Víctor Gómez Pin
Retomo el hilo:
El proyecto de subordinación de las inclinaciones de la subjetividad a las leyes impuestas por el pensamiento y el lenguaje, y concretamente la legislación sobre el alma de los expedientes del lenguaje poético y narrativo, provocaba en mi amigo José Lázaro la sospecha de que podría tratarse de un nuevo refugio en lo imaginario, de un nuevo artilugio para el ser pusilánime, o llanamente cobarde, incapaz de asumir con entereza su condición finita; podría en suma tratarse de un equivalente de la religión. Esta interrogación es absolutamente pertinente:
No se trata de predicar la singularidad de la aparición del lenguaje en la historia evolutiva, y la imposibilidad de reducirlo a un código que simplemente bastaría para ayudar a la subsistencia. Se trata de que esta novedad radical que el lenguaje supondría en relación a la vida, en relación a los seres que son sistemas abiertos sometidos al segundo principio de la termodinámica, sometidos pues a la cifra del cambio destructor… se trata, digo, de que el páthos de tal singularidad sea realmente lo que en acto legisla, lo que se impone en un determinado aquí y ahora. De no ser así estaríamos en efecto una vez más en el caso de una promesa eternamente diferida, razón por lo cual no sólo cabe efectivamente sospechar de la misma, sino que estamos obligados – por dignidad- a hacerlo. Aunque si la dignidad del hombre pasa por no aceptar consuelo a costa del juicio, el hecho mismo de que surja ese imperativo de dignidad significaría ya que en el hombre hay algo irreducible, que efectivamente, el hacerse verbo de la carne marca un abismal antes y después en la historia evolutiva.
La sospecha sobre que realmente sea así remite a una desconfianza sobre lo singular de nuestra naturaleza, sobre el grado realmente subversivo de lo que supuso en el seno de la vida y de los códigos de señales animales la aparición del lenguaje. Apostar a que el lenguaje relativice el peso de la inevitable finitud, sería entonces como apostar que lo haga Dios.
Desazonante idea, que conduciría afirmar que el héroe de A Portrait of the Artist as a Young Man, ese Stephen Dedalus, más o menos espejo de James Joyce, hubiera podido perfectamente seguir anclado en sus problemas de conciencia y sentimiento de suciedad en razón del pecado carnal; hubiera podido seguir en esa turbia modalidad de confrontación consigo mismo consistente en resistir a la tentación; hubiera- al salir victorioso- debido seguir el destino que para él traza la Compañía de Jesús y abrazar la orden…Pues obviamente una falacia análoga encerraría su propósito de llegar a ser un poeta que una decisión de entregarse a Dios.