Víctor Gómez Pin
Evocaba ayer la confianza de André Malraux en la potencialidad redentora de la obra de arte. Tal confianza es en realidad lo más natural, si a la naturaleza humana nos estamos refiriendo, y lo sorprendente es que pueda llegar a perderse. La cosa es muy sencilla. El propietario de sólido establecimiento comercial, su contable que alcanza a vivir sin estrecheces, el laborioso pequeño industrial, el profesional de la medicina o la notaría… todos esos honorables miembros de una sociedad fabril, o ya post-fabril, encuentran coartada espiritual para sus vidas, acudiendo el domingo por la tarde al teatro de Hannover, Barcelona o Rouen, a una representación de Tristán e Isolda, y sienten elevarse la autoestima cuando su delicada hija, recogiéndose con un poemario de Gerard de Nerval o de Josep Carné, baña en tal atmósfera espiritual el propio hogar. Pues bien:
La figura del ser humano que ellos representan, no podría doblar así su universo de referencias, no podría jugar de esta manera a redimirse de un destino que en algún registro considera poco exaltante, si en Wagner y Gerard de Nerval no hubiera realmente algo terrible y profundo, algo que da la posibilidad de escucha y de emoción. Emoción no exactamente para el yo resultado de una educación que hace encontrar honorables, y hasta virtuosas, actividades sociales que a menudo encubren la mera rapiña (y que, entre otras cosas, reducen el arte a mero valor) sino para ese aspecto de uno mismo que, en las circunstancias moral y espiritualmente más penosas, es muestra de la presencia en cada uno de la exigencia de humanidad. Y precisamente porque esta exigencia de reencontrar nuestra humanidad no ha llegado a ser erradicada, la obra de arte puede llegar a ser un sorprendente espejo, revelador de una realidad tan propia y profunda como desconocida.