevive tan sólo unos  meses,  sin que haya acuerdo sobre el grado de intencionalidad suicida en la voluntaria privación de alimentos que agravó su frágil estado,  escindida  la autora entre un desapego a la vida y la fidelidad a convicciones contrarias al suicidio (sin adscripción explícita, pues no fue nunca bautizada, sus convicciones le acercaban al catolicismo). En Gran Bretaña desde 1942  tras un paso por Nueva York, Simone Weil manifiesta a las autoridades francesas en exilio su deseo de retornar a Francia e integrarse en los grupos de resistencia interior. Tanto el general de Gaulle como los responsables en la Francia ocupada (entre ellos el filósofo Jean Cavaillès, más tarde fusilado en Arras) se opusieron, convencidos de que la condición de judía de Simone  Weil acentuaba los riesgos de caer en manos de la policía de ocupación  o en  la del general Pétain y ser deportada, por lo que en definitiva era más útil que siguiera trabajando en el exterior. Simone Weil llevó siempre muy mal esta negativa, que acentuaba  en ella un sentimiento de inutilidad, agravado por su mala salud. Hija de un cirujano militar agnóstico, Simone  Weil había tenido la infancia errante que caracteriza a los hijos de funcionarios: diversas poblaciones de la Francia metropolitana, pero también Argelia. Interesada desde muy  pronto por la filosofía entra en la Escuela Normal Superior y obtiene su grado con una memoria sobre "Ciencia y percepción en Descartes", tras la cual aprueba un concurso de profesores que la lleva a enseñar filosofía en diversos institutos de provincia.  En 1932 las noticias de Alemania dan cuenta del ascenso de las ideas nacional-socialistas provocando una tremenda alarma en los medios intelectuales europeos. Simone Weil no se limita a quejarse. Quiere entender lo que ocurre. Se traslada a Alemania y vuelve desazonada, haciendo previsiones de que Hitler sería asumido como líder por las propias clases populares y en consecuencia elegido en un marco formalmente democrático. Pero lo que ocurre en Alemania le parece más bien  síntoma que  causa; síntoma de algo que afectaba directamente a toda Europa y en consecuencia a una gran parte del mundo en la que esta tenía influencia.  Los franceses como los alemanes o los italianos se veían envueltos en querellas terribles en sus consecuencias y sin embargo quizás  evitables; sectores importantes de la ciudadanía, obreros y campesinos incluidos, erigían en causa absoluta e incondicionada objetivos que de hecho eran contrarios a sus intereses y que de ninguna manera podían ser universalizados, de entrada por ser incompatibles con objetivos simétricos de ciudadanos de otros países. Sean cuales sean las dificultades de un internacionalismo sustentado en la idea de liberación, lo que obviamente no cabe es un internacionalismo solidario en base a la idea  de patria dominante. Ante el eventual fracaso de la primera, más vale un repliegue al cual la idea de arraigo responde. La comunidad relativamente aislada que forman los campesinos de un valle, puede hacer suya la causa de preparar la tierra comunal para una fértil cosecha, con independencia de que en el valle vecino sus congéneres hagan lo propio. Pero una comunidad marcada por objetivos cuya realización  sería vivida como expresión de natural supremacía, choca inevitablemente con otras comunidades, tanto más si se hallan determinadas por el mismo sentimiento. No cabe entonces, ni asociarse al otro ni efectuar una tarea de manera digamos autónoma. El enunciado de la identidad supone que uno no es el otro; mas se da un salto cuando se pasa al enunciado "uno es no ser del otro". Tal salto es un momento de negatividad imprescindible en la  tremenda argumentación hegeliana...tenga o no Hegel razón en general, Simone Weil vio como tal paso marcaba su entorno...y reaccionó a ello. El único internacionalismo compatible con la cerrazón en la propia identidad, pasa por la contingente alianza contra un tercero, y eventualmente por la erección de una fantasmagórica amenaza; amenaza común,  pues arraigada o infiltrada en una y otra comunidad.  Si en nuestras sociedades es el "peligro islámico" el que se usa como espantajo para relativizar el peso de otros problemas, en los años treinta se esgrimía el argumento de  la "turbiedad" judía.  De ahí que el antisemitismo se incrementara fuera de las fronteras de esa Alemania al que ha quedado paradigmáticamente asociado; antisemitismo que canalizaba los sentimientos y resentimientos del pobre, a la vez  que protegía al rico de que la ira se volviera contra él. Era pues totalmente lógica la emergencia en Francia de grupos políticos émulos de ese  nacional-socialismo que se iba a abrir paso en Alemania, de idéntica manera a como el fascismo ya se había abierto paso en Italia. Y el corolario era evidente: alemanes contra franceses; unos y otros contra los pobres de los países mediterráneos vecinos; y muchas de las víctimas contra los judíos. "Le mal c'est l'autre" escribiría más adelante Jean Paul Sartre. Se presagiaba ya entonces  un mundo (que es efectivamente el actual) en el que para un trabajador que acude a su trabajo  a una hora en la que aun no ha amanecido, la presencia de un viandante que se acerca inquieta en lugar de provocar el sentimiento de que ya no se está solo.  Pero es esta y no otra la sociedad que a Simone Weil le tocó  vivir y en ella debía reflexionar sobre Descartes y en general  dar respuesta a sus inquietudes de tipo teórico, que no le parecen disociables de la lucha por intentar precisamente que el mundo sea otro.  En ausencia de compromiso que los ponga a prueba, los posicionamientos ideológicos pueden ser mera trampa farisaica, ocasión para sentirse del buen lado ("Gracias te doy Señor por no ser como ese"). Los intelectuales de izquierdas hacen discursos en nombre de la condición obrera, Simone Weil quiere saber qué es realmente tal condición. Un pensamiento crítico viene de inmediato a la cabeza, pues  una cosa es ser hijo de la esclavitud social y otra cosa es tomar la decisión de adoptar tal destino. Pero también es inmediato el contrapunto:  No se puede morir en efigie o en ausencia, tampoco vivir la vida del otro mientras este siga siendo tal. Para explorar la alteridad hay que salir de sí. Para quien gana su vida con la relativa dignidad de un docente en Francia, la vida los trabajadores de las cadenas de montaje automovilístico es literalmente otra vida. "No es lo mismo ver morir...como cuando a uno le toca", dice una conmovedora canción mejicana. No es lo mismo conocer por dentro las factorías de la moderna esclavitud que especular a partir de narraciones...Simone Weil abandona su carrera de profesor funcionario y se incorpora como trabajadora en algunas de las empresas que encarnan la lucha social en Francia, en especial la empresa automovilística de Renault- Billancourt.  Al igual que le ocurría a tantos otros, el trabajo en la fábrica quiebra la salud de Simone Weil, pero a diferencia de sus compañeros, ella tiene la posibilidad de abandonar, retornando a la enseñanza de la filosofía en un instituto. Su tranquilidad no dura mucho,  pues  conmovida por  la noticia del levantamiento franquista  siente la exigencia de vivir por dentro lo que ocurre tras los Pirineos. En el mismo 1936 abandona la docencia y viaja a Barcelona. La iconografía de la guerra de España está plagada de imágenes de heroicidad, de resistencia de un pueblo alzado contra la barbarie y de solidaridad de personas de los más diversos lugares movidos por un ideal de fraternidad. Simone Weil no contribuirá a esta visión. Ya en Barcelona afianza sus lazos con los anarquistas, llegando a formar parte de la filas de Durruti. Es lúcido pensar que,  por desgracia,  una revolución motivada por imperativos de razón y justicia no puede sin embargo hacerse con guantes blancos; pero Weil descubre horrorizada  que las manos también  se ensucian  incluso cuando no es necesario y en el seno mismo  de un combate que ella considera no exactamente subversivo sino de legítima defensa:  En la columna Durruti se fusila, a veces con trágico fundamento, a veces de manera arbitraria. Simone Weil se rebela, no sólo contra los que dan la orden de tales fusilamientos, sino contra testigos presenciales de su propio país, cuyo sentimiento de pertenecer a  causa justa les hace asistir impasibles a los mismos. Weil descubre así no ya que la buena conciencia autoriza lo insoportable, sino que quizás lo genera... Asiste a múltiples escenas atroces (entre ellas el "ajusticiamiento" de un muchacho de quince años enrolado a la fuerza por los falangistas), que denuncia en su correspondencia con George Bernanos, quien por su parte asiste a un horror simétrico en Mallorca descrito  en sus Grandes Cementerios bajo la luna.   Herida gravemente por aceite hirviendo en un desafortunado accidente, se ve obligada a volver a Francia. Tiene entonces 26 años y se acentúan sus convicciones religiosas, asistiendo en 1937 a las ceremonias de semana santa en la abadía de Solemnes. La guerra de España sigue su curso y la guerra mundial se acerca. Su proximidad al catolicismo no le hace olvidar su origen judío y la amenaza que pende sobre ella y su familia. Sufre una gran decepción al constatar que Paris es ocupado sin resistencia, lo que deja sin sentido la propuesta que había hecho de constituir un cuerpo de enfermeras, no de retaguardia sino de primera línea de frente. Perdida toda ilusión respecto a la marcha de la contienda, tras la caída sin resistencia de París en junio de 1940 se instala  en Marsella (que abandona  un tiempo para trabajar como operaria agrícola). Su desazón y fragilidad física no le impiden colaborar con la resistencia al tiempo que mantiene una riquísima actividad intelectual, traduciendo textos de Platón, San Juan de la Cruz, Esquilo y Sofocles,  y realizando  seminarios sobre textos en Sánscrito. Simone Weil se halla en las antípodas  de la suficiencia que arriba evocaba consistente en sentirse del buen lado a bajo precio. De ahí  su terquedad  por integrarse en la lucha por la resistencia en Francia y no permanecer en Londres como observadora. Todo ello manteniendo la más rigurosa exigencia intelectual, fiel a los grandes temas que habían atravesado su espíritu desde los años de adolescencia; entre ellos por supuesto la presencia del mal (que tanto obsesionó a su gran admirador Albert  Camus), pero también la verdad y la belleza.  La ciencia fue una preocupación de primer orden en  esta pensadora y una de sus publicaciones tardías ((Sur la science. Paris Gallimard 1966)  recoge los trabajos al respecto que van de 1932 (es decir cuando tenía 22 años) a 1942 (año anterior a su muerte). La enorme inquietud intelectual de Simone Weil y su afinidad con las preocupaciones indisociablemente científicas y filosóficas de la época (profundamente agitada por la subversión que suponía la física  cuántica y la revolución en el concepto de naturaleza que implicaba) queda bien reflejada en los títulos de alguno de los capítulos de la obra: "Reflexión a propósito de la teoría de los quanta", "A propósito de la mecánica ondulatoria", "Sobre el fundamento de una nueva ciencia" y sobre todo "Cómo los griegos han creado la ciencia", en los que se introduce en el enorme problema de las condiciones mismas de posibilidad de que surja algo como la ciencia,  esa disposición del espíritu humano que anima a entender el orden natural, lo que supone considerar que este es realmente inteligible. Hermana del gran matemático Eric Weil también juega un gran papel en sus reflexiones la matemática y su papel en el orden del conocimiento.   En la misma tradición que su compañero de generación Cavaillès, Simone Weil también vio en la matemática algo así como la prueba de que  la necesidad social es algo más que una prolongación de esa sumisión traducida en la degradación de los  cuerpos que es la necesidad natural. Pues el sufrimiento psíquico y moral, cuando es plena y lucidamente asumido, es susceptible de una suerte de redención que toma forma de conocimiento: to pathei matos (τῷ πάθει μάθος), por la afección el  saber, es la frase de Esquilo que Simone Weil se complacía en repetir jugando con la unidad etimológica de matemática y conocimiento.  Simone Weil se quejaba de que cuando la necesidad interior es reducida al imperativo de la fuerza  acontece que dónde había un ser humano de repente ha dejado de haberlo ("il y avait quelqu'un et un instant plus tard il y a personne"). Se quejaba de la ceguera de la necesidad social, la cual sustentada en el poder genera una modalidad de sufrimiento que Weil califica de desgracia (malheur) de la cual hace esta descripción estremecedora:  "Si el mecanismo no fuera ciego, no habría desgracia en absoluto. La desgracia es ante todo anónima, priva a sus presas de su personalidad, convirtiéndolos en cosas. La desgracia es indiferente, y el frío de esta indiferencia, un frío metálico es lo que apaga el alma a los afectados. No encontrarán nunca más el calor. Nunca más podrán creer que son alguien" (  L'Iliade ou le poème de la force, p.697).  El filósofo francés F. Worms (« Les effets de la nécessité sur l'âme humaine. Simone Weil et le moment philosophique de la seconde guerre mondiale» Les études philosophiques, 2007/3 n0 82.  p.15) cuenta la visita que Jean Cavaillès hace a Simone Weil en su exilio de Londres. La pensadora le pide, como ya he dicho, que acepte su integración en la resistencia activa. Cavaillès le responde que admira su coraje, pero que en las circunstancias del momento no procede (« C'est un cas d'une noblesse exceptionnelle, mais aujourd'hui il n'y a plus de cas. »). Sólo unos meses separan la muerte de Weil en Londres y el fusilamiento de Cavaillès en Arras. El segundo siguió en su militancia sin renunciar a su "Lógica". Es obviamente imposible saber el grado de desazón de la escritora en ese año de 1943 en el que, como tantos otros, antes de la muerte se esfuerza por dar forma a su último libro, L'enracinement,  (El arraigo), que constituye una tremenda reflexión sobre las raíces perdidas, perdidas en gran parte por nuestra propia falta de coraje para estar a la altura de las mismas.  En un paisaje de Mein Kampft  el futuro guía de las pulsiones más bajas del pueblo alemán, ve en la necesidad natural un ejemplo de que "la fuerza reina en solitario y por doquier ante la debilidad" y sostiene que la relación entre los hombres no debe  en absoluto constituir una excepción. Pues bien, refiriéndose a este pasaje, Simone Weil escribe estas líneas tremendas: "No es justo acusar a este adolescente abandonado, vagabundo miserable,   de alma hambrienta sino a aquellos que lo han alimentado en la mentira, esos a quienes en realidad nos parecemos".  ¿Y a quienes nos parecemos pues? Simplemente a los que confunden el conocimiento con el dominio del orden natural, a los que han reducido todo a valor de cambio, a los que en nombre del progreso desarraigan a pueblos enteros, y se hallan incluso dispuestos al desarraigo propio: "Los cambios de influencias entre medios muy diferentes no son menos indispensables que el arraigo en el entorno natural. Pero un medio determinado debe recibir una influencia exterior no como una aportación, sino como un estimulante que hará más intensa su vida propia. La nutrición de la aportación exterior pasa por haberla digerido (...) Cuando un pintor de real valía va a un museo, su originalidad encuentra confirmación. Así debe ser para las diferentes poblaciones del globo terrestre y los diferentes medios sociales"  La autora evoca el desarraigo de las poblaciones aborígenes de Oceanía, tan amadas por Gauguin, y el de las poblaciones colonizadas  de Niger, obviamente evoca el desarraigo que supone la ocupación de su país. Pero sobre todo nos habla de un desarraigo casi banal, determinado por la sumisión de todo valor a la mediación de esa abstracción que es el dinero, "de raíces allí dónde penetra, al sustituir toda motivación por el deseo de ganar"  La capacidad de encaje de los contratiempos que encuentra en sus proyectos y en consecuencia de asumir sin depresión o resentimiento el eventual fracaso en sus expectativas, es un signo mayor del grado de equilibrio y cabe decir de salud de una sociedad determinada.  Pero esta capacidad se ve mermada seriamente cuando, por unas u otras razones, cabe atribuir la causa de la quiebra no a la ausencia de fuerzas para asumir lo excesivo del reto, al surgimiento de dificultades imprevistas o incluso a la mala suerte, sino a una interferencia tan  ajena como insidiosa. Es entonces muy fácil que el encaje de los hechos  sea sustituido por la depresión, el resentimiento o ambas cosas.  Obviamente esto último no cabría en una sociedad no relacionada con otras, o sólo relacionada en aspectos superficiales. Ejemplos contrapuestos serían: por una lado una sociedad aislada de las demás por razones geográficas o de otro tipo; por otro lado una sociedad auténticamente global, es decir, regida por el imperativo de responder a un proyecto común a la entera humanidad.  Pero obviamente el problema sólo tiene sentido considerando las sociedades concretas o realmente existentes, en el seno de las cuales es fácil encontrar ejemplos  tanto de las que, relativamente, muestran que están en condiciones de asumir lo real (que tienen el sentimiento de determinar con mayor fortuna ellos mismos) como de las que se ven forzadas a una permanente proyección sobre el otro de las vicisitudes propias. En ocasiones este otro ni siquiera lo es realmente, su alteridad constituye una construcción del mismo que, con idénticas razones hubiera podido nutrir el sentimiento de compartir  identidad. Pero en todo caso la relación al otro sólo es saludable si supone un reforzamiento de sí mismo, si es un estímulo en la siempre dura  asunción de lo que uno es.   L'enracinement,  lleva como subtítulo  Preludio a una declaración de los deberes ante el ser humano. Entre las preocupaciones directamente políticas, la enfermedad y finalmente la muerte, la autora no tuvo oportunidad de ir más allá  del preludio. El ensayo se encuadra, dentro de la editorial Gallimard, en la colección l' Espoir fundada por Albert Camus, en homenaje  precisamente a Simone Weil.  Y al respecto, una vez más he de repetir lo dicho en otro momento en relación a Ernst Bloch: lo importante en Simone Weil no es tanto la esperanza como el ejemplo; ejemplo en primer lugar de un radical compromiso con la verdad y que entra  siempre en contradicción con los clichés y los prejuicios, ya sean bien-pensantes.  La resistencia a la inercia a deslizarse en la pendiente, resistencia que implica siempre toda apuesta por la verdad, toma en Simone Weil la forma de un triple desafío: fidelidad a la  exigencia cognoscitiva, respuesta a  la belleza y resistencia ante la injusticia. El esfuerzo de guerra marca la vida cotidiana de la ciudad y el país en los que  la caída de Francia había obligado  a Simone Weil a refugiarse. Nada invitaba  siquiera al optimismo respecto al resultado final de ese combate, no sólo por la relación de fuerzas militar, sino porque una modalidad  de abismo moral había llevado en muchos lugares de Europa  a responder con entusiasmo, indiferencia, o cobarde inhibición al ascenso de sistemas políticos que representaban en toda su pureza el mecanismo ciego de la fuerza; la pura fuerza al servicio de la cosificación de categorías enteras de seres humanos.  En una edad que Albert Camus designaba como "la force de l'âge", Simone Weil percibe que su cuerpo no da para más...y es en tales circunstancias que emprende la tarea de escribir un libro que ella misma vive como un testamento; libro que tiene muchas lecturas posibles pero una de las cuales (a la que desde luego el título mismo invita) es la exigencia para el ser humano de reivindicar su filiación en el ciclo de las generaciones, conciliando la universalidad y el arraigo en una lengua, un paisaje, una atmósfera espiritual y en definitiva un legado que la memoria conserva, pues "la pérdida del pasado, colectiva o individual es la mayor tragedia humana y nosotros hemos arrojado el nuestro como un niño destruye una rosa".

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14 de marzo de 2018
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Mala mujer

Los estercoleros de Twitter y Facebook han chapoteado en su propia inmundicia, amasando odio y propagándolo con lengua muy sucia, ante el terrible desenlace de la desaparición de Gabriel Cruz, el pequeño de Níjar nacido de Patricia y Ángel, pero ahora hijo y nieto de España entera. Su sonrisa, su inocencia, su amor por el mar, sus 22 kilos: todo eso lo siente como suyo un país soliviantado por el mal, atrapado en un suceso contado a capítulos que va supurando morbo a medida que se alimenta la narración y se abren sus costados.
Ocurre pocos días después de las manifestaciones feministas que han metido en la agenda política el debate de la igualdad real –hasta ahora esquinado, con la teoría bien aprendida y la práctica desastrada–. El pasado 28 de febrero buceaba en este mismo espacio en el componente genérico de violencia y agresividad. Los hombres también copan los rankings luctuosos, los de crímenes y suicidios. Según datos de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc), más del 90% de los homicidas a nivel mundial lo son. Se trata de datos fríos, constantes, indomables. La masculinidad pide a gritos una reformulación, pero, que nadie crea en la santificación universal de las mujeres ni en que su genética las ­exonera del mal.
Desde Medea hasta aquella Mónica Juanatey, mentirosa y calculadora, que ahogó a su hijo de 9 años en la bañera y siguió cobrando el subsidio de desempleo con la prestación de madre soltera durante 28 meses, o la veinteañera que golpeó mortalmente a su bebé en Florida hace un par de años porque no le dejaba jugar al videojuego Farmville. La desnaturalización de la maternidad siempre se ha vivido como una anomalía aberrante. Mucho se ha abundado en el mito de la mala madre, formulado invariablemente desde el modelo dual de la pérfida progenitora y la amantísima pero débil mamma. Probablemente no soportaríamos los cuentos infantiles si, en lugar de la madrastra, fuera la propia madre quien desea que Hänsel y Gretel mueran en el bosque. De ahí esa terrorífica figura de la madre postiza, la que se convierte en adversaria por el amor paterno y lucha para postergar al que no es fruto de su vientre. Cuando las parejas se separan, siempre existe cierta prevención hacia la novia de papá o el novio de mamá. La madurez de una sociedad se mide por su capacidad de adaptación: cómo se encajan las nuevas familias y construyen un nuevo orden en el que la aceptación y el esfuerzo son las bases. El crimen de Gabriel se circunscribe de nuevo en la dicotomía bondad-maldad. La presunta asesina, sobreactuada y perversa, frente a la madre que elimina el odio del recuerdo de su hijo, dispuesta a transformar el dolor desgarrado en un ejemplo de vida.
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14 de marzo de 2018
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El cine y sus dobles

Frente al imperio arrollador de las series, una lanza por el reino de los cines. Del cine. Y de ningún modo se trata de abrir una guerra entre hermanos, ni ir contra la historia, que parece indicarnos sin remedio el auge de lo reducido, lo doméstico, lo unipersonal. Hay muy buenas series televisivas y -digámoslo así para entendernos- telefónicas, y aunque yo mismo, que soy del cine más que de la ‘tele', haya visto recientemente dos, la tercera temporada de ‘Twin Peaks' y ‘La peste', ambas de gran calidad en su distinta propuesta formal, aquí se viene a hablar de una opción menos grandiosa y tal vez falsa pero tan señalada como la del príncipe Hamlet en su célebre monólogo. ¿Por qué el ser de la serie ha de significar el no ser del cine?

Hay, naturalmente, razones económicas y familiares que llevan a muchos aficionados al cinematógrafo a conformarse con su degustación diferida, comprimida, gratuita o abonada y repartida en capítulos (si bien hay forofos que se tragan, me han contado, ‘packs' enteros de su serie favorita de una sola sentada). El cine en España no es caro, sobre todo si lo comparamos con el alcohol de los bares, y esperemos que aún se abarate más si algún día el gobierno vence la parálisis permanente del presidente Rajoy y la astringencia del ministro Montoro rebajando el IVA de las entradas al prometido 10%. La cerveza y el whisky suben el ánimo pero no dejan memoria, que es lo que deja, como los libros, el teatro o el viaje, un film que nos seduce. El cine visto en los cines tiene además una cualidad innegable, la de fundir el valor intrínseco de la película admirada con el momento especial de estar en una sala rodeados de desconocidos, después de haber salido de casa en la aventura del trayecto, viaje al fin y al cabo aunque sea en ‘metro'. André Breton, muy cinéfilo en la fase fundadora del surrealismo, decía que "hay una manera de ir al cine como otros van a la iglesia [...] porque, independientemente de lo que se proyecte, allí se celebra el único misterio absolutamente moderno". Comparemos el cine con la música: nos gusta mucho oír un disco en casa o, los gimnastas, a través de unos cascos mientras andan o corren, pero ninguna persona sensata rechazaría, de poder hacerlo, la asistencia a un concierto en vivo de su grupo rock preferido o una función de opera con grandes voces sobre las tablas y vistoso montaje escénico. ¿Por qué perderse el directo que en sesión continua y cómodos horarios dan las salas de proyección?

Estas son consideraciones a mi modo de ver irrebatibles y no particularmente novedosas. Pero lo que querría destacar es un nuevo fenómeno con el que el cine, quiero decir aquí los cines, han sacado pecho y, lejos de amilanarse ante el empuje de los formatos rivales, presentan batalla. Una iniciativa admirable que está creciendo en las grandes ciudades españolas, y aspira, sin perder de ojo la venta de entradas, a fomentar las múltiples posibilidades que un público curioso puede encontrar desde buena mañana (se han recobrado las sesiones matinales, que cuando yo estudiaba eran el broche ideal a unos sanos novillos en la facultad) hasta la medianoche. Hablo como residente en Madrid, la ciudad europea, junto con Barcelona, que tiene, un hecho demostrable, la mejor cartelera de cine del mundo -después naturalmente de París, siempre imbatida en su primacía-, muy por encima en cantidad y calidad de lo que puede verse en capitales del rango de Londres, Berlín o Nueva York. Madrid ofrece en este momento más de 40 pantallas dedicadas comercial y diariamente al cine nacional e internacional selecto y sin doblar, lo que no excluye ‘blockbusters' de Hollywood al lado de documentales ambiciosos y rompedores y, últimamente, la vuelta a otra práctica añorada del pasado, el pase de cortometrajes. Estas multisalas de aforo variable y enclaves en su mayoría muy céntricos (lo que revitaliza el castigadísimo tejido urbano), no sólo estrenan películas griegas, argentinas, rusas, turcas, coreanas, incluso catalanas, siempre en sus lenguas originales, dando ‘segundas oportunidades' a títulos preteridos (lo hacen los Renoir) y miniciclos de la obra completa de autores de la casa (los Golem); ahora también atraen al aficionado al arte, al melómano, al ‘balletómano', a los nostálgicos del cine clásico (en la programación de ‘Imprescindibles' de la cadena Verdi), a las familias con niños que un sábado al mediodía no encontrarán mejor entretenimiento que ver un largometraje infantil. Es imposible, a riesgo de caer en el propagandismo de algo que sin duda merece la pena ser propagado, no citar los principales nombres de esas valerosas cadenas nacionales, Golem (Madrid, Bilbao, Pamplona), Verdi (Barcelona y Madrid), la pionera Renoir, Yelmo (con el renovado y reabierto Ideal en Madrid, un bonito buque-insignia), o los cines Groucho en Santander, los Babel en Valencia, los Avenida en Sevilla, entre otros. Y su ejemplo cunde, con la proliferación de programaciones mixtas, películas dobladas o subtituladas según los horarios; así sucede en un histórico de la Gran Vía, el Palacio de la Prensa, que acoge representaciones de ópera en gran pantalla, al igual que, con regularidad y alto nivel de calidad, lo hacen los Verdi en sus martes culturales, que alternan semanalmente documentales sobre exposiciones de arte en Londres, Ámsterdam o París, con eventos de danza y teatro lírico.

Y es tan agradable encontrar en los cines a que me refiero la esencia promiscua con la que nació este séptimo arte. Espectadores que acuden, sin prescindir de la masticación de las palomitas, a ver películas de éxito para oír las voces inimitables de las estrellas que adoran, y a pocos metros, menos ingenuos tal vez pero llevados por la misma pasión cinéfila, quienes buscan descubrir nuevos nombres y geografías fílmicas, leyendo antes de entrar las hojas de información sobre cada película estrenada, regalo generoso que en ningún otro país se practica y yo confieso coleccionar. Una misma voluntad de congregación ante la ficción más moderna que, con sólo algo más de cien años de existencia, ha dado retoños respondones, cuñados expansivos, imitaciones de gran relieve, ninguna, para mí al menos, tan gratificante como el hecho de ver en la pequeña inmensidad de un cine una película chilena, una ópera barroca o la Venecia de Canaletto en la riqueza de su colorido.

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14 de marzo de 2018
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Demo

A lo largo del siglo XVII, la matemática se desarrolló de un modo portentoso y las gentes dedicadas a la ciencia y el pensamiento vieron en ella una escala desde cuya altura podría verse el mundo entero. Descartes, Leibniz, Spinoza, confiaron ciegamente en su poder. Cruzada con el modelo cósmico de Newton, daba la impresión de que el secreto del universo estaba a punto de desvelarse. Así que los científicos y pensadores del siguiente siglo vieron todos en la mecánica de Newton y en las matemáticas una poderosa imagen que describía el universo, pero también sus contenidos, entre ellos el humano. Los hombres, en el siglo XVIII, se vieron como máquinas y también su mente era asimilada al modelo mecánico.

Cada cierto tiempo, una ciencia o una metodología se imponen sobre la humanidad como la solución definitiva a nuestra ignorancia. En mi corta vida he pillado bastantes de estas pócimas milagrosas. Hubo un tiempo en que todo se convirtió en una estructura, desde la etnología hasta la peluquería. También me cogió la época de la lingüística y el mundo entero se hizo gramático generativo. ¿Y la deconstrucción? ¿Aquellas tortillas deconstruidas? No duró tanto como el psicoanálisis que llenó el mundo de estructuras inconscientes y pulsiones deconstruidas. Por no hablar del marxismo de mi juventud, espesa cerveza economicista que todavía colea en algunos departamentos universitarios agradablemente fosilizados.

Ahora es la informática, empujada por Internet y sus aplicaciones, la que explica el mundo. El cosmos es una red y nuestro cerebro, un ordenador. A diferencia de los anteriores, este milagro no viene de unos sabios laboriosos y respetables. Viene de la inmensa grey agraviada y de sus mercaderes. A ver cuánto dura.

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13 de marzo de 2018
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Ferretería pesada

Encandiló a sus ciudadanos con un buen repertorio de zapatos: ababuchados, con machas de leopardo o de terciorpelo rojo, aunque enseguida deshizo el malentendido. Ella no era una venerable dama a punto leer una novela costumbrista de George Eliot o acudir a una subasta benéfica, sino una política tenaz, instruida en el gabinete en la sombra de Cameron, diputada en Westminster desde hace más de dos décadas, Ministra de Interior que logró cruzar el umbral del 10 de Downing Street con una suave inclinación de cabeza. 
Que tus dos abuelas trabajaran en el servicio doméstico y tu padre fuese pastor de la Iglesia Anglicana tiene que imprimir carácter en la todavía clasista Gran Bretaña. Los tacones que lució nada más hacerse con su escaño, o que eligiera en una entrevista una suscripción vitalicia a Vogue entre aquellas pocas cosas que se llevaría a la proverbial isla desierta, sirvieron para el vermut feminoide. Hasta que el peso del cargo se impuso, y May empezó a calzarse plana, moderó sus rizos y homologó sus trajes chaqueta, eso sí, colgándose unos collares vistosos. Ríete de la clásicas perlitas nacaradas de la Reina Isabel, Jackie o Margaret Thatcher; no, poderosas bolas a modo de los orbes reales adornaron el cuello de quien se ha erigido en la guía de Gran Bretaña en su particular travesía del desierto del Brexit.
La seducción le llega tarde, en plena deseuropeización de las islas. Porque May es ante todo, y según la hemeroteca, la mujer que quiso ser 'La dama de hierro'. Tuvo que conformarse con ser su secuela. Y no soporta a Thatcher por haber llegado antes. Aún se chafardea sobre su enfado la noche electoral de 1979, cuando se juró a sí misma que haría historia. En verdad, ha sido única mujer en alcanzar el poder –y mantenerlo– en el todavía rancio partido conservador del siglo XXI.
Colecciona recetarios de cocina, lleva treinta y ocho años casada con su marido, Philip May –les presentó Benazir Bhutto en una discoteca para cachorros bien–, y se pone marchosa con el "Dancing Queen", de ABBA. Siempre correctísima, sin arrogancia aunque con ferretería pesada, es una aleación conservadora que no acaba de cuajar en el tan cosmopolita como ajado Reino Unido, al estilo de  sus moquetas. El aislamiento al que voluntariamente se han sometido sus compatriotas es liderado por Miss May, que negocia una soledad a medias, acaso con el regusto de seguir siendo objeto de deseo, igual que un tweed de Saville Row o un perfume de Penhaligon’s. 
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Es ese algo marmóreo y opaco, el hielo en las estepas rusas, la blancura gélida cubriendo las malas hierbas que crecen sobre las tumbas de Chéjoy y Mayakovsky en el cementerio de Novodévichi; sí, es el hielo lo que engrandece al personaje de Vladimir Putin, entre la incógnita y el abismo, el mismo que refleja casi tanto hermetismo como poder de autocontrol. No en vano, antes de cocinero mayor del reino, fue espía.
Los hombres que apenas mueven la boca al hablar suelen intimidar. Y la inclinación de Putin al silencio no es espiritual, ni pacífica, sino intimidatoria; el silencio es su principal escuela, además de su escudería. Él es el hombre que surgió del frío, consciente de que los secretos costaban mucho dinero. Criado en una familia humilde de Leningrado –su padre era oficial de la Marina Soviética y su madre obrera en una fábrica–, venció a la grisura y escaló las alturas del aparato comunista gracias a la KGB, que lo reclutó a los veinte años. A día de hoy aún no se ha librado de la máscara de agente: labios finos, ojos azules congelados, y un hablar de ventrílocuo con el que se expresa a la perfección en alemán e ingles. También practica la lucha rusa sambo, judo y kárate; es un tirador experto, amante de la caza mayor; monta a caballo, esquía y hace submarinismo; pilota aviones y coches de carreras. Y para darle un toque excéntrico al retrato robot del perfecto infiltrado, toca el piano y adora la fotografía narcisista. 
La lista de damnificados de Putin atestigua su peligrosidad: espías pero también periodistas, opositores y hasta punkis feministas. Y ¿acaso no es el único líder con el que Trump se ha mostrado linsonjero, dispuesto a todo para contagiarse de su masculinidad que no pestañea, tan rusa como una botella de Stolichnaya y una colección de matrioshkas? Putin habita en una de ellas. A veces saca su efigie más grande y su mirada rabiosa, y otras la figurita pequeña, e incluso ensaya alguna sonrisa, como cuando su ministro de Agricultura patinó al anunciar que Rusia exportaría cerdos a la musulmana Indonesia. 
Como un zar moderno, ha establecido un estado todopoderoso que regresa al papel de Gran Rusia. Sin el sonrojo ebrio de su antencesor, Borís Yeltsin, ni la honorabilidad de quien se reciclara en modelo de maletas de Louis Vuitton, Mijaíl Gorbachov, ha sacado nuevo brillo al Kremlin. Eso sí, siempre con los puños apretados, ese gesto tan propio de un señor de la guerra.
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13 de marzo de 2018
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Chacón y las estrellas

Le llegó un homenaje de altura y premio póstumo a Carme Chacón el pasado 8 de marzo. El día en que la justicia social se entonó a coro y sin gallos. El día en que las mujeres dijeron “basta”, y sus historias, una infinita secuencia de pasos cortos y largos, de pasos hacia delante y hacia atrás, emergieron de debajo de la alfombra, de los armarios trasteros y de los archivos. Sus relatos rompieron un silencio viejo y acostumbrado, reventaron las cremalleras de una sociedad democrática y moderna –alardeamos–, aunque apoltronada en la contradicción de seguir relegando a las mujeres a personal de segunda.
Chacón siempre supo que crecer es saber nombrar, hallar no solo la palabra exacta sino la fe necesaria para cambiar las cosas. La movieron sus valores, que servía con la misma sinceridad con la que preparaba sus cenas: era un as abriendo latas de conserva y descorchando cava. De extracción popular, luego luchadora, fue ejemplo máximo de igualdad real. Mandó sobre hombres demostrando su capacidad de liderazgo, y bien sabemos cómo torpedearon sus pasos por ser mujer: ¿o es que no se escribieron folios rabiosos a propósito de su marido y sus amigos, de su embarazo, su smoking, sus bolsos o su juventud?
Su paso por la vida le mereció una necrológica de media página en The New York Times –un hecho extraordinario tratándose de políticos españoles–. Fue ella quien actualizó las Reales Ordenanzas para las Fuerzas Armadas preconstitucionales en 2009, e introdujo el respeto al derecho internacional humanitario y la igualdad entre hombres y mujeres. Su imagen pasando revista embarazada a las tropas es un icono visual de la democracia española, portada del X Volumen de Historia de España, dirigida por Fontana y Villares.
Fue en el barrio de Justicia, en el exclusivo Club Financiero Génova, –y no en el Congreso, donde no ha habido ningún homenaje por parte de su propio partido– donde la ex ministra socialista recibió el tributo de una institución privada, el Colegio de Procuradores, y los miembros de la más alta judicatura. Madrid era una pátina de grises, y en la terraza del 14 piso la bruma encapotaba el ánimo. Las paredes del club fino, fundado por Garrigues Walker, se llenaron de palabras y gestos de Chacón. Se leyeron las palabras de Zapatero: “Fue uno de los mayores testimonios de la igualdad efectiva, a menudo desafiando las condiciones de su salud, luchando hasta el límite de sus fuerzas”. “El premio pasa a ser apremio de recordar, de mantener y comunicar su modelo de conducta lleno de valores”, afirmó Rafael Mateu de Ros, socio fundador de Ramón y Cajal Abogados, e impulsor del acto. “Si hay un modelo de mujer libre y valiente, es ella”, dijo María Teresa Fernández de la Vega. Y hasta “yo la hubiera votado cuando se presentó como candidata a Secretaria General si hubiera sido del PSOE”, en la boca de Alicia Sánchez-Camacho. Incluso quienes la conocíamos de cerca ignorábamos que hubiera tocado tantas estrellas.
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12 de marzo de 2018
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La ucronía traumática de Maximiliano Barrientos

"Detesto las novelas que intentan explicar un país" dice, enfático, el escritor boliviano Maximiliano Barrientos (1979); "quiero que lean [la mía] como sugirió Nabokov que se debería leer la literatura, como un cuento de hadas: es decir, desde su condición de ficción". Barrientos se refiere a su última novela, En el cuerpo una voz -publicada en Argentina por Eterna Cadencia, en México por Almadía y en Bolivia por El cuervo-, pero podría estar hablando de toda su obra. Se trata de una declaración de guerra en un continente en que el canon de la novela se ha construido privilegiando la conexión entre la narración y su postura frente al Estado-nación. En el cuerpo una voz, la mejor novela de Barrientos, está narrada con un ritmo vertiginoso capaz de incorporar grandes momentos líricos; hay gore, y también imágenes poéticas impactantes como la de dos hermanos durmiendo en un avión estrellado en la selva. Barrientos, que se movía cómodamente dentro de registros realistas, expande su repertorio y transita por los espacios de la ficción especulativa sin por ello cambiar mucho el estilo.

Hace una década hubo un movimiento separatista en Santa Cruz; el movimiento, más débil de lo que parecía al principio, fue fácilmente tumbado por el gobierno de Evo Morales. La ucronía de Barrientos se inicia ahí, en la ficción de lo que hubiera ocurrido si la separatista Nación Camba habría conseguido sus objetivos. Barrientos es fiel a su poética y no nos da razones que nos permitan entender el movimiento independentista ni tampoco la dinámica de la relación oriente-occidente que sigue tensando al país. En las primeras secciones de En el cuerpo una voz, dos hermanos huyen de los esbirros del General, un líder de brigada que obliga a su gente a cometer actos de canibalismo con sus enemigos. Son los años del Colapso, "cuando acabó la guerra contra el poder centralizado y se desató la otra, mucho más cruenta, entre las brigadas, entre el mermado Partido Federalista- antes de que se consolidara como Nación Camba". La novela, entonces, no se enfoca en el colapso nacional sino en su vertebramiento regional: importan más las luchas cruentas por el liderazgo regional que narrar el país desde la región.

A pesar de sus diversas mutaciones -la novela de aventuras al principio, el testimonio después, incluso el poema en prosa, y todo ello en el marco de la ficción especulativa-, En el cuerpo una voz es sobre todo una historia clásica de venganza. Años después del Colapso, ya restablecido el orden, el General es capturado y regresado al país; el hermano sobreviviente observa a los captores del General y piensa que ellos "contemplaron un acontecimiento traumático y lo procesaron a través de fantasías de venganza". Pero él tampoco puede escapar del todo a esa fantasía.

Sin embargo, lo que nos ha enseñado la ficción post-traumática -y lo sabe bien esta novela- es que la venganza no elimina la derrota. Si bien Barrientos no explica el país, su "cuento de hadas" narra la derrota histórica de un Estado-nación incapaz de articular sus partes. Después de la derrota quedan los síntomas del trauma, somatizados: "La voz seguía moviéndose, no se iba. Fluía por mis dedos y por mi pecho, circulaba por mis ojos y mi garganta. Se propagó por los tejidos y los nervios y las arterias, se volvió cuerpo" (de ahí el título). Queda la ficción sobre el trabajo del duelo. 

(La Tercera, 11 de marzo 2018)

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11 de marzo de 2018
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Palos de ciego


Por decirlo como lo diría Thomas Mann, Palos de ciego es la novela de una novela. Muchos años atrás el narrador en primera persona conoció una historia espeluznante (aunque, tratándose de un suceso ocurrido en pleno estalinismo, cualquier calificativo capaz de expresar horror resulta inevitable): al parecer, unos centenares de lirniki fueron convocados en la ciudad de Járkov para celebrar un congreso. Los lirniki eran miembros de las clases ucranianas más desfavorecidas y que al quedar ciegos por la falta de higiene y de medios para curarse las infecciones en los ojos, su única posibilidad de supervivencia era echarse a los caminos para hacer de juglares. Su repertorio eran fundamentalmente canciones populares y religiosas, pero también poemas que cantaban las hazañas de los ancestrales héroes ucranianos en su lucha contra el invasor ruso. Como Stalin se encontraba en plena construcción del hombre soviético, cualquier exaltación nacionalista le parecía nociva y, por no faltar a su costumbre, ordenó el fusilamiento de los juglares ciegos y de los chicos que les hacían de lazarillo.

Por causas muy diversas, pero que fundamentalmente  estaban relacionadas con la juventud e inexperiencia del autor, la novela en su inicio titulada Borrón no solo no terminó de cuajar sino que fue dando lugar a fragmentos y esbozos (aquí se reproduce uno de ellos, por cierto que espléndido) y, sobre todo, a una investigación exhaustiva y que se prolongó durante años y en el curso de la cual fueron examinados documentos históricos, testimonios de otros historiadores y relatos procedentes de fuentes muy diversas. Una de dichas fuentes es un librotitulado Testimony: The Memoirs of Dimitri Shostakóvich (1979), escrito por el musicólogo ruso Simon Volkov y publicado en inglés por Harper & Row  cuatro años después de la muerte del compositor. Son bien conocidas las angustiosas relaciones del dictador y el músico, permanentemente amenazado de muerte o deportación para ser ensalzado a continuación como el mejor representante de la música del realismo social antes  de verse nuevamente en una lista negra.  No es de extrañar que al ver la luz el libro, tanto Volkov como Shostakóvich fuesen vapuleados sin piedad y acusados de tergiversar la verdad. Según Volkov, en sus memorias Shostakóvich hacía referencia al fusilamiento de los juglares y sus lazarillos.

                Uno de los muchos problemas surgidos a lo largo de los años era que pese a sus prolongados esfuerzos el narrador/investigador no lograba dar con datos que corroborasen de forma fehaciente la muerte de esos cantores a los que él pretendía prestar la voz que les fue tan brutalmente silenciada.  Ciertas fuentes fiables incluso negaban que hubiese tenido lugar el fusilamiento. Pero mientras tanto, el relato de cómo no se pudo escribir la novela original, y de las búsquedas fallidas, van dando origen a estos adecuadamente titulados Palos de ciego.

                En paralelo, y como si fuera una más de las muchas peripecias ocurridas mientras se va novelando la novela, surge otra historia que en principio no parece tener relación con lo ocurrido en Ucrania, pues se narra que el autor tuvo un hermano también llamado David (David Torres, por supuesto) nacido poco ante que él en la Clínica San Ramón de Madrid, y que vivió apenas veinticuatro horas. Poco a poco, y con saltos hacia adelante y atrás e incursiones en otras historias (como las circunstancias en que fue contada otra de sus novelas, titulada Nanga Parbat y que en contra de lo que parece no va tanto de montañismo como de un amor desgraciado) la historia, o la no historia, del hermano muerto va cobrando entidad porque  el primer David Torres nació y murió en una clínica que más tarde se hizo famosa por el siniestro tráfico de niños vendidos bajo mano. Aunque las autoridades han hecho lo posible por no profundizar mucho en esa siniestra historia, se calcula que fueron un mínimo de 60.000 los niños, al principio  hijos de mujeres republicanas a quienes las autoridades franquistas no consideraban aptas para criar a sus hijos, que fueron arrebatados y vendidos a familias cristianas. Más tarde el tráfico ya no obedeció a razones ideológicas sino al puro negocio. Parece ser que para convencer a las madres de la muerte de su hijo recién nacido, en la clínica guardaban congelado el cadáver de un bebé que era presentado como prueba una vez descongelado.

                Palos de Ciego es como un mosaico descrito con gran agilidad, eficacia y una prosa muy cuidada. Al lector le cabe la tarea de ordenar las piezas que se van sumando desordenadas para completar el relato, pero no hay posibilidad de confusión o pérdida porque, a lo mejor en sus comienzos David Torres II no disponía de los recursos necesarios para contar la novela que imaginó la primera vez que conoció la suerte de los lirniki y concibió la idea de darles voz. Pero tantos años después dispone de suficiente experiencia como para crear unas corrientes subterráneas capaces de relacionar unas historias con otras y, de paso, darle voz al hermano tan prematuramente desaparecido y del que solo queda un simple nombre en el libro de familia.        

 

Palos de ciego

David Torres

Círculo de Tiza

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11 de marzo de 2018
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El Boomeran(g)
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