Julio Ortega
Hay días en que uno tiene la suerte de agradecer repetidamente.
Son días animados por una de las palabras que Carlos Fuentes gustaba más. Me temo que se levantaba temprano con ganas de darlas.
Por nada, respondía uno.
Por todo, replicaba él.
Las repartía con un ligero sobresalto, graciosamente.
La ingratitud, en cambio, era para él uno de los pecados de lesa Humanidades.
Para Gabo, en este terreno, sólo cabía el escepticismo. Se diría que cosechaba ingratitudes. “He logrado sacar de La Habana al novelista Fulano de Tal -me dijo una vez-, ya verás que dentro de poco me atacará.” Y así fue.
Gabo no esperaba demasiado de la realidad, que se dedicó a refutar con entusiasmo.
En un homenaje a Carlos Fuentes en el Foro Iberoamericano, en Madrid, recordé que la más hermosa palabra de este idioma, que nos llega agraciada desde la tradición humanista, reparte y comparte lo mundano y lo divino. Y me complacía dárselas también a Víctor García de la Concha, por si acaso no se las hubiesen tributado suficientemente, por su magnífico trabajo en la Real Academia de la Lengua, que él puso al día para todos nosotros, con Fuentes como protagónico testigo. Y a Darío Villanueva, se las dábamos anticipadas, habiendo él adelantado su tempranísimo retiro de la dirección de la RAE.
Dados a agradecer a contra tiempo, las gracias eran así mismo debidas a Juan Luis Cebrián por la fundación, conducción y servicio cívico en El País, que escribió y subscribió, y que ya no sólo es un periódico sino otra academia de las voces que dan todos los lectores. El proyecto de Cebrián, César Alierta y García de la Concha, de una plataforma espacial que le de la vuelta al orbe con una biblioteca del español sideral, lo podría haber imaginado don Quijote, libre del escrutinio de los censores de siempre.
A Carlos Fuentes no terminaremos de dárselas. Porque si Víctor cuidó del uso global de este idioma, y Juan Luis lo limpió de prejuicios y fantasmas autoritarios, Carlos le dió inventiva en las sumas de España y las Américas del alba, que nos prometió Rubén Darío, en cuyo nombre laten, no en vano, todas las vocales. Sumas cuya geografía puso al día Darío Villanueva, a quien le aguardaban su biblioteca, familia, huerto y cátedra, siendo Rector Magnífico de la Universidad de Santiago de Compostela, donde las albas provienen del galaico-portugués y amanece, soy testigo, más temprano. Por mi parte, tengo que dárselas a medio mapa porque me hicieron honorario las de Perú, Venezuela, Nicaragua y Puerto Rico. Y la madre RAE me sumó de correspondiente.
Por azar favorable, Vartan Gregorian, presidente de Brown University, concedió en 1997 a Carlos Fuentes, Jesús de Polanco, Rosario Ferré y Víctor García de la Concha el doctorado honorario de Humanidades, ceremonia que fue una celebración inexhausta de la lengua española en este país que será bilingue o no será. Recuerdo que mientras marchábamos entogados empezó a lloviznar. Leopoldo Rodés, con su mundanidad gentil, nos confortó: “No sería Commencements si no lloviera,” dijo.
Recordaré dos encuentros con Carlos. El primero es de bienvenidas, en la ciudad de México, hace pronto cincuenta años. Y el último, de despedidas, en Brown University, poco antes de su partida. Tuvimos a Carlos como “Professor at large,” título creado por Vartan Gregorian para conseguirle visa de profesor visitante, la que había que renovar anualmente.
El verano de 1969 alguien llegó a la luna pero yo llegué a México. Conocí para siempre a Eduardo Lizalde, Margo Glantz, Gabriel Zaid, Elena Poniatowska, y entre los que se marcharon, a Carlos Fuentes, Jose Emilio Pacheco, Carlos Monsivais, Rosario Castellanos, Jaime Sabines…
Treinta años después, en el campus de Brown, recuerdo bien el que sería mi último encuentro con Carlos. Iba él a dictar su conferencia anual, y la sala estaba, como siempre, repleta. De pronto, un señor de pelo blanco y largo, pálido y lento, se nos acercó, y le dijo: “Señor Fuentes, ¿cómo está Alejo Carpentier?” Carlos dió un brinco de alarma, y exclamó: “¡Alejo Carpentier murió hace tiempo!” El señor muy viejo con ojos enormes, no reaccionó y volvió a preguntar: “Señor Fuentes, ¿ha publicado algo nuevo Miguel Angel Asturias?” “¡Asturias ha muerto!,” exclamó Carlos. Y el otro volvió a la carga: “Pero con Julio Cortázar sigue Ud. conversando…” Carlos me dijo: “¡Huyamos, éste hombre es un fantasma!” Pero Carlos, respondí, es evidente que este señor no lee los obituarios, pero es el lector ideal: cree que todos los escritores están vivos.
Tienes razón, me dijo, agradecidamente. Y subió a la tribuna para evocar a sus tres mejores amigos norteamericanos: William Styron, Kenneth Galbraith y Arthur Miller. Los tres, en esa convocación de gratitudes, seguían vivos con elocuencia. Esta vez, gracias a la lengua castellana.
Cuando se despedía para subir al taxi, le dije: “Olvidamos ir al Bookstore de Brown.” Lo hacíamos en cada una de sus visitas, donde se surtía de las novedades y, a veces, buscaba documentar la novela que escribía. Dudó un instante, y me dijo: “Gracias, pero iremos la próxima vez, ahora vuelvo a casa.” Lo vi fatigado de la jornada, y pensé qué raro que Carlos llame casa al hotel. Pero enseguida entendí: lo esperaba Silvia.
Nos haría falta una tribuna de tributos para hacerle justicia poética a Plácido Arango, quien se ha marchado sin que acabemos de celebrar sus donaciones de grandes maestros al Museo del Prado, incluyendo aguafuertes de Goya. Fiel a sí mismo, no aceptó que esos cuadros estén en una sala que consigne su donación. Pidió que se distribuyan por su época o escuela. Podría haber firmado el arte de ser patrono de las artes.
A esta leve nave llamada El Boomeran(g) subí unas reflexiones sobre la sutileza dramática del arte de Cristina Iglesias. Plácido me escribió lleno de contento.
Horas son también de agradecerle a la Fundación Santillana, conducida por Ignacio Polanco y Emiliano Martínez, amigos impecables y gentiles, de larga tarea en la editorial Santillana y el programa, en Santillana del Mar, de foros memorables que sumaban las orillas de la lengua.
Y fue en la puesta al día de las plataformas de comunicación que el escritor y editor Basilio Baltasar, director de la editorial Bitzoc, que había instalado la actualidad literaria en Mallorca, coordinó coloquios y talleres que, a la larga, produjeron este espacio, El Boomeran(g), hecho de voces distintivas, cuya celebratoria actualidad incluye la crítica ilustrada de los usos y desusos de la lectura. La norma de habla que el Boomeran(g) introdujo es la de una paciente civilidad, ganada a pulso e ironía. En lugar de la llamada crónica urbana, que dura un viaje en metro de una a otra estación, estos apuntes, lecturas y notas son ejercicios para despertar; esto es, de agudeza gentil y paciencia civil. Documentan, se diría, la gracia de leer aquí y a deshora. Gracias a Basilio y su brillante equipo se demuestra, otra vez, que el mensaje es el formato.
Desde este mirador electrónico, donde se escribe y se lee gratuitamente, las gracias acrecientan el linaje de nuestra lectura.
Providence, 24-2-2020.