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Síndrome de Bergerac

Por 12 de diciembre de 2007 Sin comentarios

Xavier Velasco

Tenemos héroes y no los entendemos. No dejamos siquiera que sean quienes son, pues más nos acomoda que se ajusten a nuestra expectativa. Al enemigo, en cambio, se le dedica más respeto y atención, no sea que nos agarre desprevenidos. ¿Qué tiene, pues, de extraño que al momento de presentar batalla nos comportemos antes como el enemigo que como el prócer que oficialmente nos inspira? Deforma uno a sus héroes para poder meterlos en los propios zapatos. ¿Para qué voy a parecerme al héroe, cuando es tan cómodo hacerlo a él a mi exacta medida?

Cuando sin darme cuenta lo adopté como héroe romántico, dejé pasar en él lo que en un enemigo habría advertido al vuelo: primero que romántico, duelista, seductor o poeta, Cyrano de Bergerac es un acomplejado. Y amén de acomplejado es un cobarde. Seguir a un heróe así, me digo ahora, es hacer un enorme favor a tus enemigos, que no tendrán más que asomarse a la ventana para ver el color de tu ataúd. Pero eso no me lo imaginaba cuando creía que amor y escritura se atraían natural e irresistiblemente.

Soñaba así con escribir cartas definitivas, por cuya influencia el alma de la mujer querida caería en mis manos por puro efecto de gravedad. Cartas plenas de urgencia, pavor y sobresalto, que aguardarían en mi cajón durante meses o años antes de osar enviarlas a su destinataria. Al final lo hice menos de lo que lo planeé, con resultados que en su hora oscilaron entre la indiferencia y la catástrofe. Pero eso no fue todo, pues la influencia nefanda del necio narigudo me dió todas las armas para volverme un negro sentimental.

Se ha hecho ya un poco tarde para tratar el tema, borroso a estas alturas, pero luego de tres noches seguidas de bucear en oficios infumables, advierto en cada uno la sombra de unas napias. Hay alguien ahí dentro que le tiene pavor a las apuestas y encuentra confortable perder por elección, con la coartada del romanticismo. Al igual que su héroe pusilánime, no se atreve a apostar por sus pasiones. Al menos no en su nombre, ni a la luz del día.

Había pensado escribir estas líneas disfrazado de negro literario, hablando por los labios de un personaje que, a su vez, trabaja como negro literario. Odio decirlo así, pero es un personaje acomplejado. Su fuerza, incluso, nace de esos complejos. Si lo ponía a escribir en mi lugar, tal vez entendería un poco mejor el oficio frustrante de negro literario, y hasta la poca o nula vergüenza del negrero: ese fantoche guapo que paga, pone su nombre y se lanza a dar pláticas y entrevistas, sin siquiera temor a meter la pata. Pero no ha funcionado, mi personaje sufre de un complejo que de entrada le impide dar la cara en un blog. Mientras yo acabo de entender a mi héroe, sospecho que él prefiere ser negro entre los negros.

Si el auténtico autor es un "negro", ¿cómo cabría entonces llamar al falso? ¿"Blanco" literario? Eso sí que tendría que ocasionar complejos espantosos en el dueño oficial de las regalías. Quiero decir que yo me sentiría un imbécil, y encima de eso un mierda. Me vería en el espejo demasiado barato para creer algún día en mis palabras, y entonces me tendría por gentuza. No digo que así sean necesariamente los blancos literarios, pero mi apuesta está del otro lado de la mesa. Derrotar al Cyrano interior es tan fácil o tan difícil como apostar por la propia nariz, aun y en especial si en el espejo luce podrida y rebosante de mocos.

Una ficción que no osa apostar por sí misma no merece ni el rango de mentira. De ahí que aborrezcamos a esos escarabajos que se confortan remitiendo anónimos. No merecen un papel en la historia. Cualquier día, no obstante, desperta uno allí, convertido en la imagen viva de su peor enemigo. No hay que olvidar que el viejo héroe de la historia es un espadachín osado y avezado, por eso nunca acaba uno de vencerlo. Quiero decir que sabe que fue mi héroe, nunca va a perdonarme que lo haya convertido en mi enemigo, y desde entonces le siga los pasos como a todo villano en forma y regla.

No entiende uno a sus héroes. No queda tiempo, pues.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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