Xavier Velasco
Una de las ventajas aparentes de la comunicación en línea es que ayuda a llevar una doble vida. Una vez que la gente disfruta de expresarse gozando de una cierta dosis de anonimato, raro es el que persiste en el anacronismo de seguir siendo la misma persona, cuando puede elegir entre tantas posibles. Aun así, el juego es infinitamente menos divertido, absorbente y peligroso de lo que solía ser llevar una doble vida de verdad. Menudean, claro está, los impostores atrapados en la movida, no porque hayan corrido grandes riesgos como porque creyeron ser inmunes. De una u otra manera, quien se atreve a cargar con dos o más existencias contrapuestas haría mejor en no llevar esa ambigüedad a los dominios de la memoria artificial, donde siempre hay lugar para huellas fatales, o incluso esas malvadas copias de respaldo que en un descuido acaban con la doble vida de cualquiera.
La idea de jugar a hacer por ocio lo que los verdaderos implicados realizan por estricta supervivencia parece divertida para esos buenos chicos que no sabían mentirle a mamá cuando ella los miraba fijo en las pupilas, aunque difícilmente entretendrá a quienes desde muy temprana edad esgrimen la patraña por defensa propia y nunca se plantearon vivir por duplicado, sino que el devenir los puso allí. No es que quien desde niño se vio forzado a ser uno aquí y otro allá no tenga la intención de llevar una vida sencilla; es que nunca aprendió a vivir de otra forma. Sus antenas, por tanto, le dicen que esos sitios de internet donde uno juega a ser el que nunca será no sólo están muy lejos de la realidad, sino además conllevan riesgos extremos. Si ninguno quisiéramos que fuera develado nuestro segundo rostro, menos aceptaríamos que la gente del mundo palpable pudiera ver la clase de pelmazo en que uno se convierte cuando sabe que no hay testigos presentes.
Si por un solo día le fuera dado a todo el mundo asomarse a las vidas ocultas de los otros, nadie querría ya saber de nadie. Nada hay más espontáneo que una vida secreta, y ya se sabe cuán inconvenientes pueden llegar a ser ciertos grados obscenos de espontaneidad. Con lo bonito que es abrir grandes los párpados para fingir una sorpresa perfecta o impostarse un sustazo sin perder el cool. No existen los ecuánimes, ni los equilibrados. No hay siquiera la posibilidad de instalarse en la vida que uno preferiría. Queda esta adrenalina de seguirse saltando las propias aduanas cargado de maletas de doble fondo, cada una proveniente de una vida distinta, pero todas unidas por una misma muerte. Queda también el gusto de morirse pensando que nadie nunca sabrá quiénes ni cuántos ni por qué fuimos.