Xavier Velasco
No es difícil prendarse del Brasil, menos aún de Río de Janeiro. Ahora, mientras cruzo el ecuador despavoridamente hacia la vida real que tanto he desdeñado, alimento en silencio la comezón de atisbar el reloj, restar una vez más las horas que aún faltan y preguntarme si mañana habrá sol, pues muy pocos paisajes hay tan poco terapéuticos como el del cielo encapotado sobre Copacabana. Enciendo el aparato y voy directo a la canción de Adriana Calcanhoto: Cariocas são bonitos, cariocas são bacanas, cariocas são sacanas, cariocas são dourados, cariocas são modernos, cariocas são espertos, cariocas são diretos, cariocas não gostan de dias nublados…
Recuerdo a los cariocas taciturnos —nueve meses atrás, en los primeros días de 2007— bajo esas nubes grises tercas en desafiar a su cool proverbial. ¿Quién podía seguir siendo bacana y sacana —esto es, chévere y pícaro— bajo esos nubarrones totalitarios? Cuando uno llega a Río de Janeiro con la cabeza plena de fantasmas, nada hay como la carretera amarilla para desintegrarlos: esa franja pintada sobre el mar, de la playa hasta el sol, cuyo resplandor es implacable remedio contra el estrés urbano que en Río apenas se conoce. No fue sino hasta el seis de enero cuando, ya noche, brilló el sol, durante un concierto de Chico Buarque en el Canecão que me sacó las lágrimas encima de una de esas sonrisas indelebles que no quieren tener principio ni final.
Hay una mutación intempestiva entre el tiempo de Río y el del resto del mundo. Pobre de aquél que llega cargando con su histeria y pretende volcarla sobre los cariocas, cuya naturaleza es impermeable a tempestades neuróticas por razones tan obvias como la escandalosa belleza circundante, y de hecho imperante, como si los locales resintieran el compromiso de hacer personalmente juego con el paisaje. ¿Quién, que no se deteste a sí mismo con enjundia de citadino sufridor, querría quedarse fuera de tal ficción? Tal vez a eso he venido, a veces uno sólo hace las cosas para saber por qué deseaba hacerlas.
No basta con hacer que la ficción se asemeje a la realidad; es preciso, antes de eso, que la realidad burda se vista de ficción. Que la vida parezca más grande que la vida y lo que era improbable se mire inminente, aunque luego paguemos con sangre la factura. Y es justo lo que ahora trato de evitar, por la cómoda vía del crédito infinito. A fin de cuentas es uno mexicano, y como tal se obliga a creer de forma ilimitada en el mañana como el hada que todo lo resolverá. “Ya veremos”, decimos, y así el rollo se arregla hasta nuevo aviso. Total, si nada sale siempre queda la posibilidad de huir graciosamente de la escena con otro subterfugio similar. En términos globalizados, decide uno irse por cigarros a Hong Kong.
“Ahí te dejo con el piso limpio, con la mesa puesta, con la cama hecha y ese tu jarrón… qué aburrida vida, me voy a Hong Kong”, sentencia la canción de Jaime López, con la complicidad del legendario Piporro, y sus ecos me siguen avión abajo, ya en la fila que desemboca en la caseta del oficial de migración, a quien no se le ocurre preguntarme si por casualidad vengo huyendo de algo, de alguien o del espejo. Han dado ya las nueve de la noche en el aeropuerto Antonio Carlos Jobim y afuera Río late con ofertas de olvido terapéutico que nadie en sus cabales rehusaría.
Ahora bien, nadie puede saber cuándo precisamente se halla en sus cabales y a partir de qué instante se apartará de ahí. Esa tendría que ser la rendija por la que astutamente se cuelan las ficciones, igual que el polizonte aborda el barco rumbo a Hong Kong. Lástima que en Hong Kong no haya Ipanema.
Vídeos de pie de página:
Jaime López con Eulalio González, el Piporro: Por cigarros a Hong Kong.