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Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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La sal del carnaval

Soy un grano de sal que se pregunta cuántos como él serían necesarios para acabar de llenar el salero. Es una duda inútil, pero a la gente le gusta jugar a resolverla. Algunos dicen que éramos un millón, otros juran que menos de cien mil. Difícilmente existe ciencia más inexacta que la de darse a contar multitudes, pero a éstas rara vez parece preocuparles. Por lo demás, los autobuses del Festival VivAmérica -cada uno equipado con un escenario en lo más alto de su estructura- se movían igual por Atocha que por Recoletos, arrastrando quién sabe cuántas decenas de miles en derredor. Lo más fácil, por tanto, es cada uno saber cuántos quiere que sean y ponerle ese número al gentío.

     Debe de haber infinidad de cosas que se pueden hacer mientras los demás bailan. La profesión de crítico de fiesta es harto socorrida entre los malqueridos. Quienes no bailan se parecen a veces a quienes nunca ríen, necesitan razones para mostrarse inteligentes ellos y señalar la estupidez de los otros. Quienes no bailan y resultan rodeados por quienes no se cansan de bailar incuban una suerte de amargura que se expresa en sarcasmos infelices. No vayamos más lejos, algún zopenco amargo escribió en algún foro de la red las siguientes palabras en torno al último acto del VivAmérica: "panchitos y mas panchitos sudacas por las calles de madrid. veo el futuro negro-NUNCA MEJOR DICHO...". Lo he copiado tal cual, con todo y sus mayúsculas gritonas.

     Vuelvo a la calle, que es lo que interesa. Allá arriba, entre Cibeles y Alcalá, canta Daniela Mercury. Ha oscurecido, toda la calle es un maracatú que oscila sin parar. Para quienes se dan el tiempo de analizar, esta es una invasión latinoamericana sobre Madrid en el doce de octubre. De ahí que algunos logren contar millones, y otros apenas unos cuantos miles. Para la mayoría, sin embargo, lo único que cuenta es la posibilidad de injertarse en bahiano y entregarse a cantar y bailar con la Mercury. Nada que uno esperase un domingo en la tarde, cuando los malqueridos piensan en suicidarse y entrebuscan razones para agarrar valor.

     La idea es inspirada. Si en la mañana del doce de octubre las calles de Madrid son escenario de un desfile militar, la tarde bien merece un carnaval, así sea para aflojar los esfínteres tiesos ante tanto fusil. Soy un grano de sal que no sabe contar y danza solamente al fondo del salero. Les agradeceré que no apaguen la música.

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13 de octubre de 2008
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El nombre de la historia

Lo piensas otra vez: ¿por qué tendría que soltar su nombre? Pero si de tener o no tener se trata, ¿porque tendrías que seguirlo escondiendo? Según Borges, cualquier cosa menor que una novela entera no es novela. Si lo sabría él, que no escribió ninguna. ¿Lo habría intentado alguna vez, o varias? Ahora que si vas a hablar de Borges, más valdría citar esa opinión acerca de Bioy Cazares que ahí de cuando en cuando te perturba y te escuece. "El menos supersticioso de los lectores." ¿Debe, quien se ha embarcado en la escritura de una novela, pagar puntual tributo a sus supersticiones, o desafiarlas sin piedad alguna? Lo cierto es que disfrutas de ambas cosas. La paz espiritual que otorga el cumplimiento del ritual, el deleite secreto que es desacatarlo.

     Cuando uno terminantemente se niega a revelar cualquier información respecto a su trabajo, suele apelar a la superstición, pero quizás por dentro no hace sino mimar sus paranoias. Para poder salvar una historia, es preciso intentar la fechoría de reinventarla. ¿Le pedirías a un salvavidas o a un asaltabancos que no fueran paranoicos, cuando ello es gaje principal de sus oficios? Hasta que un día no lo soportas más y se lo cuentas todo a quien, intuyes al instante, va a entenderlo. O, por qué no, a quien no tiene por qué entenderlo, a menos que te esfuerces con todo lo que tienes y le cuentes la historia mejor de lo que nunca te la has relatado. Si funciona, y no vas a a admitir que sea de otro modo, habrás ganado una complicidad al precio de quebrar una superstición.

     Luego la historia crece, y es posible que lo haga tan a su manera que vuelvas a sentir esa cosquilla. Contar algo, citar a un personaje, decir a grandes rasgos de que trata el entuerto. No sabes si la historia se beneficie de tus indiscreciones, puede que lo hagas sólo para estar bien seguro de que no has comenzado a volverte loco. Hacer tierra. Tender un par de cables entre tus obsesiones secretísimas y ese mundo exterior al que no siempre sabes si perteneces. Aún, pues. ¿Puede uno abandonar la realidad, como lo hacía el viejo Major Tom de Bowie, a partir de un sendero de ficción? ¿Qué precio exactamente hay que pagar para cubrir el costo de la travesía? Alguna vez Joe Perry te lo dijo a mitad de una entrevista: You just can't fly for free. ¿Y si uno se negara a revelar detalles del proyecto por puro miedo a los cargos extra?

     Claro que una novela sin terminar es cualquier cosa menos una novela. El corazón acá, las tripas por allá, un pulmón no está listo, ¿quién diablos va a moverse en esas condiciones? Leíste por ahí que en la portada de un guión de Woody Allen aparecían las siglas W.A.S.P. Es decir, Woody Allen Spring Project. No se atreve a ponerle nombre a una película si no la ha visto antes acabada. Pero hay cosas que uno sencillamente sabe. Ideas que llegaron y encajaron exactas en el rompecabezas, como los datos más reveladores de una investigación criminal.

     Lo sabes, y esa superstición excede los poderes de la paranoia. Te han llegado tres títulos, o diez, o veinte, hasta que un día te cae el bueno de las nubes y te das cuenta de que ya no habrá otro. ¿Por qué "Diablo Guardián"?, hay quien pregunta a veces y siempre te retuerces para explicarlo, cuando el motivo es simple y transparente. Se llama así porque tal es su nombre, no habría otro posible. Porque un limón se llama limón y una piña se tiene que llamar piña.

     No tiene uno absolutamente nada por explicar. Si la historia no lo consigue por sí misma, harías un papelón justificándola. Y si bien no hay novela, aún con más de quinientas cuartillas cometidas, estás seguro que la historia existe. Te consta que respira hoy para ti, como mañana esperas que lo haga para otros. Está viva, carajo, ya para qué negarla. Querrías contarla toda aquí y ahora, pero esa obscenidad es inadmisible. Qué deleite sería revelar el título y un minuto después cambiarlo por otro. O mentir, nada más, que al final de eso trata todo el juego. Mentir con la verdad, conseguir que alguien crea que nunca ha sucedido. Se te ocurrió, dirán.

     Algunos títulos lo dicen todo, y al propio tiempo no revelan nada; éste debe ser de esos. Un título que sea el principio de la historia, y al propio tiempo se adelante a ella. Un título que no te diga nada, pero aún así te obligue a perseguirlo. Un título casual, que sin embargo no te deje más camino que obedecerlo en forma puntillosa. Uno que sea principio y final del camino. Que aclare y oscurezca. Que te ponga un revólver en la espalda y te lleve a empujones hasta el fin de la historia. Uno que de una vez rompa con esta mustia segunda persona y asuma la primera para acabar al fin con esta parrafada. Cierras los ojos y te tapas los oídos, como quien ha prendido una mecha corta. Lo gritas de una vez: Puedo explicarlo todo.

     Ya está. Vete a dormir.

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10 de octubre de 2008
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Sólo para faroles de la calle

Cada noche, entre el domingo y el jueves, miro las manecillas del reloj y les sumo siete horas para saber en dónde estoy parado, o sentado, o más exactamente tumbado con el teclado encima de las piernas, resuelto a terminar antes que sean las tres de la madrugada de México: la hora cero de El Boomeran(g). Como seguramente ya lo habrán advertido los asiduos, a menudo me vencen las manecillas. He craneado, a lo largo de quince meses febriles, las más diversas estrategias para ir al menos veinticuatro horas adelante de la hora cero, pero nada. Siguen dando las cuatro, las cinco -once, doce en Madrid: horror- y el texto urgente insiste en dar coletazos. Para mayor sarcasmo, a esas horas comienzan a trinar los pájaros. Una suerte de pío-pío-pío que de pronto me suena a ja-ja-ja.

     Está bien, pues. Nada gana uno con tratar de ser el que jamás ha sido, pero estar ahora mismo en Madrid y ver que han dado ya las cuatro de la madrugada es más que demasiado. Me consuelo pensando que en México son todavía las nueve de la noche y en Gran Vía no cantan los pajaritos, pero no tardarán los autos y autobuses en ponerse sarcásticos al otro lado de la ventana. ¿Cómo aceptar, no obstante, la detestable idea de llegar tempranito al hotel y renunciar con ello a la seductora noche madrileña, usual y redundantemente poblada por faroles de la calle a quienes las cuestiones del horario les tienen por sistema sin cuidado? ¿Quién es tan miserable que vuelve de una noche esplendorosa con las manos vacías?

     Hoy he vuelto con varias joyas en la memoria, luego presenciar un happening apetitoso y nutritivo en la Casa de América. Boris Vian, nómbrase el álbum de Andy Chango que hace unas horas debutó en sociedad, con poco o nulo espacio para el escepticismo, luego de comenzar con un primer balazo incontestable...

Beber, simplemente beber,
para olvidar los amantes de mi mujer.

      Beber, en cualquier ocasión, para olvidar mi jeta de mamón, dispara Chango luego y la banda, que según cuentan apenas ensayó, suena impecable. Se diría que tocan con los ojos cerrados, aunque esas cosas las piensa uno después. Mientras el grupo suena, el pie derecho en movimiento constante certifica que uno está bien adentro de la música, al tiempo que el cerebro realiza el trabajo exhaustivo de escudriñar al fondo de las letras, cada una lo bastante suculenta para seguirla con los tímpanos de pie...

Snob, súper snob...
Cuando esté en el cajón,
quiero un sudario de Dior. 

     Acompañado de Ariel Rot y una gavilla gorda de talento, Chango da rienda suelta a su gustada incorrección social y uno olvida del todo que se hace tarde y no ha escrito ni el título del post y qué más da, carajo, si al fin el tiempo está ahí para invertirlo en los nuevos antojos. Pero el caso es que ahora han dado ya las seis. Me asomo a la ventana sólo por comprobar el hecho funesto: Gran Vía ya se queda sin silencio. Antes de que termine de despertar Madrid, este farol se apaga de una vez.

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9 de octubre de 2008
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Más contagio

Cierto es que el clima ayuda -voluble, cálido, húmedo- pero seguro abundan los motivos para hablar del estado de Louisiana como un lugar pringoso. Luego de haber pasado un mes en Baton Rouge, dos semanas en Nueva Orleans y una más en Shreveport, su recuerdo me trae el prurito de lavarme las manos. Hace unos pocos días que intenté penetrar en el pantanoso tema, pero éste suele ser tan hondo, turbio y espeso que más tardé en hablar de colmillos y hemoglobina que en tomar el camino de insaciable extravío que por costumbre sigue a tales elucubraciones. No hay que rascar gran cosa en la geografía para entender que los Estados Unidos tienen su Transilvania en el pringoso estado de Louisiana.

     Es en un pueblo imposible al norte de Louisiana que Sookie Stackhouse conoce a Bill Compton. O en fin, lo reconoce. Por años ha esperado el arribo de un ser extraordinario a su apestada vida pueblerina. No es que sea fea o tonta, ni que le falte algo que debiera tener. Es con seguridad la mesera más guapa del restaurante, pero le sobra una facultad: puede leer los pensamientos ajenos. Basta con que un fulano la pretenda para que la atormenten sus reflexiones de mandril en brama. ¿Qué miedo puede ya tenerle a los vampiros, si conoce de cerca los apetitos ínfimos de los seres humanos? ¿No es preferible resbalar en los brazos de un chupasangre sincero y galante que caer en las garras de un carnívoro zafio y mentiroso? Desde que siente la presencia del pálido Compton, la rubia Sookie hierve en sus propias hormonas, pero lo irresistible no es al final su condición vampírica, como el hecho de que sus pensamientos le resultan totalmente ilegibles.

     No saber lo que piensa una persona extraña es, por raro que suene, condición para hacerla entrañable. Quieren, aquellos que aman espectacularmente, que en consecuencia los querramos igual, o si es posible más, pero la transparencia suele ser antídoto eficaz contra todo principio de lujuria. Eso nadie lo sabe mejor que Sookie, podrida de enterarse de aquello por lo que nunca pregunta y en tanto condenada a la castidad, hasta que llega Bill, que como ella lo advierte tiene nombre de todo menos de chupasangre. Después de tantos nombres pretenciosos, ricos en consonantes amontonadas, hace gracia toparse con un vampiro que se hace llamar Memo

     Aborrezco Louisiana, si he de ser sincero. Sus policías son demasiado oficiosos y muy poco amigables. Su habitantes suelen desconfiar y tampoco se esfuerzan por ser muy confiables. Sus fantasmas transpiran de más, hay demasiadas ranas en la negrura. Será por eso que disfruto especialmente True Blood, pues me permite estar sin estar en ese trozo del infierno sureño donde ningún vampiro parecería fuereño. Al final del capítulo cae de modo exquisito, como un bálsamo, la música pringosa y a ratos truculenta que permanecerá flotando en la sesera, una vez que la imagen terminó de mordernos. Snake in the grass. Bones. Good Times. That Smell. Pedazos de ese sur donde hay cuatro colmillos por cada diente de ajo y los árboles se hablan de tú con las sogas.

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7 de octubre de 2008
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Vidas de doble fondo

Una de las ventajas aparentes de la comunicación en línea es que ayuda a llevar una doble vida. Una vez que la gente disfruta de expresarse gozando de una cierta dosis de anonimato, raro es el que persiste en el anacronismo de seguir siendo la misma persona, cuando puede elegir entre tantas posibles. Aun así, el juego es infinitamente menos divertido, absorbente y peligroso de lo que solía ser llevar una doble vida de verdad. Menudean, claro está, los impostores atrapados en la movida, no porque hayan corrido grandes riesgos como porque creyeron ser inmunes. De una u otra manera, quien se atreve a cargar con dos o más existencias contrapuestas haría mejor en no llevar esa ambigüedad a los dominios de la memoria artificial, donde siempre hay lugar para huellas fatales, o incluso esas malvadas copias de respaldo que en un descuido acaban con la doble vida de cualquiera.

     La idea de jugar a hacer por ocio lo que los verdaderos implicados realizan por estricta supervivencia parece divertida para esos buenos chicos que no sabían mentirle a mamá cuando ella los miraba fijo en las pupilas, aunque difícilmente entretendrá a quienes desde muy temprana edad esgrimen la patraña por defensa propia y nunca se plantearon vivir por duplicado, sino que el devenir los puso allí. No es que quien desde niño se vio forzado a ser uno aquí y otro allá no tenga la intención de llevar una vida sencilla; es que nunca aprendió a vivir de otra forma. Sus antenas, por tanto, le dicen que esos sitios de internet donde uno juega a ser el que nunca será no sólo están muy lejos de la realidad, sino además conllevan riesgos extremos. Si ninguno quisiéramos que fuera develado nuestro segundo rostro, menos aceptaríamos que la gente del mundo palpable pudiera ver la clase de pelmazo en que uno se convierte cuando sabe que no hay testigos presentes.

     Si por un solo día le fuera dado a todo el mundo asomarse a las vidas ocultas de los otros, nadie querría ya saber de nadie. Nada hay más espontáneo que una vida secreta, y ya se sabe cuán inconvenientes pueden llegar a ser ciertos grados obscenos de espontaneidad. Con lo bonito que es abrir grandes los párpados para fingir una sorpresa perfecta o impostarse un sustazo sin perder el cool. No existen los ecuánimes, ni los equilibrados. No hay siquiera la posibilidad de instalarse en la vida que uno preferiría. Queda esta adrenalina de seguirse saltando las propias aduanas cargado de maletas de doble fondo, cada una proveniente de una vida distinta, pero todas unidas por una misma muerte. Queda también el gusto de morirse pensando que nadie nunca sabrá quiénes ni cuántos ni por qué fuimos.

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6 de octubre de 2008
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Lujuria por contagio

Están por todas partes, pero se ocultan tras la creencia supersticiosa de que son literatura. Cuentan para ello con el escepticismo beato de los optimistas, que es infinito por definición. Asimismo, no poco los ayuda la irrefrenable multiplicación de historias alusivas a sus manías menos mencionables, que son por cierto las más notorias, como ese gusto antiguo por la sangre ajena, a un tiempo extravagante y familiar. No vayamos más lejos: ahora, aquí, preciso alimentarme de otras hemoglobinas para avanzar hasta el final de estas líneas. Rebusco entre las capas de la realidad ensalivándome ya los colmillos. Quien escribe, o dibuja, o de cualquier manera reinventa lo que ve, escucha, huele, toca, lame, se condena con ello a chupar sangre. Lo hará, además, con una terminante voluntad de contagio. Hay al menos dos clases de historias de vampiros: las asépticas y las contagiosas.

     Recuerdo una película perdida en la memoria -citarla es ya un abuso, cuando ni el título conseguí recordar- sólo por una línea que atesoré nada más escucharla: La anticipación es el más tóxico de los afrodisiacos. Ir por la vida así, mordisqueando una infinita cantidad de cuellos, es contraer el vicio de anticiparse. Vivir tóxicamente, haciéndole ascos solamente a la asepsia. Hallar lujuria y hasta desenfreno en el coleccionismo del antojo. Ser después mordisqueado por sabrá el diablo quién y para qué. Indigestar, a veces, igual que tantas otras fuimos indigestados. Dar miedo, si es posible, y ocultarse detrás del biombo consecuente. ¿Y si el arte no fuera más que un intento impúdico de encajar los colmillos con cierta discreción?

     Debería estar claro que los vampiros no guardan entre sí otra similitud que esa naturaleza de murciélago contaminada de truculencia humana. Si a nuestra especie hipócrita le aterran los murciélagos sólo porque le chupan la sangre a las vacas, imaginemos cómo nos verá la inmensa mayoría de las especies, capaces como somos de perseguirlos, encerrarlos, esclavizarlos, exterminarlos y extinguirlos por mero sistema. ¿Qué pensará un insecto de la especie que inventó el insecticida? ¿Qué opinaría usted, si fuera pollo, de la sonrisa del Coronel Sanders? Ahora bien, hay de vampiros a vampiros. No es lo mismo cumplir el ritual a la luz de la luna, con las formalidades propias de la ocasión, a depredar en todo lugar y momento, con la suerte de mezquindad voraz que ha echado por tierra el prestigio de tantos colmilludos noctívagos.

     Nada parece más extravagante que la idea de ir hasta lo alto de los Cárpatos sólo para encontrarse con un vampiro, cuando acá abajo los hay por legiones, en las que en un descuido también pasa uno lista. Asiduo puntilloso del serial Six Feet Under, de Alan Ball, he aterrizado en su reciente True Blood con sed anticipada. Cuatro capítulos más tarde, se mira uno enganchado a la historia por todo lo que tiene de ordinario. Vampiros que conviven con los mortales y consumen botellas de sangre sintética made in Japan. Vampiros cuya sangre es la droga mejor cotizada entre los mortales. Vampiros lujuriosos e insaciables e impunes, como tantos que uno ha tenido en suerte conocer. Lo dicho, pues. Más extraño sería no topárselos.

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2 de octubre de 2008
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Doce quehaceres en quiebra / III

9. Telegrafista. Técnicamente, se trata del señor que se encarga de hacer funcionar el aparato, no del que lo maneja ni del que lleva el mensaje a destino, pero seguramente somos mayoría quienes naturalmente pensamos en esos tipos francamente estrambóticos que saben expresarse a golpecitos. Uno de esos quehaceres que algunos siempre envidiamos en secreto, pero jamás nos dimos el tiempo de aprender. Hay una cierta dosis de poesía dactilar en el empleo de la clave Morse: alta tecnología del ingenio que la gente tendría que dominar, así fuera para poder secretearse sin para ello tener que abrir la boca. ¿Quién no disfrutaría de una declaración de amor expresada con toques largos y cortos en la piel? ¿Cuántas zonas del cuerpo serían muy dichosas de recibir tan delicados mensajes?

10. Ropavejero. Su solo apelativo es un atentado al glamour. "¡Ropa usada que venda!", gritaba el personaje y uno, niño curioso, se imaginaba a un hombre acaudalado, pues de seguro cargaría el capital bastante para hacerse con los ajuares de la colonia entera. Afortunadamente nunca supe cuánto ofrecía por cada prenda, menos dónde y a quién se las vendía, pero cualquiera que haya estado en una venta de garage sabe que en este mundo menudean los rotos y los descosidos, cada uno con el precio que siempre habrá alguien dispuesto a pagar.

11. Fichera. Eterna terapeuta del noctámbulo, profesora de baile del imberbe, pariente miserable de la vedette, mitificada de patética manera en varias de las peores inmundicias del cine mexicano (con el perdón de la entrañable Sonora Santanera). Quienes llegamos tarde a esta tradición mal podemos jactarnos de conocerlas, pues aun si alguna noche cruzamos el umbral de un tugurio siniestro en procura de esa rara experiencia, la encontramos al cabo desfalleciente, desgastada, olvidable. Hay quienes inclusive se indignan de saber que estas chicas de costumbres vetustas se atreven a cobrar por cada ginger-ale a precio de champaña que consumen, como si su negocio consistiera en gorronear bebidas de segunda. Lo cierto es que, mea culpa, me aburre intensamente su compañía, o será que está llena de la tristeza honda y ancestral de los sobrevivientes de la noche. ¿Quién quisiera, además, verlas de día?

12. Carretonero. No recuerdo a ninguno. Pasé cantidad de años sin siquiera saber en qué concretamente consistía su oficio, pero desde muy niño los oigo mentar. Siempre que mis mayores se referían a las verdaderas palabrotas -cuya sola mención delante de la familia me habría acarreado una segura bofetada- las llamaban groserías de carretonero. Ahora que sé que los carretoneros debían pasar sus días empujando un carretón lleno de variopintas mercancías, entiendo que se hicieran fama de blasfemos. Basta con que me vea obligado a empujar -cargar ya no digamos- cualquier objeto más pesado que yo, inevitablemente se me escapan docenas de pinches, putamadres y carajos, que a su vez tienden a quedarse cortos si encima de eso atino a darme un chingadazo. Hoy día, el uso exagerado de las palabras gruesas les ha quitado chispa, fuerza y resonancia. Atención, carretoneros: ya va siendo hora de renovar las blasfemias.

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29 de septiembre de 2008
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Doce quehaceres en quiebra / II

5. Carterista. Decían los antiguos, para mejor pintar la catadura bronca de ciertos barrios duros, que ahí al visitante le robaban los calcetines sin quitarle los zapatos. Trabajo fino que dejaba en la víctima una desazón plena de rencor fantasma, ya que al ratero no le había ni visto la pinta. Parece que aún escucho a las tías quejándose en plural contra "esos desgraciados rateros", que sin embargo les habían dado una lección de supervivencia, sin el trauma que suele acompañarlas. Con el auge de los asaltos a mano armada, se extraña a los especialistas del pasado, que solían siquiera hacer lo suyo con discreción y oficio irreprochables. No es que pretenda uno ir por la vida sin que nadie jamás le robe nada, pero al menos, si la hora ha de llegar, espera que le atienda un genuino profesional del dos de bastos. Y no me digan que es mucho pedir.

6. Fayuquera. El de contrabandista light no es en rigor oficio femenino, pero son las mujeres sus exponentes más reconocidos. Lejos de esos profesionales del estraperlo involucrados en containers y camiones repletos de mercancía que esquiva las aduanas por arte de magia, la fayuquera freelance acudía personalmente al domicilio de sus clientes para ofrecer la ropa que según su decir había escogido y traído para ellos. Modelos que, sobraba decirlo, no le verían aquí a ningún hijo de vecino. La mercader de fayuca iba y venía entre tu casa y Texas con bultos y maletas de todos los tamaños, conocía tanto las tiendas de remate de saldos como las fechas de las ventas de bodega en San Antonio y no temía a nadie más que al vista aduanal. Sería por ese exceso de confianza que un mal día, sin más, vino el pirata y le echó una montaña de tierra encima.

7. Elevadorista. Gracias a esta sacrificada persona, que se pasa la vida metida en una caja de puertas eléctricas, los visitantes de ciertos edificios nos ahorramos la intolerable molestia de tener que estirar el dedo para oprimir el botón del piso al que planeamos llegar, o el colmo, soportar la humillación de que un entrometido con ínfulas de boy scout lo haga por nosotros, que no quisiéramos estar en modo alguno en deuda con un perfecto extraño. No acostumbran los elevadoristas mostrarse especialmente corteses, ni se distinguen por comunicativos, pues la naturaleza de su oficio rara vez les permite alcanzar la profundidad verbal propia de los taxistas y peluqueros. Poniéndose en sus aburridos zapatos, lo extraño es que no suelan estrangular ahí mismo a los clientes. Con las ganas que a veces les darán.

8. Radiotécnico. Llevar un aparato a arreglar es lo contrario a comprar uno nuevo. No se siente el estímulo como el temor. El arreglo seguro va a ser carísimo, todo para al final salir de ahí cargando con el mismo armatoste anacrónico, preguntándose en cuántos meses volverá a descomponerse y calculando cuánto más le habría costado comprarse de una vez el nuevo modelo. Antiguamente, el radiotécnico era algo así como el doctor del aparato -la tele, la consola- que vivía a lo largo de varias décadas sin pedir nada más que aceite, limpieza y a veces unos bulbos. Había academias que ofrecían un flamante diploma de radiotécnico tras unas cuantas semanas de estudio. Hoy, de un viejo radiotécnico no se cree que esté al día ni con el manual de instrucciones de su propio teléfono. Siempre que sea posible, y más aún cuando no lo parece, prefiere uno que se joda el radiotécnico y enfrentar entusiasta a un nuevo vendedor.

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26 de septiembre de 2008
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Doce quehaceres en quiebra / I

1. Vedette. Encarnación plebeya de la diosa Afrodita, femme fatale injertada en flor del fango, estandarte noctámbulo, carne de cabaret y genuina alborotadora de masas. Teóricamente era capaz de bailar, cantar, actuar, y en general todo lo relacionado con las artes de motivar a la concurrencia mediante una combinación de técnicas esencialmente pavlovianas. De una vedette solía esperarse que la sola visión de sus formas, a menudo en extremo generosas, ejerciera un estímulo inmediato sobre diversas glándulas, comenzando por las salivales. Me recuerdo en mitad de la adolescencia mirando de reojo esas fotografías de efectos licantrópicos, capaces por sí solas de convertir al niño de mamá en un degenerado del carajo. Al fin de su reinado de lentejuelas, la vedette fue enterrada por la bailarina de mesa.

2. Organillero. Desde que los conozco, escucho que la gente les da dinero para que no se pierda la tradición. Personalmente, creo hacerlo porque me traen de vuelta la textura de las idas al Centro con mi madre y mi abuela, que por ningún motivo me dejarían regresar a la casa sin una dotación de aquellos dulces y juguetitos que sólo se encontraban en esas calles donde nunca faltaba un cilindro. Todavía no sé por qué los cilindreros u organilleros se visten de uniforme -caqui o azul marino-, pero entiendo que lleven esas gorras que alternativamente les protegen del sol y reciben los óbolos del público. Hoy los veo imantados por los semáforos, extendiendo la gorra ante los automovilistas, que traen su propia música y no la cambian por la del organillo, aunque traen más monedas y complejos de culpa que los de a pie. Su último enterrador: el iPod.

3. Perforista. A estas alturas del campeonato, el gran héroe sin rostro de la computación en braille no lograría explicar el valor de su gesta sin provocar las risas de sus oyentes. ¿Dónde tenían la cabeza los infelices habitantes del siglo XX, que soportaban el martirio indecible de agujerar tarjetas de cartón para ingresar los datos más elementales en una computadora del tamaño de una sala de juntas, que además era sólo controlada por curiosos científicos de bata azul? Eran, no obstante, aparatos más simples que un videojuego de bolsillo. Hablar con ellos no resultaba más meritorio que aprender varias suertes en el yo-yo. El capturista, descendiente directo del perforista, terminará dormido bajo la misma lápida; por lo pronto, sus pesadillas están sobrepobladas de scanners y terminales usb.

4. Taquimecanógrafa. Siempre vi a la taquigrafía como una ciencia oculta. Todavía hoy no consigo enternder la estrambótica idea de un lenguaje con signos especiales para cada palabra. Tanto eso como los cursos de lectura rápida producen una cierta repugnancia en quienes preferimos ver que cada palabra tiene todas sus letras y vale darse el tiempo para cachondearlas. Como buen control freak, desconfío de un método de compresión que deja a mis palabras a merced de otras manos. Peor aún si esas manos tienen algún poder sobre mí. Una vez que Bill Gates, Steve Jobs y los otros terminen de echar tierra sobre este noble oficio, ya entenderemos cuán ingratos fuimos.

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25 de septiembre de 2008
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Sobre las alas de Indra

En la orilla final del reciente equinoccio de otoño, Tomás López Durán conducía un autobús de pasajeros por la carretera México-Tulancingo -también útil para llegar a las pirámides de Teotihuacán, que de noche dan miedo como todo lo que es inmenso y oscuro- cuando vio en su camino a una elefanta. Ya demasiado tarde para eludirla, estrelló fatalmente el autobús contra el cuerpo de cinco toneladas de Indra, que había conseguido escapar de su celda en el Circo Unión y trataba de atravesar la carretera. Según la información, antes de perecer junto a Tomás -entre los pasajeros sólo hubo lesionados y atónitos- Indra había pasado por un par de pueblos, donde evidentemente nadie atinó a detenerla, tal vez desconsolada por las dificultades insalvables que un paquidermo encuentra en este mundo ínfimo para evadirse hacia ninguna parte.

     La pregunta sería digna de un koan: ¿Qué haría usted si fuera un elefante y lograra esfumarse del odiado circo? Suele uno solidarizarse a la distancia con los furtivos, más todavía cuando sus probabilidades de éxito son pequeñas o nulas. Vista así, ya la fuga en sí misma es exitosa, pues representa el triunfo de la autodeterminación sobre la indignidad del cautiverio. (Da pena imaginar la vida plana de quien jamás logró -y quizá no llegara ni a pensarlo- escabullirse de situación alguna.) Nadie, por otra parte, quisiera estar en el lugar de un animal de cinco toneladas huído de su jaula hacia una realidad donde nunca conseguirá esconderse, pero todavía menos apetecible parecería vivir puertas adentro de un circo donde no hay aventura concebible, y ni siquiera la mínima opción de hacer de cuando en cuando lo que te venga en gana.

     Por más, pues, que le falten a uno varios miles de kilos para ubicarse en el pellejo de Indra, no es tan difícil imaginar la clase y el tamaño de las sorpresas que el pobre animalito se llevaría durante los minutos que siguieron al instante en que derribó la puerta de metal del circo y salió a correr mundo. Si, como se ha sabido, los elefantes tienen la facultad de distinguir sonidos en un radio cercano a los veinte kilómetros, calculemos la cantidad de información que llegaría hasta los tímpanos de la elefanta, en su celda de secuestrada vitalicia. Tentaciones inútiles, rebanadas de escarnio cotidiano.

     Puesto en lugar de Indra, que al morir ya pasaba de los cuarenta años -la tercera edad, en los elefantes- supongo que al final habría hecho lo mismo. Escapar sin un plan ni menos un destino, afirmarme una vez en el nombre de todas, ser en mí y para mí durante el último día de mi triste existencia, que con toda certeza me sabría como si fuera el primero luego de tantos años de vivir lo que nadie en sus trece apodaría vida.

(Suena atrás la canción: ...mejor arder que desvanecerse.)

     No esperaría Indra terminar arrollada por una mole aún más pesada que ella, como tampoco se figuraría Tomás López que encontraría una muerte así de extravagante. Antes de hacer esfuerzos para entender qué diablos hace una elefanta en media carretera, valdría preguntarse qué carajos estaba haciendo en un circo. La pregunta que Indra seguramente nunca consiguió responder.

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25 de septiembre de 2008
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El Boomeran(g)
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