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Los papas

Si un historiador logra aunar la seriedad y el rigor que cabe exigirle a un hombre de ciencia con una pluma ágil y certera, el lector puede felicitarse y dar por seguro que le aguardan muchas satisfacciones durante la lectura. John Julius Norwich ya había dado pruebas suficientes de esas cualidades en dos libros que no deberían faltar en ninguna biblioteca mínimamente equipada: uno de ellos lo dedicó a la historia de Venecia y el otro a la huella de los normandos en Sicilia. Cada cual a su manera son dos veras joyas. Y quien desee saberlo todo sobre Bizancio tiene a su disposición una trilogía dedicada al nacimiento, el  apogeo y la caída del imperio nacido en el siglo IV como escisión del Imperio romano y que se mantuvo como potencia mundial hegemónica hasta la Caída de Constantinopla en  1453. La avasalladora irrupción de los otomanos por Oriente y el descubrimiento de América en extremo opuesto del mundo propició que Occidente ya no tratase de recuperar su otra mitad, acertadamente descrita como “la síntesis de la cultura helenística y de la religión cristiana con la forma romana de Estado». Lógicamente la institución que a la larga se benefició más de ese cambio geoestratégico fue la Iglesia católica, que llevaba ya unos cuantos siglos maniobrando diplomáticamente para resucitar –y en lo posible manipular– el imperio romano anteponiéndole el calificativo de “sacro”.

                De cara al lector honesto, que se acerca a un relato histórico con el legítimo propósito de aprender, John Julius Norwich sumaba dos hándicaps importantes: uno, su condición de hijo del imperio británico, pues ya se sabe que una de las bazas para su propia cohesión inicial fue su rechazo frontal del papado. Y otro, como honestamente advierte el propio Norwich en el prólogo, su condición de protestante agnóstico, una posición ética y estética que no resulta en absoluto baladí para quien se propone escribir la historia de unos hombres, los papas, que nacieron de un magma de 22.000 gropúsculos religiosos que se decían cristianos (el dato es de Norwich) y que para asentarse y afirmar su primacía tuvieron que ir perfilando unos dogmas difíciles de ser analizados con objetividad por un no creyente, y ahí están, entre otros, los dogmas de la Inmaculada Concepción, la Asunción de la Virgen, la doble naturaleza divina y humana de Jesucristo o toda la carga ideológica y  teológica que conlleva la obligatoria aceptación de la infalibilidad de los papas.

                Para solventar ese y los otros muchos problemas que planteaba el propósito de contar la historia de los papas, desde Pedro hasta Benedicto XVI , es decir más de 300 aunque el cómputo varía de unos autores a otros debido a las repeticiones, los cismas, las excomuniones de unos contra otros e incluso si se acepta o no la inclusión de una papisa, John Julius Norwich ha escogido la única opción posible: una campechana y benevolente ironía que le permite, por ejemplo, dar noticia de un sucesor de Pedro llamado Juan XVIII (el primero, no el llamado “buen papa Juan” que gobernó en pleno siglo XX sino el original, un ciudadano de 1400 al que Gibbon calificaba de gran estratega y diplomático porque al ser finalmente depuesto por sus desafueros, logró que le retirasen los cargos más escandalosos  y que lo juzgasen únicamente por “piratería, asesinato, violación, sodomía e incesto”. A tales minucias Norwich le añade “un preocupante número de monjas violadas”. Obsérvese la ironía, pues no especifica cuántas monjas podría haber violado sin que llegara a ser una práctica “preocupante”.  

                Es misma actitud entre benevolente e irónica permite a Norwich lidiar con las peripecias de unos “príncipes de la Iglesia” que al fin y al cabo no eran muy diferentes a sus  congéneres laicos, con la única diferencia de que si éstos solo debían ocuparse de los asuntos de este mundo, los sucesores de Pedro debían poner orden también en el Más Allá. No es un libro que merezca ser reservado para leerlo de una sentada durante unas vacaciones, pero sí es un gran complemento informativo cuando al lector le interese una determinado periodo histórico: la fundación, la consolidación de Romo coma capital de la cristiandad,  el Cisma, la Revolución francesa, etc.  Cualquier cosa  que haya pasado en el mundo durante los últimos 2000 años, siempre habrá un papa por allí en medio.

 

Los papas. Una historia

John Julius Norwich

Prólogo de Antony Beevor

Traducción de Christian Martí-Menzel

Reino de Redonda

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25 de abril de 2018
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Un regreso

De entre los grandes talentos del siglo XX, la singular peripecia de Walter Benjamin lo sitúa en un plano original y único. No solo porque se ha convertido en el filósofo más respetado y leído de la Europa previa a la II Guerra Mundial, sino porque se ha ido transfigurando a lo largo de los años como uno de esos personajes de película fantástica que sufren una metamorfosis a la vista del público, como el Hombre Lobo o Mister Hyde. Cuando murió, en 1940, era impensable que se convirtiera en un faro universal. Algunos de sus escritos solo se publicaron en 1955, pero su editor, T. W. Adorno, produjo un primer retrato de Benjamin que se parecía sospechosamente a T. W. Adorno. Hasta 1972 no se editó con seriedad una aceptable colección de sus ensayos, esta vez ya con cara de Benjamin, aunque tocado con la gorra de los marineros de Kronstadt. En otras ediciones parciales, Benjamin, en cambio, llevaba la kipá hebrea y casi jasídica cosida por Gershom Scholem. El pensador iba tomando los sucesivos rasgos del editor de un modo estupendo.

 

En España, su retorno vino de la mano de Jesús Aguirre en la editorial Taurus, allá por 1971. Aguirre fue otro gran transformista. De ser el hijo de una honrada limpiadora de escaleras pasó a jesuita; luego, a experto en filosofía alemana; luego, a director de Taurus, y, finalmente, como el gusanillo que acaba volando con fastuosas alas de mariposa, a duque de Alba. Aquellas ediciones del duque, en Taurus, fueron leyenda durante la Transición. Ahora regresa el sello Taurus con unas Iluminaciones de Benjamin felizmente revisadas y editadas, con prólogo y notas imprescindibles, obra de Jordi Ibáñez. Un nuevo rostro, un nuevo avatar, igual su grandeza y altura, pero esta vez no se parece a Jordi Ibáñez. ¿O sí?

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25 de abril de 2018
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¿De qué te sirven los libros?

Me lo preguntó sin esperar respuesta, como si ya la supiera, porque el enfado nos hace omnipotentes y resabiados: “¿De qué te ha servido leer tantos libros?”. Me reí con una carcajada de actriz de teatro exalcohólica, una risa soberbia y llena de respuestas, pero sin ninguna al vuelo –rauda, inapelable– que no fuera: “Sin ellos no sabría vivir”. No hubiera surtido ningún efecto. Al contrario, hubiera prolongado la riña familiar, certificando mi imagen de ensimismada, porque leer aísla, aunque luego te devuelva a la vida con más argumentos. Mi respuesta fue socorrida, de manual: “Los libros me han ayudado a escuchar mejor”, a lo que enseguida pueden contestarte: cuánta gente posee una gran sabiduría ancestral y en cambio no ha leído una sola línea. Pero pienso en lo que se pierden quienes no leen: esa plácida intimidad, la infinita gama de matices, los lugares del alma por los que nunca antes han transitado y cuyo acceso sólo cuesta unos 20 euros.
Leer por placer. Porque sí. Para evitar la condena de las propias limitaciones. Porque te hace viajar por diferentes mundos no ya paralelos, sino ajenos o más exactos que el real; porque te ayuda a entender con mayor finura al otro, aproximar lo diferente, incluso lo desconocido. Leer es abrir la olla del caldo y ver flotar un trozo de pasado o de futuro. Es mirar de cerca, con lupa. Leer es tan grande que no tiene buenos sinónimos. En la recopilación de las últimas conferencias de James Salter, El arte de la ficción (Salamandra), el inmenso narrador confesaba que al abrir un libro siente una especie de advertencia: “Una electricidad que te recorre, igual que con el sexo”. Cuenta Salter que no suele sentirse a gusto con la gente que no lee, desprovista de la amplitud de miras que se va for­jando gracias al contacto con la página impresa donde nada humano resulta ajeno. La relación con los libros no depende de nadie más que de ti: esa autonomía que te proporciona la lectura responde a un elevado grado de libertad, un territorio inviolable, sólo tú sabes qué ocurre en tu mente.
Ayer muchos catalanes compraron libros, hablaron con sus escritores preferidos y consiguieron que, al menos un día al año, la literatura ocupe la apertura de los telediarios. Por un buenísimo libro, hoy, al escritor no mediático –que ha tardado dos, tres años en escribirlo– le pueden dar 2.000 euros. Y si vende los 1.500 ejemplares de una tirada media bien puede asegurar que la felicidad existe. ¿Quién da tanto a cambio de tan poco? Las mejores horas del día o de la noche, la soledad obligada, la inseguridad del adjetivo, el peligro de la metáfora, la exactitud de las palabras, la corrección constante, el ansia de escribir con la misma sencillez de quien bebe un vaso de agua.
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25 de abril de 2018
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Ponerle hilo a la aguja

Vivimos en la era del cómo, sedientos de pedagogía y demostración, incrédulos ante mecanismos de todo tipo. Nos hemos habituado a las reparaciones –también morales–, a vivir en el desperfecto porque siempre hay algo que no funciona, un instrumento que desafina, sea la caldera o el depósito del agua, la mancha en la corbata o el wifi. La mentalidad del bricolaje ha aterrizado en una sociedad cada vez más lavada de conocimiento y necesitada de instrucciones. Y el término tutor, utilizado antaño en el sentido de “el que cuida y protege a un menor u otra persona desvalida”, ha sido barrido por tutorial, esos vídeos que instruyen en cómo hacer cosas. Desde quitar una mancha de vino de la alfombra persa o crackear el paquete de Microsoft Office hasta dejar de morderse las uñas cuando él o ella no llama.
Si uno busca en YouTube tutorial en genérico, se hallan 251 millones de resultados. Clips para aprender un idioma con más de tres millones de visualizaciones, sobre la forma en la que hay que chutar el balón para que haga un determinado efecto con casi cinco millones y la forma de cocinar un plato de alta cocina con siete millones. Hasta hace apenas tres semanas, también se hallaban demostraciones con arma de fuego, que afortunadamente Google ha decidido retirar tras el clamor provocado por el último tiroteo masivo en EE.UU. La afición a seguir el paso a paso nunca se había materializado con tanta profusión. ¿Acaso no se trata de un pasatiempo infantil? Millones de usuarios confiesan que les relaja, que entran en un embotamiento liviano. Ver hacer y deshacer mientras uno no hace nada acrecienta el placer de lo útil. Entre el público infantil y juvenil, los tutoriales arrasan. Los profesores suelen ser de su misma edad. No sólo buscan consejos para hacer slime casero, maquillarse, aprender un truco de magia o dar el primer beso, sino que se enganchan a los llamados DIY, a menudo insólitos al estilo de la Teletienda, especializados en crear demandas inexistentes. O todo lo contrario, clamores cotidianos, como el que te enseña a colocar los auriculares en los oídos de forma que no se caigan a cada instante.
La base sobre la que se asienta la colonización de la cultura del tutorial se explica por un lado en la desaparición del conocimiento heredado, una sabiduría en minúsculas, tradicional, que incluía ritos de pasaje como aprender a anudar la corbata con el padre o a freír un huevo con la madre. Y, por otro, la evolución, que tan bien han explicado Rifkin o Sennet, de un modelo de trabajo caracterizado por la mecánica de tareas manuales repetitivas –con la consiguiente adquisición de destreza– a otro de mentefactura, donde prima la reflexión y la gestión. También aflora el resultado de la soledad virtual. La voz del tutorial, a través de una pantalla, acompaña a los pequeños a enhebrar una aguja mientras los adultos andamos muy ocupados.
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23 de abril de 2018
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Puño y letra

Como parte de los actos del premio Cervantes que he de recibir en próximos días de manos del rey de España en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, en el Instituto Cervantes de Madrid se celebra de previo el ritual del depósito de un legado.
El Instituto funciona en un imponente edificio adornado de cariátides en la calle de Alcalá, donde estuvo primero el Banco Español del Río de la Plata y más tarde el Banco Central de España, y por eso tiene bóvedas blindadas, a las cuales se da ahora uso literario, pues los legados se depositan en las cajas de seguridad que antes servían para que los clientes resguardaran allí títulos valores y joyas.
El legado tiene que ver con la vida y la obra del propio autor, algún objeto o instrumento relacionado a su oficio, manuscritos originales, libros que ha atesorado. El director del Instituto, Juan Manuel Bonet, me lo avisó hace meses para que fuera pensando mi escogencia; cuando en la ceremonia se deposita el legado en la caja correspondiente, hay que fijar un plazo para abrirla y revelar de que se trata, un plazo que puede durar hasta la muerte; o, siempre de por medio el plazo, se puede anunciar de inmediato el contenido.
¿Qué podría dejar yo allí, en esa bóveda? ¿Una pluma fuente? A duras penas escribo a mano, salvo las dedicatorias de mis libros, y hasta mis notas las apunto en el celular. ¿Unos lentes? Es lo más común en estos casos. ¿Una máquina de escribir? Dejé de usarlas hace más de treinta años y no conservo ninguna, porque en 1985 me pasé para siempre al teclado de la computadora, con lo que me considero un veterano digital. ¿Un manuscrito? Vale la misma razón de que no escribo a mano.
Hace algún tiempo, cuando me pidieron del Centro de Arte Moderno de Madrid algo relacionado con mi oficio, para el pequeño museo de escritores que allí tienen, me decidí por los trece discos floppies que contienen mi novela Castigo Divino, escrita en una computadora primitiva, que trabajaba con un sistema llamado Lotus Simphony, un modelo que por supuesto ya no existe, ni tampoco es posible descodificar su lenguaje. Una verdadera lengua muerta.
Entonces, pensé, mejor un legado que me trascendiera, a mí y a los instrumentos de mi oficio, y me decidí por este que enseguida las explico, que aunque he pedido sea sacado de la caja el 5 de agosto de 2022, cuando cumpliré 80 años, Dios mediante, es público desde el momento de su depósito: se trata de una carta original de Rubén Darío, y de otra de Augusto César Sandino, ambas conservadas en mi archivo personal por mucho tiempo.
La carta de Rubén está fechada en París, 9, Rue d´Odessa el 2 de enero de 1902, y su destinatario, según puede desprenderse del texto, es un íntimo amigo suyo, el doctor Luis Henri Debayle, médico de la Sorbona, a quien llamaban en su tiempo "el sabio", residente en León de Nicaragua, muy influyente en el país, y a quien pide gestionar ante el gobierno del general José Santos Zelaya que se le conceda el consulado en París, el cual obtuvo al año siguiente.
La carta de Sandino está fechada en el Cuartel General del Ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Nicaragua el 11 de octubre de 1931, en las montañas de Las Segovias, y va dirigida general Simón González, al coronel Abraham Rivera, y al teniente coronel Perfecto Chavarría. En ella expide órdenes acerca de los preparativos de una expedición militar desde Wiwilí hasta la costa del Caribe, a través del río Coco.
Quienes firman estas cartas, ambas mecanografiadas, representan juntos la esencia de mi país, a través de la palabra y de la dignidad. Son ellos quienes nos dieron nuestro sentido de nación. Rubén transformó el idioma desde la literatura, dando a la lengua nuevos atrevimientos y sonoridades, y la poesía lo convirtió en un héroe nacional, suficiente para que a su regreso en 1907 la gente del pueblo desenganchara el tiro de caballos del coche descubierto que debía conducirlo desde la estación del ferrocarril en León, para pegarse a las varas y arrastrarlo entre vitores.
Sandino, quien se definía como un "trabajador de la ciudad, artesano como se dice en este país", se convirtió en soldado por la fuerza de la necesidad ante el imperativo de librar al país de la intervención militar extranjera que duró seis años.
Hay una frase suya, que es la de un poeta, porque las palabras desnudas por verdaderas, también son poesía: "El hombre que de su patria no exige sino un palmo de tierra para su sepultura, merece ser oído, y no sólo ser oído sino también creído".
Y al periodista vasco Ramón de Belausteguigoitia, quien lo entrevistó en su campamento en 1933, después de acordada la paz que lo llevó a la muerte, porque fue asesinado a traición por órdenes del primer Somoza, le dijo: "¡Ah, creen por ahí que me voy a convertir en un latifundista! No, nada de eso; yo no tendré nunca propiedades. No tengo nada...". Fue un voto de pobreza, que en política es como un voto de castidad, que nunca violentó.
Somos hijos entonces de la dignidad y de la palabra. Ambos salieron de la entraña de esa tierra pequeña y fecunda, una patria rural que nadie mejor que Rubén pudo describir: "Buey que vi en mi niñez echando vaho un día/ bajo el nicaragüense sol de encendidos oros,/ en la hacienda fecunda, plena de la armonía/del trópico; paloma de los bosques sonoros/ del viento, de las hachas, de pájaros y toros/ salvajes, yo os saludo, pues sois la vida mía..."
De manera que no puedo dejar nada mejor entre los tesoros del Instituto Cervantes, que las firmas de los dos nicaragüenses que me legaron un país. Su puño y su letra.
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20 de abril de 2018
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Con sentimiento y consentimiento

En las relaciones siempre hay un lado luminoso y un lado oscuro”, le digo a la chica, apenas 19 años, dentro de un taxi. Ella me responde: “Siempre es oscuro”. No decimos nada más. Trae un lamento antiguo y derrama su tristeza en ese auto, un espacio público que por unos momentos convertimos en diván freudiano; la cabeza apoyada en la ventanilla, afuera la noche azul petróleo salpicada por colas de neones. Los taxis son escenarios proclives a las confesiones. El conductor puede estar tan próximo o tan lejano como queramos. Incluso puede ser invisible. “Siempre es oscuro”, dice. Parece un verso de Auden. Es Pizarnik, Ajmátova, Plath, Sexton, Vilariño, Joplin, Winehouse. Es Sissí Emperatriz. No hay consuelo. Es la tragedia del amor romántico, cargado de una venenosa expectación. Porque en la mayoría de relaciones de amor adolescentes pesa más lo oscuro que lo luminoso: lo que no se tiene. Lo escribió el gran poeta cordobés Vicente Núñez: amor es con sentimiento y consentimiento.
Mucho se ha hablado de la importancia del no en las relaciones sexuales, hasta el extremo de tener que soportar locuciones redundantes en un mundo de adultos: “no es no”, repiten una y otra vez las víctimas de abusos en todas las latitudes. Las palabras modifican la vida, y el no es una pieza clave. El no es redentor. Sin él se entiende que hay consentimiento. Que un hombre viole a una mujer –o a otro hombre– desoyendo la negación de su víctima no entraña en modo alguno aceptación. Qué bien lo explica la obra de teatro que se titula precisamente así, Consentimiento, escrita por Nina Raine y dirigida por Magüi Mira en el teatro Valle-Inclán de Madrid, que escarba en aquellas relaciones en las que el silencio no siempre quiere decir sí.
En el currículum existencial de los llamados millennials, el amor ha conseguido escasos másters. Además de bautizarse en la precariedad, víctimas impotentes ante la crisis, recibieron una primera educación sexual a través del alud de porno online, y algunos llegaron a creer que el sexo era aquello. Hoy la normalización del machismo entre los jóvenes se dispara. Y muchos de ellos ponen en duda el constructo del amor romántico, hijos de padres con segundas, terceras o cuartas parejas.
Hace unos meses, Jean Twenge, titular de Psicología en la Universidad de San Diego en California, publicó una investigación en la que demostraba que, pese a tratarse (supuestamente) de la generación que concibe la vida en pareja de forma más liberal y disfruta de una sexualidad más desinhibida, fluida, y sin compromiso, los millennials tienen hoy, de media, menos relaciones que nosotros, sus padres. Ocho frente a once, en la misma franja de edad. Y es elocuente su cautela. Su no.
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18 de abril de 2018
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El pueblo salvaje de Osho y Ma Sheela

Hace una década vi a mi padre leyendo El libro del sexo: del sexo a la superconciencia. Me llamó la atención que el autor fuera un tal Osho (1931-1990), gurú new age de autoayuda, porque asumía que las figuras religiosas se oponían al sexo no conectado a la procreación; Osho no. Escribía cosas como: "El sexo es bioelectricidad... Se debería aceptar el sexo como algo normal... El sexo con meditación puede aportar una suerte de renacer... Cuando te aproximas a una situación orgásmica, se detienen los pensamientos, te transformas más en energía, en fluido, en pura palpitación".

Fue por eso que decidí ver Wild Wild Country (Netflix), el documental de los hermanos Way sobre la creación, a principios de los ochenta, de una comuna de sus seguidores -rajneeshi- en Oregon: quería saber algo más de Osho y su doctrina. No aprendí mucho, excepto que su prédica mezclaba ciertas corrientes místicas asiáticas con una fe occidental en la prosperidad propia como camino de superación personal (Osho mismo tenía 30 Rolls Royce). Estaba, además, su defensa de las relaciones abiertas y de la búsqueda hedónica de liberación de energía a través del desenfreno sexual, y su rechazo a ofrecer la otra mejilla (mejor devolver el ataque): ser religioso no significa ser timorato. No fue casual que ese discurso atrajera en los setenta a tantos jóvenes de Occidente, ni que algunos rajneeshi hablen hasta hoy de Osho con palabras exaltadas.

En lo que es magnífico el documental es en su relato de suspense subre la creación de la comuna: un culto rico, en problemas con las autoridades de la India, decide trasladarse y comprar sesenta mil hectáreas de terreno al lado de Antelope, un pueblito adormilado en Oregon. Al poco tiempo, gracias al poder del voto de los seguidores de Osho, el pueblo cambia de nombre y se llama Rajneeshpuram. Wild Wild Country puede entenderse como una anticipación hiperbólica de las batallas inmigratorias actuales: no solo está ahí la reacción local de los ciudadanos conservadores ante la llegada de estos extraños de ropas rojas -muchos de ellos también norteamericanos- que vienen a cambiar las costumbres del lugar, sino también el apoyo de las autoridades estatales y federales a esos ciudadanos, que llega al punto de ir contra el espíritu democrático al cancelar una registración de nuevos votantes cuando se enteran que los rajneeshi planean postularse a los altos cargos administrativos del condado de Wasco. 

Wild Wild Country no muestra que esta sea una batalla dicotómica entre el bien y el mal: los rajneeshi están dispuestos a usar trucos sucios para alcanzar sus objetivos. Allí, ante el voto de silencio de Osho, emerge el gran personaje del documental: Ma Anand Sheela, la administradora de la comuna y gran defensora de su gurú. La pequeña Sheela, de ojos y sonrisa pícara, está tan dispuesta a complacer a su maestro que decide defenderlo con todas las armas a su disposición, literalmente: Rajneeshpuram se llenará de revólveres y fusiles para los seguidores, listos para cualquier ataque de los vecinos o del gobierno. Sheela es agresiva e insultante ante los medios; si sus propios seguidores se extralimitan, les pone tranquilizantes en la cerveza; y a quienes se le oponen en el estado, les envía chocolates envenenados. Suyo es también el plan de contagiar con salmonella la comida de algunos restaurantes para que la gente del condado no pueda votar, en lo que hoy se considera el primer ataque bioterrorista en suelo norteamericano.

Wild Wild Country es un gran documental sobre el fanatismo y sus excesos. Osho sigue envuelto en el misterio: ¿un estafador, un verdadero líder espiritual, las dos cosas a la vez? Ma Anand Sheela no: su mal entendida devoción y su entrega la convierten en un peligro para el maestro y el culto. Con seguidores así, ¿quién necesita enemigos? Y con personajes así, ¿qué autor o autora podrá, a lo largo de esta temporada, inventarse un mejor villano?

(La Tercera, 16 de abril 2018)

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17 de abril de 2018
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Gloriana

La ópera fue, como la revolución, la fiesta favorita de la burguesía europea. Lo seguiría siendo durante décadas hasta que la destrucción de la cultura popular la empujó al rincón de la élite, es decir, se la devolvió a la aristocracia. Buena parte del populismo analfabeto sigue creyendo que la ópera es cosa de pijos. En lugar de impulsar su difusión, la revientan.

Así, por ejemplo, la gran Gloriana, ópera de Britten que se está produciendo en el Real de Madrid. Creada para la coronación de la joven reina Isabel en 1953, sufrió el ataque de lo peor del establishment británico. A su estreno acudieron embajadores romos, arrogantes jefes del régimen, ministros tontainas, parásitos de la corte, en fin, esa tropa que en la actualidad ha promovido el Brexit: puro populismo. Britten los calificó con sencillez clásica de "cerdos". Su libretista se refirió a "un público viscoso". El caso es que se cargaron la ópera y no volvió a la escena hasta medio siglo más tarde. ¡Y esto es lo que los actuales cabecillas del pueblo consideran "elitista"!

El boicot es fácil de explicar. Britten eligió para su ópera una historia regiamente escrita por Lytton Strachey, Elizabeth and Essex, que narra la caduca atadura amorosa de Isabel I, una anciana de más de sesenta años, con el joven conde de Essex, militar altanero y cabeza loca. Cuando Essex fracasó en su intento de dominación irlandesa, incapaz de admitir la derrota conspiró contra la reina. Isabel no dudó ni un momento en condenarle a muerte. La ópera de Britten es una defensa de la nación contra los intereses egoístas de los políticos. Un Lucio Junio Bruto femenino.

La admirable creación del Real debería ser vista por todo ese populismo que desprecia cuanto ignora. Y por los demás, claro.

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17 de abril de 2018
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Hacer sábado

España fue siempre país de chanchullos, también llamados cabildadas o alcaldadas, pues demasiado prolija es la tradición del provecho ilícito a través del poder. La vara de mando llegó a parecerse al maletín de Mary Poppins: metías la mano dentro y sacabas un piso en Marbella, un bolso de Vuitton, una tarjeta black, o un banquete de bodorrio salvaje. Pero, con la llegada de la crisis –que coincidió con los primeros furores de las redes sociales–, se empezaron a buscar otros horizontes, y se forjó un nuevo estilo: influencia en lugar de dinero negro, primero porque escapa a las pesquisas auditoras, y, segundo, porque, igual que todo lo valioso, produce beneficio a medio y largo plazo. Del saco salieron hasta títulos académicos, como el máster de Cristina Cifuentes –según ella misma reconoce, sin ir a clase ni hacer exámenes– o el posgrado en Harvard de Pablo Casado –en realidad cuatro días de cursillos en Aravaca– para adornar los currículums de quienes se sienten en falta.
Recuerdo una vez que, a fin de documentar una entrevista, le pedimos a Elena Ochoa, ahora lady Foster, su currículum. Contaba casi con 50 páginas bien detalladas y documentadas, y en la redacción nos quedamos asombrados. Aún y así, nunca tuvimos la tentación de mentir ni en esa atragantada línea donde podías dudar entre el inglés básico o el medio porque la sola idea de que nos entrevistaran en ese idioma nos paralizaba. La vergüenza propia –y la ajena– siempre marcó un límite: ¿alguien puede dormir tranquilo asegurando que es matemático, pedagogo o ingeniero industrial sin haberse licenciado? No fue el caso de Ada Colau, a quien le quedan tan sólo un par de asignaturas para terminar Filosofía, y nunca lo ha escondido. Al contrario, colgó en su web sus buenísimas notas de la carrera, excepto las dos materias no presentadas. Y dudo de que nadie dejara de creer en ella por no tener el título enmarcado.
Vivimos tiempos de desenmascaramiento. Caen las torres más altas, los guardianes de los guardianes muestran sus manos manchadas. Ni la judicatura, ni la universidad, ni las oenegés ni la mismísima Academia Sueca del Nobel –asaltada por escándalos sexuales y filtraciones– son fiables. Un sistema amoral construido con atajos y puentes, con ascensores de alta velocidad y puertas giratorias, emerge, incapaz ya de contener su podredumbre.
Pero ¿qué estábamos haciendo, generación tras generación, mientras sanguijuelas de todo tipo saqueaban arcas y sacaban pecho con méritos falsamente vanidosos? Trabajar, tener hijos, sobrevivir, hacernos mayores, sobrevivir, enfermar y sanar, sobrevivir. Por no ceder la silla, ni regenerarse, ni hacer sábado, se han acumulado to­neladas de basura bajo la alfombra. Y ahora que la mugre se desborda igual que un río, aún se espera que la sociedad sacrificada, e incluso puteada, recoja los excrementos de los incontinentes chanchulleros.
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16 de abril de 2018
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Explosión-implosión

Brad tuvo una juventud rubia, de mecha californiana y mirada matadora, con un sesgo de cachorro herido y a la vez de habitante de las Grandes Llanuras. Con Jennifer Aniston encarnaron a los novios de la América del nuevo milenio. Chispeantes e inmaduros, juntando sus cabezas doradas que inspirarían tanto a la estética del amor líquido como a los peluqueros de norte y sur. Representaban el éxito y la vida ligera que relucía en sus paseos por Malibú. Y le ponían humor al asunto, ella con sus muecas apayasadas, él con sus guiños y sus cortes de manga. 
 
Después de la serendipia de “Thelma&Louise”, Brad fue elevado a mito erótico, soberbio y canalla, por el público femenino –siempre corto de catálogo–, y luego se propuso demostrar que también podía ser buen actor. Se alistó en las filas de la mirada introspectiva, más serio y barbudo, despeinado y chulo, simbiosis de Brando y James Dean, y, como ellos, artista sin red. Y llegó el rodaje ese thriller tontuno, “El Sr. y la Sra. Smith”. Jolie estaba sola, Pitt casado. Se fascinaron y se fundieron. Se tatuaron. Su carrera –no solo profesional, también la vital– está marcada por dos números de poderosa mística. El 7 –según Pitágoras el número perfecto– y el 12, asociado a la completud y la armonía. Él ha rodado “Seven”, “Simbad. La leyenda de los siete mares” y “Siete años en el Tibet”, así como “Doce monos”, “Ocean's Twelve” y “12 años de esclavitud”, y su relación con Angelina  –la más larga de cuantas ha tenido– duró no once, como afirman las crónicas oficiales, sino doce años. Los Brangelina se convirtieron en una gran empresa de Hollywood y en estandartes de la nueva familia interracial y transgénero. Hasta que se les rompió el amor. Y, mientras Brad seguía levantando Nueva Orleans cada vez más desaliñado, con melena y gafas de pasta, Angelina daba discursos en la ONU. El cuento terminó abrupto. Alcohol y porros, malos prontos, rehabilitaciones, silencios, caos familiar y niños mimados. Brad, con el macuto a cuestas, se apoyó en otro paradigma de la masculinidad, George Clooney –que intentó rejuntarlo con Jen– y en la arquitectura (disciplina de la que, entre rodajes y descansos, obtuvo una licenciatura). Desde hace unas semanas se le relaciona con la arquitecta activista Neri Oxman. A los cincuenta anunció Chanel número 5, y le declaró a su amigo Guy Ritchie sentirse “puñeteramente sólido”.  Cinco años después, parece haber recogido los pedazos de su espejo roto. En silencio.
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“Yo era bastante anti política de joven. Empecé a colaborar en causas relacionadas con los derechos humanos y a reunirme con refugiados y víctimas de conflictos principalmente porque quería aprender. También porque tenía la romántica idea de que para ser una activista humanitaria no hace falta más que calzarse unas botas. Pero llega el momento en que te das cuenta de que eso no es suficiente: tienes que llegar al fondo del problema. Y eso te lleva, la mayoría de las veces, a la política y las leyes”. Habla Angelina Jolie, y se lo cuenta a John Kerry, ex secretario de estado norteamericano, al que impuso como interlocutor para una entrevista con la revista Elle USA. La segunda condición: que no hubiese fotógrafos y asistentes, estilistas ni redactores durante su conversación, centrada en la lucha contra la violencia sobre las mujeres, el medio ambiente y las crisis migratorias. Con Kerry se garantizaba escapar de la frivolidad. Y de su vida sentimental. Porque la leyenda acerca del control de la información respecto a ella no tiene precedentes. Contratos propios de una diosa antes de conceder una entrevista. Filtros de orfebrería. La editora Bonnie Fuller dijo hace diez años que “ella es miedo inteligente”, y señaló su “habilidad increíble, quizás más que cualquier otra estrella, para saber cómo dar forma a una imagen pública”.
 
El caso es que Jolie ha completado un cambio de piel, pasando en diez años de estrenar cinco películas en una temporada a firmar documentales para Netflix sobre el terror de los Jemeres Rojos en Camboya. Se ha convertido en Embajadora de ACNUR, profesora invitada en la London School of Economics y coautora, con Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN, de manifiestos como el publicado en The Guardian. Hoy es más fácil encontrarla en cumbres y viajes oficiales que rodando o sobre la alfombra roja. Hay pocos casos como el suyo. Exótica y torva, bisexual y explosiva, cambió el vestido de sirena por la pashmina. Pasea un aura mística, casi de Santa Angelina. Después de Brad, ha acusado su proceso de beatificación. Sus acompañantes son sus 6 hijos; el negro, su color oficial. En su mirada brilla la melancolía de la experiencia, y sus labios, cada vez más borrados, solo se abren para dar su voz a los invisibles. Parece que se rompe, pero pocas celebridades han podido escapar de su máscara y utilizar su fama para que el agua llegue a un campo de refugiados.
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14 de abril de 2018
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El Boomeran(g)
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