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El lenguaje político del fútbol


En el largo transito del coliseo al estadio hemos dejado atrás casi todo. De lo rupestre quedan aún los toros que caen de rodillas ante la tortura, pero también queda la sensación de mirar a un gladiador cada vez que el semidiós futbolero de turno alza la mano y responde a los vítores de su público. Lo cierto es que el poder y el deporte comparten un corazón antiguo y, como en todas las historias de los amores que perduran, ese amor ha logrado cambiar para mantenerse. Más allá de pensar que Lampedusa tiene nombre de técnico, basta poner como ejemplo la relación entre los gladiadores y el César de la actualidad. Antes, los jugadores de fútbol hacían fila para subir al palco presidencial y recibir el reconocimiento del poder, ahora es muy común que el César baje a la arena para saludar a los semidioses que lo legitimen y reconozcan. El mensaje es la cancha y su alfombra de césped: tratar a un semidiós de tú y hacerse una selfie con él, garantiza tu espacio en las alturas y el afecto desde la grada. O al menos el respeto de las redes sociales.


   Hagamos un alto en el centro del estadio donde empezó un nuevo partido. Estamos cumpliendo medio siglo de los movimientos estudiantiles que le dieron la vuelta al mundo. Se dice que a partir de ese instante producido por los “siempre jóvenes” del 68, la democracia y los ciudadanos se abrieron paso hacia la construcción de sociedades más igualitarias ¿Es verdad? ¿Qué ha cambiado desde que finalizó el siglo XX y con casi dos décadas de siglo XXI encima? ¿Qué nuevas formas de ciudadanía se han construido desde aquel movimiento mundial que nació en la primavera de 1968? ¿De verdad el mundo se une por un balón? ¿Qué es lo que ese balón une?


   Tras la manera en que la matanza de Tlatelolco marcó a las Olimpiadas de1968, el Mundial de 1970 fue un intento por presentar la cara de un México renovado, con una dinámica internacional orientada a los no alineados y el llamado tercer mundo y tan fresca como la guayabera. Simultáneamente, en el planeta empezaba a gestarse una comunidad de naciones que aspiraba a borrar las fronteras y a reconocerse en condiciones de iguales. Sin embargo, en aquellos momentos, la llegada de la globalización comercial era apenas una larva que se incubaba en los laboratorios del mundo. La palabra antidoping ni siquiera existía.


   El Mundial de 1970 fue perfecto, no hubo un solo expulsado, los cuatro finalistas ya habían sido campeones del mundo (Brasil, Italia, Alemania y Uruguay) y los mitos llamados Pelé, Banckerbuer y Bobby Charlton hicieron de esos días un mito que aún se recuerda en las memorias de los cronistas deportivos, de hechos y de Indias. Mientras Edson Arantes do Nascimento regalaba al mundo la felicidad del “jogo bonito” los brasileños bautizaban ese año como el “de las 20 mil torturas” incluida la de la hoy expresidenta Dilma Rousseff.


   De igual manera, el Mundial de 1978 en Argentina, representó la oportunidad para el dictador Rafael Videla de mostrar al mundo como los habitantes de su país podían vivir en paz ye calma con su régimen. Si lo comparamos con la actualidad, los cambios han sido radicales. Aunque la relación del fútbol y la geopolítica siguen formando parte del proceso mundial, los estados nación de la época (democráticos o autoritarios) se fueron transformando todos en la homogénea comunidad de estados de mercado. Supongo que Vladimir Putin está contento. No es Videla, en su mayoría los jugadores de la selección rusa nacieron después de la URSS y su amado líder encarna al estado nación, al estado autoritario, al estado democrático y al estado empresarial, en un solo y contradictorio sistema. Buen negocio ser un equipo con tan distintos jugadores y que en el arduo ejercicio de mirar dónde quedó la bolita, nadie esté hablando de las sanciones económicas por su comportamiento en el conflicto de Ucrania y la anexión de Crimea; la intervención rusa a favor del régimen sirio; los escándalos digitales de manipulación en las elecciones norteamericanas, el independentismo catalán y el Brexit o el escándalo del espía asesinado que costó la expulsión de 22 diplomáticos rusos del Reino Unido. Aunque, antes de empezar la justa, la primera ministra Theresa May anunció que ningún representante de la familia real asistiría al Mundial de Rusia y que el gobierno inglés rompería todos los contactos bilaterales de alto nivel entre el Reino Unido y la Federación Rusa, hubiera sido todo un gesto de dignidad que once ingleses entraran en el corazón de la Rusia de Putin para disputar la final. Aprovechando el mundial, la jugada podía convertirse en todo un ejercicio de distensión. Ir por el tercer lugar nunca es lo mismo.

   Regresemos la mirada un poco atrás. En 1990, al año siguiente de la caída del muro de Berlín, el Partido Comunista Italiano cambiaba de nombre por Partido Democrático de Izquierda y la última Alemania Federal ganaba el mundial de Italia. En 1994, mientras los Estados Unidos preparaban la inauguración del primer mundial en su país, el otro fútbol se teñía de sangre por los asesinatos de Nicole Brown Simpson y Ronald Goldman, adjudicados al jugador de fútbol americano, O.J. Simpson. En esos meses, Bill Clinton y Boris Yeltsin firmaban los Acuerdos del Kremlin, que al detener la carrera de los misiles nucleares, ponían punto final a la Guerra Fría.


   Ahora que el equipo de Trump no está en el ánimo mundial ni del Mundial, es un buen tiempo para que los norteamericanos piensen cómo quieren regresar para el 2024, ya que una cosa es que ese torneo se realice con un muro que separe a los vecinos Estados Unidos, Canadá y México y otra muy distinta es que el evento sea organizado por una comunidad de socios, aliados y amigos.  


   La historia de los símbolos en el fútbol es muy larga. En el proceso de transformación de su lenguaje hemos visto un conflicto entre Honduras y El Salvador llamado “La guerra del futbol” que puso a la luz las tensiones existentes entre estos dos países; hemos visto a un futbolista colombiano asesinado por el narcotráfico tan sólo por haber fallado un penal; hemos visto a un francés descendiente de argelinos defender el honor de su madre con un cabezazo; hemos visto una guerra de honor por las Malvinas entre Inglaterra y Argentina, durante el mismo mundial que la mano de Dios anotó un gol sobrenatural; hemos visto a un país entero rechiflando el enojo por lo sucedido en la Ciudad de México durante los terremotos de 1985; hemos visto al Atlético Nacional de Medellín honrar y ceder la Copa Sudamericana al equipo Chapecoense de Brasil, cuando, de camino a la final, casi todos los miembros de ese equipo perdieron la vida en un accidente aéreo; hemos visto a un equipo quedarse sin director técnico, seducido por el capital antes que por la patria (cosa nueva); hemos visto al equipo de Israel teniendo que clasificar para el mundial en la confederación europea (UEFA), ya que no es bienvenido en la Confederación Asiática de Futbol, particularmente en la Federación de Futbol del Oeste de Asia (WAFF) donde juegan los países de su zona. En la mesa se pone la duda de cuál será la respuesta de los países árabes si Israel califica para el mundial de Catar.   


   ¿Y qué hay de las causas ciudadanas, el respeto a los derechos humanos y la diversidad? Del mismo modo, hemos visto como todas las causas sociales, los movimientos ciudadanos, la defensa de las libertades y contra la discriminación encuentran su espacio en la cancha.

   Hace unas semanas me subí a un taxi en Lisboa. Después de cruzar opiniones sobre la profecía de los Simpson donde Portugal y México se enfrentarían en la final, el taxista me felicitó por el triunfo de mi país contra Alemania. Luego bajó el volumen de la radio para decirme: “lo que los países amigos de México no podemos entender es eso que ustedes hacen contra el árbitro. La homofobia no es ninguna cortesía”. Aquello que para los mexicanos se convirtió en gran debate sobre los modos de hablar, la moral y las fórmulas coloquiales, para el mundo es lo que es: un insulto. Para el mundo el grito de “puto” y que los futbolistas de la selección nacional tengan relaciones con los agentes dedicados a la trata y el tráfico de personas y que, además en alguna ocasión, la Federación Mexicana de Futbol haya alterado la edad de los jugadores para participar en un campeonato juvenil, no sólo son trampas que afectan el prestigio de un país, es una forma de verse la cara y, frente al espejo, descubrir que el engañado es uno mismo.


   De igual manera, en el pasto flota la doble moral y el racismo. Ya lo vimos con los ataques que, en su momento, padeció Samuel Eto´o. Ya conocemos a las hinchadas que emulan la vida ultra del fascismo y que al final de su brazo estirado, sujetan una cerveza. Pensando en ese racismo, pero también en el miedo y los fenómenos migratorios, digno es de pensarse lo que sucede en Francia. Al mismo tiempo que el país galo endurece su política migratoria, especialmente contra ciudadanos provenientes de los distintos países de África, les bleus convierten a su selección en héroes de la libertad, la igualdad y la fraternidad, sin felicitarse por la diversidad de su origen: Congo, Camerún, Guinea, Nigeria. Malí, Togo, Angola, Marruecos y Senegal. Países de donde proviene la mayoría de los integrantes del equipo francés. Y de sus inmigrantes.


   Hagamos un zoom al estadio y usemos la barra (ese antídoto contra la posverdad) para ver en cámara lenta los gestos de una leyenda. Treinta y dos años después de su mundial histórico, Diego Armando Maradona remilga desde su butaca por el supuesto mal trato dado a los colombianos en favor de los ingleses. En su corazón laten las Islas Malvinas. Mientras que el 25 de septiembre de 1991 se firmaba la declaración conjunta de los gobiernos de Argentina y del Reino Unido para poner fin al conflicto de las islas, Maradona era detenido en Buenos Aires por posesión de cocaína y Croacia declaraba su independencia y empezaba un largo camino hacia la soberanía plena.

   En el mismo estadio en que este Maradona embrutecido se rasga las vestiduras, hay una mujer que luce una camiseta ajedrezada en rojos y blancos, que ha pagado de su bolsillo las entradas, su pasaje de avión ye el hospedaje. También ha pedido licencia sin goce de sueldo a los órganos de control de su país, ya que actualmente es la presidenta de Croacia. Se llama Kolinda Grabar-Kitarović y se ha convertido en el alma que impulsa a su equipo. En esos momentos y para el resto del mundo, Croacia sufre una metamorfosis y se convierte en la Urugay europea capaz de ganarle a un Goliat histórico como la Francia de les bleus. Uno de los países más jóvenes de Europa quiere un “maracanazo” (en este caso “luzhnikinazo”) contra el país más grande de Europa. Pareciera que en un mundo donde las potencias hegemónicas de ayer apuestan por mirarse el ombligo, la periferia puede jugar papeles centrales e incluso ganar un mundial. Gran lección para el nuevo paradigma. De cualquier forma, la final será histórica a partir de una disyuntiva: O los franceses se quitan “deportivamente” el karma de Waterloo y conquistan a Rusia y su zar o bien una antigua república de la URSS se hace de la copa en la antigua capital de la Unión.

   Entretanto Kolinda Grabar-Kitarović aprovecha las horas antes de la final  para firmar acuerdos de colaboración con Rusia y visita a su equipo para darles ánimos. Las redes sociales la admiran y su nombre sube de ranking entre las entre las 19 mujeres que gobiernan algún país en el mundo. Nada que felicitar aún si entendemos que los gobiernos encabezados por mujeres representan apenas el 10% del planeta. La batalla del feminismo continúa y en el caso del futbol se juega en otras canchas que también apuestan por la igualdad de género. Ejemplo de ello son las neozelandesas, quienes lograron que las jugadoras de fútbol ganasen lo mismo que los jugadores. A las neozelandesas le siguen las danesas, que tienen en jaque a la Federación de Fútbol de Dinamarca. Un mundial de hombres no es un mundial de mujeres y hablar de igualdad en este deporte suena todavía a quimera. Aunque parezca mentira, no importa, el voto femenino también parecía un imposible en su momento. La puerta se abrirá por los árbitros mujeres y el mundo se quedará con la boca abierta cuando llegue una directora técnica a encabezar alguna selección. Es probable, deseable, que eso suceda en Catar. También llegará el momento en que la diversidad sexual no sea un tabú que aún permanece encerrado en los casilleros o que el futbol femenino se encuentre con el masculino, jugando partidos de igual a igual.

   ¿Y qué hay de la esperanza? Cuando descubres que un milenial como Luka Modrić, además de ser un astro del Real Madrid y de su selección, fue un niño que presenció el fusilamiento de su abuelo, escapó de un campo de concentración, estudió ingeniería en recursos hídricos y hoy lleva una empresa que imprime prótesis para niños amputados, la respiración y la esperanza regresan al cuerpo. Cuando revisas la prensa y lees que ese mismo jugador está acusado de falsedad de declaraciones en un caso de corrupción en su país, te dan ganas de ver la tarjeta amarilla (dando el beneficio de la duda) o de tirarte al suelo y llorar como Neymar.

   Silencio. En la vida como en el fútbol, siempre tendremos tiempo de recuperación, porque este deporte es la metáfora perfecta del mundo y lo que sucede en él.

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13 de julio de 2018
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Mayordomos para el ego

Estrenan especialidad, y se anuncian como mayordomos de Instagram, pero bien podrían ser los mismos que un día te hacían el álbum de la boda y otro te alargaban la tortura al salir del parque de atracciones. Hace unos años, los fotógrafos ambulantes empezaron a sofisticarse entre hamacas mediterráneas, con sus rastas rubias y una sonrisa que parecía franca. Convencían a los bañistas para sacarles una foto “artística” a los críos aún con la vieja idea de enmarcar lo memorable: arena, mar, blanco y negro. No sé quién fue el primero, ojalá se tratase de un cámara en paro que se dijera, “pues vamos a hacerle instas a la peña”, y emprendiera un negocio consistente en mejorar la identidad digital a golpe de clic. Acaso lo más discutible sea el concepto de mayordomo, subvirtiendo la naturaleza de la red y pasando del “hazlo tú mismo” a contratar absurdamente un servicio prémium para lucir mejor.
Algunos hoteles de lujo han diseñado ya InstaTrails, itinerarios que incluyen localizaciones para que sus clientes posen ideales y dejen atónitos a sus seguidores, exhibiendo de paso sus instalaciones. Tienen calculada la luz y los colores del atardecer, la composición del plano, hasta la justa altura del tronco de la palmera sobre el que va a desfilar su clienta a modo de pasarela, con la misma naturalidad de cada día, como si hubiese nacido para andar descalza sobre la corteza tropical.
En los últimos años han cambiado las tornas, y la realidad se pone al servicio de la virtualidad. No importa tanto vivir el momento como su repercusión en redes, y la alegría de recibir corazones, emojis y me gusta. ¿Quién no ansia ser querido, reafirmado por una panda de palmeros invisibles que jalean tus pasos, aunque se trate de un agasajo de cartón piedra? La adulación es un sucedáneo del Prozac, a pesar de sus efectos se­cundarios.
Para muchos internautas, la conexión con el mundo a través de Facebook o Snapchat resulta uno de los momentos más placenteros del día. Familias que se comunican entre continentes, amigos que se siguen con delicia y envidia, jóvenes que se inspiran y se provocan. Luego están los exhibicionistas, las celebrities de la red que se convierten en personajes. El filósofo británico Julian Baggini, autor de La trampa del ego (Paidós), afirma que la identidad no se basa en la concepción de un yo inmutable, “sino en una idea coherente de la narrativa que cada uno de nosotros crea para sí mismo y los valores que la sustentan”. Los flujos de imágenes edulcoradas que desfilan por el escaparate de monerías que es Instagram evidencian –además de una gran cantidad de gente ociosa– que posar en la red no es sólo un entretenimiento sino un veleidoso modelo de vida.
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11 de julio de 2018
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Barojiana

En sus poco más de 80 páginas, 'Los pequeños mundos' de Jon Juaristi recoge el más bello homenaje al País Vasco que he leído en los últimos años.

Como las bicicletas, los libros son para el verano. Ustedes me van a permitir algunas recomendaciones de lecturas veraniegas. Y comenzaré por una joya pequeña, Los pequeños mundos, de Jon Juaristi (Ipso). En sus poco más de ochenta páginas se recoge el más bello homenaje al País Vasco que he leído en los últimos años, pero no al actual, ni siquiera al pasado País Vasco, sino al soñado por Pío Baroja en su novela Las inquietudes de Shanti Andía. He aquí unas vascongadas que ya don Pío hubo de soñar porque no existían ni en su infancia y que ahora vuelve a soñar y recorrer Juaristi en busca de aquel mundo desaparecido antes de que naciera Baroja.

El mundo perdido de Baroja es el de los puertos que recorre Juaristi como quien visita viejos caserones ruinosos en busca de algún indicio, algún signo que los devuelva a la vida. El escritor nombra los puertos como si fueran las palabras de un poema: Fuenterrabía, Pasajes, Orio, Zarauz, Guetaria, Zumaya, Deva, Ondárroa, Lequeitio, el puerto antiguo de San Sebastián. De ellos salieron los pilotos de altura, los marinos mercantes, los pescadores, los navegantes modestos o heroicos, los de cabotaje o transoceánicos. Y entre ellos, claro, Shanti Andía. ¿Qué embarcaciones conoció? ¿Cuáles eran las más usadas? ¿Qué es un bergantín, exactamente? ¿Y una urca holandesa? ¿Y qué se vendía en las covachuelas de "efectos navales" que frecuentaba Shanti? La curiosidad de Juaristi, como la del enamorado, es ilimitada y busca algo imposible, agotarse en el detalle. El autor del magistral El bucle melancólico conoce en profundidad la tristeza de los mundos añorados porque nunca existieron.

El de Baroja era un pequeño mundo soñado, el de Juaristi es un breve gran libro. Perfecta lectura de verano.

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10 de julio de 2018
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Ayer es hoy, multiplicado

La tarde del 23 de julio de 1959 se produjo en una calle de León la masacre de estudiantes de la que fui sobreviviente y que marcó mi vida para siempre, ejecutada por soldados del ejército de la familia Somoza. 
Era una manifestación de protesta, y ya nos retirábamos hacia la universidad cuando estallaron las bombas lacrimógenas, y a los primeros disparos de los fusiles comencé a correr. Me topé con la puerta de servicio del restaurante El Rodeo. La empujé, y cedió. Se oía el tableteo de una ametralladora y seguían las descargas de los fusiles. Subí a la segunda planta. Había ahí tres niñas en una cama, aterrorizadas, en compañía de una empleada. "Estamos solas aquí", me dijo la mujer", con voz temblorosa. 
En absoluta inconsciencia me asomé por el balcón y vi a los soldados colocados en tres filas: de pie, de rodillas y acostados en el suelo, los fusiles humeantes. El de la ametralladora, echado en la acera de la esquina. En el pavimento, los cuerpos desperdigados. Alguien me gritaba: "¡una ambulancia!, ¡una ambulancia!". 
Pregunté a la mujer si había un teléfono. No tenían. Un cura bendecía a un herido. Era norteamericano, según supe luego. Creo recordar que se apellidaba Kaplan. En ese momento escuché la sirena de una ambulancia, pero los soldados no la dejaban pasar. Fernando Gordillo, mi amigo, envuelto en la bandera de Nicaragua, marchaba a media calle, ofreciéndole su pecho al pelotón. 
El recuerdo de Fernando caminando envuelto en la bandera me parece un sueño. En ese momento el pelotón comenzó a retroceder en formación, sin voltearse, hacia el cuartel a una cuadra de allí. Erick Ramírez, mi compañero de banca en el aula de primer año de derecho, estaba tendido en la calle. Tenía un orificio en la espalda. Me arrodillé a su lado para decirle que lo llevaríamos al hospital. Cuando lo volteé vi que tenía el pecho desflorado por un balazo. 
Subimos a los heridos y a los muertos en taxis y en vehículos particulares para llevarlos al hospital. Allá, la confusión era grande. Descubrí sobre una de las losas a Erick, y en otra a Mauricio Martínez, también compañero de banca. Los tres nos sentábamos juntos en la primera fila, los tres teníamos 17 años, y ahora ellos dos estaban desnudos sobre las losas, bajo el chorro de una manguera que los lavaba. ¿Cómo se entiende eso de la muerte a los diecisiete años? También lavaban los cadáveres de José Rubí y Erick Saldaña, estudiantes de medicina.
Un grupo nos fuimos a la Radio Atenas a hacer un llamado a donar sangre. Entró al estudio una patrulla encabezada por el teniente Villavicencio, compañero de aula también, con órdenes de impedir que se siguieran transmitiendo los llamados. No se podía divulgar la noticia de la masacre, ni siquiera pedir sangre.
Regresamos al hospital y en el portón encontramos una caravana de seis ambulancias del Hospital Militar que enviaba desde Managua el presidente Luis Somoza. Venían médicos de gabachas almidonadas, enfermeras de blanco impoluto. En la primera ambulancia, viajaba al lado del chofer el arzobispo González y Robleto. 
Una multitud de estudiantes, furiosos ante el cinismo de la dictadura, impedía a los médicos y enfermeras bajarse, y luego empezó el intento de empujar las ambulancias para voltearlas. No olvido la cara de terror del anciano arzobispo detrás del vidrio de la ventanilla. Tres años atrás había decretado funerales de "príncipe de la iglesia" para el viejo Somoza, fundador de la dinastía. 
El presidente de los estudiantes impuso la cordura. Al fin las ambulancias pudieron retroceder de regreso a Managua. A la medianoche, llevamos los cuatro ataúdes en procesión hacia el paraninfo de la universidad.
Cerca de la madrugada, Rolando Avendaño, estudiante de derecho, me propuso que hiciéramos un periódico dedicado a la masacre. Conseguimos unas viejas máquinas de escribir, y amanecimos trabajando en las notas. Se imprimió de manera clandestina en un taller tipográfico, y antes del mediodía circulaba con sus gruesos titulares en rojo.
Fueron cuatro muertos y más de 70 heridos aquella tarde. Hoy, tras más de dos meses de siega, la cuenta se acerca a 300 asesinados, cazados por francotiradores, ejecutados con un tiro en la nuca, tiroteados por paramilitares desde vehículos en marcha, quemados vivos dentro de sus hogares, aún niños de pecho. La inmensa mayoría son jóvenes, y hay al menos 25 menores de 17 años. Como nosotros entonces. Y los heridos llegan a 1.500.
Ayer es hoy, multiplicado.

 

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9 de julio de 2018
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Vida de papel

El periodismo es oficio de románticos aunque un día se rompiera la veda y entrasen en él todo tipo de equilibristas, además de una buena tongada de cínicos, algunos de ellos buenos vividores. Hasta jacuzzi en el despacho del gran jefe ha vislumbrado servidora en tiempos de la burbuja mecánica. El nuevo periodismo tomaba aires de rico advenedizo, porque el dirty realism solo valía para escribir, no para vivir. La hoguera de las vanidades ardía, y los estudiantes más idealistas corrían a hacerse periodistas. Era sexy, aventurero, un trabajo perspicaz: el aliento de la noticia, el valor de la intuición… “Veo a los periodistas como trabajadores manuales, los obreros de la palabra”, apuntaba Marguerite Duras. No me extenderé en el periodismo antes internet, cuando tenías que llamar al Ayuntamiento de Orihuela para confirmar sucenso. Pero entonces la vida aún permanecía en la página, y la pantalla la ampliaba. 
Elegir el tipo de papel siempre fue uno de los mayores goces de los editores de prensa, que hoy calculan una y otra vez su coste para recortar páginas. Nunca salió tan caro el precio de la hoja, convertida en un viejo lujo ; y aún así pocos vigores resultan comparables al de pensar una portada. Podríamos decir que hoy se hace muy buen periodismo, y quedamos bien todos, pero nadie podrá rebatir que el periodista nunca había estado tan tocado. No son kellys, pero algunos cobran la hora igual que ellas. No han peleado en las calles con influencers y blogueros al estilo de los taxistas con los conductores de Über y Cabify, al contrario, son bien mandados y a pesar de tener don de palabra, no sacan ira ni resentimiento. Se buscan la vida. Encajan la situación. Uno de cada cuatro falsos autónomos en nuestro país es periodista. Y el 45% de ellos cobra menos de 1.000 euros al mes. 
El precio de la información ha mutado; hoy está mucho más valorado redondear buenos tuits que escribir la Biblia. Los plumillas que han vivido la transición digital ya se imaginan haciendo arroces en la playa porque no se ven de community manager de Shakira. ‘Creación de contenidos’ le llaman a elaborar información al servicio de una marca de coches o de cerveza, y el periodista sabe que su contrato cada vez le compromete más con la publicidad. Así la vida, en este desnorte, cada vez menos quiosqueros levantan las persianas por la mañana y huelen la tinta fresca al romper el cordel de los paquetes. Siempre hay alguien que es el primero en comprar el periódico, ese pequeño héroe. A mediodía, algún viajero terminará de leer un articulo y, mirando por la ventanilla y suspirará satisfecho Y al atardecer, en la habitación de un hospital, llegará ese momento de calma en que se dice: “bajo a comprar unas revistas” y todo se suaviza. 
La prensa escrita tiene los días contados, dicen. No quiero creerlo, pero siento una heladera en la nuca cada vez que cierra un quiosco y las penas se encadenan. 
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9 de julio de 2018
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¿Quién le tiene miedo a Virginie Despentes?

Vernon Subutex 1 (2015), la extraordinaria novela de la francesa Virginie Despentes (1969) -parte de una trilogía-, tiene múltiples puertas de entrada. Una de ellas proviene de las reflexiones de la teórica política Wendy Brown acerca del neoliberalismo contemporáneo ya no solo como un sistema económico sino como una estructura ideológica -una "racionalidad política"- que moldea y restringe nuestra conducta, incluso cuando creemos oponernos a este. "Xavier siempre ha sido un necio de derecha", dice el narrador; "No es el que él haya cambiado, es que el mundo se ha alineado con sus obsesiones". Vernon Subutex narra ese alineamiento no solo de los defensores sino también de los rebeldes al sistema; su inteligencia narrativa, la fuerza de su prosa y su brillantez conceptual lo convierten en un libro fundamental de nuestro tiempo.

El disparador narrativo de esta sátira salvaje es la muerte de un viejo rockero que financiaba el piso de Subutex; sin tener cómo pagar el alquiler, y con el orgullo suficiente como para no contar a nadie que se ha quedado en la calle, Subutex inicia una peregrinación entre sus amigos y ex-amantes, buscando qué le den cobijo en sofás mientras piensa en una solución más a largo plazo. Despentes actualiza algunas de las coordenadas de la novela social decimónica, las que muestran el enfrentamiento o el acomodamiento del sujeto al sistema imperante. Vernon Subutex pertenece a una generación que va de salida, alguien que vende discos, uno de los oficios que los cambios tecnológicos han tornado obsoleto. Pero Subutex no solo vendía discos: como sus mejores amigos, la música para él era una forma de ser contestatario al sistema, de enarbolar las banderas del descontento ante el capitalismo. Esos sueños han quedado atrás: ahora se trata de, literalmente, sobrevivir.

Despentes ha armado su novela como un caleidoscopio en el que Subutex es el centro de irradiación para la aparición contante de personajes fascinantes -el agente de bolsa Kiko, la periodista Lydia Bazooka, el golpeador Patrice, etc-; en el esquema de la novela pueden ser menores, pero nunca dejan de ser interesantes. Sus monólogos, variados y llenos de humor, ideas filosas y lúcida agresión verbal, muestran la versatilidad de la prosa de Despentes, su amplia diversidad de registros. La transexual Marcia, por ejemplo: "con cada raya que nos metemos en la nariz tenemos que pensar que esnifamos el narcotráfico, el capitalismo más gore que podamos imaginar, nos metemos en la nariz el cuerpo de los campesinos a los que hay que mantener en la miseria para que no aumenten los precios, nos metemos en la nariz los cárteles y la policía, las milicias privadas, los abusos de los kaibiles y la prostitución que conlleva... Lo que salva los bancos es el dinero de la cocaína".  

En esta picaresca veremos el desfile de los miedos, ansiedades y paranoias creados por el sistema. Despentes mira de frente nuestros desajustes emocionales y económicos y habla con soltura de la precariedad laboral, de la misoginia imperante, de la forma en que la revolución digital ha trastocado todo aquello en lo que creía una generación, de cómo los viejos sueños del cambio son hoy reliquias trasnochadas.

(La Tercera, 8 de julio 2018)

 

 

 

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8 de julio de 2018
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El viaje y la mirada

Mis primeros trayectos solitarios en coche de línea aún me traen aquella sensación revoltosa de estrenar libertad. Debía de tener 14 años. Mis padres me acompañaban a la estación y mis tíos me recogían a la llegada. No había demasiado margen para descubrir mundo, por eso el trayecto era el verdadero viaje: intentaba escoger bien el asiento, pues lo que en verdad ansiaba era conocer a personas lo suficientemente interesantes para pedirles su dirección y cartearnos. Escribir y recibir cartas constituía entonces mi principal ventana al mundo, un estímulo feroz que me ayudaba a crecer. Cuando el cartero no tenía nada para mí me hundía un poco, algo parecido a sacar una nota mediocre o a quedarte sin helado. En aquel pequeño pueblo de piedra y almendros, las vidas de los otros, ajenos a aquel microcosmos, alimentaban la mía; algo parecido a los amigos virtuales de Facebook, porque a veces me escribía con gente que me era realmente extraña.
En la parada a mitad de camino de los viajes en autocar, al principio me daba vergüenza bajar y me quedaba enroscada en el asiento. Hasta que, tímida y precavida, decidí asomarme al bar de carretera y pedir un trinaranjus. En una ocasión hice una amiga mayor: más de 40 años y mucho misterio. Me contó historias de hombres que apenas entendía; traía un perfume denso y unos ojos perlados de negro. Recuerdo que me hablaba con una suavidad que me adormecía. Sus cartas eran de las más interesantes, hasta que mi madre, a quien le parecía muy rara aquella amistad con una mujer mayor y sola, me tiñó de su aprensión. Aun así, seguí entablando conversación con extraños viajeros. Subí a un coche de caballos junto a una amiga y un tuareg en Marrakech, debatí con  filósofos reciclados en fisioterapeutas en San Francisco, me carteé con una chef belga que conocí en Tokio, desayuné con boxeadores en Miami –incluido Mickey Rourke cuando era guapo– y compartí confesiones en vuelos largos con una bailarina del Bolshói o una norteamericana experta en fraudes bancarios. El viaje empezó a ser una experiencia capaz de cambiar el ánimo y la mirada.
Siempre he pensado que se paladea mejor preparándolo e imaginándolo. Y eso ocurre porque lo entendemos como un trance que significará el encuentro con lo desconocido y lo apasionante, con lo nuevo y lo bello, lo asombroso y admirable.
«Al fin y al cabo, la Tierra está aquí, me pertenece, quiero verla, quiero recorrer desiertos y montañas. La providencia me ha dado unos ojos que quieren ver», decía la enorme viajera Ella Maillart. En cambio, Emily Dickinson emprendió otro tipo de viaje: el interior. Sin moverse apenas de su casa de Amherst, que ha visitado el escritor Eduardo Lago para F&A (pág. 92), fue capaz de entender las más complejas teclas de los sentimientos, componiendo versos y jardines. Viajar es una manera de sentir poder, el mundo extendido a tus pies para que descubras aquello que tan solo puede advertir tu mirada.
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5 de julio de 2018
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Padres con permiso

Hubo un día en que las parejas tuvieron que empezar a modificar la colección de frases hechas que hasta entonces habían funcionado, porque a pesar de su presunta inocencia no contribuían a intercambiar los roles, sino que los perpetuaban. Recuerdo aquella interrogación bienintencionada del hombre que dormía a tu lado cuando te veía hacer la cama: “¿Te ayudo?”, y en lugar de responder mecánicamente “sí, gracias”, nos asaltaban mil demonios y con cierta brusquedad corregíamos: “No es ‘te ayudo’, sino ‘vamos a hacer juntos la cama’”. Importaba más la pedagogía que el resultado: se trataba de resetearnos y dejar de ser almas vocacionales que, además de estudiar y trabajar, asumían –como si fuera en los cromosomas– la responsabilidad doméstica.
El ideal romántico también tuvo que pasar por el corrector de las emociones, de expresiones tan telenoveladas como aquel: “Te quiero más que a mí misma” que por razones terapéuticas tuvo que acortarse: ya no se ajustaba a la realidad y, si lo hacía, ¡en qué mal lugar nos dejaba! Igual de tóxico que el “no puedo vivir sin ti”, un sentimiento colonizador que sonaba bien en el bolero, mientras que en la realidad era puro chantaje emocional.
Luego estaba el asunto de los niños, con el consabido “ya lo hago yo”, que en su estructura profunda se ampliaba a un saco de resentimientos. Biberones, eructos y cólicos del lactante, purés de verduras, ropa, pediatras, colegios… de todo eso y más se encargaban muchas madres con un padre al lado que, aunque fuera inexperto, tuviese mala psicomotricidad fina y anduviese muy ocupado, era el padre y no podía dimitir de esa condición.
La tramitación de la propuesta de que padres y madres puedan acogerse a permisos de maternidad y paternidad iguales e intransferibles supone uno de esos titulares que contribuyen a mejorar la vida. Porque la igualdad real es imposible si a los varones no se les reconocen sus derechos y sus obligaciones como progenitores. La baja parental –no en forma de anécdota, sino con inclusión absoluta– o la custodia compartida son asuntos que a menudo han soliviantado a las parejas, parecía tratarse de partir en dos un trofeo, cuando en verdad consiste en hacer equipo. En España, hasta hace bien poco, los hombres tenían apenas quince días. Durante años se congeló la ampliación del permiso paterno; siempre había asuntos más urgentes en el Congreso, a pesar de su importancia. Porque el reconocimiento de la paternidad en el derecho laboral –en Suecia se disfruta de idéntico permiso desde 1974– significa recuperar el eslabón perdido. Cabe preguntarse ahora cuántos hombres ejercerán su derecho, abrazarán esa gran oportunidad y dedicarán las mejores horas del día a hacer patarrufes.
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4 de julio de 2018
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Esto es carisma

La hache intercalada es su talismán, capaz de expandir su nombre, alterar su fonética y fijar su marca personal hasta hacerla imborrable. Es la letra muda que viste a las diosas del escenario, desde Aretha a Shakira, aunque en su caso se convierta en fonema gutural, desprendiendo obstinación y encanto. La vida Robyn Rihanna Fenty es una rapsodia caribeña, una historia impregnada del sabor de las antiguas colonias, de miseria y descubrimiento. También de perdón y de reto. Hija de una mujer guayanesa de raíces africanas y de un barbadense con sangre irlandesa que las maltrataba a causa de un saldo oscuro con las drogas y el alcohol, Rihanna creció entre danzas que liberaban a los espíritus y a los orishas, un sincretismo exótico poblado de sones de calipso, spouge y hasta ring-bang, escuchando reggae y soul y adorando a Whitney Houston y a Mariah Carey.
“¿Cómo voy a permitir que mi hija se vaya de casa a vivir con gente que apenas conoce de nada?” se preguntó su madre, temblando de extrañeza, cuando un productor norteamericano, Evan Rogers, la escuchó cantar durante unas vacaciones en Barbados y decidió ascenderla al Olimpo de la música pop. Ella tenía 16 años. Bailaba con las tripas, igual que su gente; las piernas abiertas, el culo respingón, la liberación de la sangre. Aprendió rápido, con su bronceado permanente, sus facciones extremas y a la vez armoniosas y un cuerpo torneado. La cruzada fue cardiaca, y a día de hoy ha conseguido lo que le estaba vetado a su raza: ocupar el número uno del showbiza pesar de no ser blanca ni norteamericana, hablar en Harvard de empoderamiento femenino, ser un icono para las mujeres de pechos grandes y cuerpos mutantes, que tienen estrías y no esconden la tripa a pesar de todo el oro que podría cubrirlas… “Hasta que Rihanna lo lleva” se denomina un hashtagque ilustra cómo todo lo hortera deja de serlo cuando ella se lo pone.
Hace unos años, convirtió su sonado caso de malos tratos –por parte de su ex, Chris Brown– en una masterclass: “yo soy fuerte, yo no lo provoqué, podría sucederle a cualquiera, yo lo sufrí, estaba enamorada de él, las heridas físicas desaparecen pero luego queda la responsabilidad. Es jodido el amor, el amor es ciego, pero hay que salir de la situación y mirarla en tercera persona”.
Ahora se hace actriz con “Ocean 8”, presume de desayunos equilibrados y antiguos con lácteos y huevos, y ya no quiere ser una mujer rebelde sino una mujer en paz. Confiesa que le resulta fácil perdonar, y posa como le da la gana, desprendiendo un aura de mezzo-sopranocaribeña.
 
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Quienes lo conocen bien aseguran que es un hombre capaz de conectar ideas y personas con pericia, inspirado, ambicioso y hedonista; un noventa y cuatro de estatura unido a una mujer de metro cincuenta y siete, diez años mayor, aún más famosa que él. Carisma muerde carisma. Se enamoraron el mismo día que rodaban el videoclip de aquel “Waka Waka” que fuera el himno de mundial “español”. Gerard Piqué combina mirada de glaciar con sonrisa traviesa, y emite una onda de deportividad, límpida, que se expande en el aire que respira como si nada malo pudiera ocurrir a su alrededor. Puyol confesó que le enseñó a disfrutar de la vida cuando la rodilla lo mandó al sofá y se derrumbó.
Tuvo una primera racha de fama deslumbrante, coqueteó a lo Beckham con poses muy británicas pero decidió regresar a la rudeza hipsterizada: hizo familia mestiza, se internacionalizó. Hoy es un jugador admirado por todas las selecciones del Mundial.
El morbo de verle pasar de azulgrana a vestir La Roja con igual naturalidad y eficacia en tiempos de prisiones preventivas le ha supuesto ser cuestionado por buena parte de los futboleros de una u otra cuerda. Acaba de cumplir 100 partidos con la selección, y atraviesa un momento muy Newsroom con la directiva culé. Esta vez no ha tenido la culpa un tuit, sino un vídeo. Piqué, empresario, también es productor audiovisual; conoce la adrenalina del montaje y la búsqueda de perlas negras. “Solo puse unas cámaras” dijo, como si fuera un protagonista de The Interview, acerca del documental de Griezmann en el que deshojaba la margarita de su futuro.
Lloró la incomprensión y el vinagre, apenas recuperado de lesiones. “Jugar en la selección es un orgullo”, ha dicho una y otra vez. También que el momento más feliz de su vida fue ganar la Copa del Mundo con España. Referéndum sí, gracias. Piqué es un superdotado –con un coeficiente intelectual de 170–, heredero de la tradición emprendedora de su abuelo, Amador Bernabéu. Lo ha dejado claro: “el fútbol es solo un hobby”. Hoy factura beneficios de media docena de compañías: de videojuegos, gafas de moda, bebidas energéticas, hamburguesas ecológicas y hasta un diario deportivo internacional online, The Players Tribune. Su divisa parece ser “the winner takes it all” –de plena actualidad ahora que ABBA vuelve a juntarse–, y él va a por todo a ritmo de “La Bicicleta”, aunque los hombres pino sean torpones al redondear la cintura.
 
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3 de julio de 2018
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Piscífilo

No hay hoteles para peces, así que no sé qué será de Gotita cuando yo deba irme.
 

Entramos en el mes de julio y en la diáspora, así que me voy a permitir darle un tono vacacional a estas sesudas columnas con el fin de ayudarles a soportar el ocio. Y empezaré con una de hondo contenido animalista.

Cuando mi mujer y yo llevamos a la niña al espectacular Oceanográfico de Valencia, poco pudimos imaginar que aquello cambiaría nuestras vidas. La niña, como todo cachorro, está muy cerca de los animales y los entiende mejor que los adultos. Son, por así decirlo, sus primos. Cuando vio volar sobre su cabeza a los tiburones nos preguntó con entusiasmo si podíamos comprarle un tiburón como mascota. No quisimos parecer antiguos padres autoritarios así que negociamos una alternativa. De vuelta en Madrid compramos una pecera con oxigenador y algas, más un pez rojo del tamaño de mi dedo índice bautizado de inmediato como Gotita. No la decepcionó porque es muy lista y comprendió de inmediato la buena aunque torpe intención de sus padres, pero, claro, no provocó su euforia. De Gotita nos hemos ido cuidando los mayores.

Últimamente he descubierto que el pez se agita y ejecuta bailes provocadores y un tanto histéricos. Yo lo atribuía a que tenía hambre. ¡Estúpido de mí! El pobre bicho se alegra de vernos y salta como un delfín. Está comprobado: aunque acabe de comer, si aparecemos en su proximidad inicia unas piruetas y convulsiones como de Beyoncé. Y es por afecto.

Las chicas se han ido de vacaciones huyendo del horno madrileño y nos hemos quedado a solas Gotita y yo. Paso algunos momentos hablando con ella. No hay hoteles para peces, así que no sé qué será de Gotita cuando yo deba irme. Abrumado, esta mañana me he descubierto preguntándole con tiento si conocía la crueldad de la vida. Creo que me ha contestado. Resignada.

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3 de julio de 2018
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El Boomeran(g)
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