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Cagüendiós

No sólo hay malas noticias. En Irlanda se puede blasfemar libremente desde hace más de un año, pese a que los irlandeses son personas mayormente católicas. Yo también fui católico, como muchos de ustedes, pero me quité pronto, en mi último año de colegio religioso. Al principio costaba, como siempre cuesta dejar de ser adicto a algo que te conforta, te perdona si caes y te promete paraísos artificiales no prohibidos por la brigada narcótica. Luego empiezas a verle ventajas al ser ateo y al lado práctico de sus corrientes allegadas: el epicureísmo, el libre albedrío, la tentación no apartada, los variados sufijos sexuales terminados en ismo.
 

Nunca he blasfemado, sin embargo, y eso que la blasfemia, como todos los actos delirantes, puede aliviar el estrés que da el vivir cuando las cosas no salen a pedir de boca. Pero seamos claros: quien blasfema en palabra o caricatura a nadie ataca y a nadie hiere o mata; libera una rabia en una imagen o en una parrafada. Y si no que se lo digan a Willy Toledo, uno de nuestros más grandes actores, que a veces, fuera del escenario o saliéndose del guión, se encabrita. La denuncia de una asociación de Abogados Cristianos le llevó a juicio, pero la magistrada de lo Penal que le ha absuelto lo ha visto claro y ha sido justa.

Yo tengo la fortuna, como la tendrá una parte de mis lectores, de no sentir apego a las religiones pero sí a sus símbolos, transformado lo sacro en retablo churrigueresco, templo gótico o misa cantada. Por eso, sin adorarlos, nunca querría excretar nada sobre el Padre Eterno, la Pilarica o Buda. Otra cosa distinta es hacer chufla. Baudelaire reclamaba como un derecho humano el irse ("s´en aller"). Después del irse, añadiría yo, viene el reírse, de lo divino y lo humano. Sin agredir. Sin tener que ir al trullo.

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9 de marzo de 2020
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Orientarse

Durante siglos las artes fueron un índice de por dónde podía divisarse un futuro mejor
 

Si me hubiera cabido, habría titulado la columna: "¿Por dónde se va al futuro?", pero no cabe y además es una ingenuidad. Al futuro llegaremos todos, lo queramos o no. Era una pregunta retórica, en realidad lo que preguntaba era si alguien avistaba algún signo de que el futuro vaya a tener mejor cara que el presente. ¿Hay remedio para tanta ruina moral y mental?

Durante siglos las artes fueron un índice de por dónde podía divisarse un futuro mejor. Los humanos trabajaban para imponer sus formas más esperanzadoras a la tediosa actualidad. Los historiadores podían orientarse observando esos signos. Veían cómo surgió el arte cristiano con sus basílicas cubiertas de mosaicos dorados que poco más tarde se renovarían como monasterios y conventos rodeados de viñedos feudales. Pero muy pronto empiezan a elevarse las torres en aguja y a hacerse transparentes los muros de las catedrales, aunque luego se retuercen y convulsionan las figuras, las columnas, los espacios del barroco. En fin, así se hizo siempre y ya en el siglo XX los sólidos transparentes de Mies o los rascacielos gritaban el comienzo de una nueva era llena de energía y esperanza. Todavía se podía observar la aceleración del tiempo, por ejemplo, comparando una ópera de Alban Berg y otra de Verdi, una novela de Dickens y otra de Faulkner, los historiadores indagaban el significado de los cambios formales, de la afirmación.

Yo miro a los años que he vivido y apenas veo signos nuevos, sólo actualidades repetidas una y otra vez. Ninguna forma nueva señala con energía hacia el futuro. Los últimos fueron Losirascibles, hace 70 años, que ahora se exponen en la Fundación Juan March de Madrid. Luego vino la melancolía conceptual y la diversión mil veces repetidas. El tedio.

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3 de marzo de 2020
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Chalequerías

Aprovechando sus últimos días fui a las rebajas con la intención de comprarme un chaleco, prenda a la que me adherí hace décadas, cuando tenían presillas, ese mecanismo regulador que te daba esbeltez y, si ganabas peso, disimulaba el engorde. Pues bien, los chalecos de caballero ya no se venden; otra baja o avance del progreso. Volví frustrado a casa y lo estudié; la palabra, según el gran diccionario histórico Le Robert, procede del árabe magrebí galika, de donde pasó al castellano jileco, que en francés se hizo gilet, ya usado en el Renacimiento. Después recordé: en el siglo XIX el chaleco era la pieza intermedia del terno que llevaban banqueros y prohombres de la política, cuando en la Bolsa no había cotización femenina y las mujeres, incluso las de pro, carecían del derecho al voto. Pero el chaleco evolucionó. Damas muy selectas de la Belle Époque se lo ponían, hasta con corbata, en público. Algunas eran lesbianas, otras solo querían expropiar y desactivar la prenda más masculina de la historia del traje. Vino posteriormente su versión floreada; a los hippies de ambos sexos les gustaba por la laxitud de su corte y sus amplios bolsillos, ideales para transportar la hierba. Ahora hay una confusión de chalecos. Por la parte tradicional, los toreros lo siguen llevando bajo la chaquetilla de luces, y en el lado moderno de la vida, la pasarela, las modelos no necesitan apretarse nada para estar como sílfides.

En mi búsqueda fracasada de los remates a buen precio me ofrecieron el que sí se vende y a mí me sienta como un tiro, el de cazador, acolchado y con plumas dentro, muy llevado en los barrios burgueses de las capitales. Lo que impera, cada día más, es la apropiación del chaleco por el sector Servicios: las trabajadoras de la limpieza, los aparcacoches, el voluntariado de las ONG. Chalecos proletarios y humanitarios, feotes y chillones de color, que en los campos de Francia y en las carreteras de España se hacen protestatarios. Echaré de menos la filigrana de las presillas antiguas, pero me parece que el escuálido cuerpo social ya se harta de tanta estrechez. Hasta que reviente.

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2 de marzo de 2020
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Despedida de mi vecino

Ernesto Cardenal fue mi vecino calle de por medio durante cuarenta años en Managua. Se cruzaba a la hora del desayuno a dejarme lo que había escrito, aún quizás esa misma mañana, y cuando yo terminaba una novela iba a dejársela también, recién salida de la impresora. Fue mi maestro de la prosa, porque en su poesía aprendí mucho del arte narrativo y de la cadencia de las palabras.
 

Lo conocí en 1960, cuando recién regresaba de Medellín donde se había hecho sacerdote, aunque desde antes su poesía había marcado no sólo mi rumbo literario, sino el de toda mi generación. Maestro mío, compañero de luchas en la Nicaragua siempre convulsa, un hermano mayor a quien siempre tuve al lado.

Deja una huella muy profunda en la gran poesía latinoamericana. Esa naturaleza narrativa de su poesía que me marcó y me sedujo desde la adolescencia, es lo que fue bautizado como exteriorismo, un término que puede prestarse a confusiones pues parecería negar su dimensión íntima.

Que la prosa se trasiega en la poesía lo aprendió de Whitman y Sandburg, quienes le enseñaron una lírica terrenal y cotidiana, y a mi generación le descubrió también a T.S. Elliot y Ezra Pound, a quienes tradujo. Así hizo que la poesía nicaragüense siguiera siendo moderna, como empezó a serlo desde Rubén Darío.

Narrativa es la poesía de Hora 0, de 1957, un relato de las dictaduras tropicales de Centroamérica y de las intervenciones militares que lejos de tener nada panfletario funciona como una evocación doliente. Y desde ese registro pasará a Gethsemani Ky, de 1960, donde pone en contrapunto su vida de novicio trapense en Kentucky, con sus turbulentos años de juventud en Managua.

Luego vendrán sus Epigramas, de 1961. Entre ellos figuran algunos de sus poemas más populares, los de tema amoroso, de ingeniosa precisión, alimentados por sus lecturas académicas de Catulo y Marcial mientras estudiaba humanidades en la Universidad Autónoma de México.

La muerte en 1962 de Marilyn Monroe, inspiró su elegía a la muchacha que como toda empleadita de tienda soñó ser estrella de cine, una profunda reflexión sobre la fabricación de los ídolos del espectáculo a costa de los propios seres humanos elevados a los altares de la fama.

Después vendría en 1966 El estrecho dudoso. Apegándose a la letra de las crónicas de Indias, revive episodios de la conquista alrededor de la obsesión por el Estrecho Dudoso, el paso hacia la mar del Sur buscado tan afanosamente desde entonces, y que ha tenido tanto que ver hasta hoy con la ambición por el canal interoceánico.

Ya sacerdote fundó ese mismo año la comunidad cristiana de Solentiname, en el Gran Lago de Nicaragua. De ese año son los Salmos, salidos del Antiguo Testamento, pero llevados a la vida moderna: la opresión, los sistemas totalitarios, el genocidio, los campos de concentración, las amenazas del cataclismo nuclear. Fue un libro de trascendental influencia para los jóvenes alemanes y de otros países europeos.

Al sobrevenir el triunfo de la revolución en 1979 fue nombrado Ministro de Cultura. El Vaticano lo suspendió ad divinis, por su adhesión a la teología de la liberación y por negarse a renunciar según ordenaba el Vaticano, y cuando Juan Pablo II visitó Nicaragua en 1983, se hizo célebre la fotografía del momento en que, con el dedo alzado reprende a Ernesto, quien se halla de rodillas, su boina vasca en la mano. Días antes de su muerte, recibió una carta del papa Francisco, en la que restablece su condición sacerdotal.

Vivió días amargos durante la revolución, cuando fue empujado a renunciar de su cargo de ministro por intrigas de la primera dama Rosario Murillo, quien quería para sí todo el poder cultural. En su libro de memorias La revolución perdida, de 2004, puede leerse su juicio implacable sobre quienes malversaron la revolución en la se comprometió a fondo, desde su fe cristiana.

Su escritura dio un vuelco trascendental con el Cántico Cósmico, de 1989. Su comunicación mística con la divinidad se convierte en una relación de pleno erotismo, el alma que se acopla con su creador en el más exaltado de los gozos, tal como en la poesía de San Juan de la Cruz y Santa Teresa.

La exploración de los cielos en ese libro es también la de los recuerdos de su pasado, la vieja Granada de su infancia, las muchachas que amó en la adolescencia, su juventud de cantinas, fiestas banales y burdeles, como si volteara el telescopio hacia dentro de sí mismo.

Un gran final de fiesta de su obra y de su vida donde se funden los misterios de la creación y los de la existencia, de los agujeros negros a la célula, de las galaxias perdidas a los protones, y su mirada mística busca en el Creador la explicación del todo, amor, muerte, poder, locura, pasado y futuro, formas de la eternidad hasta donde ahora ha llegado.

 

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2 de marzo de 2020
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Serenidad y alarde de la técnica

En una alocución de homenaje al músico decimonónico Conradin Kreutzer pronunciada en 1955, Heidegger se ocupaba una vez más de nuestra relación con la técnica. "Sería necio marchar ciegamente contra el mundo técnico. Sería miope querer condenar el mundo técnico como obra del diablo. Dependemos de los objetos técnicos; nos desafían incluso a una constante mejora. Sin darnos cuenta, sin embargo, hemos quedado tan firmemente encadenados a los objetos técnicos que hemos venido a dar en su servidumbre [...] Mas al propio tiempo podemos dejarlos estar en sí mismos como algo que no nos atañe en lo más íntimo y propio. Podemos decir "sí" al ineludible empleo de los objetos técnicos, y podemos al mismo tiempo decirles "no", en cuanto les impidamos que nos acaparen de modo exclusivo y así tuerzan, confundan y por último devasten nuestra esencia." Y sigue Heidegger refiriéndose a la opción de que los "objetos técnicos" penetren en nuestro mundo diario y a la vez queden fuera "como cosas que no son nada en absoluto", para concluir así: "Quisiera denominar esta actitud de simultáneo "sí" y "no" referida al mundo técnico con una vieja palabra: la serenidad respecto de las cosas (Getassenheit zv den Dingen)".
 

La película de Sam Mendes 1917 llega precedida de una fanfarria tecnológica que el propio director ha explicado con orgullo de pionero, aunque, naturalmente, no es el primer largometraje de la historia que pretende haberse rodado en un solo plano-secuencia. La soga de Alfred Hitchcock ya exploraba esa modalidad en 1948, con trucos necesarios en el tiempo de los rollos de celuloide de limitada longitud pero favorecida su audacia por el hecho de que la acción de ese thriller transcurría en el interior de un apartamento neoyorkino; más pura de concepto y más virtuosa en lo coreográfico fue en el año 2002 la genial ocurrencia de Alexandr Sokurov en El arca rusa, con sus 2000 actores, sus tres orquestas y las 33 salas del Hermitage recorridas como en un soplo vertiginoso siguiendo al personaje histórico del Marqués de Custine, interpretado por un actor. La idea de Mendes, un director de gran talento pero no un auteur en el sentido cahierista de la palabra, es en principio buena en tanto que pretende que la continuidad sin cortes (falseada con habilidad en sus fundidos negros o sus polvaredas blancas) refleje la angustiosa carrera ininterrumpida de los dos cabos Schofield y Blake para que la carta del alto mando de la que son portadores llegue a tiempo de evitar una matanza de soldados británicos. Además de un minucioso diseño de filmación y muchas y largas sesiones de ensayo con los actores, Mendes se veía obligado (voluntariamente, claro) a mantener a raya al equipo técnico, fuera del campo del objetivo de su Alexa Mini LF diseñada ex profeso para rodar en un alcance de 360 grados.

La osadía de Mendes se olvida pronto, lo que es bueno para la película; lejos de estar atento por si caza una cesura involuntaria o una incongruencia dentro del encuadre, el espectador se acostumbra a verlo todo en la misma dimensión; de un primerísimo plano, la cámara, que a veces vuela gracias a las cabezas calientes (otro adelanto técnico de gran utilidad y mucho efecto), pasa a enfocar lo que está enfrente, o en otro lugar del campo de batalla o la trinchera, un espacio dramático preponderante en 1917, ya que aquella fue una guerra de bayonetas y trincheras; los travellings raudos de Senderos de gloria no es fácil que se vayan de la memoria de esa obra maestra de Kubrick. Ahora bien, ¿tiene mucho que ver el dispositivo inventado por Mendes con el contenido de su guion? La proeza técnica en este caso no da más densidad ni aporta significado; es decir, no supone, al contrario que la fotografía aérea -según la famosa categorización de Benjamin- una ganancia en los puntos de vista de la realidad observada hasta entonces por el ojo humano. Mendes habría hecho su relato igual de veloz e incitante montando planos cortos en lugar de dilatarlos, y la trama, más allá del suspense de saber el final y de un par de secuencias memorables (la trinchera-trampa que va explotando entre ratas, el aviador alemán y la agonía del cabo Blake) es previsible: los personajes apenas cobran peso, los diálogos resultan trillados, el mensaje solidario muy elemental, y el desenlace del encuentro entre el cabo Schofield y el hermano mayor de Blake tiene un punto de sensiblería.

Otros tecnicismos de signo opuesto, basados en la auto-limitación y la austeridad, son resaltados en una película norteamericana estrenada al mismo tiempo y coincidente con 1917 en ser de época (finales del siglo XIX) y tener dos personajes masculinos de protagonistas, aunque en El faro haya una sirena real u onírica y un monstruo cefalópodo de talante rijoso. Se trata de la segunda película de Robert Eggers, un cineasta que a juzgar por esta (no he visto su opera prima La bruja) es un artista de la orfebrería visual, un hombre muy leído (cita a Herman Melville por boca de sus actores, Willem Dafoe y Robert Pattinson, y los envuelve en ámbitos góticos y alegóricos) y un arcaizante que quiere retroceder con su técnica a épocas que no tenían avances técnicos. Así, el director usa el formato cuadrado 1.19:1 (no es el único que lo ha hecho últimamente) y fotografía en blanco y negro con la complicidad de su camarógrafo Jarin Blaschke, que echa mano de lentes antiguas y filtros que imitan la fotografía decimonónica, buscando "el mismo aspecto de un celuloide que no hemos visto en cien años". La película de Eggers consiste en una serie de tableaux vivants e imágenes pictorialistas, que en más de una ocasión producen el efecto de daguerrotipos en movimiento. ¿Al servicio de la serenidad con las cosas? No me lo parece. En el conglomerado de la modernidad cinematográfica hay muchos modos de rompimiento, fusión, invasión y exploración de nuevas narrativas, pero a título personal sostengo la opinión de que los revestimientos del aparataje son factores ajenos a la inspiración, que en todos los terrenos artísticos necesita, o así me lo parece, una serenidad reñida con el abracadabra que da la técnica, mera cuestión de formato que en nada acompaña al genio ni lo fomenta.

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24 de febrero de 2020
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Dar las gracias

 

Hay días en que uno tiene la suerte de agradecer repetidamente. 

Son días animados por una de las palabras que Carlos Fuentes gustaba másMe temo que se levantaba temprano con ganas de darlas.

        Por nada, respondía uno. 

        Por todo, replicaba él. 

        Las repartía con un ligero sobresalto, graciosamente. 

   La ingratitud, en cambio,  era para él uno de los pecados de lesa Humanidades

      Para Gabo, en este terreno, sólo cabía el escepticismo. Se diría que cosechaba ingratitudes. “He logrado sacar de La Habana al novelista Fulano de Tal -me dijo una vez-, ya verás que dentro de poco me atacará.”  Y así fue.

       Gabo no esperaba demasiado de la realidad, que se dedicó a refutar con entusiasmo.

    En un homenaje a Carlos Fuentes en el Foro Iberoamericano, en Madrid, recordé que la más hermosa palabra de este idioma, que nos llega agraciada desde la tradición humanista, reparte y comparte lo mundano y lo divino. Y me complacía dárselas tambiéa Víctor García de la Concha, por si acaso no se las hubiesen tributado suficientemente, por su magnífico trabajo en la Real Academia de la Lengua, que él puso al día para todos nosotros, con Fuentes como protagónico testigo. Y a Darío Villanueva, se las dábamos  anticipadas, habiendo él adelantado su tempranísimo retiro de la dirección de la RAE. 

     Dados a agradecer a contra tiempo, las gracias eran así mismo debidas a Juan Luis Cebrián por la fundación, conducción y servicio cívico en El País, que escribió y subscribió, y que ya no sólo es un periódico sino otra academia de las voces que dan todos los lectores.  El proyecto de Cebrián,   César Alierta y García de la Concha, de una plataforma espacial que le de la vuelta al orbe con una biblioteca del español sideral, lo podría haber imaginado don Quijote, libre del escrutinio de los censores de siempre. 

       A Carlos Fuentes no terminaremos de dárselas. Porque si Víctor cuidó del uso global de este idioma, y Juan Luis lo limpió de prejuicios y fantasmas autoritarios, Carlos le dió  inventiva en las sumas de España y las Américas del alba, que nos prometió Rubén Darío, en cuyo nombre laten, no en vano, todas las vocales. Sumas cuya geografía puso al día Darío Villanueva, a quien le aguardaban su biblioteca, familia, huerto y cátedra, siendo Rector Magnífico de la Universidad de Santiago de Compostela, donde las albas provienen del galaico-portugués y amanece, soy testigo, más temprano. Por mi parte, tengo que dárselas a medio mapa porque me hicieron honorario las de Perú, Venezuela, Nicaragua y Puerto Rico. Y la madre RAE me sumó de correspondiente. 

      Por azar favorable, Vartan Gregorian,  presidente de Brown University, concedió en 1997 a Carlos Fuentes, Jesús de Polanco, Rosario Ferré y Víctor García de la Concha el doctorado honorario de Humanidades, ceremonia que fue una celebración inexhausta  de la lengua española en este país que será bilingue o no será. Recuerdo que mientras marchábamos entogados empezó a lloviznar. Leopoldo Rodés, con su mundanidad gentil, nos confortó: “No sería Commencements si no lloviera,” dijo. 

     Recordaré dos encuentros con Carlos. El primero es de bienvenidas, en la ciudad de México, hace pronto cincuenta años. Y el último, de despedidas, en Brown University, poco antes de su partida.  Tuvimos  a Carlos como “Professor at large,” título creado por Vartan Gregorian para conseguirle visa de profesor visitante, la que había que renovar anualmente. 

     El verano de 1969 alguien llegó a la luna pero yo llegué a México. Conocí para siempre a Eduardo Lizalde, Margo Glantz, Gabriel Zaid, Elena Poniatowska, y entre los que se marcharon, a  Carlos Fuentes, Jose Emilio Pacheco, Carlos Monsivais, Rosario Castellanos, Jaime Sabines... 

      Treinta años después, en el campus de Brown, recuerdo bien el que sería mi último encuentro con Carlos. Iba él a dictar su conferencia anual, y la sala estaba, como siempre, repleta. De pronto, un señor de pelo blanco y largo, pálido y lento, se nos acercó, y le dijo: “Señor Fuentes, ¿cómo está Alejo Carpentier?” Carlos dió un brinco de alarma, y exclamó: “¡Alejo Carpentier murió hace tiempo!” El señor muy viejo con ojos enormes, no reaccionó y volvió a preguntar: “Señor Fuentes,  ¿ha publicado algo nuevo Miguel Angel Asturias?” “¡Asturias ha muerto!,” exclamó Carlos. Y el otro volvió a la carga: “Pero con Julio Cortázar sigue Ud. conversando…” Carlos me dijo: “¡Huyamos, éste hombre es un fantasma!”  Pero Carlos, respondí, es evidente que este señor no lee los obituarios, pero es el lector ideal: cree que todos los escritores están vivos. 

     Tienes razón, me dijo, agradecidamente. Y subió a la tribuna para evocar a sus tres mejores amigos norteamericanos: William Styron, Kenneth Galbraith y Arthur Miller. Los tres, en esa convocación de gratitudes, seguían vivos con elocuencia. Esta vez, gracias a la lengua castellana.

    Cuando se despedía para subir al taxi, le dije: “Olvidamos ir al Bookstore de Brown.” Lo hacíamos en cada una de sus visitas, donde se surtía de las novedades y, a veces, buscaba documentar la novela que escribía. Dudó un instante, y me dijo: “Gracias, pero iremos la próxima vez, ahora vuelvo a casa.” Lo vi fatigado de la jornada, y pensé qué raro que Carlos llame casa al hotel. Pero enseguida entendí: lo esperaba Silvia.

        Nos haría falta una tribuna de tributos para hacerle  justicia poética a Plácido Arango, quien se ha marchado sin que acabemos de celebrar sus donaciones de grandes maestros al Museo del Prado, incluyendo aguafuertes de Goya. Fiel a sí mismo, no aceptó que esos cuadros estén en una sala que consigne su donación. Pidió que se distribuyan por su época o escuela. Podría haber firmado el arte de ser patrono de las artes.

        A esta leve nave llamada El Boomeran(g) subí unas reflexiones sobre la sutileza dramática del arte de Cristina Iglesias. Plácido me escribió lleno de contento. 

Horas son también de agradecerle a la Fundación Santillana, conducida por Ignacio Polanco y Emiliano Martínez, amigos impecables y gentiles, de larga tarea en la editorial Santillana y el programa, en Santillana del Mar, de foros memorables que sumaban las orillas de la lengua. 

         Y fue en la puesta al día de las plataformas de comunicación que  el escritor y editor Basilio Baltasar, director de la editorial Bitzoc, que había instalado la actualidad literaria en Mallorca, coordinó coloquios y talleres que, a la larga, produjeron  este espacio, El Boomeran(g), hecho de voces distintivas, cuya celebratoria  actualidad incluye la crítica ilustrada de los usos y desusos de la lectura. La norma de habla que el Boomeran(g) introdujo es la de una paciente civilidad, ganada a pulso e ironía. En lugar de la llamada crónica urbana, que dura un viaje en metro de una a otra estación, estos apuntes, lecturas y notas son ejercicios para despertar;  esto es, de agudeza gentil y paciencia civil.  Documentan, se diría, la gracia de leer aquí y a deshora. Gracias a Basilio y su brillante equipo se demuestra, otra vez, que el mensaje es el formato.  

    Desde este mirador electrónico, donde se escribe y se lee gratuitamente,  las gracias acrecientan el linaje de nuestra lectura. 

 

 

Providence, 24-2-2020.  

  

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24 de febrero de 2020
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La intimidad

Se me hizo raro que al acabar la visita a una amplia muestra de dos gigantes de la escultura sintiese el deseo de volver al comienzo a ver de nuevo una cartulina colgada en la pared de la primera sala. Las obras de Rodin y Giacometti son de un dramatismo a menudo hiriente (las del francés) o de una incertidumbre que se enfrenta al volumen y a la gravedad (las del suizo), y eso queda patente en la exposición madrileña de Mapfre. ¿Por qué tan llamativa la foto de la entrada? En esa imagen tomada en 1950, un conocido conjunto en bronce de Rodin, Los burgueses de Calais, se expone en un parque, y una figura humana está agazapada en el suelo de la peana alzando la cabeza: un Giacometti de 49 años con cara aún de niño y mirada traviesa. ¿Se burla de la grandilocuencia broncínea del maestro? ¿Se empequeñece él para resaltar el heroísmo del grupo? ¿O es un tributo, a su manera ingrávida, al inflamado romántico que estudió y copió desde joven?

La buenísima idea de las dos comisarias francesas de parear las obras de Rodin con las de Giacometti, tan distintas, saca a la luz una de las angustias más productivas de la historia de cualquier arte: la precedencia, el influjo, la añoranza, el estímulo que da la competencia y aun los celos. Lo insolente que fue Tiziano con el brillo propio de su aprendiz Tintoretto; Cervantes expulsado del teatro, creía él, por los triunfos de Lope de Vega; el espionaje mutuo de Picasso y Matisse visitándose en sus estudios para ver qué pintaba el otro. Esa admiración abrumada, esa rivalidad, ese afán de emular o de denigrar, es el germen de la creación desde la tragedia griega hasta el cine moderno. Así que la carita de pillo que Giacometti pone en la foto bien podría ser, más que reto o envidia, un modo de intimar con el genio. De congeniar.

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21 de febrero de 2020
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Anne y Kitty

Un artículo de Ian Buruma me llevó al Diario de Anne Frank, un libro célebre que nunca había leído y resulta no ser un diario. Esta obra maestra de la novela del siglo XX empieza con la declaración de una niña al cuaderno en el que anotará, durante poco más de dos años, sus bromas, su ansiedad, sus ensueños (no todos fallidos), su enamoramiento catastrófico de un chico tímido, refugiado judío como ella en una buhardilla de Amsterdam. Al cuaderno le da un nombre, Kitty, y más que depositaria, Kitty es la parte callada de una de las parejas imaginarias más felices de la narrativa del yo (hay una ejemplar edición en Debolsillo, puesta al día y muy bien traducida por Diego Puls).

Anne, como si quisiera endulzar su temido destino final, se afana a lo largo de 350 páginas en entretenernos, en guiñarnos el ojo, en revelar su corazón de un modo travieso que tiene tanto que ver con el genio como con la puerilidad, si es que no son la misma cosa, como sugirió Baudelaire al proclamar que el genio es la infancia recobrada a voluntad. Es un libro del Holocausto escrito por una juguetona de trece años que ya conoce el dolor y nos avisa de que la ficción y el humor proporcionan remedios. Comedia de enredos domésticos, prontuario de la conciencia del cuerpo adolescente, vaticinio del terror de los campos nazis, su Diario tiende a divagar, como la mejor literatura: la Oda a la estilográfica inserta en su entrada del 11 de noviembre de 1943 es memorable.

La niña Anne aspiraba a ser periodista y escritora. Tenía apenas 15 años cuando el 1 de agosto de 1944 su diario se cierra, y en fecha incierta, meses después, murió de tifus en cautividad. La salvación para la posteridad del "cuaderno Kitty" fue casi milagrosa. Pero los paliativos de la literatura no los pudo desarrollar para ella misma. A nosotros nos sirven de aliento.

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20 de febrero de 2020
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Cuento

Algo parecido a una plaga ataca a nuestros ciudadanos. Las gentes van cayendo en el estupor opiáceo y se convierten en zombis ideológicos
 

La peste negra llegó a las montañas de Bohemia y comenzó la muerte masiva que iba despoblando las aldeas y dejando cadáveres por los caminos. Como dice el autor, los hijos ya no amaban a sus padres, ni estos a sus hijos, solo arrojaban los cuerpos a la fosa común y salían huyendo. En una de esas aldeas vivía la familia de un destilador de resina que, espantada, emprendió el ascenso de la montaña más alta de la zona para llegar allí donde ningún humano había puesto los pies, único lugar que quizás se viera libre de la plaga. Subieron hasta la roca del Hutfels, el lindero de un bosque que aún se conserva como fue creado. Pero era inútil tratar de escapar al castigo. Pocas semanas más tarde había muerto toda la familia menos el hijo pequeño.

Con gran ingenio, el muchacho se las arregló para subsistir, alimentarse, guarecerse y pasar meses y meses, hasta que un día, buscando zarzamoras, encontró el cuerpo casi sin vida de una niña. Sin duda, había sido abandonada por parientes que huían y no podían cargar con la enferma. Este es el comienzo del cuento Granito, que, con otros cinco minerales, compone el libro Piedras de colores que en 1850 escribió Adalbert Stifter (Pre-Textos). Unas narraciones que fueron alabadas por Goethe, Nietzsche, Mann y, últimamente, Peter Handke.

No estamos en una situación tan cruel como para compararla con la peste negra, pero algo parecido a una plaga ataca a nuestros ciudadanos. Las gentes van cayendo en el estupor opiáceo y se convierten en zombis ideológicos. Así que, al igual que los héroes del Decamerón, quizás no sea mal momento para que los supervivientes se reúnan a leer o contar historias fantásticas, sabias y entretenidas. El libro de Stifter es muy adecuado y nunca se había traducido al español.

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18 de febrero de 2020
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¡Qué buenos son!

Quienes más temen a la verdad son aquellos que viven de la bondad subvencionada
 

Por decir la verdad le han metido una bronca fenomenal a Borrell, uno de los últimos socialistas que conserva vivo el seso. No son buenos tiempos para la verdad. En 10 años el valor financiero de la mentira ha ido subiendo hasta romper todos los techos. La mentira es enormemente rentable. Con mentiras se alzan presidentes, con mentiras se rompe la Unión Europea, con mentiras los bancos se arman de policías cabrones, con mentiras se destruye a la oposición, con mentiras se presentan currículos y doctorados sublimes, con mentiras se hacen naciones. La mentira es una inversión sin riesgo y con altísimos beneficios.

¿Qué dijo Borrell? Nada dijo, solo se preguntó si los magnánimos defensores del clima terrestre sabían lo que eso iba a costar. Añadió algo curioso: si se llevaran a cabo los planes de Los Verdes alemanes habría que cerrar las minas de carbón polacas y escupir al paro a miles de familias. Ante una verdad semejante, los compasivos Verdes se lanzaron contra Borrell, la bondad mostró sus colmillos, e incluso las autoridades europeas sintieron temblar sus sillones y amonestaron al socialista. ¡Cómo se atrevía ese hombre del sur a decir la verdad! A los votantes hay que mentirles, a los ciudadanos hay que engañarles, a los jóvenes hay que tenerlos entretenidos.

Sin embargo, si alguien se toma en serio el cambio climático es aquel que sabe cuánto va a costar y se adelanta a las violentas algaradas de la población cuando se reduzcan aviones o coches. Hay algo temible en nuestras sociedades. Quienes más temen a la verdad son aquellos que viven de la bondad subvencionada. Las almas bellas, los compasivos profesionales, no soportan la verdad porque destruye sus sueños narcisistas y arruina sus negocios.

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11 de febrero de 2020
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