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Escrito por

Víctor Gómez Pin

Victor Gómez Pin se trasladó muy joven a París, iniciando en la Sorbona  estudios de Filosofía hasta el grado de  Doctor de Estado, con una tesis sobre el orden aristotélico.  Tras años de docencia en la universidad  de Dijon,  la Universidad del País Vasco (UPV- EHU) le  confió la cátedra de Filosofía.  Desde 1993 es Catedrático de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), actualmente con estatuto de Emérito. Autor de más de treinta  libros y multiplicidad de artículos, intenta desde hace largos años replantear los viejos problemas ontológicos de los pensadores griegos a la luz del pensamiento actual, interrogándose en concreto  sobre las implicaciones que para el concepto heredado de naturaleza tienen ciertas disciplinas científicas contemporáneas. Esta preocupación le llevó a promover la creación del International Ontology Congress, en cuyo comité científico figuran, junto a filósofos, eminentes científicos y cuyas ediciones bienales han venido realizándose, desde hace un cuarto de siglo, bajo el Patrocinio de la UNESCO. Ha sido Visiting Professor, investigador  y conferenciante en diferentes universidades, entre otras la Venice International University, la Universidad Federal de Rio de Janeiro, la ENS de París, la Université Paris-Diderot, el Queen's College de la CUNY o la Universidad de Santiago. Ha recibido los premios Anagrama y Espasa de Ensayo  y  en 2009 el "Premio Internazionale Per Venezia" del Istituto Veneto di Scienze, Lettere ed Arti. Es miembro numerario de Jakiunde (Academia  de  las Ciencias, de las Artes y de las Letras). En junio de 2015 fue investido Doctor Honoris Causa por la Universidad del País Vasco.

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¿Verdadero juicio final o nueva versión del juicio final de siempre?

Lo que José Lázaro pone de manifiesto es la inevitable sospecha de que, tras las tentativas de erigir la actividad del espíritu en absoluto, la pretensión-tratándose de la literatura- de "escapar a las contingencias del tiempo en una metáfora" se escondería  simplemente el pavor a la finitud, y la imposibilidad de asumirla con entereza, que lleva nombre precisamente de religión.

Sospecha ciertamente inevitable que atraviesa en muchos momentos al propio Narrador de la Recherche, y que sólo puede ser superada si efectivamente la vida del espíritu se revela aunar tanto la asunción lúcida de nuestra condición finita como el sentimiento de lo relativo de tal destino, precisamente porque la propia fuerza del despliegue de las potencialidades del lenguaje, sea en forma de concepto sea en forma de creación artística hace que nuestra finitud no sea lo último.

Decía en mi borrador que bajo el prisma de la lectura de la Recherche, tanto los cuerpos de los humanos como  sus  almas moldeadas por las convenciones y las costumbres, jugarían  en relación al lenguaje un papel análogo al de los recipientes en relación al líquido que contienen. Sin ellos, el líquido ciertamente se desparramaría, mas reconocer lo imprescindible de la función del vaso no ha de suponer la inversión de jerarquía consistente en estimar que el vaso mismo es lo que cuenta en realidad. Dudar de esta potencia de las palabras deja la puerta abierta al nihilismo:

Cuando el perezoso Narrador de la Recherche proustiana se encuentra embargado por el sentimiento de la trivialidad del lenguaje y la indigencia de la literatura, encuentra para seguir anclado en las falsas preocupaciones (de hecho mera escapatoria) de la existencia social, la coartada  absoluta: «no merece la pena, me dije, renunciar a la vida mundana, dado que el tan traído y llevado trabajo, postergado desde hace tanto tiempo al día siguiente, no es algo para lo que yo sea apto, y quizás ni siquiera corresponde a realidad de ningún tipo» Si la Literatura no corresponde a realidad de ningún tipo, ¿Por qué habría el Stephen Dedalus de Joyce al que atrás me refería, de entregarse a ella?

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22 de junio de 2010
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Cuando entregarse al arte no tendría más peso que el refugio en Dios

Retomo el hilo:

El proyecto de subordinación de las inclinaciones de la subjetividad a las leyes impuestas por el pensamiento y el lenguaje, y concretamente la legislación sobre el alma de los expedientes del lenguaje poético y narrativo, provocaba en mi amigo José Lázaro la sospecha de que podría tratarse de un nuevo refugio en lo imaginario, de un nuevo artilugio para el ser pusilánime, o llanamente cobarde, incapaz de asumir con entereza su condición finita; podría en suma tratarse de un equivalente de la religión. Esta interrogación es absolutamente pertinente:

 No se trata de predicar la singularidad de la aparición del lenguaje en la historia evolutiva, y la imposibilidad de reducirlo a un código que simplemente bastaría para ayudar a la subsistencia. Se trata de que esta novedad radical que el lenguaje supondría en relación a la vida, en relación a los seres que son sistemas abiertos sometidos al segundo principio de la termodinámica, sometidos pues a la cifra del cambio destructor... se trata, digo, de que el páthos de tal singularidad sea realmente lo que en acto legisla, lo que se impone en un determinado aquí y ahora. De no ser así estaríamos en efecto una vez más en el caso de una promesa  eternamente diferida, razón por lo cual no sólo cabe efectivamente sospechar de la misma, sino que estamos obligados - por dignidad- a hacerlo. Aunque si la dignidad del hombre pasa por no aceptar consuelo a costa del juicio, el hecho mismo de que surja ese imperativo de dignidad significaría ya que en el hombre hay algo irreducible, que efectivamente, el hacerse verbo de la carne marca un abismal antes y después en la historia evolutiva.

 La sospecha sobre que realmente sea así remite a una desconfianza sobre lo singular de nuestra naturaleza, sobre el grado realmente subversivo de lo que supuso en el seno de la vida y de los códigos de señales animales la aparición del lenguaje. Apostar a que el lenguaje relativice el peso de la inevitable finitud, sería entonces como apostar que lo haga Dios.

Desazonante idea, que conduciría afirmar que el héroe de A Portrait of the Artist as a Young Man, ese Stephen Dedalus,  más o menos espejo de James Joyce, hubiera podido perfectamente seguir anclado en sus problemas de conciencia y sentimiento de suciedad en razón del pecado  carnal; hubiera podido seguir en esa turbia modalidad de confrontación consigo mismo consistente en resistir a la tentación; hubiera- al salir victorioso- debido seguir el destino que para él traza la Compañía de Jesús y abrazar la orden...Pues obviamente una falacia análoga encerraría su propósito de llegar a ser un poeta que una decisión de entregarse  a Dios.

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17 de junio de 2010
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¿Verdadero juicio final?

Interpreto  la interrogación de José Lázaro: la tendencia difícilmente superable a erigir algún edificio que sea refugio y consuelo ¿no encontraría sofisticada expresión en la consideración del arte y en particular de la escritura como- según la expresión de Proust- "verdadero juicio final?

 Marcel Proust afirma explícitamente, en relación a la teoría literaria, que un libro - y cabría decir en general la obra de arte- es el resultado de una dimensión de la personalidad que nada tendría  que ver con la que se muestra en sociedad, la cual está determinada por las costumbres, las manías y, en ocasiones, las perversiones o vicios.  Y todo indica que sólo en el momento en que adopta la resolución de escribir la Recherche, esta personalidad profunda, de ordinario encubierta por una identidad convencional, más o menos vacua y más o menos narcisista, está realmente aflorando e imponiéndose.

 En cualquier caso el autor quiso que los lectores tuviéramos la impresión de una decisión ascética, análoga en intensidad (en modo alguno en coincidencia de causa) a la que determina la actitud mística, y sobre todo, quiso que los lectores nos hiciéramos partícipes de la disposición ética que ello implica. Por ello, en el borrador de texto que ofrecí a leer a José Lazaro enfatizaba  la presentación que el Narrador (héroe principal de la Recherche y más o menos identificable al propio escritor- como más o menos el Stephen Dedalus  de Portrait of the Artist as a Young Man es  identificable a Joyce) hace de sí mismo como un frecuentador de ambientes mundanos, tan brillantes como a veces frívolos y esnobs, que, cuando finalmente se decide a escribir, lamenta emprender su tarea "en vísperas de la muerte y sin saber nada de mi oficio"

Escribía en el  borrador sobre Marcel Proust enviado a José Lázaro que la determinación es entonces brutal, y ponía como ejemplo el siguiente párrafo en el que el  Narrador  en relación a cuál sería su actitud en el caso de que conocidos o amigos le importunaran mientras estuviera entregado a su tarea:

"Ciertamente, tenía la intención de volver, desde el día siguiente, a vivir en soledad. No toleraría visita alguna en los momentos de trabajo, pues el de­ber de realizar mi obra tenía primacía sobre el de la amabilidad, e incluso el de la bondad. Sin duda insistirían, ellos que no me habían visto desde tanto tiempo atrás, ahora que me habían recobrado y creyéndome sano, vendrían a verme, cuando la tarea de su jornada o de su vida se había acabado o interrumpido (...) Mas tendría el valor de responder (...) que tenía, en relación a cosas esenciales, respecto a las cuales era imprescindible que fuera informado sin retraso alguno, una cita urgente, capital, conmigo mismo(...) Y sin embargo, al haber poca  relación entre nuestro yo verdadero y el otro, en razón del homonimato y el cuerpo común a ambos, la abnegación que nos hace sacrificar los deberes más fáciles, incluso los placeres, a los demás les parece egoísmo" (IV, 563-564)

Párrafos como éste provocarían por así decirlo la sospecha de José Lázaro. Seguiré ahondando en la misma.

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15 de junio de 2010
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¿Auténtica alma de los ateos?

Durante un tiempo este blog se fue alimentando de una reflexión sobre la función de la escritura, concentrada en la obra de Marcel Proust. Recientemente mi amigo José Lázaro (últimamente  convertido en polo dialéctico de las tesis que voy avanzando) tuvo ocasión de leer el texto en el que sistematizaba lo aquí expuesto, y en una carta reciente me escribe:

"Hay una simetría muy curiosa entre lo que has venido ahora desarrollando sobre Proust y lo que exponías en un libro anterior tuyo El hombre, un animal singular. Allí desarrollabas de forma sistemática la tesis teórica de la naturaleza esencialmente lingüística del ser humano. Ahora parece que  apuntas a demostrarla  de forma práctica a través del análisis del caso Proust. De ese tema proustiano de la palabra redentora  me inquieta  sobre todo un punto: el ejercicio de renuncia ascética que el creador/narrador realiza, apartándose tanto de la frivolidad social como incluso de los afectos humanos, para ponerse por completo al servicio del lenguaje, ¿no puede quizá llegar a confundirse con una negación de lo real inmediato a cambio de algo trascendente de carácter... religioso? Una alienación de lo sensible a cambio de un orden fantasmático. ¿No correremos el riesgo de convertir el lenguaje en la auténtica alma de los ateos?

Efectivamente el Narrador  de La Recherche  proustianase refiere en muchas  ocasiones a un extraño sentimiento de dicha, que no sería  en definitiva otra cosa que la manifestación de que, en un momento dado, ha habido simplemente suerte: esa suerte consistente en que, cualesquiera que sean las vicisitudes por las que atravesamos, la palabra discurre libremente a través de las mismas, se sirve de ellas para fortalecerse y, como simple corolario, hace que nos reconciliemos hasta con las más duras causas de dolor, empezando por el sentimiento de finitud. A este Marcel Proust se dirigirían directamente las objeciones de José Lazaro. Intentaré en los próximos días responder con textos del propio Proust. Pero como muchos son los narradores y poetas que han experimentado tal dicha y en razón  de idéntica causa, en razón de que sienten en ellos que la palabra prima, avanzaré hoy unos párrafos de uno de los indiscutiblemente grandes:

¡Bous Stephanoumenos ¡ ¡Bous Stephaneforos¡

El héroe de Joyce siente que, como resultado de la frase que acaba de pronunciar interiormente ("a day of dappled seaborne clouds"), el día, la entera escena natural que contempla  y la frase misma se fundan en un acorde. Se apercibe entonces  de que,  más  aún que los matices de narración y color, impacta  en las palabras  el aplomo, el equilibrio, la rítmica ascensión y caída de las mismas... Entonces Stephan Dedalus, oye su nombre extrañamente asociado a la lengua griega y tiene la certeza de su destino:  

" -¡Stephanos Dedalos!  ¡Bous Stephanoumenos ¡ ¡Bous Stephaneforos¡[...] Ahora más que nunca  su extraño nombre  le parecía profético [...] creía sentir  el sonido de tenues olas y ver una alada forma que las  sobrevolaba, alzándose lentamente en el aire [...] ¿Se trataba de una profecía sobre la tarea para la que había nacido, perseguida oscuramente a través de las brumas de su infancia y adolescencia, un símbolo del artista que, una vez más,  en su taller, venciendo la inerte materia de la tierra, forja un nuevo, sublime, impalpable e imperecedero bien?

[...]Su alma se alzaba en una atmósfera que trascendía el mundo y sabía que su cuerpo,  purificado por un nuevo aliento, irradiaba en unión con el elemento del espíritu [...]  Bramaba en su pecho el deseo de gritar fuertemente, el grito de un halcón o un águila en las alturas, un grito que percutiría los vientos, manifestando su liberación. Era la llamada de la vida  a  su alma, no la tan sonora como embotada voz del mundo de las dudas y la desesperación, no la inhumana voz que le llamaba al pálido servicio del altar.[1] [...] Su alma se había liberado de su  tumba de infancia, había liberado los flecos de sus  vestidos atrapados en ella. ¡Sí¡ ¡Sí¡ ¡ Sí¡, desde el poder y la libertad de su alma, al igual que el artífice cuyo nombre compartía, crearía fieramente algo vivo, un nuevo, sublime, impalpable e imperecedero bien.

(James Joyce A Portrait of the Artist as a Young Man)     


[1] Esta llamada a servir al altar se la realiza a Stephen Dedalus uno de sus profesores de la Compañía de Jesús en razón de su piadosa actitud, que le hace un ejemplo para sus compañeros. Conviene enfatizar que esta ejemplaridad es resultado del terror que le produce el haber pecado, terror del que sólo se libera tras una confesión que aquí transcribo. Más de un lector español, fuera o no creyente en su adolescencia reconocerá la turbia atmósfera del diálogo entre confesor y adolescente:

-How long is it since your last confession, my child?

- A long time, father.

- A moth, my child?

- Longer, father.

-Three months my child?

- Longer father.

-Six months?

- Eight moths, father.

He had begun. The priest asked:

-And what do you remember since that time?

He began to confess his sins: masses missed, prayers not said, lies.

-Anything else, my child?

There was no help. He murmured:

-I...committed sins of impurity, father.

The priest did not turn his head

-With yourself, my child

- And... with others.

-With women, my child?

- Yes father

[...]

-How old are you, my child?

- Sixteen, father.

The priest passed his hand several times over his face...

   

 

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10 de junio de 2010
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Moralidad y sometimiento a la palabra

                              "...¿Ha pedido usted alguna vez dinero prestado sin tener la menor  esperanza   de  que se lo concedan?" (Marmeladov en Crimen y castigo.)

 

 

Sintetizaré las exigencias fundamentales de la ética kantiana:

Debes (Sollen hipotético- problemático) dominar la disciplina llamada resistencia de materiales si quieres (condición problemática) ser arquitecto.

Debes (Sollen hipotético asertórico) velar por tu salud, puesto que quieres (condición cierta, asertórica )ser feliz.

"Actúa unicamente en conformidad a una máxima tal que pudieras desear al mismo tiempo que fuera erigida en ley universal"

 "Compórtate como si la máxima de tu acción pudiera ser erigida por tu voluntad en ley universal de la naturaleza"

 El complemento de sentido que esta última fórmula procura se explica por el hecho de que Kant define la naturaleza (concretamente en los Prolegómenos de toda Metafísica futura,17 )   como existencia de las cosas en tanto determinadas por leyes universales. Así pues, en este texto de la Metafísica de las costumbres, la ley moral o imperativo categórico aparece, ni más ni menos, que como condición incondicionada de la naturaleza. Pero no puedo ahora focalizarme en este fascinante aspecto

Kant intenta poner de relieve la imposibilidad de que el orden social, persistiera si las máximas de acción contrarias a la moralidad fueran erigidas en leyes universales, a las que se adecuaría necesariamente nuestro comportamiento. Uno de los ejemplos que el pensador nos ofrece es relativo a la palabra empeñada, ejemplo concretizado en la persona que, apurada,  solicita una ayuda económica. Esta persona puede hallarse tentada de prometer su devolución en un plazo determinado, aun a sabiendas de que ello no va a ser posible. Por definición, la palabra no surtirá efecto más que si el que la enuncia es susceptible de ser creído. Si la enunciación de falsas promesas fuera erigida en ley universal determinante del comportamiento, de tal manera que toda promesa tuviera entre sus rasgos esenciales el ser falsa... obviamente nadie avanzaría un penique,  pues tendría la certeza de no recuperarlo.

El lector de Kant no dejará de sorprenderse por el extremado formalismo de la argumentación. Una objeción inmediata:

La contradicción entre la necesidad de credibilidad, a fin de obtener un préstamo y la erección de la falsa promesa en ley universal, sólo sería problemática si la efectiva mentira conllevara automáticamente la vigencia de dicha ley. Mas dado, que, de facto, no es así, dado que cabe perfectamente prometer con intención de engaño y ser creído, obteniendo el correspondiente provecho, ¿qué interés tengo en proceder sólo en conformidad a máximas que  pudieran, sin contradicción para el orden como tal, ser erigidas en leyes universales?

Desde luego ningún interés, si por tal entiendo seguir garantizando hábitos de confort, e inclinaciones tomadas por naturales (sexualidad de hecho mediatizada por la publicidad, por ejemplo.). Tampoco tendré interés en atenerme a la norma, si me mueven objetivos más elevados: defensa de mi patria, por ejemplo, frente a las apetencias (siempre contradictorias con las de la propia) de las otras patrias, o aun el contribuir al asentamiento social de mi familia, alentando quizás la disposición de mis hijos a medrar en el pantano social (lo que no se consigue sin dejar rivales en la cuneta)...

La efectiva legislación del imperativo kantiano  carece de interés así entendido, es decir, carece de interés subjetivo y contingente, aunque no de interés objetivo y racional. Hemos visto que incluso el proyecto más innoble (posesión contra voluntad, o crimen por mera envidia de la fortuna ajena ), exige  para su realización  la subordinación de las inclinaciones inmediatas a lo que se revela a través de una reflexión sobre los medios, y por consiguiente a la razón...Todo el problema consiste en pasar de esta constatación  de la inevitabilidad instrumental de la razón, a la evidencia de su carácter legislador, es decir, a la certeza de que en la razón está la referencia última por la que hemos de ser medidos. Atengámonos al evocado ejemplo de la falsa promesa:

Miento porque, de avanzar la verdad, no obtendría el préstamo que solicito. No lo hago ciertamente ante un prestamista de oficio, pues éste nunca se conformaría con mi palabra. Miento ante quien estima que la palabra tiene valor por sí misma, que la palabra compromete y que, en consecuencia, no tengo interés en usarla en vano.

Si pensara que ningún sujeto humano se halla en tal disposición, me ahorraría el procedimiento (¡que no dejo de experimentar como violento!) de la mentira. Así pues, la convicción que tiene mi interlocutor relativamente al  valor intrínseco, a la dignidad,  de la palabra, es absolutamente imprescindible para mi objetivo. Y en términos kantianos: el hecho de que el otro tenga como máxima de su acción el interés racional u objetivo, es necesario en mi propia economía, aun en el caso de que esta se halle motivada por intereses meramente subjetivos:

 Erijo como regla de conducta el aprovecharme de la buena fe del otro. Obviamente, tengo entonces que desear que esta buena fe se de efectivamente, es decir, que el otro no sea idéntico a mi. En suma: hasta para conducir a buen puerto mis aspiraciones más inmundas, no podría dejar de desear que en el mundo haya seres motivados por valores  desinteresados y favorables a la persistencia de los seres razonables, en lugar de serlo por meros intereses subjetivos.

¿Respuesta del cínico a tal argumentación? Pues la división de los comportamientos: la defensa de los intereses generales de los seres de razón para el otro, y la defensa de los intereses subjetivos para mí.

Mas ¿cabe realmente tal economía? ¿Cabe reducir el lazo entre humanos a comportamiento de "listillos" frente a comportamiento de ingenuos? Ciertamente Kant diría que no; que ni el cínico lo es totalmente, ni el ser moral deja, en ocasiones, de codiciar el pan (material y espiritual) del otro. Lo que sí se constata es que el orden que nos rodea se halla más bien regido por los intereses subjetivos que por los intereses racionales. Pero  a esto el kantiano cree tener respuesta:

"La máxima es el principio subjetivo de la acción y debe ser diferenciado del principio objetivo, es decir de la ley práctica (ley por adecuación a la cual se mide el carácter moral de un comportamiento). La máxima determina en base a las condiciones del sujeto (muy a menudo en base a su ignorancia, o bien a sus inclinaciones) y constituye así el principio en conformidad al cual el sujeto procede, mientras que la ley es el principio objetivo, válido para todo ser razonable, el principio en conformidad al cual debe proceder, o sea un imperativo"

Este texto, siempre  de la kantiana Metafísica de las Costumbres,  en base al cual se articulaba la reflexión que precede,  nos da la clave de dónde se sitúa el pesimismo y el optimismo en materia de comportamiento ético. Kant es optimista, tiene confianza en que el hombre, en última instancia, no puede ser totalmente ajeno a los imperativos de la razón, actitud que se traduce, entre otras cosas, en un comportamiento ético.

La diferencia jerárquica entre la máxima y la ley estribaría en que la primera sería subjetiva y contingente, mientras que la segunda sería objetiva y necesaria:

 Todo ser humano está permanentemente atravesado por aspiraciones subjetivas, que se traducen en deseo respecto a determinado objeto, circunstancia, posición personal etc. Y esta capacidad subjetiva de desear es esencialmente contingente y mutable, subordinada a la variabilidad de individuos y peripecias.

Por el contrario, sea cual sea su circunstancia, el se humano desea tener razón, cuando menos tener razón instrumental, pues de perderla se hallaría en la imposibilidad de alcanzar sus fines, sórdidos o no (para envenenar a alguien hay que poner los medios racionales necesarios). Pero sobre todo, el ser humano no podría dejar de desear que el otro ser humano se halle motivado por objetivos que no se reduzcan a intereses subjetivos y mezquinos, Todo ser humano estaría obligado a desear que en el otro se de una parcela que lo convierte cabalmente en una persona, es decir que esté motivado por intereses universales de la humanidad. Y hasta cabría decir que, de hecho, está convencido de que así es efectivamente, pues de lo contrario, privado de toda confianza, viviría atravesado por el terror y el imperativo de la vigilia permanente. 

En última instancia, la base del optimismo en ética consistiría en estimar que  todo sujeto humano  está obligado a considerar como (bien entendido) interés propio el que se den intereses universales (ideales de fraternidad y justicia), a  los cuales los hombres adecuan su comportamiento. Esto no ocurrirá en todo tiempo y en todo lugar, e incluso es posible que aparentemente no ocurra casi nunca, mas de facto, en algún registro, en todo hombre perduraría un rescoldo de esta exigencia de adecuar su comportamiento a lo que posibilita la persistencia de la razón y de los seres que la encarnan.

Es más: confrontado a seres que subsisten embrutecidos por la miseria, seres que oscilan entre la expectativa de la pura rapiña ( generalmente de alguien aun más débil) y la consolación imaginaria de reconocerse en el equipo de fútbol triunfante, entonces, para conservar un hálito de confianza, para no caer en el terror, tengo que agarrarme a la idea de que en ellos persiste un respeto ante la razón, respeto traducido, por ejemplo, en el hecho de que, ya sea para urdir sus rapiñas o traiciones, dichos seres argumentan.

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3 de junio de 2010
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Moralidad y sometimiento a la razón

En la carta del profesor  José Lázaro que ha dado lugar  a estos últimos textos primaba la cuestión de la dificultad de discernir entre las "máximas subjetivas de acción" sometidas a algún principio intrínsicamente moral y las que no tendrían tal virtud. Ello haría difícil trazar una barrera firme entre la actitud del falangista de buena fe (que aspirando al bien de su país se habría encontrado con la sórdida  realidad del franquismo) y la del revolucionario comunista cuyas "buenas intenciones" no habrían impedido el control de la población por la policía estalinista o la persecución de homosexuales en Cuba. José Lazaro me decía concretamente que le  "venían  a la cabeza cristianos, marxistas falangistas  de noble sinceridad que se quedaron horrorizados con lo que hicieron del pensamiento de sus respectivos maestros los sacerdotes de las respectivas religiones."   Y al respecto José evocaba a lucero, Orwell o Ridruejo.

Intentaba por mi parte, en un texto anterior, responder a esta perplejidad escéptica de José Lazaro en base a distinciones kantianas. Retomo el asunto con algo más de precisión.

 

El asesino y el médico   

"Las prescripciones que debe seguir el médico para curar a su hombre, aquellas que debe seguir el envenenador para liquidarle con certeza,  son de idéntico valor"

No se trata de una provocativa "boutade", sino de un párrafo de la kantiana  Metafísica de las Costumbres, uno de los textos más importantes que se hayan nunca escrito en materia de moral.

Supongamos que una persona acuciada por una situación de penuria barrunta el resolverla por cualquier medio, lícito o ilícito, y que tras sopesar los inconvenientes adopta la decisión de desvalijar un establecimiento, una sucursal bancaria por ejemplo. A partir de este momento, tal hecho delictivo será móvil de su voluntad, en términos de Kant "máxima subjetiva de acción"

Naturalmente, hallarse determinado por una máxima, tener una meta a alcanzar, tiene poco sentido si no se está atento a los instrumentos necesarios para la realización efectiva. Si, por ejemplo, nuestro hombre se deja llevar por la abulia, el placer o la pereza, y en lugar de de vigilar cuidadosamente el dispositivo de alarma, se dedica a pasear o acude a un museo, difícilmente alcanzará su propósito. La vigilancia de la alarma, y todas las demás circunstancias análogas, es algo determinado por un fin a alcanzar, y no algo a lo que forzosamente lleva la inclinación del sujeto. En tal medida constituye una suerte de imposición o  deber ( Sollen en el texto de Kant), una ley o imperativo de la razón.

Aunque desvalijar una institución bancaria sea en general considerado un acto poco edificante, cabe imaginar que las razones últimas del sujeto sí tenían alguna connotación moralmente positiva (la precaria salud de un miembro de la familia, por ejemplo). De ahí que, para aprehender la esencia del imperativo kantiano sea mejor considerar ejemplos indiscutiblemente turbios: un individuo obsesivamente atravesado por una sexualidad no correspondida, decide pasar al acto contra la voluntad de la persona deseada; un sujeto injustamente envidioso es presa de un deseo homicida contra la persona afortunada.

En uno y otro caso,  imperativo de la razón es buscar la ocasión y el instrumento adecuado. El violador cabal actuará al amparo de la soledad y el homicida ha de elegir el instrumento oportuno, según la implacable lógica que atribuye idéntico valor a la disciplina que sigue el terapeuta y a la que sigue el asesino.

Diferencia en los fines

¿Idéntico valor moral? No ciertamente, pero ello en razón de la diferencia de los fines a los que tales disciplinas se ajustan, y no en razón de su condición de instrumentos racionales para alcanzar los mismos, pues como tales su dignidad está garantizada. Si el envenenador probara con la primera pócima a mano, o el violador actuara a plena luz y ante testigos susceptibles de impedir el acto, cabría hablar de impulso conforme a una inclinación, no de de mediación- distancia- interpuesta por la razón, no de acto cabalmente humano.

Esta diferencia (a la que, con buen criterio, tan atenta está la lógica jurídica)  es clave respecto al problema de determinar si ha habido o no responsabilidad,  y la dignidad que la responsabilidad conlleva, en el comportamiento. Hasta para alcanzar fines que atentan a lo que un orden social racional exige, hay que usar la razón, la cual impone una ley a la  que se  subordinan las inclinaciones del individuo: tal es la moraleja de esta reflexión kantiana en la que ahondaré algo más.

Los ejemplos hasta ahora considerados tienen en común un rasgo de contingencia. Cabe pasar por la situación en la que la propia meta es desvalijar un banco, pero no ocurre esto a todos los individuos y ni siquiera a un único individuo en todas las circunstancias de su vida; y lo mismo cabe decir de la meta subjetiva de proceder a una violación o  a un asesinato.

Hay ciertamente metas que no sólo son menos turbias, sino más comunes. Así, muchos se proponen alcanzar un oficio convencional, tener un hijo, o una casa propia. Y en la generalidad de los casos se subordinan a los imperativos (de estudios, vestimenta, mediación social etc.) sin los cuales la razón indica que tales objetivos son inalcanzables.

Mas tampoco en los últimos casos cabe considerar que se trata de fines  auténticamente universales. Salvo que nos refiramos a un eventual deseo  inconsciente (cosa que quizás valdría la pena considerar), no cabe decir que tener un hijo es finalidad que se propone todo individuo, y sobre todo, en cualquier tiempo. Y el asunto es aun más claro en lo que se refiere al oficio (un "hijo de papá" puede perfectamente estimar que su meta lógica es vivir de rentas), o a la vivienda. Pues bien:

 

Meta que ningún ser humano pudiera repudiar

Si la meta a  alcanzar, la máxima subjetiva de acción, es contingente, entonces, cualquiera que sea la connotación moral que le atribuyamos, el imperativo de adaptar el comportamiento a tal meta, no sólo es subordinado o hipotético sino además contingente o problemático ( el fin para el que es instrumento pudiera no darse). Por el contrario: si alguna meta fuera tal que ningún humano en ninguna circunstancia pudiera no hacerla suya, entonces el imperativo (la ley que determina el adecuado comportamiento), aun siendo hipotético o dependiente sería inevitable o asertórico.

Entiéndase bien que el imperativo es racional, y por ende, "ético", en ambos casos. Pero en el primero lo es en relación a algo que, en sí mismo, puede eventualmente no ser racional, mientras que en el segundo caso lo es respecto a algo racional en esencia, algo que acompaña a la condición humana como tal, a saber, la aspiración a la felicidad, la cual  no puede darse sin gozar del respeto de los demás, exige imperativamente el merecer tal respeto.

El seleccionar cuidadosamente el veneno  alcanzaría un suplemento de legitimidad si hubiera alguna buena razón para efectuar el crimen (¿sería tal la liberación de la tiranía?), mas su  carácter de deber no depende de ésta, sino de la adecuación a la meta que el sujeto se ha trazado. Pero lo mismo ocurre con la exigencia de prudencia en las relaciones humanas, sin la cual el respeto de los demás - condición de la felicidad - no puede darse. Ambos casos responden al criterio que permite determinar el carácter hipotético del imperativo: hay en perspectiva un fin concreto (acción, estatuto, posesión conocimiento etc.) que motiva a la voluntad  y que, dadas las circunstancias, lo exige. El imperativo mira a un fin y no a la condición del fin, mira a un objetivo (necesario o contingente) y no a la objetividad.

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1 de junio de 2010
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Ecologismo como corolario del ideario humanista

Respecto a la cuestión del animalismo y en general del ecologismo reitero que yo me considero profundamente ecologista  si de lo que se trata es de  revitalizar el sentimiento de nuestra pertenencia a la naturaleza y la exigencia de proteger la biodiversidad. Me siento profundamente ecologista si se parte de la premisa la salud de la naturaleza es condición de la dignidad material y espiritual del ser humano, las cuales han de constituir el objetivo, aquello que determina nuestras máximas subjetivas de acción.  Reitero que mi divergencia sólo empieza cuando constato que el ecologismo se convierte en ideología y que (a través de una interpretación reducionista del alto grado de homología genética que se da entre humanos y otros animales) se procede a una inversión de jerarquía que supone una revolución en el concepto que tenemos de  comportamiento ético: este no pasaría ya por la exigencia de no  instrumentalizar a los seres de razón, de tratar al hombre como un fin y nunca como un medio, sino por la empatía con todos los seres susceptibles de sufrimiento, en cualquier caso con aquellos dotados de sistema nervioso central. Como  indicaba al propio  José Lazaro en una conversación  anterior en Barcelona,  la compasión, sentimiento noble e indispensable, que debe regir nuestro comportamiento con los seres humanos y los animales de compañía, no  puede sin embargo determinar en exclusiva nuestros principios éticos. Pues en ocasiones la compasión conduce a ser más sensibles al destino del ave que a nuestra vista cae de su nido que  de seres humanos de cuyo sufrimiento,  por alejado de nuestra vista,  no somos testigos. Transcribo al respecto lo que escribí junto al filósofo francés Francis Wolf en el diario El País:

"...Si se trata de repudiar los comportamientos crueles,  obviamente de acuerdo. Si se trata de mejorar las condiciones de vida de los bueyes  y los pollos, más de acuerdo. Pero si se trata de "liberar" a los animales de todo tipo de dolor y, en consecuencia, de toda subordinación al hombre; si se trata hoy de prohibir la corrida de toros  para  mañana prohibir la pesca y la caza y hasta el consumo de carne (es decir prohibirlos exclusivamente a los hombres, no a las demás especies animales) entonces se hace evidente que la conciencia animalista, pese a su disfraz de generosidad no es una extensión de los valores humanistas, sino más bien la negación de los mismos.

Este nuevo culto de una naturaleza mítica es peligroso. Cada vez que se ha erigido la defensa de la naturaleza en imperativo categórico absoluto se ha desvalorizado al se humano. De hecho el Animal empieza a tomar existencia absoluta en los lugares del mundo en los que Dios parece perderse en la niebla. Que los hombres inventen el Animal cuando dejan de creer en Dios no es necesariamente para ellos una buena noticia".

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27 de mayo de 2010
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Más allá del relato evangélico y de la figura del crucificado: el cristianismo de Pascal y de Peguy

En el texto anterior esbozaba una respuesta  a la interrogación de José Lazaro relativa a la diferencia entre  las máximas subjetivas de acción a las que obedece nuestro comportamiento. Tengo intención de seguir con el asunto, presentando directamenrte lo que Kant dice al respecto. Sin embargo  José Lazaro evocaba asimismo otros temas sobre los que quiero efectuar precisiones. Transcribo otro fragmento de su carta:

"Frente a lo que sería  lúcido pensamiento original de un Marx o  de un Freud,  el uno corrompido por el  estalinismo y el segundo caricaturizado por el dogmatismo psicoanalítico, situabas el cristianismo, el fascismo o ciertas formas de animalismo radical, que son en tu opinión ideologías alienadas desde su misma raíz originaria. Defiendes en los pensadores lúcidos su capacidad de reconciliarnos con la fragilidad trágica de nuestra finitud. Deploras en los profetas oscurantistas la irracionalidad con que tratan de encubrir nuestra condición mediante ilusiones tan absurdas como utópicas.

Como te decía yo no consigo ver, querido Víctor, esa diferencia ontológica entre la esencia de los unos y los otros. Descubro (desde mi propia, pobre, perspectiva, claro está) lucidez y disparates, aciertos e ingenuidades, luces y sombras, en diferente grado y en diversos aspectos, tanto en Marx como en Freud, en Jesús de Nazareth, José Antonio Primo de Rivera o Peter Singer. En todos ellos encuentro aportaciones válidas para comprender la realidad y distorsiones de sus miradas sobre el mundo, agudeza al clarificar algunos de nuestros secretos y ceguera incomprensible al ignorar otros. En todos ellos encuentro (en muy distintas dosis y diversos registros) elementos de nobleza admirable junto a otros de ingenuidad deplorable"

 

 Me limito hoy a hacer alguna matización respecto a mi actitud ante el cristianismo.

No tengo en modo alguno particular manía a esta religión (más bien a aquellas otras  que, teniendo sus mismas lacras,  no conducen sin embargo a la erección de catedrales). En alguna ocasión incluso he llegado a decir que me encuentro mucho más cercano a un Pascal o a un Peguy que a un "progresista" sentimental que vive en un mundo objetivamente brutal y alienante, pero que se siente reconciliado por el farisaico sentimiento de estar del lado de los buenos, de tener sentimientos compasivos, de  "no ser como ese", que decía el fariseo señalando al publicano.

Lo que puede separar a alguien que apuesta por la potencialidad redentora que encerraría el lenguaje humano del Pari, la apuesta,  de Pascal es de alguna manera el pretexto que en Pascal tal apuesta encuentra para manifestarse, la representación, la puesta en escena, coincidente con el relato evangélico o la figura del Crucificado. Si se hace  abstracción de esta narración contingente, queda el hecho de que un ser finito y determinado por los procesos que marcan el destino de un ser finito, se afirme a sí mismo como irreducible a tal destino (destino que unos ven como resultado de la entropía y que otros infieren mediante mecanismos lógicos, sin contar la singularísima vía- casi un diferente mecanismo del decir- por la cual la tesis de nuestra esencial finitud se afirma en Heiddeger). 

En el caso de Pascal, como en el de Peguy la apuesta se halla en las antípodas de un timorato refugio en la sinrazón. Pues no se trata de  salvar  la individualidad, sino por el contrario de fundirla en lo que constituye su esencia, siendo casi lo de menos que a tal esencia se dé el nombre de Dios. A tal respecto cabe evocar al Narrador de la Recherche proustiana cuando nos dice  que "lo que une no es la comunidad de las opiniones, sino la consanguinidad de los espíritus". Como en múltiples lugares  tuve ocasión de decir, no es en absoluto necesario comulgar con dogma irracional alguno para hacer propia la tesis de que efectivamente "en el principio está el verbo". Basta simplemente por entender por principio aquello que da sentido y que permite la única aprehensión del mundo que nos sea dada a los humanos. Se trata simplemente de asumir que el verbo es lo que da significación, sin él todo es insignificante.

Cosa muy diferente es ese cristianismo carente de toda espiritualidad real, cristianismo no de la metáfora sino del anclaje a la salvación a costa de todo juicio. Cristianismo que es el complemento ideal de una vida en la que se ha renunciado a todo proyecto de efectiva emancipación que permitiera la realización por el ser humano de lo que constituye su naturaleza. Cristianismo que encuentra en las supercherías del discurso vaticanista su verdad profunda, y que constituye efectivamente impagable aliado para un sistema que tiene como fundamento la indigencia material y espiritual de los sometidos al mismo.

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25 de mayo de 2010
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El falangista, el comunista y el ideario kantiano

Tras un doble coloquio en Madrid, por un lado con colegas psiquiatras en la Universidad Autónoma  y por otro lado con el filósofo Fernando Savater en casa de éste, el instigador de ambos encuentros, mi amigo José Lazaro,  profesor de Historia de la Medicina, me escribe una larga carta de la que hoy  extraigo los siguientes párrafos:

"Sigamos dándole vueltas, Víctor, que me parece muy escaso lo que he logrado aclarar y mucho lo que me queda por entender [...] Tú sueles  invocar las máximas subjetivas de acción kantianas como criterio para determinar la intrínseca nobleza de un buen proyecto emancipatorio e instaurador de la justicia en la comunidad humana. ¿En qué se diferencia lo que los filósofos llamáis "máximas subjetivas de acción" y lo que los simples aficionados a la especulación llamamos "buenas intenciones"? Y, esa diferencia, que seguramente existe y tú puedas explicarme, ¿logra evitar el conocido riesgo de que de máximas subjetivas de acción esté el infierno lleno?

Tú sitúas la nobleza racional del proyecto emancipatorio en el pensamiento que logra "poner de relieve como las estructuras alienantes del orden social determinan todos los aspectos de la vida y hacen imposible la realización de la esencia humana". Por el contrario, denuncias como ideologías alienantes los "sistemas de creencias que te permiten no enfrentarte a lo real". No consigo ver, Víctor, esa diferencia esencial entre nobles pensadores que nos iluminan e infames profetas que nos confunden. Veo en todos los pensadores que me interesan rasgos humanos, demasiado humanos, de lucidez y confusión, de clarividencia y ceguera, de nobleza y debilidad, de generosidad y miseria. En muy distintos aspectos y en muy diferente grado. Esas diferencias son las que me lleva a frecuentar más a unos y a evitar en lo posible a otros..."

La carta de Jose Lazaro ilustra  el problema desde diferentes ángulos que conciernen a la religión cristiana, a las ideologías ecologistas radicales, o a la dificultad de discernir entre la actitud subjetiva de un falangista ingenuo que se creía las patrañas de la revolución social para el bien de España  y la de  un revolucionario comunista que, de hecho, contribuía a afianzar el orden estalinista. Intentaré responder a varias de sus preguntas, retomando en cada momento párrafos de la carta, pero empezaré hoy por la última, la cuestión de la diferencia entre la máxima subjetiva de acción entre revolucionarios y fascistas: entre afiliados comunistas durante la República (después resistentes al franquismo) y falangistas, por poner el ejemplo más cercano a nosotros.   

 

Cuando la buena fe es a costa del juicio

En la carta de José Lázaro se indica algo muy razonable, a saber: no estaba excluido que el falangista actuara motivado por algún ideario de fraternidad o de liberación. De hecho creo que tal era el caso de algunos de los que hablaban de una revolución social y que  se sintieron decepcionados al constatar la violencia  que para los débiles supuso el régimen del general Franco.

No obstante algo de la verdad de la cosa deberían haber olfateado al ver los grupos sociales que constituían cuando menos compañeros de viaje: clero feroz, terratenientes despóticos, patriotas fanatizados, nostálgicos de un imperio que había supuesto la sumisión de pueblos enteros, etcétera...Había muchas razones para sospechar que las ideas liberadoras falangistas eran tapadera para una fuerza de hecho reactiva.  Reactiva contra un ideario racional, un ideario que, en última instancia, apuntaba  a que se dieran las condiciones sociales de realización de la humanidad.

Ideario ciertamente optimista, cuyo punto de partida es que todo individuo humano (al igual que los individuos de las demás especies animales) tiende a actualizar las potencialidades de su naturaleza, y que, residiendo el rasgo esencial de esta naturaleza en la capacidad racional y lingüística, todo individuo humano tiende a vivir de manera inteligente ("todos los humanos en razón de su propia naturaleza tienden a eidenai- inteligir" dice desde el arranque de la Metafísica  Aristóteles). Ideario afirmativo  que, al constatar que el orden social efectivo hace imposible tal realización de la naturaleza propia...conduce a levantarse contra el mismo, en la "Toma de la Bastilla" y en la "Toma del Palacio de Invierno".

 

Significado del "muera la inteligencia"

 

Sin duda, como me señalaba Fernando Savater, la subjetividad del nazi que  se complacía en la persecución y tortura de judíos, no puede ser homologada a la del falangista que creía actuar por el bien general de España.  Pero este falangista "de buena fe" actuaba contra razón, pues la pretendida bondad de su causa no toleraba un análisis. Era imposible sostener lucidamente que la acción falangista o franquista tenía como objetivo alcanzar un orden social en el que la fertilización de la razón y el lenguaje (a través  del arte, la ciencia y la filosofía) serían la muestra de que en cada hombre en particular estaba actualizándose aquello a lo que por naturaleza el hombre está llamado.

Y de hecho ni falangistas ni franquistas creían que tal fuera nuestra naturaleza, no creían que el objetivo de la vida humana fuera la riqueza concreta del espíritu, es decir, la fertilización  de las capacidades cognoscitivas y creativas del conjunto de los humanos. En este sentido  el "muera la inteligencia" era algo más que chulesca expresión  de un militar desubicado; expresaba la renuncia  al eidenai aristotélico, y hasta el deseo  de erradicar en todos y cada uno la  aspiración a inteligir; era en suma un signo de profundo nihilismo.

Nada de esto en la tremenda explosión espiritual que conduce a la Bastilla o al Palacio de Invierno. La realización de la condición  humana, la eclosión de las potencialidades del ser de razón y palabra, era el fin que, más o menos oscuramente, determinaba las subjetividades,  determinaba la máxima subjetiva de acción. Por eso mismo "la Terreur" y otras derivas de la Revolution debió ser algo tan doloroso para los que se alzaron contra "l'Ancien Régime". Como fue doloroso para los militantes comunistas del Paris de mis años mozos el descubrir que la persecución de los homosexuales por el régimen cubano era algo más que propaganda del imperialismo. Pues en ambos casos se trataba de signos de un fracaso esencial, un fracaso en las tentativas del hombre para alcanzar aquello a que está llamado, un fracaso realmente de la razón humana, un fracaso en lo que constituye nuestro rasgo genuino, un fracaso de nosotros mismos...nada que ver con los fracasos de aquello que desde el principio nos aliena.

Quizás estamos condenados a no alcanzar un orden social que permita la plena asunción por el hombre de su condición de ser racional y  lingüístico, quizás este ideario genere inevitablemente distorsiones que suponen grandes males. Pero no por ello hemos de abrazar la  alternativa consistente en  que los humanos vivan entre la esclavitud y la distracción, que hace la esclavitud soportable. Menos aun cuando esta alternativa aparece como resultado de un movimiento feroz, tendiente a abolir los espacios de libertad ya efectivamente alcanzados. Repito que un falangista lúcido no podía dejar de desconfiar de los compañeros de viaje que apoyaban su pretendida revolución. ¿O es que la confluencia de señoritismo agrario, moral asfixiante del clero, estrategias anti-republicanas de una burguesía amenazada en sus intereses, etcétera, no constituían indicios suficientes de que tras la retórica falangista se escondía un movimiento contrario a los esbozos de emancipación, un movimiento literalmente reaccionario,  no sólo enemigo de ámbitos de libertad a alcanzar, sino supresor de libertades ya alcanzadas?

 

"...válido para todo ser razonable"

Siempre he pensado que tras la Revolución de Octubre (y no sólo tras la Revolución Francesa) se encuentra una exigencia acorde con la convicción kantiana de que la razón y el lenguaje (es decir, aquello que marca nuestra radical singularidad entre las especies animadas) han de ser erigidas en causa final de nuestra práctica, y que ello pasa por garantizar que la esclavitud social no aleje de tal perspectiva a una parte de la humanidad. Aunque no sea explícitamente reflexionada, es legítima toda "máxima subjetiva de acción" movida por este ideario. Por hoy me limito a citar un párrafo clave de Kant:

  "La máxima es el principio subjetivo de la acción y debe ser diferenciado del principio objetivo, es decir de la ley práctica [ley por adecuación a la cual se mide el carácter moral de un comportamiento]. La máxima determina en base a las condiciones del sujeto (muy a menudo en base a su ignorancia, o bien a sus inclinaciones) y constituye así el principio en conformidad al cual el sujeto procede, mientras que la ley es el principio objetivo, válido para todo ser razonable, el principio en conformidad al cual debe proceder, o sea un imperativo"

Cuando haya dado respuesta a los otros interrogantes de la carta de José Lazaro retomaré este texto de Kant. De momento me atrevo a sostener lo siguiente: al combatir la moral asfixiante  del clero,  el imperialismo nostálgico,  la negación de la igualdad entre lenguas (concretamente las que se hablan en España), los empresarios cuyo interés objetivo (determinado por la efectivamente feroz competencia)  pasaba por la sobre-explotación de sus trabajadores,  el señoritismo feudal, etcétera, el revolucionario actuaba en conformidad al "principio objetivo, válido para todo ser razonable"; al aliarse con todo ello la actuación del falangista se resistía al mismo.

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20 de mayo de 2010
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Montañas nevadas

J-  El animalismo pretende ampliar el límite de la comunidad más allá de los seres humanos e introducir  a los perros, los toros, las vacas y darles abogados, darles derechos, Derechos de pólis. El nazismo,  es un  ejemplo claro de una doctrina con una fundamentación  irracional e intrínsecamente dañina que conduce inevitablemente a la violencia. Pero el nazismo lo que hace es lo contrario: restringir el concepto de la comunidad a un determinado país, una determinada nación, una determinada raza. Y entonces excluye de la humanidad a otras razas y las combate y las destruye como una especie puede combatir a otra en su provecho.

V-... Pero fíjate tú, el nazismo era profundamente animalista y además por razones perfectamente lógicas, eran biologicistas absolutos. O sea, creían en el determinismo biológico sin excepción; no aceptaban  la singularidad del lenguaje, y por consiguiente no aceptaban que el lenguaje crea una diferencia cualitativa respecto a los demás animales a la vez que  homologa en dignidad (¡trágica!) a todos los seres de palabra.

J-... creían en la singularidad de la raza.

V-... de la raza biológica, es decir no aceptaban la comunidad de los seres humanos, no aceptaban que -en lo esencial somos intercambiables salva veritate. Entonces es lógico que fueran animalistas.

J-... ¿Animalistas en qué sentido?

V-... Pues para empezar de una manera muy concreta. Tú sabes que el Partido Nacional Socialista ha sido quizás el primer partido en el poder oficialmente animalista, ecologista, "Montañas nevadas" y toda la parafernalia. Pero bueno, Hitler no  era sólo más o menos vegetariano, sino que al parecer se atrevía a promocionar militares porque dejaban de fumar (eso es muy difícil y ni Franco creo que se hubiera atrevido, pues romper los esquemas militares por asunto de gustos no es fácil). Desde este punto de vista algo anecdótico, el Partido Nacional Socialista siempre fue eso:  ha sido el primer partido ecologista en el poder.

 Pero este aspecto empírico y folklórico es lo menos relevante. Lo importante es que estás abocado al bilogicismo desde el momento en que no quieres enfatizar la trascendencia de lo que los humanos tenemos en común, es decir el lenguaje. Si odias la homologación de los humanos vas a tener mucho interés en enfatizar el peso de lo no lingüístico, agarrarte a la diversidad morfológica para empezar, después intentar encontrar una coartada en la genética. De ahí a la admiración de los rasgos poderosos de ciertos animales frente  a otros sólo hay un paso. Si todo esto lo cristianizas acabas -al igual que hacen los cristianos con los humanos- explotando objetivamente a bestias y comiéndotelas pero...declarando que los animales se homologan en la desgracia, es decir en la capacidad de sufrir...  Es cierto que algunos tienden también a jerarquizar las lenguas, pero ello es más bien una consecuencia de la actitud anterior, y las lenguas ofrecen rápidamente resistencia...

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18 de mayo de 2010
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