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Escrito por

Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

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El oro de la mierda

Hace treinta años, las palomas urbanas representaban un orgullo para la ciudad y no se diga ya de la estampa que componían ellas y los niños que las alimentaban ofreciendo la palma de sus manos repletas del dorado maíz. Esta belleza de la inocencia, la concordia y la paz urbana ha ido girando, sin embargo, diabólicamente en los últimos tiempos y hoy a las palomas, que ensucian a granel ventanas o voladizos y que corroen monumentos y ornamentos con su incansable defecación, se las ha llegado a llamar "ratas voladoras". La ignominia de las alcantarillas tiene su correspondencia con el oprobio del cielo cubierto de pájaros repulsivos. Queda gente que las alimenta pero hay brigadas municipales o nacionales que las persiguen, las esterilizan o las espantan hasta perderlas de vista.

Pero quedaba, todavía, mucho más que ver. Nos quedaba por presenciar, nada menos, que la hipóstasis del bien y el mal, de la ignominia y de su opuesto. Todo ello ha llegado recientemente a producirse gracias a una bacteria, casi invisible, aislada por el biólogo flamenco Tuur Van Balen que ha conseguido, nada menos, que las  heces de esas aves se conviertan en detergentes. No sólo sus deposiciones no menguan el lugar que eligen para hacer de cuerpo sino que su quehacer corporal lo enaltece.

Este proyecto, financiado por las autoridades flamencas -no faltaba más- es significativamente flamenco. Flamenca la investigación, flamenco el científico flamenco, flamencas las palomas. Y no sólo como adjetivo de procedencia geográfica sino de pertinencia funcional: a la insólita aportación biológica se la ha denominado Pigeon D´Or con lo que la paloma no sólo ha reivindicado su antigua mierda sino que siguiendo las asociaciones de Freud ha convertido en oro puro la excrecencia.

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24 de enero de 2011
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La comezón

A la manera en que se presentan los primeros indicios de una enfermedad o las pistas de felicidad en vísperas de un reencuentro, la pulsión hacia pintar  tira del cuerpo y de la cabeza, del pecho y del cerebro hacia la relación con el lienzo. Este tirón, además, nace con una promesa de gozo que responde a una carencia. ¿A una carencia de gozo?' Evidentemente puesto que la recompensa se halla a unos pasos y todavía no se han recorrido. Esta distancia es la carencia. Pero también la promesa de gozo tiene que ver exactamente con la satisfacción de una droga que si un momento antes no pasó por la mente ahora no hace sino establecer su fantasma sobre el deseo y el deseo no parece obedecer a ninguna reclamación presente. Es así la comezón de pintar una sintomatología parecida al absentismo en la adicción y aunque menos intensa es, sin embargo, más plácida. En ella se advierte su mandato pero se trata de un mandato sin efectos secundarios sino que por el contrario todo se presenta bueno (salvo fracasos) en el proceso que ha desencadenado esta ansiedad del pensamiento. El pensamiento que opera como un ser vivo y deseante y vivo y sanador (santificante) a propósito de que su impulsión sobreviene para ofrecer un plus de vida feliz, una dosis agregada sin desventaja alguna. Ser pintor de nuevo gracias a la llamada de la pintura es como convertirse en un yo mejor y ajeno a un tiempo. Yo pintando y pintando el yo que nos admira sobre todo porque hace de nuestra presencia una ausencia y de la ausencia del cuadro una presencia admirada. No en donde yo me reconozco sino precisamente en la que yo traspaso la frontera entre mi conocimiento y el otro conocimiento inabarcable, inexplicable, indescifrable del yo pintor. Esa oportunidad de descasar de sí en un lugar desconocido. Ese lugar que es en sí el gran espacio donde descansar. Deshacerse del propio cansancio a la vez que desvestirse del yo y, en su lugar, contemplar el asombro de una obra sin fatiga que se hace y deshace a su antojo un segundo y ajeno yo, aquél que no somos continuadamente y sólo de vez en cuando nos visita altruistamente, alternamente, alteramente, desde un  invisible lugar ilocalizable lugar que en nada podría ser mi residencia habitual, mi domicilio. O es, exactamente, mi soñado exilio.

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11 de enero de 2011
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Leonia

De las ciudades invisibles que describió Italo Calvino, una de ellas, Leonia, tenía por característica que allí se desperdiciaban con la mayor abundancia las cosas. Se desperdiciaban para que al perderse la ciudad abundante se creara una estela de disgregación y al no conservarse materia suficiente, el establecimiento ascendiera. Literariamente ascendiera, pero seguramente también físicamente cobrara un peso ligero que la permitiría volar. Todo lo que pesa parece del pasado. Todo lo que se hace plano, ligero y volátil, vuela hacia el porvenir.

 2011 es un año de este carácter volandero. Los dos unos donde se apoya su cuerpo de veinte siglos son como dos patas de palmípedas, tallos animales que sobrevuelan plegados sobre las superficies encharcadas y que aterrizan apoyándose apenas sobre la superficie del agua. Desde esa lámina húmeda se impulsan hacia otros humedales o silban hacia el cielo traspasando el espacio en un silencio absoluto. El silencio de ser habitantes provenientes de un lugar, una ciudad, Leonia, donde sólo se salvarán quienes sin sonido, sin peso, sin destino, formaron de antemano parte de la nada. Esa nada célebre y contemporánea en la que las ciudades tienden a convertir sus muchos desperdicios, perder todos sus desperdicios en un reciclaje tan perfecto que convierte la cantidad en cero, el volumen en  transparencia y del deshecho del deshecho en nada.

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4 de enero de 2011
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Los mercados

Decimos, dicen: los enemigos son los mercados. ¿Qué mercados? ¿Dónde están? ¿Por qué son nuestros enemigos y nos atacan? ¿Qué podría detenerlos o disuadirlos? Preguntas todas carentes de toda pertinencia.

Lo característico del mercado es su abstracción. Pero además, lo capital del mercado, es su abstracción central y gradualmente global. Los mercados pueden ser nuestros enemigos pero o también pueden transformarse en amigos y permitirnos  prosperar. La naturaleza del mercado, siendo en apariencia tan abstracta,  pertenece al orden de lo inefable y a lo inasible y a lo fatal. También, efectivamente, forma parte de lo inexplicable de este mundo porque de otro modo, siendo parte del pensamiento lógico, podría establecerse negociaciones, diálogos para  hacerle entrar en razón.

Sin embargo, la razón que nos hiere o nos mata a través de su conducta bárbara forma parte de su organismo excéntrico. Los mercados enloquecen y los mercados nos hacen libres. Nos esclavizan en sentido moral pero nos hacen libres en sentido político, nos destruyen en sentido humano  pero nos construyen en sentido económico. O nos destruyen en todos los aspectos igualmente que nos edifican sin pausa.

Lo característico, en fin, del mercado es su aparente independencia, su dura autonomía  su implacable sinrazón. Gracias precisamente a esta sinrazón de primer grado, inflexible, creemos en ellos. Los odiamos o los amamos sin saber qué amamos o no pero siendo su efecto tan terrible como la mano de Dios los tememos. Los tememos y contiguamente los respetamos. Son nuestros enemigos pero no conocemos dónde se encuentran con exactitud y para neutralizarlos no podemos hacerlos parar. Operan, de hecho, como si no existieran puesto que nadie conoce la fórmula para delimitarlos y, a continuación, desintegrarlos. Nadie conoce su paradero mortal que como un ser inmortal se halla por todas partes y en ninguna. Pero  no conocer su paradero les permite seguir funcionando con la mayor libertad y dentro de ella hacernos sentir libres. Moribundo pero liberados. Esclavos pero manumitidos,  pervertidos moralmente pero inducidos a compartir el pan y la sal.

La paradoja de los mercados, buenos y malos al mismo tiempo, explotadores y liberadores, verdaderos y falsos, productores y especuladores, es que convierten su neta identidad en transparencia y su presencia en una ausencia. Actúan desde lo invisible para hacerse sentir y desaparecen en lo invisible tal y como si no necesitaran lugar alguno donde asentarse. La ausencia del mercado sería nuestra perdición y, paradójicamente su crónica ausencia garantiza su  perduración. 

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21 de diciembre de 2010
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El logo en pintura

Determinados pintores, no pocos pintores de renombre, basan su nueva obra en una simple réplica de la anterior. No van al estudio con la alegría de pintar cualquier cosa sino de recrear, en el mejor de los casos, lo que  se les ocurrió en un tiempo anterior. De este modo buscan,  fuerza de repetir lo mismo, ser identificables a distancia y con toda satisfacción por parte del espectador, el marchante, el coleccionista y el visitador.

Estos pintores garantizan, gracias a esa perfecta reedición de sí, la marca de la casa. Tienen poco que disfrutar mediante la pesada reiteración de su logo pero, probablemente, tienen mucho que ganar. Ser un experto capaz de distinguir en un cuadro sin firma el nombre de su creador puede ser una labor ímproba si el pintor trata hoy este tema y mañana cambia de melodía, técnica y composición. Ahora bien, si en cada obra plasma de forma  destacada el mismo sonsonete, aún el menos avezado de los contempladores acertará al emparejar pintura y pintor.

 De este talante se vale hoy y desde hace tiempo el mercado de la pintura. El comercio de obras de arte, como de galletas Fontaneda o bolsos de Louis Vuitton requiere que las obras muestren claramente el emblema de su producción. Efectivamente, la repetición del mismo logo, puede facilitar mejor la falsificación pero será sólo la primorosa falsificación del logo lo que más importe puesto que el resto de la obra, por lo general, no ofrece grandes dificultades de imitación. La clave de la buena falsificación exige pues la perfecta falsificación de ese logo puesto que la obra poco a poco, a fuerza de repetirse, ha perdido misterio y lo que deja acaso flotando sería  la originalidad de su primera ideación. ¿Y cuál será la originalidad de esa primera ideación? La primera y al cabo máxima originalidad de valor para el mercado del arte tiende a ser el buen logo, inconfundible y cabal, de modo que si se repite tan tenazmente en cada obra y se impone inconfundible en el cuadro es por razón de que aquella cosa, ese anagrama es la fuente de su valor. Una fuente pictórica pero no una pintura y menos, después, una creación. En realidad, el logo aparece una y otra vez como un sello sagrado. No es la firma sino unas formas seguras que aún no dibujando las letras del nombre de nadie, dan, sin equívocos, el nombre del cotizado autor. Podrían ser sus huellas, podrían ser sus garabatos, su semen, su sangre o su sudor, pueden ser muestras auténticas de la mano maestra llevada al punto en que la dinámica de la compraventa perfecta y millonaria lleva a la parálisis y  su desecación. Es decir, a  un estilo que en lugar de seguir resbalado sobre sí mismo para probar nuevos mundos de conocimiento y de construcción, se ha coagulado en aquel momento crítico, "divino",  coincidente con el momento de su máxima cotización comercial.  Sucede pues que, en no pocos casos, una obra y otra obra no son ni mejores sin peores, no inspiradas ni expiradas, ni óptimas ni asombrosas, son tan iguales que el precio se determina a través de su tamaño y, a su vez, resultan tan superponibles que el autor, antes de llegar a muerto siente que va sepultándose en los estratos iguales que derivan de su labor. Estratos que van cubriéndole de gloria o de pesantez, de fama o de cierre en la logia de su lógica fatal. Sepultado prematuramente en el coleccionable logo de su historia, la gloriosa historia de su calculada momificación.

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13 de diciembre de 2010
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El paladar

Recordé siempre el comienzo de Los heraldos negros de César Vallejo con una versión equivocada que, sin embargo, la mayor parte de mi vida he recitado a unos y a otros como si fuera literal. Es sin duda una versión mejor que la versión original. Yo digo "Hay golpes tan duros en la vida... yo no sé... que como heraldos negros son presagio de la muerte".

 Algo muy redondo. Sin embargo,  César Vallejo da muchas vueltas para decir prácticamente lo mismo y más torpemente. Lo siento mucho porque Vallejo fue mi gran maestro y lo siento doblemente por no haber sido capaz de respetar lo que realmente escribía en sus versos. Sus versos dice: "Hay golpes en la vida, tan fuertes...Yo no sé". Y seis versos más abajo dice: "Serán los potros de bárbaros atilas; /o los heraldos negros que nos manda la Muerte". No está mal, sinceramente, pero no se trata ahora de eso. Se trata de que quien nos enseña no nos enseña lo que sabe o lo que se cree saber sino que a la fuerza tiene que someterse al que "sabe" la lección. Quiero decir, a quien con su personal sabor decide la cualidad del alimento que saborea. No habría podido soportar la idea de que manipulaba a César Vallejo a lo largo de decenios citándolo mal pero, ya veo que no lo traicionaba, ni voluntaria ni involuntariamente. Sólo lo saboreaba.  El regusto de la lectura deriva finalmente de la condición del paladar y ni siquiera un alimento muy determinado y fuerte impone su autoridad sobre la entidad del organismo que lo metaboliza. En consecuencia, la obviedad -largo tiempo descuidada- de que la obra sólo se realiza efectivamente con el cumplimiento de su recepción y sólo de este modo se determina, es la sentencia maestra de cualquier arte. O dicho más serenamente, neutralmente, sin romanticismos ni exaltaciones del receptor: la obra sólo es obra cuando se edifica usando los  materiales del lector. Pero entonces ¿cómo puede seguir afirmándose que uno escribe aunque no publique?, ¿qué pinta si no expone? La escritura, la música o la pintura, todo el arte es tú y yo. Es eso o no es.

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9 de diciembre de 2010
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Aprovechando el caos

Muchos ciudadanos nos preguntamos que si las máximas autoridades económicas atribuyen los descalabros de países enteros a la "avaricia" y a la "especulación" de unos pocos cómo no se hace nada contra esa banda de malditos. Si no fuera así, si se tratara de algo más abstracto como que el sistema es el sistema y provoca estos malvados resultados, la pregunta  vuelve al principio: ¿Por qué no se hace nada contra un sistema que arruina y aplasta a millones de familias? ¿No saben hacerlo? ¿No quieren actuar? ¿Desconocen adónde vamos a parar si cambian algo?

Todo junto, a través de indicios disgregados, conduce a pensar que efectivamente la autoridad se muestra tan confusa y débil como auto-des-auto-rizada. Y siendo así ¿cuánto falta para proclamar la anarquía? O la anarquía ha llegado ya y son los más poderosos, la autoridad económica entre ellos, quienes están saqueando los hogares, las tiendas, las empresas, aprovechándose del caos.

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5 de diciembre de 2010
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El frigorífico (2): la vida congelada

Tener un frigorífico no es ya signo alguno de estatus. El estatus se manifiesta a través de los diferentes modelos de este electrodoméstico pero el frigorífico, como el coche, no posen ya poder simbólico de por sí dentro de la clase más amplia. Todos ellos sólo simbolizan en términos relativos dentro del sistema general de los aparatos  semejantes.

De este modo hay frigoríficos pobres y ricos, de mejor o peor calidad y de buen o mal diseño pero todos pueden ser contemplados como depositarios de una misma función esencial que divide el tiempo en dos gracias a su inducción del bajo cero.  De este modo, prácticamente  cualquier hogar se haya provisto de este ingenio que prolonga, gracias al helor,  la perennidad de los alimentos y que incluso, en su extremo, introduce una escalofriante fórmula de eternidad en la cocina.

Frutas y verduras, carnes y pescados, transitan por el espacio culinario cumpliendo el circuito tradicional alimentario: adquisición,  tratamiento y consumición de las comidas. Sin embargo, otra división más compuesta por  productos que se adquieren no para ser ingeridos de inmediato sino para ser sometidos a un enfriamiento extremo, añaden al hecho vital de comer un carácter adicional de relación con la muerte. No la muerte hedionda sino  una suerte de muerte incorrupta  de la que sólo volverán a la tibieza de la realidad  mediante un nuevo y delicado procedimiento biológco. El cuerpo del alimento abandona, en fin, durante un intervalo su condición de vivo para asumir una muerte teóricamente eterna y como consecuencia artificial deliberadamente marcada en la fecha de caducidad o en las mentes del amo.

El amo o el ama de casa son pues también dueños del doble destino que se le atribuye actualmente al,  llamado, vívere. Un doble destino consistente en decidir que la vivacidad del vívere se desarrolle desde su recolección a su  maduración y de su maduración a su descomposición de una manera espontánea o que la cadena se interrumpa mediante una barrera de hielo que paraliza la carrera existencial de las cosas. Que cambia, en fin, lo natural por lo sobre-natural, lo cálido por lo congelado, el infierno en llamas por el desierto helado, el color por la lividez, la ternura de la carne por la piedra. Transustanciación del producto en su cadáver yerto, no libre sino controlado, no elocuente sino enmudecido, no sexual sino emasculado.  El congelador realiza esta función múltiple y extraordinaria transformando,  mediante el frío artificial, el ser natural en artificio.

No importa si sus caracteres organolépticos se recobran más o menos al  descongelarlos, lo decisivo es que pierde prácticamente todas sus cualidades bajo aplastadas por el poder del frío,  tal como si hubiera efectivamente muerto en todos sus aspectos peculiares.

El congelador de la nevera procura esta muerte, tan terrible, para  alargar paradójicamente la vida. O, lo que sería lo mismo, detiene el tiempo que se acercaría a esos cuerpos y los protege de su contacto.  Serán, al cabo, provisiones que nos darán sustento pero son también  provisiones que per-viven en virtud de haber sido desprovistas. El terror implícito en este quehacer extirpatorio ha venido superándose humanamente con la colaboración de una sociedad que ha debido experimentar simultáneamente las operaciones de injerto de órganos y prótesis, la omnipresencia de la cirugía estética contra las marcas de la edad, la creación de productos transgénicos en los cultivos vegetales y en las granjas.

La manipulación de los alimentos forma parte, en consecuencia, de una  manipulación general en todos los campos, se trate de la información o de la alimentación, del cuerpo o del carácter. Se trate en definitiva de la realidad o su doble en el orden de las apariencias.

Una operación como el congelado aterraría a la sociedad de hace  cien años y todavía hasta cincuenta  el congelado se veía como la creación de inquietantes cadáveres.

La naturalidad con que ya actualmente se congela todo y en cualquier hogar se corresponde con la aceptación general de que la vida puede y debe ser controlada, y en su asíntota tratar de hacerla interminable, sea mediante la cosmética anti-edad o a través de los cuidados médicos para la vejez sin nombre donde parece alargarse sin término la prolongada esperanza de vida. (CONTINUARÁ)

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30 de noviembre de 2010
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El frigorífico

El frigorífico es una invención de finales del siglo XIX, años en los que se desarrolló una importante industria en torno al frío. Frío pata crear barras de hielo destinadas directamente al consumo y frío generado en barcos frigoríficos que transportaban carne y productos lácteos de Nueva Zelanda, de Australia y Argentina a lo ancho del mundo.

Esta segunda aplicación industrial tardó en verse representada dentro del hogar pero la neta fabricación de hielo que se repartía en bicicleta, envuelto en arpilleras durante los veranos vino a ser una referencia estival superlativa. No sólo se celebraba la regularidad del paralepípedo casi transparente sino sus desconocidas propiedades,  sus expresiones muy pesadas y resbaladizas, su magia de cristal derivado del agua y su inédito sabor que aunque debiera ser insípido adquiría un carácter peculiar debido a su composición bajo cero.

Con trozos de hielo se hacían los polos de diferentes colores y gustos pero, aún desnudo, el hielo poseía prestigio y personalidad inmanentes puesto que su íntima potencia le permitía mantener al agua unida, esforzadamente sólida, apegada a sí y con tal poder de apelmazamiento que lo igualaba a la identidad, igualmente misteriosa, de los imanes. El hielo en barra era como un imán que mantenía fuertemente unida la desleída propensión del agua y era, contradictoriamente, un imán lábil también, tan delicado que apenas recibía un fogonazo de calor iba demedrándose hasta presentar una imagen depresiva de sumisión o de triste evanescencia.

 Todo hielo que goteaba daba cuenta de este proceso  que habiendo empezado no había alcanzado todavía el punto de su muerte líquida, una suerte de muerte del imponente drácula por la sola legada de la luz solar.  El calor pues a la vista la flaqueza estructural del hielo pero sin él, la barra de hielo fabricado brindaba un espectáculo excepcional que, en efecto, gracias a la asombrosa tecnología de finales del XIX, se unía  a la batería de prodigios que estaban cambiando, material y moralmente, a la sociedad occidental.

La nevera que tantas satisfacciones proporcionaba en los primeros veranos del siglo XX operaba sólo en cuanto armario del hielo. Toda la producción de hielo en casa que desarrolló después el frigorífico fue una transposición, a pequeña escala, de los artefactos navales que transportaban carne y  quesos en sus desplazamientos oceánicos.

La nevera llegó a casa como una miniatura del vientre de esos buques o, más concretamente, como un órgano que fuera injertado por el progreso en la interioridad de esos buques para aumentar el beneficio de las navieras.

La nevera fue, en efecto, un símbolo de tener dinero, un primer electrodoméstico de inequívoco valor estatuario nacido de la naviera. Abrir la nevera y recibir su vaharada de frescor daba la sensación de haber incorporado a  nuestro servicio doméstico un animal mecánico que con su aliento nos refrescaba a voluntad y en su almario acogía las diferentes provisiones de alimentación para protegerlas con su eficiente  barniz de frío.

 El calor, el fuego, fue desde el origen la fuente primordial de vida. ¿Cómo podría ser el frío, su contrario, el símbolo de lo yerto, una razón también de vida?

 

(Continuará)

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29 de noviembre de 2010
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El retoque

El retoque es la fase del trabajo dentro de la pintura en  que los ojos deben aguzarse más. Ese momento pertenece al último tramo de la obra que culmina para sí  y forma parte del principio de la obra que será pronto contemplada por los otros.

La obra ha cumplido su misión de establecerse, de ganar un  estatuto aprobable por el autor pero, a continuación, exige ser retocada para que  el ojo ajeno coincida con el nuestro. La prolongada mirada del artista ha llegado a familiarizarse n con el cuadro pero el que llega tropieza con un suceso para el que no posee, generalmente, introducción, código apropiado. Esto, claro está, si se exceptúa a la masa de pintores que se copian a sí mismos y repiten la fórmula de éxito como si reprodujeran su logo popular sobre cualquier tela.

Exceptuando esta manada de esclavos del marchante o del mercado, los otros, no esclavos sino libertos,  no esforzados sino hedonistas, pintan un cuadro sin tener seguridad de su más o menos en la cotización o el entendimiento de los demás. Pintan como un canto nacido del gozo de pintar y, en consecuencia, en el proceso es inevitable encariñarse con la memoria de ese goce. De ese placer, sin embargo, hay que descamar ciertos deleites  personales para que al exponerlos  no perturben la comunicación y aún la falseen con su obscenidad o su ridículo.

 El oficio enseña esta necesidad que nada tiene que ver con adaptar la obra al gusto general sino de adaptar la obra a la precisa comunicación del gusto propio. El retoque viene a ser, por tanto, como una cirugía final que elimina de la obra ciertas adherencias sentimentales, ciertas males artes y dudas que, como gangas, se han agregado sin calidad ni pertinencia a la globalidad del cuadro.

 El retoque es un repique de campanas que advierten contra el riesgo del desequilibrio emocional de baja calidad o, también, contra el abandono del producto sin haberlo cernido en la autocrítica. En esa autocrítica participa tanto el juicio del autor como el ojo crítico de los receptores, sean todos ellos como un segundo o tercer ojo que decide la óptica definitiva.

El cuadro nunca será perfecto ni  complacerá a todos pero debe ser públicamente digno puesto que su carácter no es, en sustancia, algo de orden interno, un hecho para permanecer oculto, sino un hecho externo destinado a la exposición.

El punto crucial del retoque reúne tanto la manufactura creadora como la manufactura comunicativa. Las dos se suman -o no-  en el resultado productivo. Y productivo en el sentido de generar importantes sensaciones en los demás, no reducidas por la abulia o la torpeza de la terminación. Un cuadro, en fin, no se encuentra concluido en su gestación plena sin el esmero del retoque porque de la misma manera que muchas mujeres no se sienten seguras en las noches de fiesta sin retocarse de vez en cuando el color, el cuadro no asienta su personalidad ante la diabólica observación de los demás si no se siente afianzado y consciente de su apariencia. Se trata sólo de actuar sobre pequeños detalles, de pequeños toques, pero ¿quién no ha sufrido en las personas o en las cosas, en la escritura, la pintura o la música un malestar inesperado, inexplicable y desproporcionado por culpa de un mal adjetivo, un relente inadecuado o una nota fuera de su lugar. Lo que en música se entiende tan bien con el nombre de afinar o desafinar, en la pintura se comprende con el retoque que, efectivamente, no se ve como tal si es atinado o se ve como algo, incluso siniestro, si la mano que otorga belleza falla o falta.

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25 de noviembre de 2010
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