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Cinco días con David Foster Wallace

En marzo de 1996, la revista Rolling Stone envió al periodista David Lipsky a acompañar a David Foster Wallace en la última parte de su gira de promoción de la meganovela La broma infinita. Gracias a esa novela, Foster Wallace se había convertido en el escritor norteamericano más importante de su generación, y su fama trascendió los círculos literarios. Con su look atlético y la bandana de pirata, el editor de Rolling Stone sintió al escritor como "uno de los nuestros" y decidió asignar el perfil/entrevista a Lipsky. Así fue cómo Lipsky pasó cinco días con Foster Wallace, durmió en su casa, conoció a sus perros Drone y Jeeves, comió con él en restaurantes de carretera y tuvo conversaciones profundas sobre el sentido de la vida en terminales de aeropuertos. Al final, la entrevista no se publicó, pero por suerte Lipsky grabó todo. Although Of Course You End Up Becoming Yourself: A Road Trip with David Foster Wallace es la transcripción de esos cinco días: repeticiones y todo, trescientas páginas magníficas que son lo más cercano que tenemos a una autobiografía de este escritor.    

Lipsky es casi de la misma edad que Foster Wallace, pero está genuinamente impresionado por él y lo admira: "escribía con una mirada y una voz que parecía ser una forma condensada de la vida de todos". Todos los escritores que conoce quisieran estar en su lugar (notas en Time, reseñas en Esquire, etc). Las primera horas en su casa en Bloomington, Indiana, descubre algunos datos curiosos: Foster Wallace está suscrito a la revista Cosmopolitan (leer sus artículos, dice, "calma su sistema nervioso"), y tiene en su habitación un póster de Alanis Morrisette (está obsesionado con ella) y una toalla con la imagen del insoportable dinosaurio Barney.

Foster Wallace se muestra cuidadoso al comienzo de la conversación, tiene miedo a ser devorado por la fama y quiere controlar su imagen y la entrevista. Sin embargo, no tarda en establecer una relación de camaradería con Lipsky y se va soltando. En el apogeo de su carrera, se muestra lúcido, divertido, autocrítico, constantemente autorreflexivo: leerlo es escuchar a sus personajes, ver una mente muy consciente de estar consciente, entender que no eran gratuitas las notas al pie de página que marcaban su estilo.

Foster Wallace habla de todo. Le fascinan las películas de acción con muchas explosiones, no soporta a Updike, piensa que Stephen King debería ser más valorado, entiende de política ("Reagan permitió la fantasía de que los últimos cuarenta años no habían ocurrido") y de cine (David Lynch es lo máximo, ha llorado con Braveheart, Spielberg sabe cómo hacer que una película se te meta bajo la piel pero es un ejemplo vívido de cómo "Hollywood mata lo que adora"). Cree que nada se compara a la literatura, un arte que nos hace trabajar, que no nos da las cosas digeridas como la televisión, pero a la vez reconoce que hay mucha "belleza y profundidad" en la cultura popular más basura.

Dos temas que aparecen una y otra vez en sus conversaciones son los de la soledad y la adicción. Foster Wallace ha luchado varias veces contra la depresión, y ha concluido que el principal objetivo de los libros es lograr que nos sintamos menos solos. El gran tema de La broma infinita es la adicción de los Estados Unidos al entretenimiento fácil -el cine, la televisión-- y la forma en que esta adicción puede llevar a la cultura a la muerte: todo está bien en dosis pequeñas, pero "nosotros no paramos con las dosis pequeñas". A la vez, Foster Wallace no tiene miedo de escribir en un tiempo tan superficial como este: lo que ha hecho la televisión, dice, "es darnos el regalo precioso de hacernos más difícil el trabajo".

Después de esos cinco días, Lipsky no volvió a ver a Foster Wallace. Pero la charla le cambió la vida, y hubo frases que se quedaron con él para siempre ("Dame veinticuatro horas solo, y puedo ser muy, muy inteligente"). Este libro conmovedor hará lo mismo con muchos lectores.

(La Tercera, 26 de abril 2010)
 
 

 

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26 de abril de 2010
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El weekend

Los fines de semana, a pesar de los pesares, se presentan como una pesarosa depresión de cada  semana. Llega la tarde del viernes y con  ella se  ingresa en la rampa simbólica y oscura de la atronante discoteca. Al final de ella, poco después, en el despertar del sábado que nos vemos fuera de esa suerte de caverna plateada, lugar confuso y bajo tierra, para emerger a una realidad donde, con el desayuno del café con leche, vuelven más o menos borrosas las cuestiones pendientes de todos los días cuando, la noche antes, nos creíamos por momentos a salvo de todo.

De hecho cualquier mala noticia que sobreviene durante el fin de semana adquiere unos caracteres más inconsentibles u horrendos, simplemente por acontecer en un intervalo reservado para la vida de luxe, frente a la vida ordinaria y común, de baja calidad, que es el escenario donde, en general, sobreviene el mal y el bien, la muerte de un amigo o el despido a ultranza.

En los fines de semana, ya por amplia convención internacional, se establece un armisticio social y antropológico. Esos días se encuentran en el calendario común pero tan solo como corchetes que enlazan con el otro periodo de cinco días hábiles (¿hábiles?) que llegan a continuación y a la manera de un rancho, igual al anterior, donde vivir, trabajar, reír o penar  dentro del menú general de la vida.

En el fin de semana la vida, a diferencia de las otras jornadas, no se consume trabajando. Se consume de todos modos, haciendo esto o aquello, pero se ofrece socialmente como una degustación que en teoría administraremos con mayor participación de nuestra voluntad y nuestro particular capricho. ¿Fines de semana pues para hacer todo lo que nos plazca al margen de lo que se debe hacer? Esta es la leyenda del Gran Descanso histórico que, etimológicamente, significa desde el siglo XV desviarse de la ruta, "doblar un cabo navegando, desviándose del camino ordenado".

 Desviados, en suma, de la ruta cotidiana y reglamentaria para reorientarnos hacia un impredecible y surtido territorio de elección. Uno se va a cazar el otro a tomar aguas, uno duerme dieciocho horas, el otro pinta el salón o un lienzo. La diferencia de actividad en los fines de semana hace estallar el orden cabal que imponen el resto de los días donde se actúa normalizadamente y en cada momento, cualquiera que nos conozca, podría  señalar el lugar donde nos encontramos y la clase de labor que desempeñamos.

Para bien y para mal, el fin de semana es un tiempo de excepción. Nos exceptúa de la rutina para invertirnos en una vitrina, también medida con rigor, en donde podemos comportarnos como personajes ingrávidos e inventados. Esta sería la parte positiva de le excepción finisemanal en el gran supuesto de que la tristeza. la soledad o la melancolía no viniera a turbarnos. Pero, además, la parte negativa de esa excepción se corresponde con el tiempo, cada vez más numeroso y montañoso, de las personas que habitan los hogares a solas y se tropiezan, semana tras semana, con la realidad de su vida única, peatón del mundo, Paseante urbano y  desenlazado de la vida de los otros,

Este carácter solitario y negro del fin de semana, cada vez más numeroso y común, convierte las ciudades en un archipiélago de luces que señalan pisos habitados por un solo habitante y nada más.. Un solo habitante que se asoma y desaparece. Que sigue a solas el programa en la televisión y calla. Un solo habitante que abre la pequeña lata de atún y  llama por teléfono o espera el timbre de un teléfono que no suena.

Este par de fechas que componen el fin de semana han perdido de vista la idea del sabbat y todas las demás connotaciones felices, de descanso y oración, que marcaban sus significaciones fantásticas.

Del domingo, día del Señor, día de trajes especiales, planchado y dorados por el día de sol (según el sunday inglés o el sonntag alemán) se pasa al casual del domingo laico y deportivo. Los fines de semana son diferentes en cuanto al quehacer de las obligaciones laborales  pero son iguales a los demás en cuanto a la climatología simbólica y su prestigio.

No surgen bordados con una aguja de oro ni bañados  por otra luz. Tampoco se comportan benévolamente como se deducía de la cortesía social, los rezos y las bendiciones que inspiraba la visita a los templos. El domingo y no digamos ya el sábado, su escudero, discurren como fechas sin un lustre miniado. Son tan sólo productos seculares, sólo de más precio mercantil, extraídos del resto por dictados del Estado de derecho que proyecta su sombra regular sobre todo lo que rige.

Son días en que efectivamente la vida doméstica, la presencia del hogar emerge con mayor claridad y en los cuales, la casa, en vez de presentarse como un transitorio apeadero de las demás ocupaciones se reconvierte en una rotunda estación  donde habrá que vivir cara a cara con su carácter, sus imperfecciones, sus atractivos y su inesperada falta de interés.

El tedio de la domesticidad  empieza a manar desde los muebles, las ventanas y los tabiques. Todas las viviendas se vuelven demasiado angostas para seguir fantaseando sobre sus dones y el fin de semana calibra desdichadamente la amplitud de nuestras imaginaciones acogedoras.  Son, sin embargo, angostas para dar cabida a la gran expectativa de libertad pero, de otra parte, son excelentemente felices para morir con la mayor voluptuosidad en ellas. De ese choque entre lo altamente esperado y lo menudamente recibido, entre lo recibido y lo imaginable sin freno  nace una justa animadversión hacia el hogar antes glorificado y, de paso,  una consideración menor de la domesticidad  que ya no  se expresa como una munificencia sino como estrés que, por decepción, se suma a la frustración de nuestros sueños.

Efectivamente el diván está ahí para tumbarse, la cama se extiende en el dormitorio para que hagamos uso de su plataforma cariñosa, la televisión se entrega al voluble capricho con que manejos el mando y, sin embargo, todo ello es dolorosamente poco o escaso.

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26 de abril de 2010
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Manuel Chaves Nogales galopa de nuevo

Aunque sus más impacientes lectores lo conocían ya gracias a la apoteósica edición de María Isabel Cintas (Diputación de Sevilla), aquellos cuatro enormes volúmenes de las obras completas imploraban a gritos ediciones más baratas y manejables de cada título. Eso es lo que viene haciendo el sello "Los Libros del Asteroide" que acaba de publicar "La agonía de Francia" con un prólogo estupendo de Xavier Pericay.

    Manuel Chaves es uno de los mejores escritores españoles del siglo XX, aunque perfectamente desconocido porque tuvo el capricho de no ser totalitario. De haberse humillado ante la burocracia estalinista ahora le estarían dedicando plazas. Y de haber galleado con los fascistas ya las tendría. Como era esa cosa tan rara en España, un demócrata con ideas propias, nadie le ha hecho el menor caso hasta que hace una década comenzó la recuperación.

    Tras dejar testimonio de la catástrofe de la República sin mentir sobre la irresponsabilidad de los políticos republicanos, continuó su carrera de periodista en Francia. Allí asistió al hundimiento de otra república, esta vez por la cobardía de las naciones europeas, incapaces de plantar cara a Hitler. La crónica de esa debacle es uno de los mejores reportajes que se han escrito sobre la caída de París. La libertad ideológica de Chaves le permitió dar una descarnada visión del corrupto mundo político francés, tan arrogante como inepto, de una espeluznante actualidad entre nosotros. Cuando por fin llegaron los bárbaros, a nadie le importó demasiado. Desde el primer mes los invasores tenían cola de franceses para denunciar a los judíos cuyos negocios o riquezas codiciaban.

    El gran Chaves murió joven, sin haber cumplido los cincuenta, en la Inglaterra que luchaba contra el nazismo. De habérsele concedido una vida normal habríamos podido admirar algo inusitado en España: un intelectual sin vasallaje de partido. Como dice Pericay: "No se me ocurren más nombres, para acompañar el de Chaves, que los de George Orwell y Albert Camus". Ni a mi tampoco.

Artículo publicado el 25 de abril de 2010.

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26 de abril de 2010
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Biznaga

Reconozco que la primera vez que oí la palabra ‘biznaga' me pareció algo hindú, y más bien teológica que floral. Para el andaluz que me la decía era la cosa más natural del mundo, pero yo, puntilloso con el lenguaje, fui al diccionario, y la cosa no se aclaró: "planta umbelífera". "Umbelífera" es un término bonito, prácticamente gongorino, y también suena misterioso -de un modo lírico- "umbela", que es el tallo de la planta con el que, después de un delicado proceso de unión de las umbelas y las corolas, se hacen ramilletes de jazmín. El festival de cine español de Málaga, que este año ha cumplido trece años, da biznagas de plata de premio, y uno de los principales, el de mejor actriz protagonista, ha sido para Marisa Paredes en ‘El dios de madera'. Ya he hablado antes, aquí y fuera de este blog, de la altísima calidad interpretativa (por no hablar de la humana) de la Paredes, una opinión que comparto con muchísima gente de muchos países. Para mí fue un acicate tenerla en la cabecera del reparto de esta película que he escrito y dirigido, y hoy, después de enviarle mi felicidad en forma de felicitación cibernética, no voy a reiterarme en el elogio de una de las carreras artísticas más amplias y exigentes del panorama europeo.

   Ha habido dos biznagas más en el festival, y cuando lleguen a las carteleras las películas que los han obtenido iré a verlas; estoy seguro de que habrá más de una de las que han concursado -con o sin biznaga- junto a ‘El dios de madera' que me gustará. Soy un espectador persistente del cine español, y lo era muchos años antes de que se me pasara por la cabeza dirigir películas y de que se pusiera de moda denigrar globalmente nuestra producción cinematográfica.

    ¿Vicio, manía, costumbre? No me preocupa gran cosa buscarle la razón a mi insistencia de espectador de esas películas, que veo en número similar a las de otras nacionalidades, y con parecida respuesta: me gustan, me disgustan, me cansan o me estimulan a partes iguales, sean turcas o catalanas, coreanas, francesas, de Hollywood o de Bollywood. Lo anómalo, digo yo, sería lo contrario. Algo así como no leer novela española contemporánea por sistema. Lo curioso es que hubo un tiempo, que yo he vivido, en que así fue. La gente se tragaba cualquier novedad literaria de Italia o de Alemania, pero lo autóctono repelía, y haber ganado, por ejemplo, el Premio Campiello daba más prestigio y ganas que haber ganado el Biblioteca Breve. Seamos optimistas, pues, lo que no que equivale a decir que seamos patrióticos. El cine, como la literatura, no tiene nación, sólo lengua, que puede ser común y universal. ¿Cómo se dirá ‘biznaga' en checo?

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26 de abril de 2010
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La última moda viene de Londres

Lo último es Nick Clegg. Es difícil estar al día. En esta pasarela se ha llevado últimamente mucho de Merkel, todo de Obama, cada vez menos de Sarkozy y desde hace tiempo absolutamente nada de Zapatero. El impacto de Obama todavía sigue y perdurará. Pero en pocos días acaba de irrumpir un personaje que ha fascinado a los británicos, sobre todo a los jóvenes, y a todos cuantos siguen con atención las campañas electorales en todo el mundo. Su programa liberal demócrata está a la izquierda de los laboristas en numerosas cuestiones: derechos humanos, política exterior y de defensa e integración europea. Pero tiene la virtud de que recorta la imagen de juventud y de cambio que quería ofrecer el candidato conservador, David Cameron. Y lo más interesante es que quiere cambiar un sistema electoral mayoritario que históricamente está en el ADN del parlamentarismo británico.

No se sabe todavía hasta dónde llegará. Puede ser que al final, tras la jornada electoral del día 6 de mayo, quede en poco y no consiga el parlamento colgado, sin mayoría de gobierno suficiente y con el obligado recurso a la tercera fuerza que poseerá la llave del Gobierno. Puede ser que las cosas lleguen a ser más graves todavía: que el partido con más escaños quede desautorizado por un mal resultado en votos y porcentaje que le coloque detrás de los liberal demócratas. De momento, lo que ha conseguido puede servir como inspiración para nuestras elecciones, y concretamente, para las primeras que se atisban a la vuelta de la esquina, como son las catalanas, en las que estará en juego el regreso de Convergencia i Unió al poder, después de siete años de oposición, o el mantenimiento de la presidencia socialista, presumiblemente bajo la única fórmula matemáticamente posible, como es el ahora denostado tripartito de izquierdas. Como los resultados del 6 de mayo pueden conducir precisamente a una coalición, uno de los temas de campaña será el de la necesaria fortaleza del gobierno que deberá intentar sacar al país de la crisis; lo mismo que en Cataluña, con la diferencia de que es la actual y no la futura coalición de gobierno la que se somete a juicio. Respecto al laborismo, no se sabe muy bien todavía qué va a significar Clegg, si será su Némesis o una momentánea tabla de salvación. Lo primero se producirá si su remontada consigue relegar a los laboristas al tercer puesto en votos y los manda a la oposición. Lo segundo si su avance le permite a un debilitado Gordon Brown proseguir como primer ministro aún a costa de numerosas concesiones a los liberal demócratas, en una nueva prórroga agónica después de 13 años con el Labour en el número 10 de Downing Streeet. En cualquier de los casos, sólo cabrá una lectura de la derrota de Brown: un nuevo y significativo peldaño hacia las profundidades por parte de la izquierda socialdemócrata europea, expulsada del poder en Francia, Italia y Alemania, y en situación de extremada debilidad en España. La ascensión de Clegg señala, así, un horizonte europeo sin izquierda reformista, sustituida por nuevos partidos populistas, que se organizan en torno al rechazo de la inmigración, del Islam, de los impuestos o incluso del propio Estado. Pero quien toca la vena populista en boga en Reino Unido no es Clegg sino el conservador David Cameron, con su trinidad demagógica y exitosa contra la Unión Europea, la inmigración y los impuestos. Los lib dem tienen el mérito indudable de encauzar la pulsión antipolítica y sobre todo la desafección de los jóvenes hacia los grandes partidos para renovar y revitalizar la democracia británica en vez de cargársela. Nada de esto se atisba ahora mismo en Cataluña. Todos los candidatos representan perfectamente al sistema y sus peculiaridades catalanas, a excepción de quienes ni siquiera tienen posibilidades de sacar un escaño. Traer a Clegg a colación será más difícil, aunque a los dos partidos más polarizados de la última década, como son el PP catalán y Esquerra Republicana, fácilmente se les ocurrirá sacar lecciones de quien ha sabido recoger el malestar con el turno de partidos británicos y con las corrupciones y corruptelas de los parlamentarios, además de las secuelas del blairismo. Es evidente que todos ellos están objetivamente desautorizados para jugar el papel de un partido anti establishment. Nada hay en ellos de ruptura con los dogmas políticos como la que anuncia Clegg, respecto a las relaciones con Estados Unidos, las inversiones en defensa, la inmigración o la integración europea. Pero el último que debe confiarse es el candidato de CiU, Artur Mas, que hará bien en fijarse más en lo que David Cameron está haciendo mal que en lo que Clegg está haciendo bien.

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26 de abril de 2010
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El rugido de las profundidades

Estamos en plena y agitada estación sísmica. Rugen las profundidades del entero planeta. Los terremotos de Haití, Chile y China, la erupción del Eyjafjalla y muchos otros fenómenos tectónicos de menor envergadura nos revelan que el globo azul se halla en efervescencia. Es tiempo, pues, para la geopolítica, el estudio de la vida de los países que proporciona mayor voz y protagonismo a la geografía, que es el que más se acerca al análisis tectónico. Como es bien sabido, hay quien quiere explicarlo todo por la economía, las ideas, las culturas o los caracteres nacionales. Quienes se dedican a la geopolítica, como es el caso de George Friedman, director de la compañía de consulting norteamericana Stratfor, lo explican por las características geográficas de los países. Su nivel de acierto puede ser muy discutible, pero siempre hay que tener en cuenta este tipo de opiniones que convierten a los territorios en los protagonistas de la historia casi de la misma manera que la historia romántica lo hacía con los reyes.

Las ideas de Friedman son todo lo contrario del pensamiento convencional. Está persuadido de que la guerra entre el islamismo radical y Estados Unidos está ya en su fase terminal y que los neocons conseguirán los objetivos de supremacía absoluta que se propusieron, pero nada menos que en 2030. La geopolítica tiene una ventaja: sus protagonistas son inmutables, de manera que basta con extrapolar lo que ha sucedido para saber lo que sucederá, al menos en el corto plazo. Tiene también un inconveniente, en el largo, y es que se convierte en ciencia ficción. Es lo que le ocurre a Friedman, con su ensayo Los próximos cien años (Destino), en el que considera que China jamás superar a Estados Unidos hasta convertirse en la primera superpotencia, piensa que Rusia protagonizará una segunda guerra fría que también perderá y detecta como potencias determinantes a mitad de siglo a Polonia, Turquía y Japón, éstas dos últimas condenadas a coaligarse, incluso militarmente, contra Washington. La geopolítica, como las cordilleras y los volcanes, es sorda a declaraciones y discursos. Incluso a ideologías y colores políticos. No digamos ya a las pasiones. Atiende a la fatalidad del tamaño, la demografía y la situación geográfica, más que a las percepciones e ideas que pasan por nuestras cabezas. Europa ha dejado de existir en el mundo de Friedman, donde ninguna de sus potencias tradicionales jugará papel alguno. Cree que EE UU dominará el siglo XXI entero; que será muy difícil la formación de coaliciones adversas; y que finalmente será una nueva potencia norteamericana, nada menos que México, la que desafiará el poder del imperio americano. Y lo hará además ?eso el geopolítico no lo dice? en español. Quizás se equivoque cuando quiere profetizar el futuro, pero nos dice mucho en todo caso sobre el presente.

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25 de abril de 2010
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?Elecciones ¿para qué?? *

Qué largo camino el que me llevó de ser una pionerita custodiando las urnas a esta adulta con varios años de abstencionismo a sus espaldas. Mi hermana y yo íbamos con nuestros uniformes escolares los domingos de sufragio para hacer el saludo marcial cada vez que alguien introducía la boleta en la ranura. Recuerdo tres motivos al menos para participar en aquellas elecciones: creíamos aún en que el poder del pueblo era poder, no era posible decir un ?no? si la maestra ?con toda su autoridad? nos convocaba y, además, en aquellas jornadas repartían un pan con queso muy sabroso. No me perdía una, la verdad, pues nos entregaban también un jugo de frutas ?en envase parafinado? que era imposible de probar en otras circunstancias, en medio de tanto racionamiento. Con la llegada de los años noventa, muchos de aquellos niños guardianes de las elecciones pasamos a ser jóvenes que anulaban boletas con frases entre signos de exclamación. Recuerdo la primera vez que entré a un locutorio de madera y fui dispuesta a pintoretear el trozo de papel donde nos habían emplazado a ?votar por todos?. Una vecina me advirtió que ni se me ocurriera escribir una consigna en lugar de marcar la dócil cruz al lado de los nombres, pues cada papeleta tenía un número que la identificaba. ?Van a saber que fuiste tú?, me aseguró y sacó a colación historias de gente reprendida por haber hecho algo similar. Pero hay ciertos momentos en la vida en que ya no importan el regaño ni el castigo. Después, al repasar el número de los amigos y familiares que habían invalidado su boleta, no se correspondía proporcionalmente con las cifras que daba la tele. O quienes decían haber hecho un grafiti en lugar de dar su consentimiento mentían o eran las estadísticas oficiales las que no coincidían con la realidad. De manera que pasé a la segunda fase del hastío, a la posición de quienes han dejado de confiar ?totalmente? en el proceso de seleccionar a un candidato para el Poder Popular. Así que ahora me quedo en casa cada domingo de elecciones. No sé si todavía reparten panes con queso a los niños que vigilan las urnas, pero sí que los siguen mandando a tocar las puertas de los morosos, pidiéndoles que vayan al colegio electoral. Quizás ?si todo sigue igual? algunos de ellos cumplirán 16 años y tomarán el lápiz rojo para garabatear su boleta o adoptarán ?al igual que yo? el abstencionismo como forma de protesta. * Consigna expresada por Fidel Castro durante el primer año de la Revolución para responderle a quienes pedían elecciones presidenciales en el país.

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24 de abril de 2010
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Tres de Per Petterson

Per Petterson. Fuente: annamarie De lejos, Salir a robar caballos de Per Petterson (editada por Bruguera) ha sido una de mis mejores lecturas del año que pasó, que no fue pródigo en buenas lecturas (al menos que recuerde aún). La novela que ganó el IMPAC Dublín hace unos años y que hizo célebre al noruego tiene ese tono silencioso, en do menor digamos, que tienen las novelas que me terminan seduciendo siempre, tarde o temprano, incluso cuando temo que las abandonaré (no fue el caso de esta novela de Petterson). Mucho mejor que los tonos brillantes y escandalosos. Ahora, Mondadori se ha hecho cargo del nuevo libro Yo maldigo el río del tiempo y por eso lo entrevuistan en el último ?Babelia?, calificándolo de autor desconocido que merece más difusión. Difundamos, pues, al canoso P.P. con sus propias palabras:   PALABRA.- ?[?] la palabra está sobrevalorada; lo que pensamos y sentimos es más importante que lo que decimos. En Noruega, hablamos poco, por eso aún puedo confiar menos en las palabras que oigo; en ese sentido digo que es vital saber leer los detalles; el cuerpo es nuestro campo de batalla del dolor y de la alegría ? Si nos fijamos bien en él, podemos saber mucho más de los otros?   YO MALDIGO AL RÍO DEL TIEMPO.- ?[?] El mensaje último de la novela es: ?Despierta, eres un imbécil: puedes optar por aquello que yo no he podido y mira qué haces?. (?) No, no lo es del todo [autobiográfica]: pero recuerdo que cuando le dije a mi madre que no quería estudiar más, me hizo bajar del coche y me dejó en medio de la ciudad; supongo que nos decepcionamos el uno al otro? Pero, ¿quién cumple las expectativas que los otros se hacen de uno? ¿Quién va hasta el final de donde podríamos ir??   LECTOR.- ?Es muy importante que cuando un lector acabe una de mis novelas sepa dónde ha pasado; me gusta que ese lector tenga una sensación física? Mire: a 15 minutos en tranvía de Oslo te bajas y ya estás en un bosque denso; la naturaleza es parte de uno; una roca al lado de casa, un faro cercano te marcan; en Noruega, en uno de esos bosques, llega un momento en que tienes la sensación de que el árbol te mira a ti y no al revés; eso ha de acabar definiendo una manera de ser?

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23 de abril de 2010
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II. Regentas y generalas

El alegato reglamentario es que sólo se puede decir presidente porque se trata del uso de un participio activo, y el que preside es presidente, independientemente del género, así como el que asiste, o la que asiste, es asistente, y quien rige es regente, aunque se trata de una mujer, por lo que también sería inválida la palabra regenta.

            Aquí entramos en una de esas visibles contradicciones entre lo que manda la regla, y lo que exige la vida. En el siglo diecinueve, cuando ni en sueños una mujer podía aspirar a ser presidenta de un país, o generala de un ejército, o regenta de una provincia, la denominación femenina del título o cargo se le daba a la esposa de quien lo ejercía: la presidenta era la esposa del presidente, la generala la esposa del general, y la regenta la esposa del regente.

            Sino, recordemos la estupenda novela de Leopoldo Alas, (Clarín), La regenta, que tengo en la lista de mis preferidas de todos los tiempos, y que cuenta la muy dramática historia de adulterio de doña Ana Ozores, esposa del Regente de la Audiencia de la ciudad de Vetusta, don Víctor Quintanar. Ya desde entonces estaba escrito en la gramática que el participio activo del verbo ser es ente,  y por ningún lado se deja resquicio para que exista la palabra regenta como asunto de la condición provocada por el vínculo matrimonial. A doña Ana, de acuerdo con el canon, debieron llamarla la regente; pero la trasgresión no es de Clarín, como autor de la novela, sino del uso general de las gentes que son las que hablan el idioma, y lo cambian de acuerdo a las necesidades de los usos sociales. Las academias no hacen luego sino certificar estos cambios, contra los que ya nada se puede.

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23 de abril de 2010
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