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Esperando nacer

'Acabo de poner punto final a mi cuarta novela'. Esa fue la primera frase que escribí en este sitio, hace dos noviembres. Ayer domingo puse un punto final provisorio -lo que terminé en este caso es una primera versión- a la quinta. Todavía falta mucho para que pueda permitirme la alegría de entonces, vaya a saber cuántas reescrituras me esperan antes de convencerme de que la suerte de esta novela está echada. Pero todos aquellos que hayan escrito ficción alguna vez, y en especial, por su largo aliento, una novela, coincidirán conmigo que ninguna instancia del proceso se parece más al de clavar pica en la cima que el de añadir el último punto al capítulo definitorio.

No sé cómo lo viven ustedes, pero para mí lo que hoy comienza es la parte más disfrutable del asunto. La historia ya está contada, la estructura tendida, los personajes planteados. ¡Lo peor ya quedó atrás! (Ah, la de sabotajes que me hago en los tramos finales, cuando me resisto a terminar...)

Para ponerlo en términos miguelangelescos, lo que he hecho es elegir el bloque de mármol -esto es, la historia- y bocetado una forma algo brutal. Lo primero que uno comprueba es la idoneidad del bloque: si se ha equivocado en la elección, percibirá enseguida rajaduras internas, o dejará la forma por la mitad al descubrir que ha equivocado proporciones. Por el contrario, si el bloque es el correcto y uno lo esculpe con tosquedad pero hasta el final, lo que resulta es una primera versión que lo impulsa a uno a ir mucho más allá. Es la hora de retroceder unos pasos, quitarse el polvillo de los hombros y echarle una mirada panorámica. Si todo ha sucedido como debe, esa forma brutal parecerá estar luchando contra su materia para definirse del todo, como si bregase para salir del bloque. Será la imagen de algo lleno de poder -una forma que lucha por nacer.

Esa tarea empieza hoy. Ojalá pueda hacerle justicia a la historia.

Quería compartir con ustedes esta emoción, que no se parece a ninguna otra.

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5 de noviembre de 2007
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El ángulo

La belleza puede sanar. Más aún: la belleza es decididamente terapéutica. Y puedo describir incluso el proceso por el que experimenté hace poco su actuación. Apenas me había provisto de una franja de belleza y de una manera efímera, pero se trataba de una belleza de la mayor calidad. Fue el perfil que obtuve de su rostro inclinado junto a mí y al que no podía prestar una atención completa, dadas las circunstancias, el que me procuró la dosis necesaria para sentir con la mayor plenitud. Con esa visión capté su cutis sonrosado y limpio, sus ojos inconfundibles de tiempos pasados y la actitud entre afectiva y melancólica que me fascinaba. Sólo podía disponer de unos brevísimos instantes para asumirla pero acaso la agudeza con que se instaló en mí guarda relación con la convicción de que no iba a poder disfrutar de esa belleza mucho más. Este dolor mezclado con el goce creó de golpe una fuerte preparación metálica y de ahí el sabor que noté en mis lágrimas unos minutos más tarde. ¿Era esto una curación? Fue, más bien, la visión de lo que ya no volvería a ver y, por lo tanto, la constatación de una pérdida definitiva lo que impulsaba directamente al sufrimiento. Pero también habiendo sido la visión tan brillante, tan inesperada y feliz, dejó en mi interior una espesa fisura luminosa que alcanzaba a invocar, durante horas, una y otra vez. Cada vez más débilmente, desde luego, pero en tanto mantuvo su brillo y resplandecía en mi recuerdo causaba un efecto bendito sobre mi salud, sobre las sensaciones generales de mi cuerpo y de mi mente que juntas me traspasaban los sentidos como sólo recuerdo a partir de ciertas drogas. ¿Sólo por causa de la belleza aquel bienestar absoluto y solar? Sólo por la bellísima estampa que mantuve muy nítida durante la tarde y la noche, extendida al bies en el espacio y reproduciendo el ángulo que había elegido su cabeza para mirarme a unos centímetros apenas de mis ojos y dentro del temblor irreal que confería la clínica a estos síntomas que ahora, en su ausencia, merodean el corazón. 

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5 de noviembre de 2007
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Saint Nazaire

Prisión perpetua (Anagrama), el último libro del escritor argentino Ricardo Piglia es doble. Comprende dos historias, una epónima del libro y otra titulada Un encuentro en Saint Nazaire. Son historias gemelas que se cruzan de una manera extraña y eficiente. Piglia es un gran novelista y un teórico de la literatura. Lo interesante es cómo práctica ambas disciplinas a la vez. Vivir, escribir, escribir para vivir y vivir para escribir son los puntos de definición de sus creaciones obsesionadas por el arte de narrar.

“Narrar, hace decir Piglia a un personaje suyo, es como jugar al póquer, todo el secreto consiste en fingir que se miente cuando se esta diciendo la verdad.” La verdad en la segunda historia no permite ningún desmentido: Piglia pasó unos meses en Saint Nazaire, un puerto al oeste de Francia, donde el río Loire desemboca en el océano Atlántico. Su apellido aparece en la larga lista de los artistas latinos que pasaron tres meses en la Maison des auteurs etrangers et traducteurs (MEET) (Casa de los autores extranjeros y traductores).

La MEET es una institución aparte. Se trata en realidad de un apartamento ubicado en la décima planta de un edificio llamado el “building” frente al puerto. Saint Nazaire es una ciudad que no puede ser hermosa o fea, pues es meramente agua y cielo. Cada tres meses, un artista entra en esta mezcla de agua y cielo al recibir una invitación para vivir gratuitamente en el MEET. En este momento, una poeta romana Letitia Llea vive donde vivió Piglia en otra época.

El MEET hace coloquios, publica una revista anual, entrega premios pero su vida básica, según la invención de su creador, el alcalde Joël Batteux, es la lenta permuta de los artistas en la décima planta del “building”. Este movimiento lleva ya 20 años: 145 artistas de 55 países pasaron por el MEET.

El 15 de noviembre empieza un coloquio sobre el aniversario. Ya sabemos lo que será la conclusión: son 20 años de apoyo a la literatura que salieron bien menos en el caso, literario, de Piglia. Su idea: Stephan Stevenson (apellido de ficción), que ocupaba el piso de la décima planta antes de su llegada se va pero no se va. Se va, pero hace lo necesario para determinar todo lo que va a ocurrir después con el visitante argentino a menos que éste sea paranoico.

Escribir es crear una realidad y, a veces, hay creaciones perfectas. Prisión perpetua es Piglia en su mejor momento: a la vez novelista y teórico sobre la literatura, entregando una orgía de definición. Una explica el título: “La novela moderna es una novela carcelaria. Narra el fin de la experiencia. Y cuando no hay experiencias, el cuento avanza hacia la perfección paranoica.”

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5 de noviembre de 2007
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Por esos mundos y a oscuras

Si no ando equivocado, un viaje de vacaciones es ya inconcebible sin un sol apabullante. Cuando uno repasa las hojas turísticas de los diarios, inevitablemente se encuentra con imágenes deslumbrantes, radiantes, tantas veces tórridas. Quizás se deba al dominio absoluto del mar, la playa y el bronceado, actividad ingeniada por los nadadores británicos del siglo XIX y que nadie podía imaginar se iba a convertir en la salvación de los matrimonios con hijos. También se debe, claro, a la necesidad de alivio en los países que sufren estaciones rigurosas, como Alemania o Inglaterra, cuyos habitantes se vuelven locos cuando les acaricia un rayo solar.

Sin embargo, el viaje de invierno está regresando. De momento sólo entre espíritus abrumados y líricos, pero no tardarán en sumarse los espíritus prácticos y voluptuosos. Los magazines deberán comenzar un duro trabajo pedagógico para dirigir a sus huestes hacia el frío, la nieve, los cielos plúmbeos, la niebla, la lluvia. Y persuadirles de que esas son las vacaciones modernas.

Y tendrán razón. Sobre todo entre nosotros, los de climas templados que tienden cada vez a más cálidos. En mi última visita, un amigo de Sevilla me sorprendió: había viajado al polo norte. Era un circuito organizado y muy caro, pero había alcanzado su sueño: deslizarse en trineo por una nieve dura como pedernal, tirado por una traílla de perros animosos. Hundido en enormes pieles, azotado por un airecillo a treinta bajo cero, había conseguido hermanarse con sus héroes juveniles, Miguel Strogoff, los peleteros de Jack London, Raskolnikof. Y había sido feliz.

Contaba Robert Kaplan en su bello libro Mediterranean Winter, la impresión magnífica de los desolados paisajes sicilianos, tunecinos o adriáticos, opalescentes y verdinegros, los templos lejanos cercados por nubes bajas, la lluvia veneciana que lava los mármoles, todo ello desde un café recoleto cuando ningún turista osa asomarse al invierno marino y las olas parecen solfataras. En esos delicados momentos dejas de sentirte como un turista y vuelves a ser humano.

Artículo publicado en: El Periódico, 3 de noviembre de 2007.

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5 de noviembre de 2007
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El último ciervo blanco

Mi libro de relatos El reino Animal (Alfaguara, 2006) podría volverse interminable porque cada día aparecen historias que sería necesario agregar, de acuerdo a la intención que me guió al escribirlo: narrar las relaciones, a veces terribles, entre la gente y los animales que se hallan, por lo general, en estado de indefensión frente a la mano hostil, y depredadora, de los seres humanos. Tengo un último ejemplo.

Leo que en Inglaterra quedaba nada más un ejemplar del ciervo blanco. Se llamaba Snowy, tenía nueve años de edad, y según el Daily Telegraph, fue cazado hace pocos días. El cadáver del ciervo, sobreviviente de una especie que una vez fue numerosa, fue hallado en un bosque situado entre las regiones de Cornwall y Devon, y aún no lo habían decapitado para embalsamar la cabeza, como se hace generalmente con las piezas de caza, para que luzcan en alguna pared, en mérito del cazador. Esta cabeza, por ser la de un animal que ya no se verá más sobre la faz de la tierra, costará ahora en el mercado miles de libras esterlinas.

Había una conspiración de los pobladores vecinos al bosque que habitaba el solitario ciervo blanco para protegerlo, y la mejor manera que tenían era la de ocultar su existencia a las hordas de cazadores que se presentan por allí cada temporada. La actual está en pleno apogeo, y no terminará sino a finales de abril del año entrante. La caza del ciervo blanco, aunque se tratara de un ejemplar único, fue legal por haberse hecho en temporada.

Ahora no queda a su fantasma sino vagar por los bosques.

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5 de noviembre de 2007
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Astérix en Disneylandia

Al anunciar el lanzamiento de la serie Futurama, Matt Groening decidió apostar fuerte. “Cuando menos dará para un parque temático”, declaró a la revista Wired el legítimo padre de Homero Simpson, seguramente presa de la misma lógica que años antes le llevó a creer que sería Bart, antes que Homero, quien alcanzara fama planetaria. Pero el futuro casi nunca es como lo pintan, amén de que no siempre se antoja ir hacia allá. ¿Qué tendría que haber en un parque temático dedicado a Futurama que no decepcionase a sus visitantes? Y he ahí el problema con los parques temáticos, que en esencia son todos iguales, amén de requerir cantidades industriales de niños para operar como una verdadera fábrica de dinero.

“Niños, propios o disecados”, reza el viejo refrán, que según la opinión de varios terminantes incluye especialmente a los adultos prestos a aniñarse a la menor provocación. Es tarde, sin embargo, para disecarme. Nada más poner pie en el Parque Astérix, treinta kilómetros al norte de París, me toma por asalto una comezón que temo comparable a la de aquellos galos irreductibles que resisten ahora y siempre al invasor, al punto de creer que lo que Julio César hizo durante los primeros años de la era cristiana es nada comparado con lo que Mickey Mouse ha hecho durante el último medio siglo. No muy lejos de aquí, Eurodisney ataca por cielo, mar y tierra, y ello es otra razón para pelear.

Quienes hasta hoy somos adeptos entusiastas a las andanzas de los galos irreductibles, encontramos en ellos un humorismo fino del que Disney, Inc. parece entender poco, aun si más de una vez sus guionistas han llegado a copiarlo desfachatadamente. Nada parece ser lo suficientemente grave en Astérix para desbaratar la sonrisa de sus lectores, empezando por las peleas bíblicas que entablan sus protagonistas contra los invasores romanos, en las cuales jamás ha habido un solo muerto, y menos una gota de sangre. Proliferan, en cambio, los hematomas, y ello da a los guerreros un especial placer en partirle la crisma al enemigo, al cual derrotarán inopinadamente, con o sin la poción mágica del druida Panoramix. Y ahí está la cuestión, basta que un seguidor del trabajo de Uderzo y Goscinny toque el tema de Astérix o Lucky Luke para que en su cabeza crezca un parque temático y no pare de hablar sobre el apasionante asunto.

Dormir en el Hotel de los tres buhos, justo al lado del parque temático, es hacerse un poquito a la idea de que se ha penetrado en la historieta. Camina uno entre niños armados con cascos, espadas y escudos que corretean por cada rincón, y más que verdaderos deseos de disecarlos se sienten ganas de alcanzar de regreso su tamaño y lanzarse a pelear por Tutatis y Belenos. En especial si viene uno del parque y trae cargando un par de kilos de mercancía cuya compra no supo ni quiso resistir. ¿Cómo va uno a dejar en el estante el juego de ajedrez donde ya no pelean blancas contra negras, sino galos irreductibles versus romanos arrogantes? ¿Quién, que se haya metido en la historieta, querría salir de ahí sin una camiseta de Obélix?

Por más montañas rusas que ostente, un parque dedicado a Astérix siempre se quedará corto frente a las aventuras que lo inspiran, pero de pronto a uno le basta con los guiños, que aquí son pródigos y cariñosos. Territorio fanático, se entiende, pero es lo que se espera a partir de la recreación de un mundillo ilustrado con atención estricta a los detalles (¿cómo, de otra manera, podrían hacer frente a Mickey Mouse?) Es verdad que una visita entera al parque de Astérix no logra superar a un solo capítulo de la serie, básicamente porque el trabajo de Uderzo y Goscinny peca de insuperable, pero uno se contenta con estar ahí, envidiando su infancia, pujando inútilmente por recobrarla, quemándose los euros en chucherías tan inútiles como tentadoras y yendo como un niño por la aldea que tantas veces visitó en el papel.

Es posible que todos los parques temáticos sean la misma cosa, y que baste poner a Homero en el sitio de Mickey para que Disneyland se torne Simpsonworld, pues finalmente es uno quien pone de su parte para hacer que el engaño gane cuerpo y espíritu. Perpetro, en todo caso, estas palabras por el puro placer de resistir ahora y siempre al invasor, y con el solo miedo de que el cielo me caiga encima. Tómenlo como un guiño, galos honorarios.

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2 de noviembre de 2007
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Terrorismo

La recopilación de portadas de periódicos españoles sobre el veredicto de los atentados del 11-M en Madrid que viene con mi post fue hecha por el sitio el Periodista Digital. Creo que no necesita una palabra más: el conjunto pinta la dificultad de la opinión periodística frente a lo que es ya un “caso cerrado” como lo escribe La Vanguardia.

Claro que a la locura de ciertos periódicos (El Mundo hablaba de una investigación ahora “más abierta que nunca”) corresponde al comportamiento del Partido Popular. El sitio de El País pone en línea un documento PDF (cuidado tiene 237 páginas y roza los 5 MB) con las preguntas parlamentarias del partido de oposición sobre el vínculo entre los atentados y la banda terrorista ETA. Algo imposible de borrar y que pone en duda la credibilidad del partido de oposición si uno toma en cuenta lo que es el terrorismo: una acción con afán de múltiples ecos.

Acabo de leer El terrorismo y sus etiquetas (Espasa) de Arcadi Espada, un columnista supongo incómodo en el diario El Mundo por su rigor frente al terrorismo. “Una regla principal es la de no responder a los discursos terroristas, escribe Espada. Responder es ya una forma de obedecer y, sobre todo, de aportar sentido al anacoluto terrorista.” Si no se debe responder, claro (pues uno está fuera del mundo de la razón con la destrucción de vidas inocentes), tampoco se puede aprovechar del terrorismo para sembrar sospechas de complicidad o encubrimiento.

La tesis de Arcadi Espada, que comparto, es que la distancia del comentarista del terror, la naturaleza del terrorismo y sus causas no son conceptos que hay que analizar en el momento de hablar de terrorismo. El contrario del terrorismo es la convivencia democrática. Son dos polos distintos. Pero no son dos caras de una misma moneda de la democracia (el con violencia y el sin violencia). Espada: “El terrorismo tiene una complejidad irrisoria. Lo complejo es la democracia. Pasa como con el cáncer con la vida”. 

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2 de noviembre de 2007
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Por amor al arte

Acabo de hacer algo imperdonable. Le reclamé un amigo un libro que le había prestado, antes de que pudiese leerlo. Por supuesto que tengo una buena excusa para ello, pero todos los criminales tenemos una. En plena escritura de una novela, sentí la necesidad de releer Divisadero de Michael Ondaatje en la esperanza -ingenua, lo admito- de que algo de esa inspiración se me pegue aunque más no sea al mancharme los dedos pasando páginas.

En el comienzo me reencontré con una frase que Ondaatje atribuye a Nietzsche: "El arte existe para que la verdad no nos destruya". Lanzado a romper tabúes como estaba, me permití descreer del viejo Friedrich. A fin de cuentas la verdad no es para tanto. Nacemos y morimos, a menudo sin hacer demasiado entre una y otra formulación verbal. Somos un destello de luz -y no hay luz que no genere sombras- en el universo infinito. En todo caso la verdad que puede llegar a destruirnos es la de nuestra insignificancia. Allí sí que el arte cobra sentido. ¿Qué sería de nuestras vidas si no hubiesen sido iluminadas por tantos libros, por tantos filmes, por tantas pinturas, por tanta música? Aunque más no sea durante un instante, traten de imaginar el trajín de una vida sin Mozart, sin Beatles, sin Miguel Angel, sin Picasso (cada uno de ustedes puede armar su propia lista de ausencias intolerables), y peor aún: sin instrumentos, pinceles y cinceles con que emularlos. ¡Cuán intolerable sería una existencia sin Coppola ni Brando, sin Dickens ni Shakespeare!

El arte existe para que avizoremos las alturas a que podremos llegar el día que seamos más fuertes que nuestros peores instintos.

Prometo volver a prestar el libro en breve, apenas se me vayan los pájaros de la cabeza. Esa es otra de las maravillas del arte, una característica que lo convierte en uno de nuestros bienes más preciados: que además de iluminarnos la vida nos llena de ganas de compartir la experiencia con cuanto Cristo se nos cruce delante.

Que tengan un bonito fin de semana. (Lleno de arte, quiero decir.)

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2 de noviembre de 2007
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Edad del escritor

Una vez me dijo alguien muy conocido en el mundo de las letras, bueno en alguno de sus márgenes para ser más precisos, que le resultaba extraño que yo siguiera leyendo novelas después de haber cumplido los cuarenta años. Y después de los cincuenta. Incluso me imagino acudiendo al viejo vicio muy anciano si puedo y llego. Me sienta bien. Me inquieta y me emociona, me ordena y me desordena. Creo que seguiré enganchado a las buenas novelas. Siempre nos quedarán, además, las relecturas. Y siempre estarán los poetas, la poesía. Es cierto que cada vez leo más ensayo, más historia, más biografía pero esas miradas a la realidad necesitan la fuga de la imaginación. La verdad de la imaginación. Así lectores seremos a cualquier edad.

¿Y novelista? ¿Poeta? Acaso hay edades para escribir una novela, para ser poetas. No son tan normales los casos de escribir una primera novela pasados los sesenta años. Es como una extravagancia. ¿Qué hace este señor maduro, tirando a muy maduro, entretenido en una novela con el coraje, la energía y otras cosas que su escritura demanda? Hay casos. Veremos casos. Nos alegraremos con alguno muy pronto. Nos gusta. Nos anima. Nos da esperanzas como lectores y como hipotéticos escritores de una novela que llevamos tanto tiempo pensando. A partir del lunes podremos volver al asunto.

Poetas. Esos parece que siempre tendrían que ser jóvenes. Tampoco es así. Uno de los libros más jóvenes y rebeldes de nuestra última poesía lo escribió el pasado año José Manuel Caballero Bonald, pasados los ochenta años y con el deseo de infracciones como si fuera un joven rebelde con muchas causas.

El economista Sampedro, que ya había escrito algo de joven, volvió con vigor y entrega literaria a partir de los sesenta años. A esas edades escribió su mejor novela, Octubre, octubre. Y todavía no ha parado.

Sigue escribiendo, más que nunca otro de los mejores y también octogenario, Ramiro Pinilla, Ahí están para demostrarlo las tres mil páginas de Verdes valles, colinas rojas. Y la nueva, excelente, mirada novelada a la Guerra Civil, La higuera.

No hay edad para el escritor. Y lo mejor, tampoco hay edad para comenzar una carrera como novelista. El lunes me lo dirán.

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2 de noviembre de 2007
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Voces de mentira

Acaba de irse el gordito que habla con las computadoras cuando suena el teléfono y la voz femenina comienza a recitar sin previo aviso las ventajas que me ofrece la compañía de celulares a la que estoy suscrito, llamadas a mitad de precio a Costa Rica y el resto de Centroamérica si se realizan en las horas nocturnas y los fines de semana, una tarifa especial sin límite de tiempo propia para las comunicaciones familiares.

Son una verdadera plaga esas letanías de voces mecánicas orquestadas por las computadoras, y que con su distante y frío martilleo artificial quieren sustituir el encanto de los registros sensuales de la voz verdadera de la mujer. Corto siempre esas llamadas apenas las voces falsas comienzan a buscar como endulzar mi oído reacio, además, a las ofertas comerciales en plenas horas de trabajo creativo.
Pero esta vez tengo dudas. La voz, a pesar de que corre con prisa, deja oír cierto jadeo y cierta vacilación que no es propia de la falsa perfección de lo falso, y la interrumpo. “¿Usted es de verdad?”, le digo. “¿Cómo?”, responde, asustada. Y entonces sé que he acertado, y me lleno de alegría. No se trata de una maquinita sin entrañas. Hay un alma en esa voz.

“Pensé que era una de esas grabaciones, qué dicha que usted es de carne y hueso”, le digo. Pero lejos de compartir mi gozo, y reírse, como espero, sólo me dice “buenos días”, en tono hosco, y cuelga.

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2 de noviembre de 2007
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