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Escrito por

Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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«Un bal masqué…» (2)

"Sin embargo no me paso por la cabeza expresarle (al "disfrazado" d'Argencourt) mi admiración por la extraordinaria imagen que ofrecía... En los bastidores del teatro, o en un baile de disfraces, se haya uno más bien inclinado, por cortesía, a exagerar la dificultad, casi a afirmar la imposibilidad, en la que uno se encuentra de reconocer a la persona disfrazada. Aquí, por el contrario, una suerte de instinto me indicaba que convenía disimular todo lo posible esa dificultad; me hacía presentir que no habría nada en ello de elogioso porque la transformación no era deseada, y me advertía finalmente, cosa a la que no había pensado al entrar en este salón, que toda fiesta, por sencilla que sea, cuando tiene lugar largo tiempo después de haber abandonado la vida mundana, y por poco que hayan sido conocidas antaño las personas que allí se reúnen, produce el efecto de una fiesta de disfraces, la más lograda de las posibles, aquella en la que uno se halla realmente mayormente ‘intrigado' por los demás, y en la que esas imágenes que desde hace tiempo las personas han ido configurando involuntariamente no se dejan borrar, a diferencia de los simples maquillajes, una vez que la fiesta ha transcurrido.¿Intrigado por los otros? Desgraciadamente intrigando también uno mismo a los demás. Pues la misma dificultad que yo tenía para situar el nombre conveniente sobre los rostros, parecía compartida por todas las personas que, al percibir el mío, no reparaban más en él que si no lo hubieran visto nunca, o intentaban extraer del aspecto actual un recuerdo diferente." (922-923)

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12 de septiembre de 2008
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«Un bal masqué» o «Las edades de la vida»

Muchas son las veces que he evocado y trascrito aquí páginas de la Recherhe de Marcel Proust, en algunas de las cuales he intentado encontrar el embrión de una suerte de ética. Como no debo dar por supuesto que todo el mundo ha leído este libro, auténticamente de culto, voy a hacer una corta presentación, seguida de una traducción en castellano de algunos de los párrafos más tremendos.

El primer acto de la Recherche tiene como escenario la localidad ficticia de Combray en las orillas del río Loira y los paseos del Narrador en los aledaños, hasta las postrimerías de la casa de Swann, personaje emblemático de la obra. Pero en la Recherche hay un episodio cronológicamente ulterior que posee sin embargo anterioridad lógica, constituyendo el auténtico prólogo de una hipotética puesta en escena visual. El primer cuadro de este prólogo nos presenta al narrador descendiendo las escaleras que desde la biblioteca desembocan en el salón de un palacete parisino en el que su propietario, el Príncipe de Guermantes, recibe a sus invitados. El conjunto de estos constituye el núcleo protagonista del gran relato que, junto a Combray, tiene entre los múltiples horizontes la localidad atlántica de Balbec o Venecia, pero también ese París donde la fiesta fundamental transcurre.

Es necesario avanzar algo sobre el estado de ánimo del Narrador en el momento que nos ocupa. El caso es que momentos antes había vivido una singular peripecia que se halla en el origen de la gestación de la Recherche, y que parecía llamada a determinar el contenido de la obra. Pues resulta que, por entrar distraídamente en el patio del palacete, no se había percibido de la presencia de un coche que se le echaba encima. Intentando evitar el atropello, el Narrador posa el pie sobre un adoquín desnivelado con respecto a su contiguo y, prodi­giosamente, el Narrador reconoce inmediatamente un singular tipo de vivencia psicológica, en todo punto análoga a la afección que, años atrás, le había producido la degustación de una magdalena mojada en té. De inmediato se descubre una primera modalidad de razón común entre ambos episodios, a saber, una nota de repetición: reminiscencia (anamnesis) de una peripecia de su infancia en Combray en el primer caso, reminiscencia de una impresión ligada al baptisterio de San Marco en el segundo. Obviamente he de volver más adelante sobre estos episodios tan vinculados (el primero de ellos sobre todo) a la imagen digamos popularizada de Marcel Proust. Baste por el momento señalar que este episodio genera en el Narrador un poderoso sentimiento de su destino literario y del cual habría de ser el contenido de la obra a realizar. Este sentimiento queda reforzado por la evocación de precedentes de escritores (Gerard de Nerval, Chateaubriand, Baudelaire) en los que también tendrían enorme peso vivencias análogas a la suya propia:

"Iba a intentar acordarme de las piezas de Beaudelaire en base a las cuales hay también una sensación trasportada, para acabar de inscribirme en una filiación tan noble, y obtener la seguridad de que la obra que ya no tenía duda de que emprendería merecía el esfuerzo que iba a consagrarle." (920 En adelante la numeración remite a la edición francesa de la Pléiade. Salvo que esté explicito se trata del tercer tomo.)

Y, sin embargo, algo provocará un radical viraje en el proyecto, viraje que convertirá a la Recherche en una obra descriptiva, fenomenológi­ca o literaria, lo cual no significa que, de mantenerse el impulso originario, el resultado hubiera sido una reflexión filosófica sobre la temporalidad y la per­cepción (de hecho, una de las riquezas del libro es que este aspecto reflexivo no está excluido -ocupa decenas de páginas-, sino integrado en la narración como una suerte de contrapunto del pathos propio del arte). Lo que hubiera significado la fidelidad del Narrador al proyecto originario es algo que intentaré aventurar algo más adelante, avanzando desde ahora que en lugar de una narración hubiéramos tenido quizás un largo poemario, privado de anclaje representativo.

En cualquier caso, ese cambio respecto a los contenidos de la tarea a efectuar precisamente cuanto más convencido está el Narrador de su misión, es consecuencia del estupor provocado por la visión del espectáculo que ofrecía el salón de los Guermantes. Pues resulta que las personas allí reunidas han sufrido una radical modificación, hasta el extremo de que el Narrador tiene la impresión de que la anunciada matinée constituía en realidad un baile de disfraces, carácter éste del que por error no se le ha­bía informado. Sorprendentemente, sin embargo, a nadie parece chocar lo habitual de su propia vestimenta, y ello le hace sos­pechar que, inadvertidamente, él también se ha disfrazado:

"...al llegar a la base de la escalera que descendía de la biblioteca, me encontré de repente en el gran salón y en medio de una fiesta que iba a parecerme bien diferente de aquellas a las que había asistido en otros tiempos, e iba a revestir para mí un aspecto particular y tomar un sentido nuevo. En efecto, desde que entré en el gran salón, aunque siguiera manteniendo firmemente y sin alteraciones el proyecto que acababa de realizar, se produjo un efecto escénico que conllevaba la más grave objeción que pudiera hacerse a mi proyectada empresa. Objeción que, sin duda, lograría superar, pero que, mientras continuaba reflexionando interiormente sobre las condiciones de la obra de arte, iba, por el ejemplo cien veces repetido de la consideración mayormente susceptible de hacerme vacilar, a interrumpir en todo momento mi razonamiento.

"De entrada no entendía porque me costaba reconocer al señor de la casa o a los invitados, y porque todo el mundo parecía haberse ‘arreglado el rostro', por lo general empolvándolo, de una forma que los cambiaba totalmente. El príncipe de Guermantes, en los saludos de recepción, mantenía ese aire campechano de un rey de cuento de hadas que había apercibido en él la primera vez, pero en esta ocasión, pareciendo someterse él mismo a la etiqueta que hubiera impuesto a sus invitados, se había adornado con una barba blanca (sus bigotes también eran blancos, como si hubiera permanecido en ellos el hielo del bosque de Pulgarcito; parecía que ahora molestaran en aquella boca rígida, y una vez obtenido el efecto teatral deseado hubiera debido quitárselos. *El paréntesis es una nota adjunta*) y arrastrando a sus pies, lastrados por ellas, como unas suelas de plomo, parecía que representaba el papel de una de las ‘Edades de la Vida'. A decir verdad sólo lo reconocí mediante la ayuda de un razonamiento y concluyendo a la identidad de la persona a partir de la similitud de ciertos rasgos. En cuanto al bueno de Fezenac, no se lo que se había puesto en la cara, pero mientras que otros se habían limitado a blanquear o bien la mitad de la barba, o bien tan sólo los bigotes, él, indiferente a estos matices de tinte, había encontrado el modo de cubrir su piel de arrugas, sus cejas de pelos erizados; el artificio sin embargo no parecía convenirle, su rostro parecía haberse endurecido, bronceado, mostrándose más solemne, y todo ello le envejecía de tal modo que ya en absoluto cabría referirse a él como a un joven. Mayor fue aun mi extrañeza cuando oí que trataban como duque de Chatellerault a un viejecito con bigotes plateados de embajador, en quien sólo un atisbo de la mirada me permitió reconocer al joven que había encontrado una vez en que visitaba a Madame Villeparisis. Ante la primera persona que había logrado identificar, intentando hacer abstracción del disfraz y completando los rasgos que permanecían naturales mediante un esfuerzo memorístico, mi primer pensamiento hubiera debido ser, y lo fue quizás una fracción de segundo, el de felicitarla por haberse tan maravillosamente cubierto de muecas, de tal forma que, antes de reconocerla, se tenía la sensación que los grandes actores, al mostrarse en un papel que les hace diferentes de si mismos, producen en el publico que, aunque ya prevenido por el programa, permanece un instante estupefacto, antes de estallar en aplausos.

"Pero, desde este punto de vista, el más extraordinario de todos era mi personal enemigo Monsieur d'Argencourt, el verdadero descubrimiento de la matinée. No sólo, en lugar de su barba apenas adornada, se había recubierto de una extraordinaria barba de una blancura inverosímil, sino que (hasta tal punto pequeños cambios materiales pueden rebajar o agrandar un personaje, y más aún cambiar su carácter aparente, su personalidad) sólo un viejo mendigo que no inspiraba respeto alguno era ahora este hombre, cuya solemnidad y rigidez impostada estaban aun presentes en mis recuerdos, lo que confería a su personaje de viejo gagá una verdad tal que los rasgos flácidos de su imagen, generalmente altiva, no cesaban de sonreír con una estúpida beatitud. Llevado a este extremo, el arte del travestimento se convierte en algo más, en una completa transformación de la personalidad. En efecto, detalles menores me daban testimonio de que era efectivamente Argencourt quien estaba dando este espectáculo inenarrable y pintoresco, y sin embargo ¡cuántos estados sucesivos de un rostro sería necesario atravesar si quería reencontrar el del Argencourt que yo había conocido y que era tan diferente de sí mismo, aunque no tuviera a su disposición más que su propio cuerpo! Era sin duda el punto más extremo al que este cuerpo podía conducirle sin por ello reventar; el rostro más orgulloso, el torso más desafiante, eran ahora tan sólo un harapo grasiento que el viento desplazaba de aquí y de allí..." (920-923.)

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11 de septiembre de 2008
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El aceite en la sentina

Aludía días atrás al auténtico contrapunto de la figura de Ahab que constituye Starbuck, el segundo de a bordo. Ya hacia el final del relato ambos hombres se reúnen en la cabina. Transcribo aquí lo esencial de su diálogo.

"- ...Lo que se consigue tras veinte mil millas de navegación, vale la pena conservarlo, capitán.

- Así es, así es; si efectivamente llegamos a conseguirlo

- Hablaba del aceite en la sentina, capitán.

- Y yo no hablaba en absoluto de tal cosa ¡Fuera! Deja que se desperdicie. Yo mismo estoy haciendo aguas. ¡Sí!, pérdidas tras pérdidas; no sólo hay en mí barriles agujereados, sino que esos barriles agujereados están en un barco que también lo está; y, hombre, esa es una situación mucho peor que la de nuestro barco el Pequod. Pero no pierdo tiempo en taponar la vía de agua; pues, ¿quién puede encontrarla bajo la carga de un casco abarrotado, o como esperar taponarla, caso de encontrarla, en la galerna aullante de esta vida? ¡Starbuck¡ No voy a izar los Burtons.

- ¿Qué dirán los propietarios, capitán?

- Deja que los propietarios en la playa de Nantucket se pongan a gritar más fuerte que los tifones. ¿Qué le importa a Ahab? ¿Propietarios, Propietarios? Siempre me estás sermoneando, Starbuck, invocando a esos tacaños de propietarios, como si fueran mi conciencia. Pero mira, el único propietario verdadero de algo es su jefe; y escucha, mi conciencia está en la quilla de este barco. ¡A cubierta¡"

No, los propietarios no son la conciencia de Ahab. Si Bulkington parecía responder a una insatisfacción en la infinitud, que le llevaba a entrever un enemigo en la costa, el hogar y la sucesión previsible de los días, para Ahab el peligro se vislumbra en la disposición de ese subordinado que recuerda severamente la necesidad de asunción de la ley; la necesidad de apartar a la nave de su objetivo crepuscular y devolverla a la persecución de ballenas sin nombre, cuyo aceite ha de ser destinado a alimentar los candiles de seres reconciliados en "el amor a su patria, a la naturaleza, a su familia".

Mas aun en su locura Ahab percibe con lucidez que tal reconciliación es ilusoria y que tales seres obedecen en última instancia a un Señor confundido con ese "dinero de los armadores", que Starbuck (internamente escindido, pues acabará pidiendo a los hombres que sigan a Ahab en su destino) se siente obligado a evoca ante su capitán.

Ahab, como Bulkington parece temer más a la mentira respecto a lo inevitable que a lo inevitable mismo, y como tal mentira parece empapar tantas veces lo que es cotidianeidad y mesura, sólo en lo desmesurado ve dignidad y destino abierto. Starbuck constituye realmente el contrapunto de Ahab, pero ni el uno ni el otro (un hombre presa del desvarío por un lado y un conservador pusilánime por otro) nos dirían realmente nada si no hicieran parte de la urdimbre que el relato constituye, si Ismael no hubiera estado allí "para contarlo".

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10 de septiembre de 2008
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La narración y la vida

La emoción que el relato de Melville produce viene de ese sentimiento de que, por perdidos que estemos en los dilemas y querellas de una cotidianeidad artificiosa y muy a menudo construida como parapeto, lo esencial reside en muy pocas cosas, entre las cuales cuenta la confrontación elemental de los hombres con la naturaleza -emblemáticamente encarnada por los marineros del Pequod- y el imperativo ético de no ser vencido por sí mismo; imperativo presente tanto en la desconfianza de Bulkington ante las promesas de la costa a sotavento, como en la resistencia de Ahab por trascender la misión -aportar grasa de ballena para las lámparas de los hogares- encomendada por los armadores, en la aceptación de la nueva misión por sus hombres ( desde el más reticente, el Segundo Starbuck, al Queeqeeg que se sabe ya muerto), mas también en la inclinación de Ismael a reencontrar el mar, y sobre todo en su lucidez respecto a la causa final de su supervivencia:

Queeqeeg lanza los dados que cifran su destino y al constatar que la combinación surgida anuncia su muerte se abisma en sí mismo y ya no volverá a pronunciar una sola palabra, mas el ataúd que construye preservará -como hemos visto- al único destinado a hablar cabalmente, a quien tiene como destino el dar cuenta de la historia.

Pues contarlo, y contarlo tan bien como Ismael lo hace, es algo que ayuda a redescubrir lo que ningún ser de razón hubiera debido nunca haber olvidado, a saber, que sin narración no habría habido vida propiamente humana y, en consecuencia, que si no hacemos de nuestra vida trama de un excelente relato estamos sencillamente repudiando nuestro origen.

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8 de septiembre de 2008
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Memorias sin epitafio

Los lectores de Moby Dick, mas también los que han visto aquella excelente película que realizara John Huston hace ya medio siglo, quedan atrapados desde el primer momento por las palabras de Ismael, quien vincula su deseo de escapar de tierra firme al hecho de que la vida se ha convertido para él en un brumoso noviembre. En lugar, nos dice, de arrojarse como Catón sobre su espada, Ismael busca en los puertos de mar un modo de redención, un nuevo destino, que como el de Starbuck (el segundo de a bordo), Bulkington (suerte de embarcación azotada por el temporal y para la que la costa rocosa, promesa de reencuentro con "todo lo que es caro a nuestra existencia mortal", constituye el peligro mayor) y demás tripulantes del Pequod quedará sellado por la obsesión trágica de Ahab. Sin embargo, algo muy importante distingue a Ismael de los demás, a saber, el hecho de que Ismael sobrevive. Sobrevive gracias al ataúd que, al tener premonición de su propia muerte, había construido para sí el arponero Queequeg y que, en la calma de las aguas que sigue al Apocalipsis, la suerte ofrece a Ismael como balsa flotante. No obstante, Ismael no se equivoca sobre cómo interpretar esta condición de único superviviente; sabe ahora cuál era realmente el contenido del nuevo destino que buscaba, destino que se confunde con una misión: Ismael ha sido preservado "tan sólo para contarlo".

Contar no es, en efecto, una actividad contingente, que el hombre vendría o no a realizar según se lo permitieran o no las vicisitudes serias de la vida. Pues contadas o narradas vienen a ser para el hombre, en un momento esencial de su desarrollo, todas las cosas que configuran el mundo. Si el mundo apareció por vez primera bañado en palabras, justo es que Ismael sienta como tarea destinal el redimir por la palabra la humana pulsión que atormenta a Ahab y que, imponiéndose sobre toda exigencia movida por el interés social o la exigencia animal de conservación, le lleva a sacrificar, junto a la suya propia, la vida de sus hombres.

A modo de ilustración presento aquí el capítulo 23 de Moby Dick, que bajo el título The Lee Shore (la costa a sotavento, o la costa-refugio) se dedica en exclusiva al personaje de Bulkington. Me permito recordar, como único comentario, que esta página fue hasta el fin de sus días referencia ética para mi entrañable amigo el filósofo Ferran Lobo, quien la citaba en la sobria versión realizada por el poeta italiano Cesare Pavese.

/upload/fotos/blogs_entradas/moby_dick_1_med.jpg"Algunos capítulos atrás hablé de Bulkington, un marinero de larga estatura que estaba recién desembarcado y que encontré en la posada en la que me albergué en New Bedford. Pues bien: en aquella gélida noche invernal, mientras la proa del Pequod rasgaba las olas amenazantes del océano, ¡ quién veían mis ojos sino a Bulkington¡, de pie ante el timón.

"Contemplé con mezcla de amistoso respeto y de temor al hombre que, en el rigor del invierno, y que apenas había tocado tierra tras un peligroso viaje de cuatro años, volvía, sin darse un reposo, a la aventura de un nuevo periodo de navegación. La tierra parecía arder bajo sus pies. Las cosas maravillosas son siempre inenarrables; los recuerdos profundos no producen epitafios; este corto capítulo es el memorial sin lápida de Bulkington. Básteme decir que le ocurría a Bulkington lo que al buque míseramente sacudido por la tormenta a lo largo de la costa a sotavento. El puerto le ofrece socorro; el puerto es acogedor; en el puerto hay seguridad, confort, calor de hogar, cena apetitosa, amigos, todo cuanto es caro a nuestra existencia mortal. Pero en la tormenta, el puerto, la tierra, es para el barco el más directo enemigo. El barco debe huir de su hospitalidad, puesto que si su proa tan sólo llegara a rozar la costa, se destrozaría por entero. Así, hará lo imposible por tender sus velas hacia mar abierto, y huirá de los vientos que le conducirían a la costa acogedora; busca de nuevo la agitación de un mar desamparado, pues, en la tormenta, tras el refugio se cierne el peligro, su único amigo es su más acerbo enemigo.

"¿Conocéis ahora la especie de los Bulkington? Os parecerá entonces vislumbrar esta mortal e intolerable verdad: que todo pensamiento profundo y severo no es sino el intrépido esfuerzo del alma por mantener la abierta independencia de su propio mar, mientras que los más furiosos vientos del cielo y de la tierra conspiran por arrastrarla hacia la orilla traidora y servil.

"Pero sólo en la soledad del mar sin orilla reside la verdad más alta, tan in-acotada e indefinida como el mismo Hacedor: antes perecer en esta infinitud que ser arrastrado sin gloria a sotavento, ¡incluso aunque la salvación resida en ello¡ Pues,¿quién quisiera, como un gusano, arrastrarse cobardemente hacia la tierra? ¡Terror de los terrores¡ ¿Será vana toda esta agonía¡ ¡Coraje Bulkington, coraje¡ ¡Mantente inexorable, semidiós! Pues de la espuma de tu mar oceánica, indomable, emerge tu apoteosis."

 

(Some chapters back, one Bulkington was spoken of, a tall, new-landed mariner, encountered in New Bedford at the inn.

When on that shivering winter's night, the Pequod thrust her vindictive bows into the cold malicious waves, who should I see standing at her helm but Bulkington! I looked with sympathetic awe and fearfulness upon the man, who in mid-winter just landed from a four years' dangerous voyage, could so unrestingly push off again for still another tempestuous term. The land seemed scorching to his feet. Wonderfullest things are ever the unmentionable; deep memories yield no epitaphs; this six-inch chapter is the stoneless grave of Bulkington. Let me only say that it fared with him as with the storm-tossed ship, that miserably drives along the leeward land. The port would fain give succor; the port is pitiful; in the port is safety, comfort, hearthstone, supper, warm blankets, friends, all that's kind to our mortalities. But in that gale, the port, the land, is that ship's direst jeopardy; she must fly all hospitality; one touch of land, though it but graze the keel, would make her shudder through and through. With all her might she crowds all sail off shore; in so doing, fights 'gainst the very winds that fain would blow her homeward; seeks all the lashed sea's landlessness again; for refuge's sake forlornly rushing into peril; her only friend her bitterest foe!

Know ye, now, Bulkington? Glimpses do ye seem to see of that mortally intolerable truth; that all deep, earnest thinking is but the intrepid effort of the soul to keep the open independence of her sea; while the wildest winds of heaven and earth conspire to cast her on the treacherous, slavish shore?

But as in landlessness alone resides the highest truth, shoreless, indefinite as God - so, better is it to perish in that howling infinite, than be ingloriously dashed upon the lee, even if that were safety! For worm-like, then, oh! who would craven crawl to land! Terrors of the terrible! is all this agony so vain? Take heart, take heart, O Bulkington! Bear thee grimly, demigod! Up from the spray of thy ocean-perishing - straight up, leaps thy apotheosis!)

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5 de septiembre de 2008
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Ser cabalmente artista… ser cabalmente filósofo

Si la filosofía tiene pretensiones de universalidad, si se aspira a la "filosofía como educadora de la humanidad" (título general de un congreso de filósofos del mundo entero celebrado hace ocho años en Boston), entonces es imprescindible preguntarse por qué la filosofía se halla tan lastimeramente ausente en la educación básica y en la formación general de los ciudadanos. Aristóteles pretendía que la disposición filosófica era la propia de los hombres libres. Mas entonces, la ausencia de tal disposición en la inmensa mayoría de los ciudadanos constituye un índice de la ausencia de libertad efectiva. Educar a la humanidad a través de la filosofía equivaldría a fertilizar en cada ser humano el conjunto de las potencialidades que como ser de razón la caracterizan frente a las demás especies animales, equivaldría simplemente a ayudarle a realizar su humanidad.

En esta perspectiva, replantearse hoy el problema de la filosofía implica por describir (¡y denunciar!) las condiciones sociales que hacen que para la inmensa mayoría de la población decir que la filosofía les concierne suena meramente a sarcasmo. El asunto es tan claro como esto: la única posibilidad de que la filosofía deje de ser una práctica reducida a una élite intelectual (mayormente ubicada en los países llamados de occidente), la única forma de que cada ser humano sea educado en familiaridad con las interrogaciones filosóficas que le conciernen es que previamente se establezcan las bases sociales para ello.

Lo que precede está formulado precisamente desde la filosofía, lo cual implica que la filosofía es intrínsicamente militante, llama a la subversión de todo orden social no legitimador como mero corolario de reivindicarse a sí misma. Mas precisamente porque toda lengua es salva veritate intercambiable con toda otra a la hora de expresar determinaciones conceptuales, precisamente porque toda lengua (y a través de ella todo país donde tal lengua se hable) ha de enriquecerse con las interrogaciones universales de la filosofía, desconfío radicalmente de la idea de una filosofía que tuviera características nacionales, incluso características vinculadas a una lengua. La idea de una filosofía de alguna manera patriótica, como la de una filosofía popular, pervierte en sí misma el concepto de filosofía. La filosofía puede servir a un pueblo (contribuyendo a esa educación cabal a la que antes me refería) y puede recoger los valores de una patria universal (la Francia de la Revolución simplemente), pero sólo lo hará permaneciendo fiel a sí misma, siendo cabalmente filosofía.

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4 de septiembre de 2008
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Esterilidad moral del arte fallido

Desde el inicio de la guerra el señor Barrès había dicho que el artista (Tiziano para el caso) ante todo ha de servir la gloria de su patria. Mas sólo puede servirla permaneciendo cabalmente artista, es decir, bajo la condición de, en el momento en el que estudia estas leyes, instituye estas experiencias y hace estos descubrimientos tan delicados como aquellos de la ciencia, no pensar en otra cosa- ya se trate de la patria- que a la verdad que se halla ante él...La anatomía no es quizás lo que elegiría un alma sensible, si hubiera elección. No es la bondad de su alma virtuosa, bondad que era muy grande, lo que hizo a Choderlos de Laclos escribir les Liaisons dangereuses, ni su gusto por la burguesía, pequeña o grande, que llevó a Flaubert a elegir los temas de Madame Bovary o de L'Éducation sentimentale (A la Récherche... La Pléiade 3, p. 888).

Decir que el arte es intrínsecamente ético no excluye por supuesto que el punto de arranque, el peldaño el que la aspiración artística toma impulso, sea una exigencia de denuncia. Obviamente la conmoción ante el mal y la intención de denunciarlo están en el origen de la construcción del Guernica. Mas si el resultado artístico hubiera sido mediocre la propia denuncia moral hubiera sido inoperante y hubiera muerto por inanición. Lo que realmente tiene, como corolario, peso moral es el arte mismo. Pues la mera aspiración a ser realizado incluye la connotación de ser compartido y ello no es posible más que en la emergencia, ya sea fugitiva, de un momento de interparidad... en la libertad. Sí, el arte quiere la libertad de los seres humanos porque se quiere a sí mismo. Ello ocurre con todas las grandes construcciones del espíritu. Daré mañana el ejemplo de la filosofía.

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3 de septiembre de 2008
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Lo intrínsecamente ético del arte

Todos hemos tenido en alguna ocasión el sentimiento de que la experiencia artística (sea creativa o receptiva) en algún registro literalmente redime. Por atroces que sean las condiciones materiales y espirituales, en un universo donde desechos humanos se ven abocados a rapiñar al que se muestre más débil que uno mismo, en esas atmósferas en las que el gran Dostoievski sitúa sus Raskolnikov, un acto de creación (una frase musical verídica o la propia página de Dostoievski), que afectara a tales sombras de la condición humana, revelaría en ellas un rescoldo de lo que un día constituyeron, rescoldo susceptible de ser vivificado precisamente bajo modalidad de exigencia de fraternidad.

En la obra de arte o en presencia de lo inmundo, precisamente porque no hay objeto que medie, que sea garante de su legitimidad, el acuerdo entre dos sujetos (el sentimiento compartido de sublimidad o repugnancia) es verdadero descubrimiento del otro. Tesis kantiana que abre una vía a la intelección de la potencialidad ética del arte, de su función redentora, a la que antes hacía referencia. Pues el otro que comparte la obra de arte aparece intrínsicamente como interpar (interpar por ejemplo en la emoción provocada por la nota belcantista). Y una nostalgia de tal interparidad, una nostalgia de la libre, entera, exaltada y trágica condición humana es el motor de toda exigencia ética.

Quizá no sea cierto que, al no encontrar su derrota, los hombres se hallen "condenados a ser libres", pero sí es cierto que hay hombres afortunados para quienes páginas análogas a las evocadas de La Bruyère han conducido efectivamente a una pasión por la libertad. Conocida es la valoración por Marx de la obra del conservador Balzac, cuyas descripciones implacables consideraba mucho más subversivas que las del socialista Zola, tan llenas de intenciones samaritanas.

No se trata en ello de una cuestión de mayor o menor realismo, entendido como adecuación a una verdad social objetiva (en tal registro ambas obras son quizás equivalentes). Se trata más bien de una cuestión de veracidad: el hecho de que Balzac se atenga a las leyes estrictas de la narración sin añadidos tendientes a mostrar los buenos sentimientos del autor es mucho más moral precisamente porque es rigurosamente artístico.

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2 de septiembre de 2008
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Las intenciones no cuentan

No hay referencia ética o estética sagradas a las cuales el trabajo y la creación deban adecuarse. La tarea, el esfuerzo, la lucha por trascender la pereza, la inercia y la costumbre, todas ellas vinculadas a esa alienación que el ego constituye... esa superación constituye la primera condición de posibilidad de la obra de arte y ha de erigirse en primer imperativo, imperativo del cual, a modo de corolario, resulta una legitimidad moral.

Delicado asunto, desde luego, para todos aquellos que estamos convencidos de la imposibilidad de compartimentar la apuesta por la realización plena del espíritu humano. En base a la convicción griega de que el hombre sólo puede actualizar su esencia en el marco de la pólis, pensar en la realización a través de la obra de arte exige pensar en la dignidad del marco social en el que tal obra se despliega. Esta es la base de lo que se ha dado en llamar arte comprometido. Y desde Los fusilamientos del dos de mayo al Guernica, pasando por Fidelio hay ejemplos admirables de tal exigencia.

Mas ha de quedar claro que el compromiso del arte no puede efectuarse a expensas del arte mismo. La obra de arte comprometida es, en primer lugar, obra de arte. En términos kantianos: lo que pertenece al registro de la Facultad de Juzgar no puede ser ventilado en el registro de la Razón Práctica. Y en otros términos: nada más grotesco que el artista que encubre su pereza o su impotencia con las buenas intenciones. Pero lo que aquí nos está indicando el Narrador va más allá, y lo abordaré mañana.

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1 de septiembre de 2008
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La auténtica buena acción

El artista ha de servir ciertamente a sus semejantes, pero tan sólo puede hacerlo permaneciendo artista. Pues del verdadero fruto se alimenta la comunidad aun sin saberlo. Aquel que proclama el carácter ético de sus motivaciones creadoras es comparable al fariseo que loa su propia since­ridad. Al igual que la auténtica buena acción, el verdadero arte es ético sin proclamarlo, forjándose en el silencio:

"Sentía que no debía preocuparme de diversas teorías literarias que me habían durante un tiempo creado inquietud- concretamente las desarrolladas por la crítica durante el affaire Dreyfus, retomadas durante la guerra, y que en general tendían a ‘sacar al artista de su torre de marfil', a que tratara de temas no frívolos ni sentimentales, sino descriptivos de grandes movimientos obreros o, en su defecto, grandes masas, en cualquier caso nunca insignificantes ociosos...De hecho, incluso antes de discutir su contenido lógico, tales teorías me parecían denotar en quienes las sostenían una prueba de inferioridad, como un niño realmente bien educado que escuchando en la casa en la  es invitado a personas que dicen ‘nosotros no nos andamos con remilgos, hablamos con franqueza', siente que ello denota una calidad moral inferior a la buena acción pura y simple que no dice nada. El verdadero arte nada tiene que ver con proclamaciones de este tipo y se realiza en silencio." (La Pléiade 3 p. 881.)

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29 de agosto de 2008
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