Tras muchos años de enseñanza creo estar en condiciones de barruntar qué hace a un joven derivar (normalmente desde la adolescencia y con nula complicidad de su entorno familiar y hasta educativo) hacia la disciplina universitaria designada mediante la rúbrica filosofía. Se trata sin duda de una aspiración al conocimiento, que también tiene el que aspira a ser científico o artista (aunque en este caso la pulsión de conocimiento se ve subordinada a otra inclinación exclusiva de los seres de razón, que más adelante nos ocupará). Pero el ansia por conocer se mezcla aquí con una tendencia casi religiosa, pues anida también un deseo de escapar a las limitaciones de la vida; deseo de lo que, en otro contexto, se denominaba salvar el alma. No se trata ciertamente de salvarla a cualquier precio, no se trata desde luego de salvarla aun a costa del buen juicio. Importantísimo matiz, que separa radicalmente al joven de referencia de aquel otro que, por decir un ejemplo, canalizara toda la tensión de su espíritu en intentar responder a los imperativos de la catequesis.
Ya Kant veía en esta doble pulsión el motor que conduce a la práctica filosófica que él designaba como Metafísica, problemático término que, hasta ulterior precisión, intentaré evitar. Conviene avanzar que uno de los objetivos de Kant es mostrar que si la filosofía puede realmente llegar a satisfacer (parcialmente al menos) la primera tendencia nunca conseguirá hacerlo con la segunda. La filosofía no puede, por así decirlo, competir con la religión. De ahí que el joven que a la filosofía se dedica acabe sacrificando toda inclinación a algún tipo de promesa vana, es decir, promesa que no venga estrictamente determinada por aquello que de la razón cabe esperar. Lo bueno del asunto es que el campo de lo que la razón ofrece es enormemente rico y fértil, como no podía ser menos dada nuestra esencia de seres racionales. Ni la filosofía salva (concretamente de los efectos termodinámicos en nuestros cuerpos que designamos como huellas del tiempo), ni necesidad alguna hay de que salve. Pues el horizonte de satisfacción que la filosofía ofrece se sitúa más allá de las construcciones imaginarias con las que encubrimos lo real de la condición humana que tantas veces nos negamos a asumir; más allá, desde luego, de esa suprema construcción imaginaria que es la idea de una absoluta salvación.