Basilio Baltasar
La campaña electoral británica nos proporciona un placer prohibido en la política nacional. Observamos la actuación de los candidatos, seguimos sus discusiones, sus tropiezos o aciertos sin sentir el inconfundible pálpito de la pasión. Es otro modo de vivir la lucha por el poder. No nos afecta el reclamo de su eslogan y gracias a esta distancia podemos saber lo que dicen realmente. Brown, Clegg o Cameron elaboran un discurso perfeccionado por nuestra indiferencia. Sus promesas son para nosotros un ejercicio de agudeza visual. ¿Quién esconde mejor sus defectos? Exentos del carisma emocional que remueve nuestras simpatías, los candidatos extranjeros parecen lo mejor que puede ocurrirle a un país: cualquiera puede recibir el encargo de gobernar. ¿Qué más da? Quizá nos convenga conservar esta flema: participar en nuestra controversia nacional como si cualquiera de los candidatos fuera bueno para el país.