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Escrito por

Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La liturgia trivializada

Tras el escandaloso pitorreo que provocó el diseño de Bosco, una marca rusa, para los uniformes de la selección olímpica española, sigue ahora el grito por la obra que Custo Dalmau ha trazado sobre el equipamiento de la selección catalana de fútbol.

En el pasado, tres instituciones populares, la Iglesia, la Judicatura y el Fútbol, se presentaban como mundos que no admitían el sentido del humor. Tanto en la liturgia de la Iglesia, donde casi todo es sagrado, como en el Fútbol, donde todo casi todo es dramático, la frivolidad o la risa se hallaban ausentes.

A quien se reía en los oficios se le tenía por profanado. A quien se reía en el fútbol se le tenía por pagano que no había asumido el valor de la liza. Cuando en la Iglesia, en la Judicatura o en el Fútbol aparecieron risas, estas fueron efecto de que el sistema tropezaba en sí mismo. Es decir, el cura o el árbitro que se caen, el cura que se equivoca o el árbitro que se vuelve un clown.

Fuera de estos supuestos, el Fútbol, la Iglesia y la Judicatura constituyeron instituciones severas. El árbitro vestía de negro en reconocimiento a su profunda misión. Los sacerdotes y los jueces se cubrían de negro por su ministerio entre el ser y la muerte. En los tres ámbitos, en suma, se trataba de impartir justicia, condena o salvación.

La Santísima Trinidad tuvo su réplica en el Tribunal Supremo y el Tribunal Supremo en el Consejo Superior de Disciplina Deportiva. En ninguno de los casos se trataba de vérsela con un juego risible, fuera el cantifloide lenguaje jurídico o el infantiloide reglamento de la competición

El sistema, sin embargo, empezó a hundirse cuando, de acuerdo a la nueva época, a los árbitros les quitaron el luto. Desde ese momento, su magnificencia fue trivializada en colores amarillos, rosa, azul pálido o cualquier otra tonalidad.

Esta abolición de la vestimenta negra unida a la muerte y a la justicia ciega abrió las puertas a la juerga mundana. Por ese tiempo, más o menos, los sacerdotes se vistieron de seglares y los jueces aparecieron ante las cámaras vestidos de particular. El paso de la investidura negra a la accidental ropa de calle, debitaria de la moda, mostraba el socavamiento del Gran Poder.

Todas las decisiones del Tribunal Supremo se discuten ya, casi todos los curas quieren casarse o matar al Papa, casi todos los árbitros, al final de la jornada, son ridiculizados por las cámaras de televisión. Unos y otros se hallan descalificados como encarnaciones de la verdadera verdad.

¿Cómo extrañarse pues de que los uniformes de los futbolistas sean ya carnavaleros? Antes que los uniformes, los balones y las botas pasaron por la misma cámara de la irreverencia libre y jovial.

Como en los bailes, como en las modas, como en el arte o el sexo, todo es un technicolor que refuta la idea de una unívoca autoridad. Y no habiendo univocidad en nada, ¿qué escándalo merece en los equipamientos deportivos este compás?

Casi todos los equipos de fútbol tuvieron, en el pasado, la misión de reproducir en sus colores los de la bandera local y hoy, incluso, algunos equipos, tras el ejemplo del Barça, portan una pequeña enseña regional discretamente en el cogote de sus camisetas. Discretamente, porque los mandatos del marketing -y no de la Patria- son hoy una cosa y mañana la contraria. La insignia de cada club no radica -excepto en los más paletos- en ser fiel a su enclave sino a las claves que dicta el merchandising.

De modo que ¿a qué viene escandalizarse de que Custo Dalmau actúe sobre la selección catalana imponiendo su diseño a la senyera explícita, el ludismo al himno y la broma a la liturgia ancestral? Por si faltaba poco, Custo Dalmau, diseñador superlativo, no solo nos libera sino que hace justo lo Dal-mau. La irreverencia del Mal.

 



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30 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La magia del color azul

De la misma manera que es prácticamente imposible encontrar a un ser humano que no le guste el chocolate, es casi inconcebible un hombre o una mujer a quien no interesen los colores.

Con esta base tan fecunda, la edición semanal de The New York Times que publicaba EL PAÍS el jueves destinaba dos tercios de la página a lo que titulaba La naturaleza inquebrantable del azul en la naturaleza. El título es grandilocuente, pero el azul no es una cuestión menor. Esta crisis sería azul por falta de fluido sanguíneo, por el concurso de todas las hemorragias financieras que han promovido el desfallecimiento o la recesión. Género blue en evocación a la música doliente y la melancolía del desvanecimiento o la desaparición.

En realidad todo el espacio es azul. El cielo es azul, el mar es azul, el planeta es azul. Pero es azul, precisamente, durante el bienestar o la paz (la ONU es azul) por acumulación del vacío sereno. Mientras el rojo es "encarnado" y pugnaz, el azul tiende a la disolución del color. Nunca llega a perderse del todo, pero puede rozar la línea de lo muy distante. The New York Times citaba al pintor fauvista Raoul Dufi para mostrar su idea de que por mucho que se oscureciera o aclarara el azul nunca dejaba de ser azulado. Con el rojo sombrío podía caerse en el marrón y con el rojo blanco se llega inevitablemente al rosa.

El "azul muy oscuro, casi negro" ilustra la idea de que tanto negro como azul han significado lo mismo para algunas tribus que leíamos en La rama dorada, de Fraser (1854-1941), cuando éramos tan acalorados estudiantes. El negro y el azul oscuro se daban la mano en los duelos, están unidos al luto. Y ahora, Alberto Corazón tiene en Madrid una exposición (Galería Capa), alusiva a la muerte (¡cómo no!) que lo rubrica.

Pero el negro / negro siempre será algo sin igual. A diferencia del negro, el azul escapa de las manos con tanta velocidad y facilidad que llega a ser el mismísimo horizonte. El azul como el verde, escribía Oscar Spengler, son colores fríos que anulan el bulto de los cuerpos y provocan impresión de infinito o de lejanía.

Esta sería la razón de que Polignoto, por ejemplo, los evitara en sus frescos y que, en cambio, con la pintura al óleo, en la pintura de perspectiva, sean elementos creadores de espacio liberado, desde los venecianos hasta el siglo XIX.

Actúan estos tonos de azul no como primeros actores del cuadro, sino como un aroma de sustentación basal, un basso continuo en el mágico universo paralelo de la música coetánea.

Continuo y bajo de sonoridad pero muy apto, precisamente para degustar. Aunque también en esa degustación azulada (como sucede con los diazepanes y píldoras que inducen al sueño) se incluya la inconsciencia. Los franceses dicen que lo ven todo azul je n'y vois que du bleu cuando quieren expresar que no ven nada y, en alemán, ich bin blau es igual a haber perdido la conciencia por efecto del alcohol.

El alcohol, a su vez, se quema en azules, como la economía arde en una pálida y gigantesca hoguera de seres humanos sin explicación ni voz. Estrangulados por una fatalidad que ni siquiera se expresa concretamente. Porque el azul, bendito o maldito, siempre está ahí. Rodea al mundo como una formidable máscara, se comporta como una mirada absoluta (la mirada policial con uniformes azules) y se complace en sí "como una [temible o inocente] nada encantadora", decía Goethe.

El recién nacido fue tradicionalmente vestido de azul pálido si era varón y de rosa si era niña. Son el azul pálido y el rojo pálido cromos mezclados con el blanco común de la leche materna. En esta fase primera, hay concordia y sonrisa entre los dos colores a través del tono.

La vida atruena, sin embargo, cuando el rojo de los cañones y la sangre, junto al azul cianótico de la muerte, la pobreza y el desahucio, se juntan en el violeta del viático. Es decir, las ropas litúrgicas de la extremaunción y el cura que, con otros óleos -ahora sagrados-, se nos aparece por la puerta.

 



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28 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El triste color de la crisis

Crisis no es lo mismo que desolación. Crisis no es lo mismo que demolición. Crisis no es lo mismo que pobreza, enfermedad, humillación y muerte. Lo que esta Gran Crisis causa, sin embargo, con su comportamiento es un horrendo castigo que si ha tomado primero en sus fauces a los países del sur de Europa no ha terminado su devoración. Más que eso, según Huw Pill (¿píldora venenosa?) de la plantilla de Goldman Sach, el asunto no ha hecho -para España- más que empezar. ¿Acabar con la crisis, el paro, el empobrecimiento, la desesperación? Si la sevicia no ha hecho más que empezar a salivar ¿cómo será su vómito cuando se atragante?

Nadie lo sabe. Y aquí ha radicado durante estos años, faltos de luces, la tenebrosidad de la situación. Y su pesadilla. Porque en tanto se ha podido culpar a la codicia humana, a la desalmada conciencia de los banqueros, a las malditas ratas de las agencias de rating o a la incompetencia de los políticos la plaga de los crímenes de lesa humanidad, nos manteníamos en actitud vengativa, tan excitante que movía al saqueo o la subversión.

Pero ni siquiera los movimientos callejeros de revuelta han llegado ser demasiado enérgicos: ni incendiarios, ni incontrolados, ni saboteadores (Rayo Vallecano aparte). Las protestas contra los recortes en Grecia, Portugal, en España o Gran Bretaña, han brotado como fuegos fatuos. Bengalas del malestar, fumarolas de las fuertes heridas sufridas, pero nada equivalentes a quemar a los malditos ("que no nos representan") en la hoguera y a sus instituciones también.

Al cabo se ha llegado a un punto dominical en que los políticos siguen celebrando sus votos, sus langostinos, sus verbenas y nada puede esperarse de gentes que siendo prácticamente las mismas, unas han ganado mayoría y otras incluso las han perdido ya.

¿Entonces? ¿En quién confiar? ¿A qué esperar?

Por unos u otros medios, esta Gran Crisis posee el carácter natural de una hecatombe. O aún peor, los atributos de alguna catástrofe sobrenatural enviada sin razón, sin proporción, sin plazo de duración o alivio. De este modo, las víctimas han sido más que ciudadanos superexplotados de carnes al grill, cuerpos sometidos a una incompresible ley del Sistema que como un Dios sin seso (ni sexo) envió primero una oleada de fuego especulativo, luego otra marea de deuda ardiente y luego otra de fulgurante deuda soberana.

O, finalmente, por contraposición, un enfriamiento absoluto del ánimo y, por momentos, una rendición de los seres humanos a la perdición termal. ¿Será Angela Merkel el anticristo flamante? ¿Será Alemania la serpiente que recobra su aire de dragón histórico y capitanea un nuevo Holocausto interracial? No sería del todo extraño puesto que la historia profética del Apocalipsis lleva a ciudades malditas como Babilonia y de Anticristos que se encarnan en los mismos papas, como figuras perversas de la máxima santidad.

Pero ni siquiera esta narración de tremendo videojuego parece verosímil. Demasiado simple para entusiasmar, carente de intriga suficiente, falta de código cifrado y ausente de guerreros sagaces en busca del Santo Grial.

Pero, entonces, ¿qué es esto que pasa? ¿Asistimos a una representación del fin de los tiempos y seguimos contando como incautos las fechas de las cumbres, los días del rescate o los números de los institutos de medición? El Credit Suisse, un supuesto ángel incontaminado, ha calculado que las familias españolas han perdido casi un 20% de su riqueza efectiva en los últimos seis años. En ese número del diablo (6 años o 666) la boyante España de los ochenta naufraga y todavía no es consciente de cómo ha podido ser.

Ni siquiera los premios Nobel, Stiglitz o Krugman, alcanzan a diagnosticar con determinación las causas y los remedios. Y si de la enfermedad no se conoce sus componentes ¿cómo componer el remedio que neutralice la toxicidad?

De este modo, día tras día, mientras los políticos demoran sus acciones o las cumbres se derriten sin afrontar el Mal, la población se sume en un desánimo que, de un lado, representa a aquellos que se queman a lo bonzo ante los edificios oficiales. Pero también a los millones de familias (unos 13 millones de personas en España ahora) que de ser clase media o casi media han devenido en el cero de la sociedad.

Hace ochenta años, Keynes calculaba que para esta época la economía habría resuelto el problema de los ciclos y se dirigía a procurar un bienestar donde bastaría con trabajar tres horas. No iba si se quiere descaminado del todo. No habrá bienestar pero vamos camino de trabajar cero horas. Un desiderátum de esta coordenada que hoy se acompaña con la asíntota de la inanidad.

No trabajamos más, trabajamos menos. No trabajamos menos para vivir mejor sino que no hay trabajo para procurar que vivamos felizmente menos.

¿Triunfo pues del capitalismo rampante y rapaz? Triunfo funeral del capitalismo que extrayendo la médula de los obreros ha venido a convertirlos, uno a uno, en disecaciones de su misma figuración. Capitalismo taxidermista que en su maniobra de expolio termina, curiosamente, a su vez expoliándose a sí mismo y condenándose a la exfoliación total.

China espera a estallar con su burbuja inmobiliaria y tras ella los demás países emergentes desde la India a Brasil. Todo será una cuestión de tiempo, biológico y vegetal. De apenas un nuevo año chino y de una media docena para todos los demás.

Con ello el horizonte quedará allanado y deshabitado al modo de la historia que se cuenta en el cine de Yo soy leyenda. Siendo, además, en el caso de la leyenda de Richard Matheson, la leyenda intuida del mundo que nos parió.

Y nos mató. Segundo pilar, pues, del Apocalipsis de San Juan. No es una u otra circunstancia envenenada la que presagia el advenimiento de nuestro Gran Dolor. "Y del humo del pozo / Salieron langostas de la tierra / Y se les dio potestad. / Como los escorpiones de la tierra / prohibido les fue que dañasen la gramilla de la tierra / Y todo lo verde / y ningún árbol, Sino sólo a los hombres / Que no tienen el sello de Dios / sobre las frentes". Esto exclama el Apocalipsis de San Juan.

El corazón de Dios parece harto de la turbadora vida de los hombres y de este modo no quiere salvarlos del terrible Juicio Final. Sólo los árboles y la gramilla (¿la gallina, incluso?) le interesan, tal como los benditos ecologistas de tan buen corazón.

Porque ¿será cierto que el hombre ha pecado imperdonablemente contra el divino Cordero? Claro que no. Durante años el ciudadano consumidor no hizo otra cosa que cumplir con el comunitario mandamiento del consumo. Gracias a su consumo o su gasto en el hiperconsumo nacieron empresas y puestos de trabajo no sólo en Occidente sino en Oriente. Emergieron países, islas ahumadas, desde los fondos de la miseria y el mundo se creyó en la senda de una proeza planetaria que transportaba emigrantes del sur al norte y de la prostitución tailandesa a las factorías de seda estampada en los alrededores de Milán. Y viceversa.

Una gran kermés internacional, cargada de robos, droga y asesinatos múltiples, de tráfico de niños, de mujeres y órganos palpitantes, convirtió el mundo en una algarabía desarrollista que, con su pedrería de pecados, no dejó a casi nadie indiferente. Eso era el Progreso. Desequilibrado, delirante, especulativo y demencial fue el Progreso de la Postmodernidad. ¿Fue esta la neurótica causa de la crisis? Para que lo fuera realmente era necesario la locura contra un Dios. ¿Estaría dispuesto el mundo para esta blasfemia con carácter del Medievo? Claro que no.

El estallido de la burbuja financiera o de cualquier burbuja lasciva nacía de la extrema fermentación y la Humanidad no habría sido sino la levadura necesaria de un nuevo mundo que muchos empezaban a gustar y pronosticar. La riqueza se extendería por el planeta, los indios tendrían su Bollywood, los chinos su Sanghay Café y los brasileños su Maracaná universal. El fin de un tiempo viejo, el tiempo obsoleto del siglo XX se reemplazaba por el blanco resplandor del siglo XXI, sin gulags, sin guerras frías, sin amenazas atómicas, sin petróleo y sin C02.

Pero ¿habrá una guerra forjándose ya? En Irán, en Siria, en las Coreas, en China y en Japón. La Gran Depresión de 1929 halló su milagroso remedio en la Segunda Guerra Mundial. Allí murieron 60 millones de personas que podrían haber sido población desempleada y, por añadidura, las empresas envejecidas y sus gastados puestos de trabajo obtuvieron la oportunidad de sanearse con la última generación del marketing y la maquinaria nueva. ¿Será hoy precisa una nueva Gran Guerra para que la hormona capitalista pueda sobrevivir?

O bien ¿es concebible, de otro lado, una salvación absoluta del estrago actual que ya ha hundido a cientos de miles de empresas y hasta el alma empresarial de nuestra economía vigente?

Porque ¿el Estado? ¿Quién puede seguir esperando algo de este demacrado Leviatán? Si hay una criatura emponzoñada por el desastre esta es, en primer lugar, la política estatal y sus carcomidos comportamientos. Y, sin política saludable o son-rosada ¿Cómo esperar la curación?

De toda la maldad de esta Gran Crisis pueden ser excluidos los obreros, los curas, los maestros y los auxiliares de enfermería. En el corazón de las tinieblas de esta formidable Crisis anida como el peor gusano la corrupción política y de cuya apestosa secreción ha sido apestada toda una sociedad de líderes partidistas, peores que los robbers baron, peores que las Cuatro Fieras que el Ángel del Apocalipsis explica como "Poderes Políticos". El León con alas de águila que evoca el Paganismo. El oso devorador de muchas carnes que anda con tres huesos en la boca. El Leopardo con cuatro cabezas y cuatro alas. La Fiera con pies de hierro de la que surge el Anticristo.

Puede esperarse que todo esto que ocurre para la ruina de los seres humanos provenga de un más allá. Razón esotérica que viene a cebarse en nosotros como acaso en otros planetas de los que no tenemos noticia ni rastro de PIB. Puede ser que esta etapa se inscriba en el proceso, no siempre dulce, de la Humanidad y que su parte más hostil se represente ahora. Puede ser. Pero ¿quién podría olvidar que unos se enriquecen a la vez que otros se despeñan en la indigencia? ¿Quién podría olvidar que las diferencias de renta han pasado de ser entre lo más alto a lo más bajo de 16 veces a 300 y a veces a 3.000?

No se trata sólo de una insufrible y gigantesca injusticia. Se trata sencillamente de una monstruosidad. Tan importante que decide el destino de los humildes, humilla su personalidad, descompone sus amores y sus familias, les condena como perros a comer de los contenedores y a vivir en chamizos en las faldas de la ciudad maldita. Esa Babilonia del Apocalipsis que han levantado los asalariados urbanistas de Tongzhou, Dublín, Seseña o Guardamar.

Los preppers o adeptos al prepping (preparación) forman un movimiento que se prepara para el colapso de la civilización occidental y ya encuadran a tres millones de personas, por lo menos. Todos ellos aprenden a cultivar judías o nabos, a elaborar pan, criar gallinas o confeccionar mermeladas, tejerse un suéter o hacer funcionar un motor con aceite de cocina. Todos ellos alertados por el inexorable fin de esta civilización.

De hecho, como enseña el Apocalipsis, no esperan una catástrofe a plazo fijo. Simplemente ven que esto va indefectiblemente de mal en peor. Viven pues para y por la catástrofe que, de ser tenida por un hecho extraordinario, se ha instalado como una "normalidad".

Huyen de las ciudades habitadas por zombis desocupados y del Gobierno de la nación colonizados (incubados) por las elites del dinero. La fantasía del aislamiento comunitario descrita por Night Shyamalan con la película The Village (2004) tiene su continuidad en el film 2012 de Roland Emmerich o The Road, con la ventaja de que ya no dan qué pensar.

Los prepper no esperan nada de la civilización una vez que ha tomado estos derroteros denigrantes. En suma, no esperan nada del capitalismo ni del postcapitalismo, ni del capitalismo rosa o a la violeta. Todo ha quedado impregnado de un verdoso color que, como un moho, cae sobre la felicidad de los habitantes humanos, tan afectados por sus empleos precarios como por la subestimación del paro y la ferocidad de la desigualdad creciente, ardiendo como una zarza de cruel e injusta abnegación fatal.



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26 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El placer de ser tú

En los últimos 10 años, casi todo ha tendido a la desaparición, desde la física con la nanotecnología, desde la informática con los bitsy desde la moral con la sinvergonzonería. Pero lo que fue "sin" (sin cafeína, sin alcohol, sin azúcar, sin vergüenza) ha llegado a convertirse en cero: cero en calorías, cero en democracia y cero en realidad. Lo real ha sido reemplazado por la invisibilidad y ha llegado el momento de una reacción genérica.

La vida no se desarrolla en las pantallas ni el corazón palpita bajo el orden digital. Todo el ejército de desempleados como efecto de la crisis y la sustitución del ordenador ("espíritu ordenador") va dando la vuelta hacia una humanidad cuya cultura abomina de este sumidero donde pereceremos todos.

La Red está muy bien, la globalización parece un milagro pero la Humanidad echa de menos abrazar carnes, rehacerse en su labor de hacer cosas con las manos y entenderlas con el ruido del corazón.

Sin tanto rollo poético, esta viene a ser la tesis de Chris Anderson (The long tail) que acaba de publicar Makers. The long tail llamaba la atención sobre el hecho de que la facturación de mil editoriales pequeñas (tan bonitas en toda España) llegaba a alcanzar casi la cifra de los sellos gigantes.

¿Una follie? Pues no. La gente se complace con la edición esmerada. Ama el libro que parece elegido para él y compuesto con el mimo que lo mima.

De igual modo, Chris Anderson traslada esta "impresión" a las demás cosas. Su libro enseguida se hace simpático y convincente, convincente y simpático evocando el general deseo infantil de hacer cosas con las manos. Un muñeco de plastilina, una pelota de papel o un lego. Nada de máquinas inasequibles de por medio.

La materia recobra así su prestigio natural tras haberla perdido en el vértigo invisible del computador. No se trata, en fin, de volver atrás sino de progresar sin cerrar los ojos.

Toda afición a tejer, modular, construir o crear, propia de los seres humanos, se traduce hoy, cada vez más y como reacción placentera, en las conductas de los emprendedores.

Estos makers componen ya una sociedad de millones en Estados Unidos y pueden ser parte de los 60.000 nuevos empresarios autónomos españoles que nacieron en los últimos meses.

La Red les ayuda a idear novedades y a difundirlas. La Red les ayuda en la financiación de sus proyectos gracias a otros emprendedores y la Red les impulsa a mejorar sus productos mediante un "código abierto" a la muchedumbre. Porque ya no se trata de ser un genio único y morir herido por la proeza. El futuro será colectivo o no será.

Los puestos de trabajo que se pierden en la industria no los absorbe ya la agricultura reducida ni la electrónica productiva sino otra industria nacida de múltiples y pequeños emprendedores. Aquellos que mejoran el sillín de la mountain bike, los que procuran zanahorias de Zaire, los que venden zapatillas ergonómicas y perfumadas o, como ya se ve, nos ofrecen clementinas, jamones exquisitos o películas que nunca podríamos encontrar en El Corte Inglés.

Son aquellos emprendedores que nos tratan como particulares y escogen aquellos productos que nos harían especialmente felices.

Esta cultura de la oferta que pareció selectiva e individualista en los noventa ha cambiado para ser barata, perfectiva y humanista. No vende productos como Caprabo a bajo precio sino que oferta lo que jamás ofertará Caprabo. Esta nueva entrega de productor a consumidor, de la producción a la difusión obtiene, de un lado, el mayor provecho de la comunicación online y el posible gozo humano de una amorosa línea de consumo.

Hace casi 30 años dos profesores del MIT, Michael Piore y Charles Sabel, predijeron esta transición en The second industrial divide. Ahora estamos no solo divididos por el gusto sino truncados por esta Gran Crisis de mierda que nos lleva aglomerados al vertedero. Pero ahí hay que ver -incluso- la salvación: el vertedero es ya el abono de unos brotes que el Gobierno horizontal no ve pero que la sociedad levanta, como crecientes jardines verticales, ante el acartonado rostro del Poder.

 



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21 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Sin teoría, sin ropa interior

De lo muy poco que cabe celebrar en estos tiempos malvados, una penuria más, la carencia de teorías, se alza como una bendición.

Todo periodo que, en lo económico, lo político o lo artístico, se llenó de escuelas, movimientos y sus correspondientes manifiestos han sido tanto menos libres como más aburridos. Si se refiere a la política económica o a la economía política, cada una acabó echando las cosas a perder siguiendo unos u otros preceptos sagrados. Desde el liberalismo al comunismo, desde el equilibrio presupuestario al keynesianismo llenaron la intelectualidad de certezas y redujeron la complejidad social a un garabato. Y no se diga ya si se trata de movimientos artísticos.

Nada más tedioso en un museo que entrar en una sala consagrada al cubismo, otra destinada al impresionismo, otra al expresionismo, y así hasta la consecuencia de que el arte, en vez de ser una autoría personal, era como una obra oficial gobernada por una superautoridad oficializada.

Esa autoridad o moda imperante disfrutaban de tal poder a que imponía, aun sin quererlo, las formas de expresarse y hasta el contenido de la dicción. Los motivos, los colores, las formas, los efectos, los temas, el estilo en general se hallaban a la orden de una determinada "escuela". Y nada parece hoy más deprimente que ver a cohortes de artistas atados como en una cuerda de reos, presos de la época y de su estética capital.

¿Manifestarse personalmente? Para eso estaban los manifiestos conjuntos. ¿Exponerse libremente? Para eso estaban todas las muestras clasificatorias desde Viena a Nueva York, desde el Albertina al MoMa, que mandaban sobre el orden de la inspiración.

¿La inspiración? La inspiración, efectivamente. Porque la manera en que se concibe y se realiza una obra dentro de una escuela boyante era como el producto de un vasallo subordinado al mejor patrón.

Los tiempos de ahora son intempestivos pero no menos que el de los estruendos rapaces del aufklärung. Son tiempos crudos pero en parte más interesantes que los dulces escarchados del impresionismo francés. Son hoy, tiempos de pesadilla, pero incomparablemente menos cursis que todo el sueño surrealista, desde Magritte o Dalí.

En suma, esta época tiene a su favor no estar incluida en ninguna otra. Es decir, algo debía de tener para que pudiera ser. Y es, en especial, su condición de tiempo nuevo, tan duro y cruel como virtualmente libérrimo. Tan propicio al austericidio y al suicidio individual como propenso a la inauguración de un momento en el que todavía la sociedad no ensayó vivir.

¿Teorías? Todas las teorías se han hundido como también todas las modas han pasado de moda, han pasado de ser ridículos mandatos a ser motivos de desobediencia civil.

Cada cual ha recobrado así una extraña porción de libertad. Sea como artista, como ciudadano, como consumidor o como activista se halla en mejores condiciones para desarrollar su manera de estar.

Y la Red es el ejemplo máximo de cómo el manifiesto de una vanguardia se haya carcomido ahora por la manifestación de heterogéneos puntos de vida y vista. ¿La colectividad? Lo que importa no es hoy la colectividad sino la comunidad. La reunión de lo diverso, la coexistencia de lo distinto, el ejercicio de lo mejor sin haberse alistado o poseer el carnet de socio o de partido. Los artistas, como los dirigentes, deben ser juzgados en cuanto a su mérito y no por su adhesión.

Los líderes políticos, si siguen existiendo mañana, deben ser elegidos, juzgados y demolidos por los ciudadanos; no por hallarse afiliados a una formación.

Sin teorías, pensábamos, no se puede pensar, pero lo cierto es que el pensamiento fue siempre anterior a la teoría, que no vino a ser otra cosa sino una "racionalización" del pensamiento presente y anterior.

Sé es esto o aquello. Nos salvaremos o nos hundiremos no por un teorema a fuerte sino por la flexible inteligencia aplicada a la complejidad de la situación. "A largo plazo", decía Keynes, "todos muertos". Pero hoy, a medio plazo, terminaremos beneficiados, sin duda, por la ausencia de un diktat que nos encierre, como antaño, en un herrumbroso campo de concentración.

 



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19 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Gauguin desnudo y trajeado

La importancia de un cuadro no depende de las esquinas ni tampoco de su centro sino, obviamente, del diverso efecto que logra su totalidad. Sin embargo, ¡cuántos cuadros pierden su verdadera totalidad por culpa del marco! No se trata sólo de que el marco tape acaso un importante reborde del lienzo sino de que siendo el marco parte del cuadro influye mucho sobre su locución final.

En el artículo Meditación del marco que Ortega y Gasset incluyó en El espectador se dice que el marco no es "como el traje del cuadro", pero tampoco es un adorno. "Viven los cuadros alojados en los marcos... El uno necesita del otro. Un cuadro sin marco tiene el aire de un hombre expoliado y desnudo". ¿Una obscenidad?

Pues sí, esto sería aproximadamente lo que caracterizaría los cuadros de Gauguin, ahora presentes en la Thyssen de Madrid hasta el 13 de enero.

Actualmente los marcos se llevan menos y prácticamente nunca en los mayores formatos pero incluso a finales del siglo XIX y primeros del veinte, cuando vivió Gauguin (París, 1848-Atuona, 1903), nada le caía peor a su obra que el re-cuadro.

El re-cuadro le sienta al mundo desbordante y carnal de Gauguin como un tiro: un re-mate eficaz, que se carga la fastuosidad y la sensualidad del tema. No es culpa de la Fundación Thyssen, claro está. Estas obras llegan ya enjauladas y, si se quiere, largamente emasculadas por el rigor de la enmarcación.

Cuando Van Gogh y Gauguin se conocieron en el Grand Bouillon Restaurant du Châtelet, en Clichy, el pintor holandés se abalanzó sobre las pinturas de Gauguin de su estancia en la Martinica y dijo: "¡Formidables! No fueron pintadas con pincel, sino con el falo. Cuadros que al mismo tiempo que arte son pecados".

Mario Vargas Llosa es la fuente de esta anécdota que aparece en su hermoso libro El Paraíso en la otra esquina, donde a la biografía ardorosa y dolorosa del pintor francés se suman las flamas de la feminista Flora Tristán, su abuela materna.

Una apropiada recomendación para visitar la Thyssen estos meses es la lectura de la novela del Nobel peruano, pero también puede ser que, en la visita, el odio al marco se acentúe debido a la represión del orgasmo que procreó esas pinturas. "Esta es la gran pintura -decía además Van Gogh- (que) sale de las entrañas, de la sangre, como la esperma del sexo".

Sin marco, antes del marco, los cuadros son más o menos valiosos si cuidan o no sus lados, sus fugas y sus ángulos. En la puja de las subastas el licitador debería tener en cuenta estos detalles porque el autor que descuida esos espacios marginales denota, al cabo, una desgana contraria a la erección que la gran obra conlleva.

A estas alturas sabemos y callamos que la exaltación de un lienzo mediante un marco es un artificio "pornográfico". La mejora de un cuadro gracias a sus hermosos extremos es coherente con la autenticidad, la energía y el placer, factores todos ellos que corresponden al artista que pinta por necesidad, tal como el pájaro canta por biogusto.

El cuadro desnudo de marco se expone libérrimamente al espectador. Por el contrario, el cuadro enmarcado se halla de antemano preso, forma parte de la cultura registrada y puede alinearse junto a otros objetos que en nada tienen que ver con la sangre, el esperma, el sudor o las lágrimas.

En el instante de haberlo enmarcado, y tanto más cuanto el marco se muestra exuberante, la pintura pasa de la libertad al orden institucional puesto que el marco sería un instrumento que Foucault enumeraría entre los de "vigilar y castigar".

El marco, como la ventana, recorta y domestica el paisaje. El marco como la embocadura al escenario procura a las obras carácter "artificial", precisamente tras haberlas preparado para hacerlas espectáculo.

¿Contra el marco, pues? No siempre, no necesariamente. Imitando a Ortega, que se quejaba del poco espacio que le daban en el periódico, estas líneas pueden llamarse como aquellas: "Meditación del marco". Ni un centímetro más ni un centímetro menos.

 



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2 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El arte ¿es arte?

En otros momentos nos habría exasperado tanta banalidad, rayando el timo, expuesta en las mejores galerías y en prestigiosos museos, pero ahora, progresivamente, casi lo mismo nos da. La belleza hace tiempo que se escindió del producto artístico y siendo posible aceptar que lo feo sea altamente interesante, que las vísceras en corrupción del buey en una muestra despierten sensación o que las vaqueros rotos, los zapatos manchados, los muebles en découpage y las calaveras tatuadas sean buena parte de nuestro repertorio estético ¿cómo ponerse finos ante la creación?

Gombrich decía, mucho antes de que las cosas llegaran a este extremo, que "arte es aquello que los artistas dicen que es arte". Se trataba así, por este supercrítico, de salir airosamente del trago. Si los ebanistas hacen muebles de todas clases, los artistas hacen arte, sea de la forma y composición que sea.

La novedad, sin embargo, tratada el jueves por el profesor Calvo Serraller en su excitante conferencia del Reina Sofía es que, a fuerza de aceptar la belleza convulsa de los bretonianos -una belleza fuera de todo canon y saciada de libertad hasta el vómito, cuyo interior ha estallado en pedazos y de cuyos cascotes han ido produciéndose manifestaciones; unas llamativas y otras, ni fu ni fa- lo bello ha abandonado su trono imperial cargado de oros y el pasto del pueblo liberado ha adquirido las mil caras de la libertad y la fast food.

Antes del siglo XVIII, antes de la liberadora Ilustración, la belleza se hallaba enjaulada en reglas divinas que como la simetría, la proporción, el ritmo evocaban las leyes matemáticas que son, con Pitágoras, las leyes de Dios.

Tan pulcra como la matemática, tan digna y exacta como ella, la belleza era casi una ciencia para cuya producción era necesario aprender meticulosamente un oficio y seguir severamente sus órdenes y principios. Hoy, sin embargo, brotan músicos y escritores y pintores por todas partes. Es una belleza de puertas abiertas, el desorden es su correlato natural.

La pretensión de la belleza, como se ve en los escotes, en los cortes de pelo, en la arquitectura o en las faldas, no es simétrica sino asimétrica. La desproporción, el exceso, se impone espectacularmente a la precisión; y lo atonal, lo arrítmico pugna por hacerse oír mejor.

Una creación como la de la marca Desigual y las últimas colecciones de Custo Barcelona son un ejemplo cercano de la nueva belleza tan convulsa que, si parece colapsar en el proyecto, no llega nunca a la postración, sino a la sensación.

De ese universo estético está hecha actualmente la polimoda. Porque ahora no hay ya una moda imperante o única como no hay ningún canon de belleza superior. En las noticias de cada día la fe se intercambia bélicamente (convulsamente) con la blasfemia, lo minimal con el barroco, las prendas de Ralph Lauren con los serios modelos de Dior, el miedo de todos nosotros por un pavor mayor.

Este fin de semana se celebra en Madrid la operación Open Studio con el propósito de "abrir las puertas" de los espacios de los artistas a los galeristas, los coleccionistas, los críticos y los vecinos. Todo se mezcla en una promiscuidad de expertos y profanos, de gentes con juicio, con prejuicios y sin nada que opinar.

El arte se ha despojado de sus hábitos místicos y es carne de mercado. Y el mercado, como la crisis enseña, es tan errático como desequilibrante, tan desproporcionado como famoso, tan arrítmico como un infarto, tan decisivo como invisible.

El arte, ¿es arte? A estas alturas qué más dará esta etiqueta ancestral. La política, la economía, la sociedad y la cultura se hallan en una era cuyo máximo carácter es carecer de nombre propio. En estas condiciones de perdición, deslocalización, desconcierto y apocalipsis ¿a qué propiedades más o menos fijas podría la belleza aspirar?



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31 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El arte del sí y el no

Los arquitectos, los aficionados a la arquitectura y diletantes de todo género nos sentimos contentos de que Ivorypress haya publicado un conjunto de escritos de Paul Goldberger, premio Pulitzer 1984, el crítico más influyente de The New York Times primero y de The New Yorker desde 1996.

Como dice Fernández Galiano en el prólogo, Goldberger que es muy entendido se hace a la vez entender. La arquitectura es una de las artes más complejas tanto por la suma de factores que abraza como por la dificultad de comprenderla estando en sus brazos. Goldberger dedica un canto al interior de los edificios, puesto que ve en ese cuenco emocional la mayor razón del edificio. Su ecuación es esta: todo lo que siendo hermoso o bonito por fuera provoca malestar interior nos perjudica la vida. No digamos ya el humor.

En estos últimos años han dominado las fachadas atractivas sobre los interiores bienhechores y, con ello, una lista de celebrados arquitectos han dado el pego fotografiando, en revistas de lujo, el cutis de sus obras. La práctica parecía coherente con la importancia de la apariencia y la "buena pinta".

Afortunadamente, como corresponde a los libros de arte completos, las páginas están salpicadas de imágenes representativas. El viejo lema de que "la forma ha de seguir a la función", tan amado por la facción de arquitectos moralistas, la desmonta Goldberger alegando que no hay una única función sagrada. Como él dice "hay demasiadas clases de función y distintas formas que pueden cumplir la misma".

Quien vea los edificios de Gehry o Rem Koolhaas se dará cuenta de ello. O de lo inverso. Muchos arquitectos de estos años espectaculares han sentido un irresistible impulso por crear edificios divertidos. De hecho, el posmodernismo nació con Venturi "aprendiendo de Las Vegas" y el juego parecía, como el fuego, primordial fuerza de la inspiración.

Ser divertido en la publicidad, en el vestido, en la música o en los viajes del Papa ha sido hasta la actual hecatombe regla común. Divertirse hasta morir (Amusing ourselves to death) se llamó el best seller Neil Postman que plasmó la juerga mercantil a mediados de los ochenta.

Erigir edificios divertidos, coloreados, optimistas, acrobáticos o estrambóticos no terminó enseguida. Hasta hace una década seguían brotando entre la sociedad sin malestar.

Y ¿ahora? Ahora vale la pena referirse a las consideraciones que Paul Goldberger hace sobre diferencia y repetición. No exactamente a la manera en que Deleuze (Différence et répétition) trataba el asunto, pero sí evocando claves comunes en las obras de arte y hasta en la vida personal.

No hay cuadro, novela o edificio armónicamente terminado que descuide la dialéctica entre la repetición y la diferencia. El cuadro parece tan abigarrado como coherente, la novela parece tan pesada como entretenida, el potente edificio es amable sin saber por qué. Y la causa radica, como se advierte con las clásicas sinfonías en la secuencia de la letanía y de su interrupción. El seductor efecto del edificio BBVA de Sáenz de Oiza, en la Castellana de Madrid, se apoya en el protagonismo de las bandejas sobresalientes cuando la secuencia de las ventanas ha llegado al justo punto de la repetición. Esa interrupción con el mismo acero cortén no solo salva del tedio, sino que convierte su pasaje en "camino de perfección".

Los escritores, los artistas plásticos tienen acaso un estilo personal, pero lo peor de lo peor es copiarse a sí mismo. Toda obra que no cree un hiato esta muerta. Tan muerta como las obras que Goldberger repudia o tal como Johann Sebastian Bach logró dar vida en sus Variaciones Goldberg cautivando el oído con la sabia proporción estética del sí y el no.



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29 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La cultura inhumana de la crisis

¿Podría ser que dejando de hablar de la crisis se acabara la crisis? No es nada seguro pero, día a día, se observa que el tratamiento que se aplica para superar esta enorme adversidad se inspira exclusivamente en los actuales conocimientos económicos -reyes de la cultura- y no se atiende sino a sus argumentos sobrevolando a los demás.

No hay, sin embargo, posibilidad de abordar un problema importante del siglo XXI, sea el que sea, desde un único y dominante punto de vista. La realidad mundial ha multiplicado su complejidad y posee un rostro facetado que se divide, a la vez, en otras faces e interfaces.

Prácticamente todos los éxitos científicos o innovaciones culturales de los últimos años no han sido obra de una especialidad sino de la conjunción de criterios y perspectivas distintas presentes en red. El paquete de factores heterogéneos que se encuentra en el origen y desarrollo de esta aciaga coyuntura requiere expertos de distinta especialidad, diferentes culturas y diversos puntos de vista.

Porque si la crisis es financiera... ¿Cómo desdeñar que es también social y cultural? ¿Cómo continuar atendiendo los desajustes económicos por encima de todo sin atender las simultáneas destrucciones sociales y culturales de alrededor? ¿Cómo no ya igualar sino anteponer la inquietud sobre el mísero estado en que va progresivamente cayendo gran parte de la ciudadanía y deducir desde ese punto el pertinente camino a seguir? ¿Qué avala desvivirse primero por el desequilibrio financiero y hacerlo a costa de todo lo demás?

Si se tratara de un asunto menor acaso no tendría tanta importancia el desatino ni la injusticia sería tan radical, pero cinco años de crisis y con tendencia a empeorar requiere el concurso de otra sensibilidad y otros expertos que sazonen el equipo dedicado a solventar la situación.

La pésima situación de la gente es más grave que el balance de un banco. La cultura o la sanidad son más importantes que la conflictividad entre el Banco Central Europeo y los criterios de los ministros de Finanzas alemán, finés y holandés.

Como la crisis no es solo una crisis económica que pueda operarse en un quirófano esterilizado, la muerte del paciente se halla de antemano garantizada. O, en definitiva, el régimen de austeridad que se impone a los países como un purgante de cicuta y los recortes sobre recortes son dos maneras de llegar al éxito a través de la anemia o la mutilación.

Si la ecuación se invierte y lo económico dejara de ocupar el primer y excluyente lugar es probable que las autoridades estuvieran actuando no solo con mayor eficiencia sino con el debido sentido de la humanidad. Porque algo hace creer que cuando la humanidad y lo humanitario fueran por delante de los balances del capital, se habría adoptado un desfile acorde con la naturaleza fundamental del problema.

Entretanto, la situación empeora y en casi cualquier aspecto o lugar. Prueba, en suma, de que la cura se está aplicando con un protocolo equivocado y con ello el paciente va muriendo al compás de la asfixia que le causa un equipo de poderosos tecnócratas tan rudos como estranguladores.

¿Los políticos? ¿La acción humana y cultural de la política? ¿Han oído ustedes hablar?



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17 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Verdad y mentira en Hopper

Unas veces nos atrae y otras nos repele. Contemplado desde un punto de vista es un genio o algo así y desde otra perspectiva puede parecer un farsante o hasta un pobre chico. Esta es la sensación, siempre ambivalente, que despierta Edward Hopper, ahora en una extensa exposición del Museo Thyssen que merece la pena visitar hasta el 16 de septiembre.

Pero ¿qué le pasa a esa pintura para resultar -o resultarnos a algunos- tan equívoca? La respuesta más inmediata y acaso certera es que se trata de una pintura tan predeterminada que roza pronto la falsedad, y tan relamida que nos atemoriza como un truco. De hecho, por momentos su artimaña de trilero llega a atraparnos y por otros su pulcra exactitud nos distancia como de un tipo vacuo. ¿Pintura de la soledad? ¿Cuadros de la desolación? ¿No serán simplemente sino emociones prefabricadas? ¿No serán ciertamente sino cuidadosos simulacros?

No se hablaría, en todo caso, de simulacros vulgares o de primer orden ni tampoco su meticulosidad profesional carecería de conocimientos bien asumidos. Pero tampoco se trataría, como él pretende en sus escritos sobre pintura, de reflejos íntimos del artista "impresionado" sino, ante todo, de efectos impulsados por el afán de causar impresión a la visita. De ahí, seguramente, que su manejo de la luz sea más numérico que pictórico o, en suma, más luminotécnico que espontáneo o humanista.

Los ardientes defensores de Hopper caen en esta fácil paradoja: los quema la frialdad de sus representaciones, se sienten "quemados" como el mismo hielo hace sentir a la piel al permanecer unos segundos sobre ella.

Consecuentemente, la visión más o menos sostenida de un cuadro de Hopper se hace prácticamente imposible. De repente, todo está ya completamente visto y hay que huir. Se halla en su superficie todo lo que hay que ver tal como si en vez de conducirnos a alguna profundidad más atractiva e interesante, los sentidos rebotaran en su superficie y lo representado no fuera otra cosa que una viñeta. Esta hipótesis explicaría el porqué el análisis de su obra, sean unos u otros los exégetas, sea tan repetidamente igual en todos.

Casi todos los cuadros de Hopper o, al menos, los que en los años veinte le dieron su máxima fama son como fotos de un tema humano minuciosamente preparado para ser retratado. O, de otro modo, son como retratos de una realidad previamente amanerada.

Amanerada la realidad al compás de una idea que busca el efectismo antes que la transmisión de un pulso creador. Y adolecen, desde este punto de vista, de tanta carencia de naturalidad como serían las interpretaciones de algunos actores dramáticos que anhelando conquistar aún más la emoción del espectador, concluyen en insoportables escenas grotescas.

Hopper es más elegante y nunca se aproxima a lo ridículo, pero no por ello sería más verdadero. De hecho, no habría una manera más directa de calificar globalmente su última producción que atribuyendo su éxito a las conmovidas reacciones del gran público.

De su pintura de caballete al supercartel de cine hay solo un par de pasos y la coincidencia de comentaristas respecto a que su pintura es como fotogramas de un filme urbano no hace sino corroborarlo.

Esto dicho, Hopper es un buen placer para los sentidos. Y cuanto más dolidos mejor. Hopper lleva la desesperanza o el duelo a la pantalla, arranca la nocturnidad de la herida humana y hace, en fin, por nosotros las veces de un sufrimiento en clave de simulacro.

Ver padecer a las figuras de Hopper, siempre solas y en silencio, nos conforta. Nos conforta tanto que de la exposición del Thyssen se sale librado como de un mal crónico y hasta evidentemente reforzado.

He aquí pues, la mejor oferta del artista norteamericano: simplifica él en sus estampas los escarpados vericuetos del amor o del dolor, para dejarnos finalmente entregas tan planas sentimentalmente como la condición de su plana arquitectura de bastidor.

Exactamente.



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9 de octubre de 2012
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El Boomeran(g)
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