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Malandros 1, Aventureros 0

El anuncio en el lobby del hotel Windsor Barra es tentador como un secreto a medias: Flamengo vs. Cruzeiro, miércoles por la noche en Maracaná. Se ofrece un recorrido en autobús, especial para aquellos turistas que temen al entorno del estadio. “Una zona muy pobre y peligrosa”, nos previene asimismo el anuncio. Por sólo ciento cuarenta reales —algo más de cincuenta euros u ochocientos pesos mexicanos— uno puede mezclarse con la plebe y volver sano y salvo al hotel. Toda una aventura, pero sin aventura.

Afortunadamente traigo un pequeño Chevrolet rentado, de modo que me lanzo hacia el estadio con la emoción bullendo en cada acelerón. Hay un placer nervioso y terminante tras la idea de entrar en la boca de lobo sin experiencia previa, ni compañía, ni ayuda. Una hora más tarde, ya pasadas las ocho, avanzo lerdamente en torno del estadio, esquivando peatones con playeras de franjas rojinegras y preguntándome dónde dejaré el coche, hasta que un ángel disfrazado de acomodador me ofrece por diez reales un sitio en una esquina. Diez minutos después, un boleto de veinticinco reales me pone en la sección blanca del estadio, que a decir de más de uno es la preferible. No soy fan futbolero, pero sí fetichista y esto es Maracaná. Traduzco: Qué emoción…

La primera impresión es poco menos que ensordecedora. Somos, según informará más tarde la pizarra, algo menos de diecisiete mil espectadores, pero el clamor cundido de batucadas semeja el de una Copa Mundial. ¿Dónde está, pues, el resto de los treinta y cinco millones de torcedores del Flamengo? Seguramente ante el televisor, ya que ahora mismo arranca, en Estados Unidos, un partido amistoso entre México y Brasil. Nada que los locales quieran perderse, de modo que a Maracaná sólo llegan los hinchas duros del Flamengo, más una minoría que está con el Cruzeiro y con muchos trabajos se hace oír.

Perderse de verdad entre la turba no es cosa fácil para un recién llegado a Rio, cuya piel entre blanca y amarilla constata su encerrada extranjería, pero igual vale la pena intentarlo. Hasta que a un policía se le ocurre llamarme la atención en inglés. Stand back, please!, me pide cuando ve que me asomo hacia el túnel. De manera que se jodió la estrategia: no vengo en autobús ni traigo cámara, pero alguien dentro grita que soy turista. Todo lo cual no impide que salte con el gentío cuando Leo Moura anota el primer gol y los presentes gritan, cantan, bailan. Flamengo 1, Cruzeiro 0.

Detrás de mí hay un hombre al lado de su nieto. Mientras aquél no cesa de vociferar, entre desesperado y furioso, cada vez que el Flamengo pierde la pelota, éste mira a la cancha enfurruñado, si bien de pronto grita más que el abuelo, uno y otro soltando porras y caralhos. (Los miro de reojo, sorbiendo la cerveza de marca Itaipava con la cual me propongo integrarme al gentío sin que me encuentren cara de gringo.) Llega el segundo gol en los pies de Rodrigo de Souza y la celebración arranca en serio. Gritos, cantos, aplausos desmedidos: ya es el segundo tiempo, quedan treinta minutos para sacar provecho de esos reales. Hasta que entra el primer gol del equipo de Minas Gerais y el silencio —roto sólo por los tambores de guerra locales— se ensancha en la tribuna.

Obina, llaman todos a Manuel de Brito Filho, que con el tercer gol pone al Flamengo a salvo y devuelve el festín a los presentes (abuelo y nieto saltan, se abrazan y por fin sonríen). Diez minutos más tarde, terminado el partido, recibo el primer gol: la grúa se ha llevado mi carro y el "acomodador" ya desapareció. ¿Quién más, sino un turista con pinta angloparlante, convoca el interés de los malandros y encima los confunde con angelitos? Luego de interrogar a cuatro vendedores y un par de policías, subo a un taxi soltando carajos mexicanos y pido que me lleve a la comisaría.

  —¿Mexicano? —pregunta el delegado, luego de confirmarme que sólo hasta mañana me darán el coche, si es que ellos fueron quienes se lo llevaron, y al instante me informa que el juego con Brasil está empatado a uno.

  —No es mi día —me digo en voz bien baja, y media hora más tarde el taxista confirma mi sospecha: el equipo de México perdió 3 - 1. De vuelta en el hotel, alcanzo a consolarme recordando que tengo a quienes contarle mi estúpida aventura aventurera. Recuerdo entonces al niño furioso que sufría el partido al lado del abuelo y repito con ellos, a la distancia: Porra! Caralho! Puta que pariu!

Vídeo de pie de página:

Chico Buarque: Homenagem ao malandro.

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13 de septiembre de 2007
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LA RENTRÉE LITTÉRAIRE

Ya estamos en «la rentrée littéraire» en Francia. El síntoma del proceso no tiene que ver con las setecientas novelas (sí, son más de setecientas) publicadas en seis semanas sino con la publicación de la primera selección para el premio Goncourt.

Dos apuntes obvios después de leer esta lista:

1. No hay un fenómeno tipo Jonathan Littell que arrasa todo. Este año el mercado es competitivo;

2. Olivier Adam y Amélie Nothomb son claramente favoritos. Sobre todo la segunda, confiable máquina belga nacida en Japón que saca un libro cada año desde 1992. Su producto 2007 es Ni d’Eve ni d’Adam (No viene de Eva y tampoco de Adán), un relato inspirado, por su iniciación sexual, en Japón. Como siempre con ella, el éxito comercial no se demora; ya compite en la listas de mejores ventas con el libro de Yasmina Reza sobre Sarkozy.

En el ámbito iberoamericano, hay traducciones de autores ya establecidos: El nido de la serpiente de Pedro Juan Gutiérrez, Mi hermano el alcalde de Fernando Vallejo, Ursua de William Ospina, La Grande de Juan José Saer. Conociendo el público francés, creo que no vamos hacia un impacto comercial fuerte de un autor latino.

Dos libros en francés van a competir con el mismo propósito: revelar la verdadera cara del Che Guevara: La face caché du Che (el rostro tapado del Che) de Jacobo Machover, y Le vrai visage du Che (el verdadero rostro del Che) de Jorge Masetti y Canek Sánchez Guevara. Al añadir Les routes du Che (las carreteras del Che) de Patrick Bard, vemos hasta qué punto el argentino-cubano sigue siendo inmortal.

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12 de septiembre de 2007
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Você gosta do Hong Kong?

No es difícil prendarse del Brasil, menos aún de Río de Janeiro. Ahora, mientras cruzo el ecuador despavoridamente hacia la vida real que tanto he desdeñado, alimento en silencio la comezón de atisbar el reloj, restar una vez más las horas que aún faltan y preguntarme si mañana habrá sol, pues muy pocos paisajes hay tan poco terapéuticos como el del cielo encapotado sobre Copacabana. Enciendo el aparato y voy directo a la canción de Adriana Calcanhoto: Cariocas são bonitos, cariocas são bacanas, cariocas são sacanas, cariocas são dourados, cariocas são modernos, cariocas são espertos, cariocas são diretos, cariocas não gostan de dias nublados...

Recuerdo a los cariocas taciturnos —nueve meses atrás, en los primeros días de 2007— bajo esas nubes grises tercas en desafiar a su cool proverbial. ¿Quién podía seguir siendo bacana y sacana —esto es, chévere y pícaro— bajo esos nubarrones totalitarios? Cuando uno llega a Río de Janeiro con la cabeza plena de fantasmas, nada hay como la carretera amarilla para desintegrarlos: esa franja pintada sobre el mar, de la playa hasta el sol, cuyo resplandor es implacable remedio contra el estrés urbano que en Río apenas se conoce. No fue sino hasta el seis de enero cuando, ya noche, brilló el sol, durante un concierto de Chico Buarque en el Canecão que me sacó las lágrimas encima de una de esas sonrisas indelebles que no quieren tener principio ni final.

Hay una mutación intempestiva entre el tiempo de Río y el del resto del mundo. Pobre de aquél que llega cargando con su histeria y pretende volcarla sobre los cariocas, cuya naturaleza es impermeable a tempestades neuróticas por razones tan obvias como la escandalosa belleza circundante, y de hecho imperante, como si los locales resintieran el compromiso de hacer personalmente juego con el paisaje. ¿Quién, que no se deteste a sí mismo con enjundia de citadino sufridor, querría quedarse fuera de tal ficción? Tal vez a eso he venido, a veces uno sólo hace las cosas para saber por qué deseaba hacerlas.

No basta con hacer que la ficción se asemeje a la realidad; es preciso, antes de eso, que la realidad burda se vista de ficción. Que la vida parezca más grande que la vida y lo que era improbable se mire inminente, aunque luego paguemos con sangre la factura. Y es justo lo que ahora trato de evitar, por la cómoda vía del crédito infinito. A fin de cuentas es uno mexicano, y como tal se obliga a creer de forma ilimitada en el mañana como el hada que todo lo resolverá. “Ya veremos”, decimos, y así el rollo se arregla hasta nuevo aviso. Total, si nada sale siempre queda la posibilidad de huir graciosamente de la escena con otro subterfugio similar. En términos globalizados, decide uno irse por cigarros a Hong Kong.

“Ahí te dejo con el piso limpio, con la mesa puesta, con la cama hecha y ese tu jarrón… qué aburrida vida, me voy a Hong Kong”, sentencia la canción de Jaime López, con la complicidad del legendario Piporro, y sus ecos me siguen avión abajo, ya en la fila que desemboca en la caseta del oficial de migración, a quien no se le ocurre preguntarme si por casualidad vengo huyendo de algo, de alguien o del espejo. Han dado ya las nueve de la noche en el aeropuerto Antonio Carlos Jobim y afuera Río late con ofertas de olvido terapéutico que nadie en sus cabales rehusaría.

Ahora bien, nadie puede saber cuándo precisamente se halla en sus cabales y a partir de qué instante se apartará de ahí. Esa tendría que ser la rendija por la que astutamente se cuelan las ficciones, igual que el polizonte aborda el barco rumbo a Hong Kong. Lástima que en Hong Kong no haya Ipanema.

Vídeos de pie de página:

Adriana Calcanhoto: Cariocas.

Jaime López con Eulalio González, el Piporro: Por cigarros a Hong Kong.

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12 de septiembre de 2007
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III. MANAGUA, LA EXPLOSIÓN DEL TERREMOTO

Después del terremoto que destruyó aquel refugio provinciano, y multiplicó las ruinas y los escombros de la pobreza, y luego el número de sus habitantes, lo horrible se volvió la regla. La desarticulación, el desamparo, la acumulación de fealdades que la globalización ha venido a consumar con su exuberancia de símbolos comerciales transnacionales y de monumentos arquitectónicos extraños al paisaje. El viejo centro de la ciudad desapareció, y al perder su fuerza de atracción todo se dispersó en barrios que son islas, como tras una formidable explosión.

La antigua catedral neoclásica, que buscaba imitar las líneas de la iglesia de Saint Sulpice de París, quedó fracturada para siempre por el terremoto de 1972, cuya hora fatal marca todavía la carátula del reloj en una de sus torres, porque las agujas se detuvieron a la hora precisa del sismo. Pero el tiempo ha seguido pasando. Lejos de allí se levanta ahora la nueva catedral postmoderna, obra del arquitecto mexicano Ricardo Legorreta, donada por un filántropo católico, dueño de la trasnacional de pizzas Domino´s. Parece más bien una mezquita con sus múltiples domos, como una gigantesca cajilla de huevos, mientras a su alrededor se yerguen decenas de palmeras transplantadas desde Miami.

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12 de septiembre de 2007
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Un genio oculto

Me compré en New York un libro que había buscado durante mucho tiempo. Se llama The Conversations, y reproduce una serie de diálogos entre Michael Ondaatje (uno de mis escritores favoritos, el autor de El paciente inglés y Divisadero) y Walter Murch, editor cinematografico de las tres versiones de El padrino, de parte de Apocalypse Now y de The Conversation -las mejores películas de Francis Ford Coppola, sin duda alguna. Suena a libro para estudiantes de cine, pero es mucho más. Murch es un hombre de vastísima cultura y profunda sensibilidad, cuyo approach al proceso de montaje es artístico antes que técnico. Sus charlas con Ondaatje convierten a The Conversation en un libro maravilloso no ya sobre la edición en el cine, sino sobre la narración y sus formas.

El trabajo del editor cinematográfico a menudo es casi anónimo, sin embargo sobre sus hombros reposa la vida o la muerte del filme: a fin de cuentas cada película es una sumatoria de fragmentos, y le cabe al editor conseguir que esa sumatoria final sea mayor -mejor- que la simple adición de sus partes. Hijo de un pintor, Murch confiesa que de pequeño se interesó en las ciencias en general y en las matemáticas en particular, porque le sugerían la revelación de patrones ocultos de la realidad. "Lo que uno hace como editor es buscar patrones, en los niveles superficiales pero también en los profundos... Cuando funciona, la edición cinematográfica -que podría tranquilamente ser llamada "construcción cinematográfica"- identifica y explota patrones de sonido y de imagen que no son evidentes a simple vista. Armar un filme es, en un sentido ideal, la orquestración de todos esos patrones, del mismo modo en que una sinfonía organiza temas musicales diferentes. Es un proceso que tiene mucho de misterioso", dice Murch, y después se pone a tocar en un piano los acordes que Pitágoras construyó a partir de la distancia entre las estrellas -la bien llamada "música de las esferas". ¿No es esta búsqueda de patrones ocultos -en el lenguaje, en los símbolos- lo que hacemos los escritores cuando tratamos de elaborar una historia que se nos ha ocurrido no se sabe cómo... ni por qué?

El libro es además un panorama fascinante sobre el surgimiento de la productora Zoetrope -donde además de Coppola surgieron George Lucas y John Milius, entre otros hoy proceres- y sobre la excelencia de Coppola como director. Un apunte sobre el rodaje de The Conversation me fascinó. Cuenta Murch que Coppola les hacía escuchar a Gene Hackman y al resto del elenco los temas de la banda de sonido que ya había compuesto David Shire, para que a la hora de rodar cada escena "no tuviesen que actuar ese color". Simplemente genial. La música ya cuenta un aspecto de la historia, Coppola se cuidaba de que la actuación no resultase redundante...

Además hay datos interesantísimos sobre la edicion de Apocalypse Redux, la versión de Apocalypse Now que incluye 40 minutos de escenas mutiladas, y sobre la reedición de A Touch of Evil, el clásico de Orson Welles que el estudio corto a su gusto y que Murch reconstruyó de acuerdo a un memo de 50 páginas en que Welles expresaba su visión del filme corte a corte.

Ondaatje aprovecha para distinguir entre dos maneras de narrar. Un artículo de Donald Richie le permite distinguir entre el estilo de Eisenstein, que construye escenas como si fuesen edificios, y Kurosawa, que borra y quita todos los elementos que puede. Desde el sitial del editor, Murch comprende que su trabajo es responder a la pregunta: "¿Cuán breve puede ser un filme y aún así funcionar?" Es esta aproximación, la de quitar trozos y trozos de marmol hasta encontrar la forma que existe debajo, la que hermana a Ondaatje y a Murch, dos maestros en el arte de narrar sin decir, de expresar sin mencionar.

Valga la cita de Ernst Toller, que Ondaatje trae a colación, a modo de cierre: "Lo que llamamos forma es amor".

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12 de septiembre de 2007
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COLAPSOS

Con una facilidad asombrosa hay personas que pasan de lo grave a lo trivial, mientras se habla, en menos de un suspiro. ¿Qué fue entonces real? ¿La vivencia de la gravedad de lo que se trataba con tanta intensidad que fue para ella irresistible o la desmedida atracción por lo banal ante la que cedió sin proceso de transición alguno?

¿Se trata, en fin, de personas excepcionalmente sensibles a todo o meras superficies sobre las que patina de igual manera lo ligero y lo pesado, lo importante y lo que no tiene valor? ¿Superficies impenetrables a la emoción o tan emotivas que no aguantan la mínima continuidad de un sentimiento?

En el misterio de estas preguntas se encierra el misterio de muchas personalidades con las que es tan difícil sostener una conversación como sostener la fuerza de ánimo. Esas personas parecen, en cambio, extraordinariamente animadas y vitalistas, aunque también observadas más detenidamente podrían desplomarse como efecto de un colapso. ¿Un colapso por la magnitud de su sufrimiento o su alborozo? ¿Un colapso por su sobrecarga de vitalidad? ¿Un colapso como víctimas de su inherente y continuado espasmo?

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12 de septiembre de 2007
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Las mujeres y los días

Así se llama la reunida poesía completa de Gabriel Ferrater. Esta mañana la recordé. Algunas veces recuerdo sus poemas. Le recuerdo a él, al que nunca conocí. Siempre me impresionó que alguien como Ferrater cumpliera su palabra. No quiso cumplir los 50 años. No los cumplió. El 27 de abril se suicidó en su apartamento de Sant Cugat. De repente las mujeres, los días, el alcohol, los amigos, el medioevo, algunas verdades, algunos poemas, todo dejó de existir para él. No soportó la repetición. No quería que se le repitieran los jueves. Por eso hoy me volvió su recuerdo. Estaba haciendo los mismos pasos que el día anterior, y a la misma hora. Me ví repitiendo ese camino. Mirando las mismas cosas, cumpliendo el mismo rito, rozando las mismas calles.Pero al menos no pasaban las mismas muchachas. Incluso cuando se repiten algunas muchachas, algunas mujeres que cada día repiten sus ritos, sus horarios y que conmigo se cruzan, me gusta esa repetición. Me da tranquilidad repetir algunas cosas, algunas calles, algunas lecturas, algunas mujeres, algunas bebidas. Además he pasado los 50. Creo que ya estoy salvado de ese "mal de Ferrater". Me gusta, me serena la repetición.

Vuelvo a algunos poemas de Ferrater, él decía que su único tema era "el paso difícil del tiempo y las mujeres que han pasado por mí". De sus poemas mirando a la mujer vuelvo a uno leve, breve y significativo, Chicas: "Podría hacerlo con una chica/ menuda, como de marfil"/ Y brusco metes en el redil a todas las chicas/ menudas, como de marfil,/ junto con  la carne que te molesta, / como la de los hombres enemigos./ ¿Crees que en el mundo hay demasiadas chicas?/ Quién te lo iba a decir."

También habla de egoísmo, de felicidad, de amigos y de medievales. Fue curioso y bebedor. Ciudadano que terminó cansándose de la ciudad, de sus esquinas y de sus gentes. Hay un poema que se llama, Ciudad: "Llena de calles por donde he doblado/ para no pasar por los lugares que me conocen./ Llena de voces que me han llamado por mi nombre./ Llena de habitaciones donde he cobrado recuerdos./ Llena de ventanas donde he visto crecer/ montones de soles y lluvias que se me han hecho años./ Llena de mujeres que he perseguido con la mirada. /Llena de niños que sólo sabrán/ cosas que yo sé y que no quiero decirles."

Su poesía, si alguien quiere acercarse a uno de los poetas fundamentales de la segunda mitad del pasado siglo, está en la editorial Lumen. Y esta poesía completa tiene una excelente traducción de Mª Angels Cabré. También recordé a Ferrater, no sé bien por qué, al leer a una amiga llamada Alice. Una que aquí escribió que "la vida es tangencial como los campanarios de las iglesias". No estoy seguro de que en el mundo haya demasiadas chicas.

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11 de septiembre de 2007
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Por un ramo de mandrágoras

Afrodita soñada,

Cuando tus ojos caigan en estas líneas ya no estaré a tu lado, y ni siquiera cerca de ti. Creerás tal vez que soy un pusilánime y hasta me llamarás “cobarde” a la distancia, que de cualquier manera no te escribo para justificarme. Soy, propia y formalmente, un fugitivo. Huyo de tus encantos, eso es cierto, mas no porque me acose el miedo a ti, sino a los adefesios que juntos engendramos.

Temo profundamente a la realidad en que se ha convertido nuestra ficción, y todavía más que eso me intimida y me aterra la idea de mirar agonizar al fuego que hasta ayer mismo nos acercaba: un paisaje que está a la vuelta de la esquina y al cual no quiero ver ni en la imaginación. Por eso corro, Afro. Pienso en aquellos lúcidos judíos alemanes que dejaron Berlín antes del ’36, o en esos berlineses que pudieron cruzar la cortina de hierro antes de que les levantaran el muro. ¿Exagero, quizás? Un poco, por supuesto; apenas lo bastante para recordarte que todo aquél que huye busca la libertad, con coartada o sin ella.

Si he de soltar verdad, no tengo más coartada que tus ojos. Sería tan osado como romántico quedarme aquí, a tu lado, pretendiendo que no ha pasado nada y bebiendo —como los tigres del poema— sueño en esos ojos, pero sigo con esta idea terca de matarte. Tú, que al igual que yo practicas un oficio carnicero, sabes bien que las rosas no florecen al pie del patíbulo.

Las rosas, dice la vieja canción de Cartola, exhalan el perfume que roban de ti, y eso es tan peligroso que tengo que matarte y sepultarte antes de que ese aroma me envenene y no me atreva más a hacer lo que tengo que hacer. ¿Recuerdas la primera entrega de este blog, cuando aún no llegabas y yo peleaba solo con mis personajes, hasta el extremo de amenazarlos de muerte? Pues tal cual, Afrodita. A diferencia de la realidad, donde el asesinato es visto con horror y repugnancia, en el terreno que tú y yo frecuentamos se trata de un asunto sanitario.

Antes, cuando a falta de musa profesional habilitaba a una y otra amateur, matarlas era cosa más o menos sencilla. Y ellas ni se enteraban, puesto que a sus espaldas las había convertido en etéreas y mis cuchillos nunca llegaban a su piel. Una vez que dejaban de moverse en mi cráneo, podía tranquilamente toparlas en la calle y saludarlas con respeto distante, igual que algunos píos se santiguan cuando pasan de largo ante un camposanto. ¿Sirve de algo añadir que huyo de ti guardando luto riguroso?

No espero que me creas esto último, pero tampoco voy a ocultarme. Ahora, mientras lees, voy volando camino a Panamá y dos horas después tomaré un nuevo avión hacia Río de Janeiro, que es la ciudad ideal para quitarse duelos y congojas. Nunca creí del todo que hubieras trabajado con ese “Alberto” que a decir tuyo se apellidaba Camus, pero es sólo verdad que su fantasma se alza entre nosotros y ha llegado el momento de recurrir a él: yo también necesito saber si es posible vivir sin apelación. Y hace tiempo, Afrodita, que no puedo hacer nada que me importe sin apelar a ti. Por eso necesito decir “no”.

Te aclaro que no voy tras La Felicidad, un concepto que encuentro ñoño, rebuscado y, como dirías tú, improductivo. Creo, junto a legiones de condenados a muerte, que la felicidad consiste en existir, y lo demás es puro Corín Tellado. ¿Volveremos a vernos? Eso tú lo sabrás mejor que yo, pero mientras ocurre tu resurrección yo echaré carretadas de tierra sobre tu fosa, como lo haría con cualquier personaje cuya vida ha dejado de tener sentido.

Hay quienes, no sin cierta festiva procacidad, llaman “matar” al acto de amar. En nuestro caso el término es exacto: hemos matado juntos al misterio, y algo así, en nuestro reino, carece de perdón. Por eso te suplico que a tu vez me asesines y me entierres, pero antes que llevarme rosas a la tumba dejes ahí un modesto ramo de mandrágoras. Hasta donde yo sé, son las únicas flores que consiguen crecer al pie de los patíbulos.

Justo antes de morir guillotinado, Dantón pidió al verdugo que alzara su cabeza en alto frente al pueblo. “Vale la pena”, remató. Ahora mismo, Afrodita, levanto tu cabeza con la sangre escurriendo y me pongo en el sitio de Robespierre, que no tardó en correr la misma suerte. Más que como un adiós, entiéndelo como un pacto suicida. Descansa en paz, mi amor, que yo te enterraré en el Ipanema.

Vídeos de pie de página:

Shirley Carvalho: Las rosas no hablan.

Ney Matogrosso: Rosa de Hiroshima.

Alcione con Waldemar Bastos: Las rosas no hablan.

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11 de septiembre de 2007
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II. MANAGUA, EL LAGO DE AGUAS NEGRAS

Managua, donde para el ojo ajeno las haciendas eran  tan baratas como las mujeres, desapareció para siempre con el terremoto de la víspera de Navidad de 1972, veinte mil muertos bajo los escombros a la luz de los incendios, luego un éxodo total de sobrevivientes que se dispersó por todo el país, y después un inmenso hoyo negro rodeado de alambradas, y la hedentina de los cadáveres que no se apagó por meses. La tumba de la dictadura de Somoza.

La ciudad puede parecer idílica desde el aire al viajero primerizo, como en la letra del corrido. El lago Xolotlán que extiende sus aguas grises, quizás verdes, en la lontananza, bajo la custodia del imponente cono del volcán Momotombo. Las aguas esmeralda de las lagunas que duermen en el fondo de los antiguos cráteres. Junto a una de ellas, la laguna de Tiscapa, se levantaba el Palacio Presidencial de la familia Somoza en lo alto del cráter. Un palacio de arcadas moriscas, en el mejor estilo mudéjar tropical, mientras abajo, en los jardines, los prisioneros convivían en estrecha vecindad con los leones y las panteras de un zoológico doméstico jaulas, fieras y hombres enjaulados. El poder en un solo puño, desde arriba, pintado de color kaki, o caca, como era el color de los cuarteles que rodeaban el palacio del califato. Abajo, la ciudad al alcance de la mano, o del puño, entre las brumas de la resolana.

Por décadas, Managua ha ensuciado sin piedad las aguas de su lago de cristal. Mi amigo el poeta Mario Cajina Vega, ya muerto, sentenciaba en los años 60 que era un eufemismo decir que la capital le daba las espaldas al lago, si más bien le daba las nalgas, porque defecaba sin pudicia en él. Era su excusado, su depósito de aguas negras, como lo sigue siendo. Nunca ha tenido otro uso. Una ciudad fecal.

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11 de septiembre de 2007
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Una película mortal

Los cinéfilos estamos padeciendo las consecuencias del fin del verano yanqui... casi tanto como padecimos las películas monstruosas que Hollywood nos infligió durante los últimos meses. Se supone que las películas que valen la pena empiezan a estrenarse ahora, en el otoño del hemisferio norte. Como la temporada todavía no ha arrancado del todo, lo que se estrena en estas semanas es basura, al menos en líneas generales. Yo que en pleno viaje estaba en busca de algo que valiese la pena y que no hubiese sido estrenado en Buenos Aires, descarté la última de la serie de Bourne precisamente por ello y no tuve mejor idea que meterme a ver Death Proof, de Quentin Tarantino. En fin. ¿Qué les puedo decir?

Es verdad que Death Proof es la mitad de un proyecto que se llamó Grindhouse, con el cual Tarantino y Robert Rodríguez pretendían homenajear al cine de género clase más-que-B de los años 70, esas películas que se proyectaban de a dos y hasta de a tres en continuado. La de Rodríguez era una de zombies, la de Tarantino se dedica a un psicópata que asesina mujeres en la carretera utilizando su auto como arma. Se supone que las dos películas se proyectaban juntas, en un envase que incluía publicidades ficticias y otros chiches que permitirían recrear la experiencia de ir a aquellos cines de sesión ininterrumpida. O sea que Death Proof tal como la vi es en verdad una obra mutilada. Pero no hay nada que se le pueda agregar, por delante o por detrás, que la salve de ser la película estúpida y a la vez poco divertida que en esencia es.

Todavía recuerdo la profunda impresión que me causó Reservoir Dogs en Cannes, seguida de una mesa redonda en la cual el por entonces jovencísimo Tarantino departió de igual a igual con grandes de la estatura de Robert Altmann. La visión de Pulp Fiction me reveló que estábamos en presencia de un autor decidido a sacudir las estructuras del cine de Hollywood. Jackie Brown me sugirió que ya estaba en camino a convertirse en un clásico...Y entonces ocurrió Kill Bill. Me consta que mucha gente la celebró en sus dos partes, pero yo no pude evitar pensar que Tarantino había sucumbido al llamado de su nino interior de la peor de las maneras posibles, dicho esto por un hombre grande que trata de estar en contacto con su propio nino interior de la manera más seria posible. O sea: me pareció una pavada muy bien hecha. Algo que ni siquiera puedo decir de Death Proof, que es una pavada pero ni siquiera está del todo bien hecha, con la excusa de que sus torpezas forman parte del "homenaje" a aquel cine-basura.

La película parece hecha por un torpe imitador de Tarantino, o en un verdadero acto de exorcismo, haber sido hecha por el Quentin Tarantino que tenía siete años de edad. Hay mucho diálogo innecesario lleno de referencias 'pop', mucha violencia y algo de sadismo. El ya viejo argumento de que Quentin ahora reivindica a las mujeres al darles protagónicos en los que son tan fuertes, malhabladas y violentas como sus contrapartes masculinas me parece falso. Quiero decir: los personajes protagónicos de sus películas son iguales a los de siempre, sólo que ahora Quentin parece haber entendido que le tienta más filmar a mujeres, tan sólo porque están mas buenas, y ya. Da un poco de pena ver a actores como Kurt Russell y Rosario Dawson tratando de mantener vivo su entusiasmo; a esta altura del partido los actores le dicen que si por lo que se supone significa trabajar con Tarantino, un poco a la manera de lo que ocurre con Woody Allen (¿se puede decir esto de Woody, ahora que es uno de los nuestros y filma en Barcelona?), cuyas películas están llenas de grandes actores tratando de disimular las espantosas falencias del guión -con la única excepción, en estos últimos años, de Match Point.

Espero que el fracaso de Death Proof en todas partes le revele a Tarantino que la vía del regreso a la infancia está terminada, al menos de esta manera. Por lo demás, salvo que sean fanáticos a ultranza, manténganse lejos. Death Proof es mortal.

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11 de septiembre de 2007
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