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Samba del helicóptero

Nunca había volado en helicóptero, ni imaginado verme cara a cara con el Cristo del Corcovado. Tenía por ahí una fotografía cándida del 2005, justo debajo de la estatua que hace algunas semanas fue electa como una de las siete nuevas maravillas del mundo, aunque entonces había sido un mero fetichismo de turista entusiasta. Pero esta vez fue diferente, tanto así que me atoro desde ahora en el empeño de narrar la experiencia sin traicionarla. Éramos sólo dos pasajeros: la princesa amazónica adelante, al lado del piloto; yo atrás, indeciso entre seguir tomándole la mano y abandonarme al vértigo glorioso de comprobar que nunca vi una ciudad a tal extremo cautivadora. Perdónenme París, Praga, Manhattan, Venecia, Barcelona, San Francisco: esto no puede hacerse con ladrillos.

Escribo desde el aire, por encima de nubes aburridas y rodeado de rostros rutinarios tras diez horas de vuelo, duermevela y una engorrosa conexión panameña. Pero tengo a Jobim metido en los audífonos y eso lo cambia todo, pues abordo de Wave, Tide y Stone Flower vuelvo a aquel helicóptero donde éramos los dos un solo mosco empeñado en robarle un gesto al Cristo, con ese estruendo de hélices que hacía a las palabras aún más prescindibles. Regreso a aquellos diez minutos de ojos saltones, quijadas caídas y exclamaciones meramente guturales, cuando el mundo era todo un solo paisaje y el paisaje era todo un solo asombro. ¿Y si la maravilla no fuera el puro Corcovado, sino aquel espejismo de ciudad que a decir de Carlos Drummond de Andrade estaba desde siempre escrita en el mar?

Si sólo caminar entre Leblon e Ipanema supone contagiarse de un estado de ánimo vecino de la plenitud, contemplar todo junto mientras se flota en el aire implica una intoxicación de los sentidos. Se contiene el aliento, se deja de pensar, se detiene hasta el mismo instinto de conservación en una rauda borrachera de cielo, tierra, viento y agua simultáneos, como si resonaran adentro Agua de beber, Insensatez, Samba de una sola nota, Desafinado, Cariñoso, Aguas de marzo, Samba de Soho, Corcovado, Dindi, Lamento, Capitán Bacardí, Fotografía… y el rugir de las aspas fuese una taquicardia celestial.

No sé si la impresión sea irreal o hiperrealista, mas el solo acto de sentarse a contarla trae de vuelta esos pálpitos incrédulos. Botafogo, Flamengo, Lapa, Copacabana, Gávea, Guanabara, Tijuca, São Conrado, y en medio la laguna Rodrigo de Freitas, nada que pueda uno acabar de creerse desde la perspectiva inenarrable de quien flota en el aire y en el tiempo, recobrando las dimensiones del universo mientras se deja devorar por él y se dice de nuevo que jamás asistió a algo similar. Me gustaría decir que dolió aterrizar, pero había una sensación de vibrante anestesia local recorriendo la piel y los huesos bajo el pasmo de un raro ritual iniciático, como esos sueños tercos de los que ni despierto regresa uno del todo.

—¿Tomaste alguna foto? —pregunté a la princesa amazónica, de vuelta en el funicular, todavía con las rodillas temblonas.

—No —respondió tras una larga pausa de mujer taciturna en trance de perplejidad sostenida—, ni siquiera podía pensar. Estaba tiesa, me comía la emoción, no podía moverme ni para acomodarme en el asiento.

Los boletos del viaje eran sendas tarjetas postales con una panorámica cenital tomada desde el mismo helicóptero, pero no hay una foto ni un video que reproduzca con fidelidad mínima la talla de este asombro con el que nada tienen que ver los aviones, y acaso se parece a la alegría propia de frenar por primera vez una caída libre con la apertura súbita del paracaídas. Se desea reír y llorar al mismo tiempo, y una vez en la tierra gana la urgencia de fundirse en un abrazo donde caben completos la plenitud, el pánico, el azoro y las ganas de abandonar el mundo para nunca salir de Rio de Janeiro. Poco rato más tarde, mientras el coche va rodeando la laguna, me brinca en la cabeza un pedazo de la entrañable letra de Vinicius y no puedo hacer menos que repetir, como un autómata hechizado: No quiero más de ese negocio de ti viviendo sin mí.

Vídeos de pie de página

João y Astrud Gilberto con Stan Getz: Corcovado.

João y Bebel Gilberto: Basta de Saudade.

Tom Jobim y Gal Costa: Corcovado.

 

 

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20 de septiembre de 2007
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ESTETAS

Ayer quedé sorprendido cuando un intelectual de primera fila mundial confesó en la mesa, con la mayor desenvoltura y desparpajo, que él no entendía nada de cuestiones estéticas. ¿Se puede poseer un pensamiento brillante y ser opaco a la belleza? No poseer gusto por los colores del mundo, carecer de capacidad para descubrir la belleza no escrita de un cuadro, sufrir la impotencia para distinguir entre una arquitectura de calidad y una horterada ¿puede ser compatible con una inteligencia admirable?

No es la primera vez que tropiezo con autores de este tipo que desmienten con el adefesio de sus ropas o el desatino de sus juicios estéticos la creencia de una mente lúcida que sirve para alumbrarse en todas las direcciones espirituales.

Desde luego, siempre he sospechado del criterio de los pintores, los directores de cine, los escritores o los diseñadores, que elegían mal sus faldas, sus bolsos, sus calcetines o sus corbatas. Sentirse indiferentemente con unas ropas u otras suele ser indicio de poca sensibilidad integral o de una sensibilidad polarizada o profesionalizada. Un poeta, pongamos por caso, no lo es para una especial actividad sino para una general visión del mundo. Un artista tiene que ser, por definición, un esteta. Un intelectual, efectivamente, no es un poeta pero ¿cómo deglutir, sin consecuencias, la declaración de que es un tonto para lo estético? De inmediato, no importa cuánto le admiremos, el hombre o la mujer lúcida se empaña, su clarividencia se ensombrece, su imagen se atasca o se colapsa.

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20 de septiembre de 2007
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Sobre la física de la calamidad

Hay cosas que uno no deja de hacer ni siquiera durante los viajes de aventura. Por ejemplo leer. Compré la novela Special Topics On Calamity Physics en la legendaria libreria Rizzoli de New York -pequeña, clásica, deliciosa- y terminé de leerla en Ramallah, Palestina, entre excursión y excursión por territorios separados por controles militares. La verdad es que la disfruté. El relato sobrevivió los cambios de escenario y de mundo. Escrita por Marisha Pessl, Special Topics cuenta en primera persona el tránsito a la madurez de la increíble Blue van Meer, una estudiante que lídia con el final de la escuela secundaria, con un padre tan brillante como absorbente... y con el presunto suicidio de su profesora favorita, cuyo cadáver se ha encontrado en el medio de un bosque.

La cuestión es que Blue es mucho más brillante que su padre. Todo su relato está lleno de citas y referencias librescas a fuentes verdaderas y otras inventadas (al menos suenan como tales), sin que ello lo convierta en pesado o farragoso; por el contrario, Pessl -una mujer casi tan joven como Blue e igualmente bonita, a juzgar por la foto de contratapa- utiliza el recurso con gracia y sentido del humor, de manera que no excluye al lector sino que lo incluye en la excentricidad del personaje. Cada uno de los capítulos está titulado como algún libro más o menos clásico que Blue por supuesto ha leído: desde Othello y Cumbres borrascosas hasta Che Guevara Talks to Young People, atribuido a Ernesto Guevara de la Serna. (Por cierto, Blue hace acotaciones en español que a veces están mal escritas. Estos detalles son la pesadilla de los escritores, porque el error arranca al lector del verosímil en que debería estar instalado.)

Las críticas le han sido muy favorables a Pessl. El libro ha integrado, de hecho, la lista de los diez mejores libros del ano del New York Times. Pero a pesar de que alguna de las loas equipara a Blue con el Holden Caulfield de The Catcher On The Rye, yo la siento más cercana a la Veronica Mars de la serie homónima -que en paz descanse, dicho sea de paso. La novela es simpática, Pessl se aproxima a menudo al tour de force (mantener la excelencia de Blue durante todo el relato no es un desafío menor) y se agradece el hecho de que al final -llamado con propiedad Metamorfosis, como en Ovidio- no se esfuerce por atar todos los cabos: la vida es buena pero no es justa, como dice Lou Reed; esto es parte de lo que Blue aprende por encima de sus enciclopédicas lecturas. Personalmente, eché en falta la presencia de un editor al estilo de los norteamericanos de la Época Dorada: alguien que no sólo publica el libro, sino que además lo lee críticamente, expresando sus dudas y sugiriendo cambios y cortes. A este tratado sobre la física de la calamidad le sobran unas cuántas páginas, al menos a mi gusto.

Ahora estoy leyendo algo que se parece más a la tarea profesional: A History of Jerusalem, One City, Three Faiths, de Karen Armstrong. A pesar de que se trata de un libro de no ficción, lo estoy disfrutando mucho por razones que a esta altura deberían ser obvias. No deja de ser llamativo el hecho de que Armstrong, una ex monja, sea a su manera una suerte de Blue van Meer adulta. De saber igualmente enciclopédico, Armstrong  tiene el mismo deseo de comprender el mundo que la rodea -y la misma mirada compasiva, habría que decir- que su símil de la ficción.

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20 de septiembre de 2007
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¿El final del camino?

Los aviones son un sitio inmejorable para leer. En el trayecto Tel Aviv-Frankfurt (dicho sea de paso, el aeropuerto Ben Gurion es el único cuyo duty free ofrece carritos de supermercado para comprar a lo bestia) di cuenta de The Road, la nueva novela de Cormac McCarthy. Hacía mucho que venía oyendo comentarios exultantes sobre este escritor. De hecho me compré hace algunos meses No Country For Old Men, que aún no pude leer; ahora que se ha convertido en una película de los hermanos Coen, protagonizada por Tommy Lee Jones y Javier Bardem, no sé qué prefiero hacer primero, si leer o ver el filme: cualquiera de las posibilidades me llena de emoción, y a la vez del temor de que una experiencia anule a la otra. En estos días se habla mucho de una posible versión cinematográfica de The Road, protagonizada posiblemente por Viggo Mortensen. Pero en este caso ya no padecer el dilema. Como ya he dicho, le The Road en el avión, de una -literal- sentada. La película vendrá después. Si es que existe un después.

The Road es una historia post-apocalíptica. Un hombre viaja junto a su hijo pequeño rumbo al Sur, en busca de latitudes más cálidas -es consciente de que no podrán sobrevivir otro invierno tan crudo como el que acaban de dejar atrás-, después de que un cataclismo innominado haya arrasado con el mundo entero, o al menos con los Estados Unidos. La inmensa mayoría de la población ha sido diezmada. (McCarthy no pierde tiempo en explicar cómo, o por qué: todo lo que le concierne es ese hombre y ese niño.) No hay animales. Las frutas y verduras se han echado a perder. Todos los paisajes están cubiertos por una inquietante ceniza. Y los sobrevivientes se han entregado al salvajismo: las prácticas caníbales son comunes, porque en esa Tierra reseca no ofrece otras alternativas al hambre.

El hombre y el niño -que ni siquiera tienen nombre propio: son apenas eso, nada más y nada menos que eso, hombre y niño- se resisten a pensar en la posibilidad de comer carne humana. Las escenas que presencian durante su peregrinaje tienen mucho de dantesco; como hay tanto de bíblico en el tono que McCarthy emplea, no cuesta nada remitirse a las narraciones sobre el sitio que los babilonios establecieron sobre Jerusalén. (Recuerdo, por ejemplo, el episodio de la madre esperando parir para poder alimentarse con la carne del recién nacido.)

Creo que McCarthy no perdió tiempo en explicar las causas de este apocalipsis porque será redundante: están allá, al alcance de cualquiera, basta con leer los diarios. Apenas despego me entero del atentado en Siria, de la amenaza de Irán de atacar territorio israelí en caso de resultar agredida por los Estados Unidos, de la nueva condena de Rice a Hamas -una criatura que en todo caso han contribuido a crear, y a la que ahora amenazan con cortar el suministro eléctrico y de agua en su bastin de Gaza; si cumplen con esa promesa no habrá necesidad alguna de rodar una película, porque Gaza se convertirá en The Road, o viceversa.

Como en el viejo poema de Yeats, dondequiera que miramos se percibe que "los mejores carecen por completo de convicción, mientras que los peores / están llenos de una intensidad apasionada". McCarthy trabaja a consciencia con el mismo lenguaje profético, y con las mismas intenciones: "La fragilidad de todo revelada por fin. Viejos y problemáticos asuntos que se ven resueltos en la nada y en la noche". En el mundo desprovisto de electricidad de The Road, la oscuridad es visible y lo cubre todo.
Pero a pesar de la dureza de lo que describe, y de la sensación de inexorabilidad de ese apocalipsis (nunca le sobre una destrucción que sonase más próxima, más inevitable), McCarthy se aferra a la esperanza con la misma obstinación que mueve a su protagonista a seguir camino. Ese hombre no tiene otro deseo, otro objetivo en la vida, que el de proteger a su pequeño hijo. En medio de una situación desesperante, ese amor que se mantiene tan puro y tan constante me hizo llorar como una criatura; porque como no tengo más remedio que ver la estupidez criminal que impera en el mundo -cómo no verla, si me la refriegan a diario en la jeta-, sí que también habitan en nosotros sentimientos de infinita delicadeza, una vocación inconstante por la belleza -y por la belleza que existe en la justicia.

El niño le pregunta a su padre una y otra vez si ellos son "los buenos", y si existe otra gente buena además de ellos. El padre responde que sí aunque en el fondo lo dude. Esa falta de fe le impide llegar a la tierra prometida, un destino parangonable al de Moiss. No debemos cometer el mismo error: aunque todo parezca sugerir lo contrario, la gente buena existe. Ellos son nuestra única esperanza, del mismo modo en que nosotros lo somos para ellos. Necesitamos contar los unos con los otros, aunque todavía no nos conozcamos. Saber que la mano estará allí en caso de precisarla, del mismo modo en que un niño da por sentado el amor de su madre o de sus hermanos. Un paisaje sencillo y conmovedor de The Road explica en tres líneas la incondicionalidad del amor que nos debemos:

El niño se moví dentro de las frazadas. Entonces abrí los ojos. Hola, Pa, dijo.

Estoy aquí.

Ya lo sé.

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20 de septiembre de 2007
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PALETOS EN NYC

Joe Gould era un hombrecillo risueño y demacrado que fue muy conocido en los comedores, bares y tugurios de Greenwich Village. Algunas veces subía hasta Central Park. Se paraba en algunos tugurios, en alguno de esos bares que estuvieron llenos de irlandeses, de neoyorquinos de variada procedencia. Uno de esos lugares era Clarke’s donde nunca tomaba una hamburguesa. Ni siquiera unos huevos Meredith. También lo podría haber hecho, pero nunca lo hizo, en J.G. Melon, en Smith and Wolensky. Me parece que en aquellos años -en la década de los 40- no estaba abierto el muy carnal Peter Luger de Brooklyn. Tampoco me hubiera hecho con las carnes de los garitos del Mercado de la Carne. No creo que tomara el pastrami de Katz’s. Pero desde luego le conocían muy bien en la barra de Fanelli´s. Le conocían muy bien en todas las barras del Village y en muchas de la vieja ciudad. Joe Gould era un genio superviviente, no había comido bien desde un banquete en Cambridge antes de la Primera Guerra Mundial, estaba orgulloso de no ser un paleto aunque era un gran tipo que sólo presumía de sus carencias. Se alimentaba de las salsas de ketchup que era la única cosa que no te hacían pagar en los bares. El bohemio Gould, el penúltimo neoyorquino, estaba preocupado en otras cosas, en terminar su magna obra Historia oral de nuestro tiempo.

Los de pueblo, los paletos en Nueva York, somos muchos y de toda condición. Yo soy de un pueblo llamado Madrid, un pequeño lugar que quiere ser cosmopolita, abierto y sin complejos desde hace unos cuantos siglos. Paleto en Nueva York fue Lorca, de su pueblo Fuentevaqueros, pasando por tascas madrileñas como “Carmencita”, fue capaz de encontrar el alma, y lo desalmado, de esta ciudad. También de su pueblo de Huelva, del limpio y silencioso Moguer, vino hasta NY con su sofisticada mujer Juan Ramón Jiménez, Hizo un poco el paleto, el cateto, pero supo paladear lo bueno y fue un viajero que escribió después de pasar por la ciudad de ciudades, Diario de un poeta recién casado.
Cateto, quiero decir de pueblo segoviano e hijo de un guardia civil, fue uno de los más elegantes pintores de la mejor escuela pictórica de esta ciudad, Esteban Vicente. También de su pueblo, de Barcelona, pero muy madrileño, fue Felipe Alfau. Otro de los españoles atrapados en esta ciudad. Uno de esos exquisitos escritores que también frecuentó tugurios y tabernas. El autor de esa deliciosa rareza que es Locos, que tanto gustaron a Mary McCarthy y a otros que le leyeron en su adoptada lengua inglesa. A mí me fascinó en español.

Paleto, cateto, también dos amigos que viven entre esto y aquello, Antonio Muñoz Molina, de un pueblo de Jaén, nada menos que de un lugar llamado Úbeda. Refinado lugar desde mucho antes del renacimiento. Con Muñoz Molina que conoce muy bien la ciudad -casi tanto como el escritor Eduardo Lago, premio Nadal por una novela pensada y escrita entre Brooklyn y Manhattan– he estado en ese lugar al que de vez en cuando vuelvo, ese lugar llamado Clarke’s que nada gusta a un refinado seguidor de Sánchez Dragó. Espero que su pasión llegue hasta dónde él quiera. Incluso me importa un higo, o dos, si lame ciruelos.

En esta ciudad, en NYC, donde desde hace 30 años vive el muy mundano, sabio galerista del arte del mueble del pasado siglo, mi amigo de un pueblo de Orense llamado Miguel Saco, es uno de los guías de lujo por la ciudad oculta, prohibida. Visible, lujuriosa, clásica, nueva y vieja. Saco, que es uno de los secretos mejor guardados del arte español, se reía cuando le comenté que no le gustaba a un no se qué residente en NY que hubiéramos comido en ese lugar donde varias veces lo hicimos. En fin tampoco le extrañó nuestra cita a Manolo Valdés, paleto de Valencia, residente en NYC. Incluso a algunas de mis más queridas neoyorquinas, y de Madrid y Granada, las hermanas García Lorca las he visto comer en garitos peores. Además cantar después de haber cenado. Y también beber. Eso sí confieso que también nos gusta el “Four Season’s”. Y el bar del primer hotel que hace décadas conocí en NY, el Gramercy. Sin hacer ascos a repetir cóctel de “Employees Only”. Hay una camarera paleta, una de la América profunda que me encanta. Eso sí, esta noche me lamentaré en “The Village Vanguard” de las prisas de mi artículo de la otra noche. La culpa mía. Las faltas, la incorrección y lo relajado de esta ciudad. Una ciudad fantástica para catetos. También para turistas. Incluso para residentes pedantes. Una ciudad desde donde añoro esa tasca madrileña de callos tan caros como angulas.  Me tengo que refinar los gustos. Hoy tengo cita en “The Modern”, que me gusta a pesar del nombre.

Perdón, a mí también me duelen mis faltas. Aunque tengo tildes, no tengo tiempo. Lo siento.

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20 de septiembre de 2007
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VIII. MANAGUA, HORA DE QUEDARSE

Y la gran Managua oscura, secreta, que empieza a la hora nocturna en que salen las diablas a relinchar en los burdeles, las cantinas, los bailongos, la hora de los bazukeros y los huelepegas, de las reinas de la noche y de los reyes sin corona, de las falsas hembras y de los travestíes maquillados, la hora de las roconolas y de los cuchillos, de los pandilleros y de las salas de emergencia de los hospitales, la hora de los litigios en las estaciones de policía, la hora en que empiezan a llenarse de cadáveres desconocidos las gavetas de la morgue.

Todo estalla y se enciende entre los fuegos fatuos de una vida nocturna paupérrima, la hora de las ilusiones fementidas y de los pecados capitales de la capital, que brillan como si fueran llagas, la hora en que Managua se abre las venas para verter toda la sangre a sus pies, como en la mejor canción de Julio Jaramillo, la Managua, virgen de medianoche de Daniel Santos, cantantes como ellos que son los grandes santos del santoral arrabalero de las roconolas enfloradas como altares.

En Acahualinca, donde antes hubo una laguna de aguas verdes hoy cegadas por los detritus de la basura, bajo un parapeto de láminas de zinc pueden verse unas viejas excavaciones arqueológicas que muy pocos visitan. En el fondo, impresas hace ocho mil años en tierra volcánica, aparecen huellas de gente que iban entonces huyendo de algo, huellas de pies apresurados de hombres, mujeres, niños, junto a la huella de pezuñas de animales. Huían de algún cataclismo, alguna erupción volcánica, una inundación, un terremoto. Siempre hemos estado huyendo, caminando a paso urgido hacia el éxodo.

Una ciudad tan terrible y desvalida como para abandonarla para siempre, pero que yo, al menos, no abandonaría jamás.

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20 de septiembre de 2007
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Me acuso de haber blogueado / y II

  —¿Qué le vas a ir ver a Barack Obama? —traté por última vez de sonsacar a Roncagliolo, que como yo dormía esa noche en Miami y de seguro se iba a aburrir.

  —No es que lo quiera ver, es que voy a contarlo en el blog —respondió terminante, impelido por una debilidad paternal que hasta esa tarde no le conocía. Tampoco sabía entonces que no puede uno ir por ahí de noctámbulo impenitente cuando no sabe aún qué le dará esa noche de comer al blog. A casi un año de aquel no-suceso, heme aquí alimentando a ese mismo animal, con celo de progenitor primerizo y un extraño entusiasmo que aún no sé explicar.

A otros les gusta hablar de grupos, generaciones y mafias literarias. Con el autor de Abril rojo y otra ciudadana multinacional cuyo nombre me guardo por respeto al suspense, hemos formado alguna suerte de sociedad secreta cuyos fines son hasta hoy antes indecorosos que literarios —es decir, son profundamente literarios— pero quizá ni eso sea suficiente para dejar al blog chillando de hambre mientras uno se funde con la noche cómplice. Ahora mismo me privo de ir al barrio de Lapa, donde habrá de cantar Paulinho Moska, sólo para que el blog no se quede con hambre de aquí a mañana.

Ayer, durante una presentación en Leblon con Claudia Piñeiro, alguien nos preguntó si nuestros libros ayudarían a cambiar a la sociedad, y los dos coincidimos en señalar que con trabajos alcanzarían para modificar nuestras vidas. Pues uno escribe o lee también para eso: le urge que algo cambie desde adentro, así sea por un par de minutos. Y he aquí que la escritura diaria del blog, igual que la novela, no permite seguir con la vida como era, y de hecho coloniza arteramente el coco de quien se ha decidido a practicarla. Si armar una novela nos hace taciturnos, escribir diariamente en una página web exige un compromiso francamente neurótico. ¿Cómo escribir, no obstante, sin alguna neurosis que nos respalde?

Tengo que dejar Rio a media madrugada —de lo contrario ya estaría en Lapa— y lo peor es que Roncagliolo llega mañana. “¡No te largues, haz algo!”, me insistió por escrito, pero lo cierto es que hace una semana que la novela no prueba bocado y eso no puede ya seguir así. Se hace uno la fama de vago y de farol de la calle y a la hora de probarlo se comporta como una carmelita descalza. ¿Qué va a hacer aquel pobre muchacho solo en tierras cariocas, sin un cómplice que le ayude a investigar los efectos de una semana de cachaça diluida en caipirinhas? Me parte el alma, pues, pero es preciso dar de comer a las fieras.

Bien visto, este espacio es también el principio de una suerte de sociedad secreta, sostenida en una complicidad de la que apenas se habla, porque no hay ni con quién. "¿Cómo va el blog?", me pregunta mi padre, sin saber bien a bien sobre qué me pregunta porque nunca en su vida ha blogueado. Y lo cierto es que todo este asunto me intimida, pues me recuerda aquellos momentos infantiles en los que mis mayores me pescaban hablando solo y sentenciaban que iba a volverme loco. ¿Qué hace al fin quien escribe, sino hablar solo? ¿Qué otra prueba tiene uno de que aún no merece la camisa de fuerza, como no sean las notas ligeramente anónimas que aparecen al pie de sus escritos?

Son ya casi las once de la noche y la oficina de los autos rentados va a cerrar a las doce. Tendría que empacar y salir disparado hacia el insigne aeropuerto Jobim, pero me deja con la conciencia intranquila sospechar que la fiera todavía no da cuenta del postre. Dejo para el efecto un par de enlaces, correspondientes al espectáculo que a estas horas tendrá que ir por ahí de la mitad. Ojalá el animal no se quede con hambre...

Vídeos de pie de página

Paulinho Moska: Lágrimas de diamante.

Paulinho Moska con Lô Borges: El tren azul.

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19 de septiembre de 2007
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Bilin es Palestina

Husmeando el sitio que el suplemento cultural del diario La Nación, llamado adn, tiene en Internet, me encontré con un artículo de Vargas Llosa que me conmovió. El texto habla del documental Bilin, My Love, producido por Claudia Levin y dirigido por Shai Carmeli-Pollak. Aunque no vi la película, en estas semanas contemplo a diario la realidad de la que habla. Los muros que el gobierno israelí ha levantado en todo el territorio, confinando a los palestinos dentro de sus pueblos y ciudades sin otra salida que los checkpoints militares, son tajos que desgarran el paisaje dondequiera que se mire. En el caso de Bilin, en Cisjordania, el trazado de esos muros incurría además en una afrenta extra, dado que impedía a los campesinos el acceso a doscientas hectáreas de cultivos de los que la pared los separó. Por supuesto, no se trata del único inconveniente que el muro de 650 kilómetros provoca a los palestinos. Como dice Vargas Llosa, "esta espesa muralla de cemento armado y alambradas electrificadas penetra profundamente en los territorios ocupados, parte en dos y a veces en tres las localidades que atraviesa, separa a los vecinos de sus chacras y rebaños, a los escolares de sus escuelas, a los enfermos de los hospitales, incomunica a las poblaciones palestinas entre sí y convierte los desplazamientos a través de sus muy espaciadas puertas en indescriptibles pesadillas".

La causa legal que los pobladores de Bilina abrieron entonces tuvo y tiene, por cierto, muchos adherentes israelíes. Levin -de origen argentino- y Carmeli-Pollak son tan sólo dos de ellos. Desde el viernes 20 de febrero del año 2005, grupos de israelíes comenzaron a manifestarse en las afueras de Bilin, solidarizándose con las protestas de los palestinos. Desde entonces el reclamo se ha repetido todos los viernes, "sumando voluntarios internacionales, organismos de derechos humanos, periodistas, instituciones religiosas y muchos jóvenes conocidos en Israel bajo la engañosa definición de anarquistas, pues entre ellos se mezclan hippies y punkies con ecologistas, seminaristas, rabinos y viejos comunistas", dice Vargas Llosa.

Las imágenes del documental fueron registradas en las más precarias de las condiciones, pero según Vargas Llosa eso no le resta elocuencia a la narración. Menciona dos escenas que lo impresionaron. Una dedicada a una función escolar, durante la cual los niños actuaron escenas que están acostumbrados a vivir -golpizas, requisas, secuestros- y otra en la que un soldado que grita a los fotógrafos que lo rodean: "Dentro de una semana salgo de filas, así que no me importa ya nada. ¡Tómenme las fotos que quieran!" Después de lo cual dispara a quemarropa sobre la multitud.

Dice Vargas Llosa que productora y director "sienten que lo que en Bilin está ocurriendo es algo sucio e innoble, un despojo amparado en el puro derecho de la fuerza, y que privar de sus miserables lotes de tierras y sus olivos y sus cabras a esas pobres gentes en el nombre sacrosanto de la seguridad, al mismo tiempo que, allí mismo, se construyen las poderosos instalaciones donde vendrán muy pronto a instalarse los colonos, es, además de cínico, un acto de colonialismo y conquista que está en contradicción radical con todo aquello que hizo posible el nacimiento de Israel".

Hace pocos días la Corte Suprema de Israel falló en favor de los 1.600 habitantes de Bilin, lo cual obligaría al gobierno a rehacer el trazado del muro en ese punto para permitirle a la gente el acceso a su territorio. Esta es una buena noticia, que hay que asimilar con prudencia. La Corte ya ha laudado en otra ocasión en el mismo sentido, cuando dos años atrás se aceptó que el muro cortaba la ciudad de Kalkilia en tres partes, pero todavía se está a la espera de que la sentencia se cumpla. En el mismo sentido, la condena del Tribunal Internacional de La Haya, que declaró ilegal la construcción del muro, ha sido desestimada en los hechos: la pared sigue allí, sólida, opacándolo todo.

La verdadera buena noticia, en todo caso, es la existencia de gente como Levin y Carmeli-Pollak. Algo ha salido muy mal para que tanto de un lado como de otro el poder tienda a quedar en manos de las fuerzas más extremistas, pero el hecho de que también haya tanta gente de buena voluntad a ambos lados de la barrera abre una página de esperanza.

Mientras tanto, Palestina sigue llena de poblados como Bilin.

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19 de septiembre de 2007
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PERIODISTAS DEL CORAZÓN

Lo característico de los mejores novelistas del XIX es que no trabajaban en nada que no fuera escribir. Eran tipos de la alta burguesía, nobles, bohemios, diletantes, sablistas o paniaguados.

De esa condición nace una narración de la sociedad semejante a la que procuran actualmente los sociólogos, aunque sin voluntad de estilo. Estos novelistas observan su entorno con la ventaja de no tenerse que ganar el pan y, en consecuencia, disponer de todas las fuerzas para pasearse, sea por las calles, los arrabales, los prostíbulos o los salones.

De su pesquisa obtienen historias múltiples, unas  pertenecen a ese mundo marginal que no visitaban sus lectores y de ahí la excitación informativa. Y otras proceden de los mundos conocidos por el lector de la decadente nobleza interesado en los numerosos chismes a que tiene acceso el escritor ocioso y ambulante, de una variedad y cantidad que les da pábulo para la conversación, la murmuración y el ocio de las conversaciones y reuniones continuas.

El escritor que trabaja en otra cosa, como Kafka, tendría que esperar varias décadas y el apoyo de los críticos para flotar en la historia de la literatura. Los de la anterior camada bullían en sociedad porque, en gran medida, no eran sino sus cronistas, sus reporteros, sus periodistas del corazón traduciendo la información o el rumor en libros.

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19 de septiembre de 2007
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UNA MESA EN LÍNEA

Gran golpe ayer al descubrir una tecnología que se llama oSkope. Sólo funciona en inglés, por el momento, y sólo da acceso a los libros de Amazon pero vale la pena probarla pues, por primera vez, uno consigue frente a la pantalla de su PC la sensación de vivir el sabroso momento en que uno se acerca a la mesa de libros en una librería.

Por el momento, la relación entre el amante de los libros y la oferta pasa por el terrible motor de búsqueda, fuente de sorpresas y de frustraciones. El de oSkope tiene el mismo defecto. Al pedir algo sobre Cuba conseguí una oferta incluyendo a las memorias de Bras Cubas de Joachim María Machado lo que va a escandalizar a medio Brasil, pero también había, las tapas de muchos libros sobre Cuba, listos para acercarse a mí con un mero movimiento del ratón.

Lo que hace oSkope es sacar las imágenes de Amazon y tirarlas en una pantalla según categorías preestablecidas. Caben más de cien libros en una pantalla lo que supera el tamaño de la mesa más grande en una librería. Los libros se presentan de varias maneras: en una disposición regular, tirados, clasificados por precio o por éxito comercial. Claro que hay un zoom para regular el tamaño de las tapas. Nos acercamos a la sensación de visitar una librería (una librería de un tamaño colosal, por supuesto) sin salir de la casa. Falta adaptar esto a otros idiomas, lo que es muy fácil. Cómo cambia el planeta…

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19 de septiembre de 2007
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El Boomeran(g)
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