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Escrito por

Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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Amistades reprobables

Cada vez que un maestro nos prevenía contra las malas amistades, yo sentía decenas de miradas encima. Pero no era, como querían los profesores, motivo de vergüenza y preocupación, sino de un sentimiento muy similar al orgulloso desprecio que nos inspira la posible aprobación de quienes encontramos reprobables. Que era el caso de mis maestros de secundaria, cuya animadversión unánime habíame ganado ya una vez el récord escolar de materias reprobadas, consistente en el cien por ciento de ellas, incluyendo moral y educación física -hasta entonces consideradas irreprobables-, además del inglés elemental que ahí enseñaban, francamente difícil de reprobar para un adolescente que ya hablaba inglés. Pero igual lo logré, y a partir de ese punto me ubiqué en mi lugar de mala amistad.

     No fumaba, ni bebía, ni había siquiera visto una droga más fuerte que el valium de mi abuela, pero ya me sabía incapaz de delatar a quienes sí lo hacían. Encontraba un deleite inenarrable en el solo hecho de cruzar las puertas de un billar o comprar, rigurosamente a solas, esas revistas míticas pobladas por la clase de chicas malas y desvergonzadas que una mala amistad se merecía. Y lo cierto es que, pese a ser de papel, aquellas señoritas se quedaban con mis mejores horas. ¿Debía concentrarme en siquiera un mes aprobar Biología, o en atender a mis más elementales intereses biológicos? ¿Cómo explicar lo incompatibles que resultaban ambos empeños, una vez que el asunto cosquilleante de la perpetuación de la especie había monopolizado mis obsesiones?

     Apático. Abúlico. Indolente. En ésas y otras equivalentes calumnias coincidían mis profesores a la hora de quejarse con mi madre, y como francamente me acomodaba más la etiqueta de nihilista que la de depravado, prefería aceptar sus argumentos que combatirlos con la bochornosa verdad, según la cual estaba enamorado de una vecina inalcanzable y encontraba consuelo recurriendo a mis malas amistades de papel. ¿Es decir que además de al holgazán mi madre había traído al mundo al lujurioso y al romántico? No podía ver entonces que el holgazán sólo se salvaría con el auxilio de esos buenos aliados interiores, los únicos capaces de entenderlo y hacerle el día a medias soportable.

     Con el tiempo, ser una mala amistad de mis amigos oficialmente buenos me ha granjeado tanta confianza de su parte que ahora buscan el modo de explicar a sus cónyuges que están conmigo cada vez que se citan con sus secretarias o se embotellan solos en un table dance, mientras las buenas de sus esposas pretenden que les creen para a su vez gozar de otros privilegios, y por su parte la mala amistad se desvela escribiendo para un virginal blog y escuchando un álbum de The Fratellis cuya mera portada delata su carácter licencioso. Los buenos hacen, el malo teoriza. Por eso, entre otras cosas, sé que muy a menudo las malas amistades son mejores amigas de los buenos tratos, y ello explica que desde aquellos años de mudo frenesí mostrase más respeto por el vago que me enseñaba a empuñar con firmeza el taco de billar que por el profesor que me quería ver empezando a aprender inglés de nuevo. ¿Quién, a su vez, me respetaba más?

     -Ten cuidado con esas mujeres, no vayan a hacerte algo -me prevenía mi abuela cuando salía solo y por la noche de su casa, en cuya cercanía se apostaban algunas chicas de la so-called mala vida.

     -¿Con qué dinero? -le respondía entonces, buscando esos regaños de rutina que ella tampoco se tomaba en serio.

     -¿Vas a ir, papacito? -preguntaban las damiselas a mi paso, haciendo gala de ese trato atento que las chicas de bien raramente dominan. Yo soñaba en secreto con tener una amiga del mal llamado gremio horizontal, pero temía que once materias reprobadas no fuesen suficientes para acreditarme ante tamañas malas amistades, cuyas caricias se cotizaban en el equivalente a veinte revistas galantes.

     -Las malas amistades -sentenciaban, girando la cabeza y apretando los labios, esos mismos maestros que antes me habían nombrado El Peor del Instituto. ¿Cuáles podían ser mis malas amistades, si por mi nombramiento académico era el único a salvo de ese peligro? ¿Los inocentes vagos del billar, que no me daban más que consejos técnicos?

     -Si tuvieras algún problema sexual, me puedes preguntar sin ninguna vergüenza -me aconsejó una vez el profesor de matemáticas, con idéntica dosis de vergüenza, luego de prevenirme contra las malas amistades de siempre y reafirmar mi íntima desconfianza en las intachables. "Ten cuidado con gente como tú", parecía recomendarme el profesor. Evidentemente, nada le habría desconsolado más que ver a sus alumnos prevenidos contra gente como él.

-Sagrado Corazón de Jesús... -musitaba el maestro de matemáticas al comenzar la clase.

     -...en vos confío -replicaba el rebaño en voz bien alta, con excepción de algunos reprobables.

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17 de diciembre de 2007
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Atentados entintados

Escribir textos cortos en un procesador se parece a nadar en una alberca olímpica. Sabe uno cuánto avanza, cuál es el camino y en dónde termina. Se nada en línea recta a lo largo de cualquier múltiplo de cincuenta metros. Habrá quien se ahogue, pero no quien se pierda. Incluso leo al pie del archivo que recién he llegado a la palabra número sesenta y ocho, y de antemano sé que muy difícilmente pasaré de ochocientas. Y ya. Me iré a dormir con el trabajo terminado y cierta paz de espíritu, que ya no estará ahí cuando despierte, presa de un cosquilla matinal similar a la que sentía cuando niño durante las vacaciones en la playa. Por la mañana se abren los ojos ya con cierta premura por correr a la playa y meterse en el mar.

Si he de dar mi versión personal del mar, creo que nadar en él se parece a escribir un texto de dimensión incierta con pluma fuente y meses o años por delante. Se avanza lerdamente, o así parece. Hasta donde recuerdo, podía dar decenas de brazadas y patalear rabiosamente hacia adelante, que al detenerme y sacar la cabeza observaba con fatigado desconsuelo que el hotel no se había movido. Nadaba entonces ya sin mirar a la playa, asumiendo que me iba la vida en ello, hasta que un chico rato después llegaba a mi destino con las piernas temblonas por el esfuerzo. En la mañana, cuando me levante, lo haré creyendo que la historia se me ahoga y tengo que nadar para salvarla.

Cuando ese arduo texto que se perpetra durante meses o años pertenece al dominio de la ficción, la sensación es similar a un naufragio. No se sabe hacia dónde nadar, ni hasta cuándo, ni si servirá de algo. La pluma fuente que más me acompaña tiene forma de submarino y en el punto el dibujo de una escafandra. Una carga completa de tinta suele durarle en torno a las seis páginas, tras lo cual es preciso ir en busca del tintero y probar el deleite inenarrable de llenar el depósito hasta el tope. Reconocer el olor de la tinta. Limpiar el punto a mano limpia, mancharse por capricho redentor. Se puede teorizar por una vida en torno a una novela en proceso, que lo único que cuenta son las cuartillas emborronadas. Las manchas, las ampollas, la tinta en la botella, bajando de nivel.

El nivel de la fe no suele subir solo. Por eso, cuando salto de clavado hacia el cuaderno constelado de garrapatas negras, pienso en la pluma como en una máquina de la más alta precisión, y así me aferro a ella como al timón del último Nautilus. No es por casualidad que en las lenguas romance precisamente el término romance sirve como sinónimo de novela, si ya su confección supone la aventura total de lanzarse a salvar lo insalvable. Romance, aventura, lenguaje, travesía: leemos o escribimos novelas para que estas palabras se nos hagan sinónimos. Para creer y, a veces, ser creídos.

Ciertos días, cuando llega la hora de sacar la herramienta de su estuche, recuerdo esas películas donde la cámara se recrea en los preparativos rituales del francotirador. Aunque luego ya el juego se haga más parecido al del cirujano -rompe uno mucho menos de lo que remienda- me divierte pensar en la pluma fuente como un fusil de tinta con mira telescópica. O quizás un arpón submarino a la caza de páginas en blanco. Intentar, atentar, entintar: en este juego, son los tres sinónimos.

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13 de diciembre de 2007
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Síndrome de Bergerac

Tenemos héroes y no los entendemos. No dejamos siquiera que sean quienes son, pues más nos acomoda que se ajusten a nuestra expectativa. Al enemigo, en cambio, se le dedica más respeto y atención, no sea que nos agarre desprevenidos. ¿Qué tiene, pues, de extraño que al momento de presentar batalla nos comportemos antes como el enemigo que como el prócer que oficialmente nos inspira? Deforma uno a sus héroes para poder meterlos en los propios zapatos. ¿Para qué voy a parecerme al héroe, cuando es tan cómodo hacerlo a él a mi exacta medida?

Cuando sin darme cuenta lo adopté como héroe romántico, dejé pasar en él lo que en un enemigo habría advertido al vuelo: primero que romántico, duelista, seductor o poeta, Cyrano de Bergerac es un acomplejado. Y amén de acomplejado es un cobarde. Seguir a un heróe así, me digo ahora, es hacer un enorme favor a tus enemigos, que no tendrán más que asomarse a la ventana para ver el color de tu ataúd. Pero eso no me lo imaginaba cuando creía que amor y escritura se atraían natural e irresistiblemente.

Soñaba así con escribir cartas definitivas, por cuya influencia el alma de la mujer querida caería en mis manos por puro efecto de gravedad. Cartas plenas de urgencia, pavor y sobresalto, que aguardarían en mi cajón durante meses o años antes de osar enviarlas a su destinataria. Al final lo hice menos de lo que lo planeé, con resultados que en su hora oscilaron entre la indiferencia y la catástrofe. Pero eso no fue todo, pues la influencia nefanda del necio narigudo me dió todas las armas para volverme un negro sentimental.

Se ha hecho ya un poco tarde para tratar el tema, borroso a estas alturas, pero luego de tres noches seguidas de bucear en oficios infumables, advierto en cada uno la sombra de unas napias. Hay alguien ahí dentro que le tiene pavor a las apuestas y encuentra confortable perder por elección, con la coartada del romanticismo. Al igual que su héroe pusilánime, no se atreve a apostar por sus pasiones. Al menos no en su nombre, ni a la luz del día.

Había pensado escribir estas líneas disfrazado de negro literario, hablando por los labios de un personaje que, a su vez, trabaja como negro literario. Odio decirlo así, pero es un personaje acomplejado. Su fuerza, incluso, nace de esos complejos. Si lo ponía a escribir en mi lugar, tal vez entendería un poco mejor el oficio frustrante de negro literario, y hasta la poca o nula vergüenza del negrero: ese fantoche guapo que paga, pone su nombre y se lanza a dar pláticas y entrevistas, sin siquiera temor a meter la pata. Pero no ha funcionado, mi personaje sufre de un complejo que de entrada le impide dar la cara en un blog. Mientras yo acabo de entender a mi héroe, sospecho que él prefiere ser negro entre los negros.

Si el auténtico autor es un "negro", ¿cómo cabría entonces llamar al falso? ¿"Blanco" literario? Eso sí que tendría que ocasionar complejos espantosos en el dueño oficial de las regalías. Quiero decir que yo me sentiría un imbécil, y encima de eso un mierda. Me vería en el espejo demasiado barato para creer algún día en mis palabras, y entonces me tendría por gentuza. No digo que así sean necesariamente los blancos literarios, pero mi apuesta está del otro lado de la mesa. Derrotar al Cyrano interior es tan fácil o tan difícil como apostar por la propia nariz, aun y en especial si en el espejo luce podrida y rebosante de mocos.

Una ficción que no osa apostar por sí misma no merece ni el rango de mentira. De ahí que aborrezcamos a esos escarabajos que se confortan remitiendo anónimos. No merecen un papel en la historia. Cualquier día, no obstante, desperta uno allí, convertido en la imagen viva de su peor enemigo. No hay que olvidar que el viejo héroe de la historia es un espadachín osado y avezado, por eso nunca acaba uno de vencerlo. Quiero decir que sabe que fue mi héroe, nunca va a perdonarme que lo haya convertido en mi enemigo, y desde entonces le siga los pasos como a todo villano en forma y regla.

No entiende uno a sus héroes. No queda tiempo, pues.

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12 de diciembre de 2007
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Trabajos indeseables: escribano

Como todos los hábitos criminales, el de escribano se contrae creyendo que la primera vez será la última. Mientras el publicista se rasca la panza buscando en las alturas tres o cuatro palabras que le paguen el mes en un plumazo, el escribano suda párrafo tras párrafo, sin bono de opinión ni derecho al capricho. Si acaso se le ocurre una extravagancia, capaz de darle al texto un chispazo de ingenio o alguna vida propia, y él se atreve a meterla en la propuesta -en lugar de ignorar por oficio los consejos de un ego sin ciudadanía-, lo probable será que el cliente no pase de ahí sin arrugar el ceño y hacer la corrección que, piensa, corresponde. Por eso jura uno que no volverá a hacerlo... aunque luego se alegre cuando le llaman para hacer el siguiente, como buen esquirol de sí mismo.

Si un publicista llega a cobrar miles de dólares por palabra, el trabajo del escribano se cotiza en palabras por dólar. Por eso, cuando luego de varias horas de pujar por plantar todas las necedades en su sitio, pone el último punto al guión para el video corporativo, le queda al escribano cuando menos la paz espiritual de haber sudado cada renglón del texto. Se siente fuerte, al fin, como el esclavo que logró derribar una secoya con la ayuda de un hacha mellada, pero de paso entiende que esa fortaleza sólo le servirá para seguir ganándose el grillete.

"Evangelistas", se les llama aquí a los escribanos de misivas y documentos diversos que laboran en la Plaza de Santo Domingo, si bien su verdadera fama proviene de la confección desenfrenada de cartas de amor, que sólo el diablo sabe cuántos mexicanitos han ayudado a traer al mundo. ¡Qué no daría un escribano honesto por vivir de narrar sobresaltos del alma y deshilar entuertos románticos! Pero como los escribanos honestos tienen pésima fama entre caseros, usureros y casaderas, no queda más que dar por válidos todos los argumentos del cliente y embarrarlos de una verosimilitud de plástico por la que nadie sino él apuesta. ¿Cómo dijo que quiere que le ponga?

¿Cree todo lo que escucha el auditorio de un video corporativo? Solamente si piensa que le conviene. Y eso es lo que uno tiene que conseguir con las cursilerías que va concatenando. Hay que hablar del progreso, del México pujante del siglo XXI, de la familia y los seres queridos. Y luego de los planes y estímulos y metas y proyectos y oportunidades, ojalá suficientes para que los espectadores hagan como que creen lo que fingen que escuchan, por esa conveniencia relativa, y en tanto inmencionable, que a la hora del cheque nos apandilla a todos en la misma crujía.

Jamás llegué a ver uno solo de los videos que aquellas parrafadas vergonzantes hicieron posibles. En cualquier caso todos se parecían. Eran tan chatos como podían ser, además de corporativamente correctos y con cierta frecuencia reminiscentes de algún aliento rancio de capataz. Si el cliente se gasta todo ese dineral en transmitir a sus empleados unos cuantos mensajes, es porque no le alcanza un memorándum. Y para eso precisa del escribano, que emparenta de lejos con el sicario y remeda un poquito al suicida, pues nada existe como la gritería vana para darse a perder lentamente el eco de la voz. O cuando menos eso es lo que se teme el escribano cada vez que lo alcanza la culpa de saberse poco más que un colaboracionista con pluma.

Aseguran los puros, ciertamente con más inquina que justicia, que el escribano precisa de bajarse los pantalones para cumplir su amargo cometido, como si cada cual pudiera materializar sus deyecciones con las extremidades inferiores a intachable cubierto. ¿Qué hace un escribano para librarse de los espectros chocarreros que su trabajo triste le va heredando? Lo mismito que cuando termina con uno de esos textos engañosos de escasas propiedades nutritivas: levantarse del trono, o en su caso del potro, jalar la cadena y esperar que allá afuera las rosas sigan vivas. No sin antes jurarse que no volverá a hacerlo.

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11 de diciembre de 2007
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Trabajos indeseables: publicista

 

 

Que tire la primera licencia sanitaria quien nunca haya intentado prostituirse. Y claro que se puede, pero es aún más cansado que pelear por dinero. Vende uno lo único que realmente le importa y le pagan con una minoría de papeles a los que encima trata como a sexosiervas. Hace años, cuando alguna señora mojigata hablaba con desdén de "las mujeres de la vida fácil", mi padre la contradecía con un cuestionamiento incontestable: ¿Fácil? ¡A ver, póngase usted!

No evita uno prostituirse porque sea decente, sino porque después sale más caro el caldo que las albóndigas. Hay una perversión autodenigratoria en la manía de menospreciar el propio trabajo, pero asimismo existe algún consuelo en derrochar lo que con él se gana. Durante el tiempo en que me prostituí haciendo comerciales, el dinero se fue siempre más pronto de lo que llegó. Además no cobraba salario, sino indemnización. Como si cada mes me atropellaran, o mi alma trabajara de cobaya en un laboratorio de esclavos freelance. Para ser mercenario, estaba en el hoyo.

No es fácil terminar de corromperse, pero así lo parece. Media un cinismo arduo en el apremio por deshacerse de los propios proyectos para venderle el resto del espíritu al diablo, por eso acaba uno contrayendo otra forma de cara dura, que consiste en fingir un profundo interés en las explicaciones del cliente. Los deja uno hablar y entusiasmarse, luego les dice lo que quieren oír, tan convincentemente como puede porque lo que más le urge es cobrar el dinero que ya se gastó. Cuando al fin está lista la campaña, le aligera pensar que nada es suyo, ni tiene otra importancia que la sobreviviencia. El cliente hace cambios que dan al traste con el concepto entero, pero uno igual se empeña en mostrar entusiasmo porque piensa que así llegará antes el cheque.

Otros se enorgullecen de sus campañas, tanto que las defienden y anhelan ser premiados en Nueva York, pero no era mi caso. Temía hasta la médula convertirme en un publicista exitoso, como se teme emparentar con Don Sata. Incluso hallaba una torcida satisfacción en perder un cliente, cual si al acontecer el desaguisado se abriera una ventana de esperanza. Si ya decidió uno vivir de prostituto por un tiempo, desea al menos no salir triunfante, ir por la calle y escuchar a los hijos de vecino murmurar: "Mira a ese publicista de tercera". Pero el fracaso peca de relativo, siempre llega la hora en que el cheque lo echa todo a perder.

Teóricamente es un oficio divertido, sobre todo si sueña uno con comerciales. Pero hacer comerciales y soñar con novelas es como descubrir los ojos de la ninfa y optar por las legañas de la bruja. Un despropósito ruidoso y preocupante para quien tiene escasa vocación de mercenario y la mala conciencia de sospecharse traidor a su causa. Suponiendo, eso sí, que tras tantos eslóganes malparidos aún quede vivo algo remotamente similar a una causa, un proyecto, una historia impaciente por ser contada.

Mal puedo arrepentirme, sin embargo. No hay mejores aliados para un narrador que los grandes obstáculos en el camino, aunque eso entonces no lo supiera. Prefería flagelarme, asumiendo que apenas un milagro me sacaría de ese trabajo prostibulario en el que me aterraba tanto destacar como encontrar cualquier forma de orgullo. Cada vez que un cliente me exigía cambiar a su gusto un nuevo párrafo, me miraba al espejo como una hetaira complaciente y más pronto que tarde me desentendía, puede que sólo para convencerme de que lo mío era la vida fácil.

Cuando junté la fuerza para salir de allí, me prometí solemnemente que nunca más haría un eslogan para un cliente. De ahí que ahora me sienta insultado cada que alguien me llama publicista, o siquiera ex publicista. ¿Quién, que no fuera un legendario forajido, querría ser por siempre reconocido de acuerdo a sus antecedentes judiciales? Una cosa es ser puta y otra que te reputen por las calles. Con el trabajo que cuesta quemar las naves, o en fin, prender fuego al burdel. Por eso luego digo entre colmillos, no sin algún aliento de beatitud reciente:¡Publicista, tu madre! Con todo mi respeto y un buen sueldo mediante.

 

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10 de diciembre de 2007
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Trabajos indeseables: banquero

 

 

Por más que intento hacer memoria e inventario, no consigo entender qué le veía de divertida a la oficina paterna. Era un sitio tedioso y antipático, en el noveno piso de un banco, donde a cada empleado le tocaba hacer cosas aburridísimas. Salíamos de la casa por ahí de las ocho de la mañana, "para llegar a tiempo a leer el periódico". Me parecía francamente extravagante que el jefe llegara media hora antes que el resto de los empleados de la Subdirección de Análisis Financiero. "Cuando seas grande vas a entenderlo...", me decía él llegando a la oficina, donde nos encerrábamos hasta casi las nueve, hora en la cual oficialmente me convertía en responsabilidad de las secretarias.

"No te muevas de aquí", ordenaba sin muchas esperanzas mi papá, y acto seguido me dejaba a solas en el privado, husmeando entre cajones, cajas y estanterías. Pero como todo era más bien gris -libros, informes, archiveros, memoranda, alteros de papeles con estados financieros ininteligibles-, terminaba escapándome a otras zonas del edificio donde, me temía, tarde o temprano acabaría trabajando. O sería tal vez que necesitaba seguir documentando mi rechazo a un futuro como experto en finanzas. Ya entonces, con diez años, no se me calentaban las monedas en el bolsillo. ¿Cómo iba yo a ser bueno para multiplicar aquello que no me molestaba ni en cuidar?

Hoy, que aún no sé cómo reparar este viejo agujero en la cartera, sigo encontrando alguna lujuria en faltarle al respeto al dinero. Que, dicho sea de paso, nunca se ha distinguido por respetuoso. Se le conoce, de hecho, por discriminante, corruptor y muy posesivo. Defecto, este último, imperdonable en un demonio que nos había prometido la libertad. Me recuerdo escuchando a mi padre hablando hasta el hartazgo de porcentajes, réditos, sobregiros y cientos de millones de pesos que minuto a minuto interrumpían un juego de ajedrez que llegaba a durar la mañana entera. ¿Y eso iba a ser mi vida, contar dinero ajeno? ¿Yo, que ni el mío cuento?

Eso es lo que al dinero más le molesta, que de entrada no acepte hacerme suyo para que él sea mío. Pero cómo, pues, si lo bonito es abusar de él. Derrocharlo de súbito, cuando más necesario se sentía, el cretino; o hasta alcanzarse la quijotería de rechazarlo cuando más se echa en falta, el mezquino. Que me perdonen sus postrados idólatras y lamesuelas, pero al dinero yo lo he visto amancebarse alegremente con gentuza de la más ríspida ralea, y a menudo amafiarse con ellos en pos de toda suerte de ruindades. Por eso, cuando llega, suelo tratarlo mal, para que no se piense indispensable. Una actitud fatal desde el punto de vista financiero, pero apremiante en el plano caballeresco.

Apuesto a que mi padre padece a estas alturas traumitas afines. El punto es que hasta hoy sólo hay un tema en torno al cual no acepta discutir, y éste es el del dinero. No sé si para bien, pero tampoco su hijo lo puede soportar. Finalmente prefiero verme estafado por una rata avarienta que peleando con ella en su territorio. Con lo cansado que es batallar en las cloacas. Cada noche, mi padre regresaba de la oficina echando pestes contra sus malquerientes del día, en aquel edificio donde sólo el servilismo incondicional era recompensado con relativa generosidad. Si es que vale elevar al rango de recompensa una compensación.

No sé si los demás subdirectores -especialmente aquellos llenos del entusiasmo administrativo dosteievskiano- llevarían a sus hijos a la oficina, pero al menos el mío me libró de crecer como un hijo de hetaira corporativa. Cuando llegó el momento de elegir carrera, la de eminencia financiera estaba de antemano descartada. Hacía tiempo ya que mi padre se dedicaba a otros negocios y detestaba a las finanzas junto a mí. Todo lo cual no evita que hasta hoy me provoque un amago de jaqueca la sola posibilidad de analizar un estado de cuenta. Es absurdo, y puede que hasta cursi, pero me hace ilusión ir por la vida como un analfabestia financiero. Qué puede uno ya hacerle, si como a todo el mundo para siempre le aterra lo que más temió ser.

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8 de diciembre de 2007
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Oficina de objetos y sujetos perdidos

Perder la compostura, los estribos, la razón, la inocencia, el estilo, el miedo, la vergüenza, la fe, la admiración, la vertical, el alma, el tiempo, la esperanza, la memoria, el sentido, la cabeza, la honra, la paciencia, las ganas, el cariño, el asco, el rastro, las creencias, las formas, el derecho, la gloria, el piso, el interés, los escrúpulos, la confianza, el rencor, la batalla, el respeto, la Perder la compostura, los estribos, la razón, la inocencia, el estilo, el miedo, la vergüenza, la fe, la admiración, la vertical, el alma, el tiempo, la esperanza, la memoria, el sentido, la cabeza, la honra, la paciencia, las ganas, el cariño, el asco, el rastro, las creencias, las formas, el derecho, la gloria, el piso, el interés, los escrúpulos, la confianza, el rencor, la batalla, el respeto, la discusión, la pasión, la ocasión, la visión, el hilo, la conciencia, el contacto, el pudor, el conocimiento, la curiosidad, la costumbre, el orgullo, el control, la objetividad, la pista, los complejos, la guerra, la estimación, el juicio, el resquemor, la ambición, la partida, la noción de perder.

Perder por condición, por karma, por knock out, por default, por penal, por muerte súbita, por sistema, por distracción, por años, por nada, por torpeza, por no dejar, por puntos, por la fatalidad, por coincidencia, por amor, por capricho, por un pelo, por una nariz, por lógica, por caridad, por suerte, por vanidad, por gusto, por descuido, por azar, por deporte, por regla, por vértigo, por celos, por cansancio, por hoy, por disciplina, por placer, por piedad, por coraje, por vicio, por principio, por trampas, por celos, por temor, porque sí, por idiota, por las prisas, por equis causa, por si las moscas, por amor al arte. Y perder por perder por perder por perder por perder, no faltaba más.

Perder al infinito, en espiral. Aprender a perder, perfeccionarse. Cargarse de razones para seguir perdiendo. Encontrarle a perder el lado romántico. Malograrse en secreto. Flagelarse en público. Boicotear sutilmente todo amago en sentido contrario. Rechazar con vehemencia la humillación de ser rescatado. Encontrar un orgullo en caminar de frente hacia el colapso. Creer al fin que así, perdiendo por perder, se logra cuando menos echarle en cara al mundo su desdén.

El de perder es un vicio sencillo y barato, cuyo torcido sex-appeal es para muchos tan inexplicable como el imán de la ruleta rusa. Perder por darle gusto a Narciso, que cual buen fan perdido se conforma con poco. Perder para poder colgarse la cómoda etiqueta de subterráneo vocacional. Perder sobre la mesa y ganar debajo de ella. Perder y extorsionar, jugar a ser el débil para así cobrar fuerza. Perder por estrategia, con las cartas marcadas. Perder con la avidez del ganador perpetuo. Perder pistola en mano, disparando.

A veces, de mañana, uno debe enfrentarse a un personaje que ha contraído el vicio de perder. Lo cual quiere decir perder con él y, si es posible, rescatarse a tiempo. Pensar: yo soy el narrador, ni modo que me muera a media historia. Usar el propio vicio como salvoconducto. A veces, sin embargo, me pitorreo de él, o hasta de todos ellos. Victimistas de mierda, les digo, pónganse a trabajar. Pero no me hacen caso, insisten en llevarme a su sepelio. Hoy el protagonista se puso en ese plan y lo dejé con la queja en la boca. Tanto trabajo para crear un pícaro y en la primera curva se me convierte en extorsionador moral. Le he dejado bien claro que no negocio con chantajistas, y acto seguido me largué a la calle.

Escaparse de una novela en proceso es tan fácil como vender al amor de tu vida en un mercado de esclavos, pero eso no lo saben los personajes. De pronto necesito que se miren hundidos y a solas, y se aterren. Después correr, nadar, bucear tras ellos, traerlos de regreso e insuflarles aliento a golpes en el tórax. Cuando los veo moverse, respiro junto a ellos. Me entrego entonces a contar o contarme, con mal disimulada desesperación, otro pedazo de su historia perdida. Para ver si así tienen algo que perder.

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6 de diciembre de 2007
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Palabras en penumbra

Creo firmemente que las condiciones en las que uno escribe determinan también la forma de lo escrito. Nunca será lo mismo escibir con teclado electrónico que en uno mecánico, ni hacerlo echando mano de la pluma fuente que de un procesador de palabras. El ritmo es diferente, tanto como la percepción del espacio y la manera de abusar de él, entre otros ingredientes poco o nada tangibles. Lo mismo pasa durante las distintas horas del día o la noche, una cosa son los fantasmas tímidos de una tarde nublada y otra muy diferente los demonios que llegan detrás del crepúsculo. Me horroriza la idea de tener que escribir una novela de noche, cuando el tiempo es elástico y campea una inquietante sed de abismo.

De noche es más sencillo destruir, como que uno se arrima fácilmente a los límites. Ya solamente el timbre del teléfono -inesperado después de las once, extravagante pasadas las tres, asesino a partir de las cinco- constituye un evento perturbador, por no hablar de cada una de las especies, casi todas escasamente fotogénicas y de hecho espantosas, que tradicionalmente merodean la noche, cuando las sombras crecen y cualquier ratoncillo nos arrebata el sueño. Lo abstracto cobra forma y dimensión, lo concreto se pierde entre las sombras. Las librerías deberían incluir un estante dedicado a la escritura nocturna. Cualquiera sabe para qué quiere un libro hecho de noche. Dirían las abuelas: para nada bueno.

De día se da uno lujo de albergar toda suerte de ideas constructivas; de noche, en cambio, las guapas son las abismales. Ideas crudas y ácidas, que no obstante a la vuelta de algunas horas de sueño quedarán listas para cocinarse al sol. Pero uno a veces las consume de noche, al tanto de que entonces son tóxicas y contraproducentes. Puedo ejercer algún control dictatorial sobre las parrafadas diurnas -que suelen ser alegres, despreocupadas y optimistas- que las nocturnas nunca aceptarían, toda vez que son broncas y voluntariosas como un toro reacio a ser cabalgado.

Puedo contar con la lealtad del mediodía y esperar razonablemente un cierto porcentaje a mi favor de mañanas y tardes soleadas, pero la noche suele mudar de opinión. Hoy se alía con el romance, mañana con el desengaño, la semana que viene con el dolor de muelas. Pero uno así la quiere, y hasta se cuelga de ella para apelar a instancias tan remotas como las invocadas por Rita Ribeiro con tal de contraer el sortilegio ansiado y lanzarse a escribir macumba abajo, abriendo de repente las puertas que no debe por el puro placer de desafiarse.

Las palabras no suelen ser inocentes, ni inofensivas. Menos aún cuando las pronunciamos bajo el sortilegio ancho de la noche, creyendo ingenuamente que su huella se borrará con el arribo protector del alba. Menudean los guiños de la luna que el sol es incapaz de descifrar, tanto como esos ecos que se nos alejan con el solo propósito de regresar después, como el vampiro vuelve por el cuello querido. "Oigo ruidos", solía gritar de niño, a media madrugada, cuando me despertaba temiendo que viniera el hombre lobo por mí. Hoy día escribo alimentando la esperanza de que disculpe aquellos despropósitos y acuda a los llamados de mis palabras. Con lo ocupado que andará, el pobre.

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5 de diciembre de 2007
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No toques esa caja

Hace unos días recibí de regalo, como parte de cierta promoción navideña, una bonita caja de herramientas. Como a veces sucede en estos casos, alcancé a ver en ello una señal. Si no entendía mal, tenía ante mí la oportunidad de poner algo de orden en la casa. Empeño comparable a conseguir que una gallina ponga huevos de tortuga, pero uno se entusiasma con esas cosas. Cuando menos podría colgar un par de cuadros, pero claro, había que encontrar antes los clavos. Del taladro ni hablar, cada vez que lo uso hago de la pared un paredón. Si expidieran licencias para usar herramientas y mediara un examen para obtenerlas, algunos seguiríamos apretando tornillos con monedas.

Todavía no logro entender qué clase de tranquilidad me da poseer un taladro, ni cuándo o cómo voy un día a usar las decenas de herramientas que vienen con la caja. Lo ideal sería quizás que no usara ninguna, pues cuando menos una de cada dos veces termino destruyendo aquello que me había propuesto componer. Ya a los catorce años, cada vez que tenía que cambiar la llanta de la moto, terminaba con dos o tres piezas sobrantes, mismas que iba guardando en una caja, por lo que se pudiera ofrecer. Hasta el día en que no supe reinstalar los frenos y terminé estrellado en la puerta de un coche.

Siempre admiré a los niños que eran capaces de armar y pintar pieza por pieza cochecitos y aviones de plástico, y hasta llegué a compadecer a los ingenuos que me regalaban modelos para armar, mismos que con alguna suerte armaba mi padre, que a pinzas y taladros les habla en su idioma. Lo intenté algunas veces, con dos resultados, a saber: piezas perdidas y mal pegadas, niño mareado y vomitando. Me enfermaba el olor del pegamento, no servía para vicioso precoz. Y si llegaba a abrir un frasco de pintura, de seguro la alfombra jamás lo olvidaría.

Preferiría no relatar ahora los estropicios ocasionados con la ayuda de mi juego de química, una vez que aprendí que el azufre mezclado con carbón y clorato de potasio podía convertirse en pólvora. Baste decir que esos antecedentes me previenen contra el manejo de cualquier sustancia que no sea la tinta o una herramienta diferente a la pluma fuente. Y de armas ni hablemos, podría suicidarme con una pistola de aire, o cortarme una vena mientras parto el queso. No digo que no pueda llegar a hacerlo bien, pero temo que me interesa poco. Siempre admiré a los niños que se interesaban por lo que había dentro de una televisión, aunque tampoco tanto para ser uno de ellos. Lo mío es trasroscar tornillos y armar cortos circuitos.

Si tan sólo supiera manejar el cautín como muevo el control remoto de un videojuego, ya me habría aventurado a soldar el toallero del baño, pero la sola idea de manejar una herramienta cuya punta está al rojo vivo me hace temer la posibilidad de salir tuerto del osado lance. Pero se ven tan bien las herramientas, nuevecitas, formadas dentro de la caja, que de pronto regresa aquel mensaje redentor, según el cual podría, si me diera la gana, montar en la pared una estantería. Sin que quedara chueca, ni se cayera nada que estuviera encima. Esto es, sin que nadie pudiera darse cuenta que era yo quien la había instalado. Poseer una caja de herramientas es una forma de creer a ciegas que puedo hacer lo que jamás haré.

Podría conectar una televisión a doce diferentes aparatos, mientras no sea preciso agujerar la pared. A veces, mientras duermo, sueño que toda la maquinaria del mundo está en manos de gente con mis habilidades mecánicas. Nada explica, por tanto, que siga funcionando, ni garantiza que lo hará mañana. Cirujanos que operan igual que yo atornillo, rascacielos construidos con mi destreza al mando del taladro, pirómanos metidos a bomberos. ¿Quién me asegura que no está todo así? Despierto y ahí está la caja de herramientas. Algo me dice que mientras esté nueva el mundo seguirá en su lugar.

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4 de diciembre de 2007
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Al inicio de un lunes abstinente

Paso los días posteriores a la FIL entre la catatonia y la catalepsia. Duele verse de vuelta en la rutina, sin el tremendo lobby por escenario y aquel guión divertido que tomaba lo excepcional por cotidiano. Bajo, pues, hasta la cocina, como quien hace un esfuerzo titánico, bendiciendo a los canes porque sin ellos no tendría a quién saludar. Los saludo de beso, además, como corresponde a las familias plenamente funcionales. Afortunadamente no vamos a misa. 

Conozco dos maneras de salir de este estado lamentable. Una es vivir activamente un gran romance, la otra consiste en sentarse a escribir. Y en fin, que aquí estoy ya, cuesta arriba del limbo hacia la realidad de las palabras. Ante los numerosos problemas técnicos que suponía declarar al Hilton de Guadalajara república independiente y soberana, me exilio de regreso en la recámara por cuyo balcón entra ese sol invernal que suele quemar más de lo que calienta. ¿Quién dijo que un huraño regular no podía sufrir los rigores del síndrome de abstinencia social? 

Vivo en un espacio del más puro desinterés social, e incluso de interés antisocial. Mi ventana mira hacia una barranca de la cual sólo suelen venir el canto de los pájaros, el zumbido del viento y los ladridos de los perros vecinos, que noche a noche se confabulan con los de aquí para brindar cantatas destempladas y entrañables. La calle está detrás de una doble reja, por la que sólo pasan vecinos, invitados y repartidores. Equivale a vivir escondido, agazapado en una orilla de la realidad desde la cual parece aún más necesario reinventarla. Que es lo que estoy tratando de hacer aquí, en Tetelpan, San Ángel, ciudad de México, al comienzo de un lunes sin tequilas ni piñas coladas ni carcajadas largas a deshoras. 

/upload/fotos/blogs_entradas/voto_chavez.jpgCinco de la mañana del lunes. Según parece, Chávez y su SS-XXI perdieron en las urnas una suerte de intento de fujimorazo. Con todo ese armamento a su disposición, bien podría despertarse tentado a dar el fidelazo final. De repente, los lunes se parecen a una emisión de ocho horas de Aló Presidente. Largos, huecos, tiránicos, imponen el imperio del cuartel sobre la libertad de los instintos. Si un jueves cualquier cosa puede pasar, el lunes sólo importa lo que debe pasar. Ahora mismo, no pocos infelices prenden la luz y dejan las sábanas calientes con el humor del presidente Chávez luego del referendo perdido. Quién tuviera una fábrica de Kaláshnikovs... 

Hay un cierto placer voluntarioso en la manía de escribir a deshoras. Es como darle un golpe de estado al lunes, subvirtiendo de entrada la rutina con la que pretendía extorsionarme. "La columna diaria es la tumba del novelista", me advirtió hace unos días Arturo Pérez-Reverte, y le he dicho que me defiendo de eso habitando esta especie de doble vida que me tiene de noche en un hogar y de mañana en otro, sin llegar más allá del balcón (cuando ya pega el sol y al fin trabajo a mano, como en los días de escuela). 

No es fácil, sin embargo, despertar al novelista, que encuentra toda suerte de pretextos para tenderse tieso, la pluma en una mano y el cuaderno en la otra, frente al sol. Entre la catatonia y la catalepsia. Supongo que así me veían los profesores cada vez que me daba por fugarme virtualmente del aula sin siquiera el pretexto de estar escribiendo. El novelista no despierta; resucita. Y eso cuesta trabajo, finalmente. 

Lo resucité el sábado, a empujones. Contaba ya con el poder corruptor de Guadalajara, de modo que empujé con todas mis fuerzas para pasar de la segunda página. Y tal vez todo esto no sea sino el manifiesto del novelista, que desde su trinchera matinal reafirma a gritos la resurrección de su carne. Sé que este blog sería más alegre si me entregara a la vida social, pero he aquí que el narrador ha vuelto de la tumba para imponer el putsch que le devuelve poderes especiales sobre mis actos por tiempo indefinido. Las seis de la mañana: de aquí al próximo ocaso, el inquilino transilvano reclama su sarcófago. Blog out.

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3 de diciembre de 2007
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El Boomeran(g)
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