Sergio Ramírez
Y la gran Managua oscura, secreta, que empieza a la hora nocturna en que salen las diablas a relinchar en los burdeles, las cantinas, los bailongos, la hora de los bazukeros y los huelepegas, de las reinas de la noche y de los reyes sin corona, de las falsas hembras y de los travestíes maquillados, la hora de las roconolas y de los cuchillos, de los pandilleros y de las salas de emergencia de los hospitales, la hora de los litigios en las estaciones de policía, la hora en que empiezan a llenarse de cadáveres desconocidos las gavetas de la morgue.
Todo estalla y se enciende entre los fuegos fatuos de una vida nocturna paupérrima, la hora de las ilusiones fementidas y de los pecados capitales de la capital, que brillan como si fueran llagas, la hora en que Managua se abre las venas para verter toda la sangre a sus pies, como en la mejor canción de Julio Jaramillo, la Managua, virgen de medianoche de Daniel Santos, cantantes como ellos que son los grandes santos del santoral arrabalero de las roconolas enfloradas como altares.
En Acahualinca, donde antes hubo una laguna de aguas verdes hoy cegadas por los detritus de la basura, bajo un parapeto de láminas de zinc pueden verse unas viejas excavaciones arqueológicas que muy pocos visitan. En el fondo, impresas hace ocho mil años en tierra volcánica, aparecen huellas de gente que iban entonces huyendo de algo, huellas de pies apresurados de hombres, mujeres, niños, junto a la huella de pezuñas de animales. Huían de algún cataclismo, alguna erupción volcánica, una inundación, un terremoto. Siempre hemos estado huyendo, caminando a paso urgido hacia el éxodo.
Una ciudad tan terrible y desvalida como para abandonarla para siempre, pero que yo, al menos, no abandonaría jamás.