La luz en la palabra, tal es la metáfora con la que mi amigo Alberto Zedda, musicólogo eminente, intentaba designar la modalidad de uso del verbo que es razón común de manifestaciones tan diversas como la poesía, el coro trágico, el canto gregoriano, el canto bizantino... modalidad de uso del verbo que, a través de la Camerata dei Bardi florentina y Monteverdi, vendría a desembocar en la ópera. Alberto Zedda se refiere obviamente a esa auténtica transfiguración que las palabras parecen experimentar cuando integran los rasgos propios de la música, hasta hacerse indisociables de la misma. Pero, de tener algún sentido la conjetura de que en el origen la música es nota consubstancial a la palabra (musica ex linguae, en la expresión de Agustín García Calvo), la referida luz no sería sino índice de que la palabra que se escucha es eco de la palabra prístina.
La luz en la palabra es quizás lo que falta cuando experimentamos una suerte de nivelación por lo bajo y, en consecuencia, cualquier dificultad (desde un pérdida esencial hasta la más convencional frustración) proporciona la excusa para decirse que todo es vano. Cuenta, sin duda el sentimiento de la decadencia biológica, el sentimiento de que, aun de ser cierto que el lenguaje subvierte la vida, tiene anclaje en ésta y en consecuencia el deterioro celular lo perturba, como perturba toda otra dimensión de nuestro ser. Corolario sería que al hallarnos diezmados por el tiempo y ser ya imposible que la palabra perdure en su agilidad, es ya también imposible que guarde potencialidad de hacernos sentir diferentes en el seno de los seres naturales y animados.
La literatura es, desde luego, algo tan innecesario que su simple existencia confiere una suerte de respaldo a la idea de que, en definitiva, la vida propia o ajena, y también las vicisitudes por las que ésta atraviesa, bien pudieran ser un mero peldaño: una apoyatura para la construcción de algo que, teniendo sostén en la vida, va más allá de las reglas de ésta. De esta utilización y casi explotación de las vicisitudes dan cuenta los textos de la Recherche proustiana relativos al ser humano como marcado por la imposibilidad de vincularse sin sufrir, y al hecho de asumir esta ausencia de armonía, como condición de posibilidad de la obra. Las obras, nos dice el Narrador, son como los pozos artesianos, que se elevan en proporción a la capacidad de profundización en el dolor. Si esta subversión de la inmediatez ha sido experimentada alguna vez como destino propio del ser cabalmente humano, entonces, la mera constatación de que flaquean las fuerzas para tal proyecto puede abocar a la percepción de la vida como algo carente de finalidad.
